sábado, 29 de noviembre de 2014

LA DESBANDÁ y DESPUÉS DE LA DESBANDÁ, pronto en librerías.

Tras negarme durante siete años, debido a las estafas y las decepciones que me causaron Miriam Tey (Editorial el Cobre) y Blanca Rosa Roca (Roca Editorial), finalmente he aceptado que se publique la 5ª edición, porque me han prometido editar también DESPUÉS DE LA DESBANDÁ, dependiendo de cómo respondan los lectores.


el email de la editorial es


egenal@libreriaproteo.es

jueves, 27 de noviembre de 2014

SE IMPRIMIRÁ EN SEGUIDA LA 5ª edición de LA DESBANDÁ.

Ayer, 26 de noviembre, firmé contrato  con la Editorial Genal, que publicará en los próximos meses la 5ª edición de LA DESBANDÁ.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

VUELVO A CONTACTAR CON EDITORIALES.

Desde que Blanca Rosa Roca se apropió de muchos millares de euros de mis derechos, y los dos infartos que la estafa y la miseria consecuente me han producido, no me quedaban ganas de lidiar de nuevo con editoriales en España, y menos, en Barcelona.
Pero como uno alcanza edades en que las pasiones son menos arrebatadoras, parece que se va a producir pronto la impresión de la quinta edición de LA DESBANDÁ y, a continuación, la salida de DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Desde luego, no en una editorial de Barcelona, donde la prohibición del castellano ha producido que "corrijan" textos estropeándolos de modo impresentable.
 
 
Artículo del diario ABC

jueves, 6 de noviembre de 2014

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ, 4ª capítulo

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ, cuarto capítulo
Hace ya muchos  años, escribí la continuación de LA DESBANDÁ, titulada DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Al no haberlo publicado a causa de las estafas que sufgría por parte de las e3ditoriales de Barcelona, en estos años no he parado de retocarla. Creo que ya la estoy dando por acabada. Tienen a continuación el cuarto capítulo
 
 
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
 
IV Capítulo
El retorno de la desbandá no había terminado aún. Todavía llegaban en masa, aunque algo más dispersos que los dos días anteriores, rendidos y vencidos, arrastrando los carromatos, carretillas, bicicletas y niños ensartados por cordeles para que no se despistasen. Los dos amigos, tras haber descansado un poco, los miraban ahora con un inesperado y muy extraño sentimiento de piedad y repulsión. ¿Así parecían ellos dos días antes?
El Templao cabeceó y, apesadumbrado, hundió la barbilla en el pecho al tiempo que resurgía el llanto. Mani volvió a abrazar sus hombros sin encontrar una palabra que pudiera consolarles a los dos.
El cortejo del regreso continuaba gimiendo. Andrajosos, casi todos los pies sangrantes, famélicos y con los ojos desencajados. Como escapados de un campo de concentración, subían por las riberas del Guadalmedina y la calle del Molinillo, arrastrando la desesperación y la desesperanza. ¿Qué venturas podían encontrar en la ciudad asolada de donde habían huido? Ninguna, porque casi no había más que escombros humeantes. Prematuramente, la mudez que les  obligarían a guardar durante años les dominaba ya.
Transitaban en silencio de camposanto, presentes pero ausentes, con miradas esquivas y perplejas donde no quedaba ningún camino. En sus ojos se pintaba la incertidumbre y, sobre todo, la negrura de su inmediato porvenir.
Para no tener que continuar viéndolos, el Templao y Mani se desviaron de la ruta que habían previsto recorrer. Permanecieron unos minutos junto a un pequeño huerto de la calle de Salamanca donde salaban boquerones, hasta que el Templao, con su habitual incapacidad de estarse quieto, dijo:
-Bueno, Mani, me las piro; trata de esconderte hasta que yo no vuelva. A ver si encuentro quien me haga el favor de ir a preguntar en la Goleta.
Pasado un rato, Mani descubrió que dos hombres que rellenaban un pequeño tonel con boquerones y sal, le señalaban y murmuraban entre sí. En un primer momento, sonrieron, probablemente recordando con ternura al “vengador de los pobres”, pero a continuación, se enzarzaron en una discusión mientras uno de los dos lo señalaba con cierta severidad; probablemente, discutía si entregarlo. Estaba en peligro. Corrió calle abajo, por la misma dirección que el Templao tendría que recorrer a su regreso, y se paró junto a un tenderete del mercado a ver pasar el cortejo, que seguía desfilando sus miserias por la Cruz del Molinillo.
Cavilaba sobre dónde ocultarse mientras el Templao trataba de averiguar el paradero de doña Elena, pero la fascinación que le producía el desfile le mantuvo en el mismo sitio, sin notar cuántas mujeres lo miraban de reojo. De hecho, se produjeron incontables codazos de unas vecinas a otras, mientras lo señalaban con disimulo, aunque en ningún momento se dio cuenta porque el dolor del muchacho era tan profundo por la desolación que veía pasar, que no tenía ánimos ni para mantener el alerta.
Por su parte, y al tiempo que corría mirando las caras de sus vecinos, a ver en quién podría confiar, al Templao le pesaba cada vez más el martirio de su hermana Inma, porque todas las piedras de las callejas que recorría se la recordaban. El estremecimiento le hacía trastabillar y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar andando. Los sucesos de aquel día los podía reseñar con todo detalle y cronológicamente.
 
-Guaqui, la Inma...
-¿Qué pasa, mamá?
-Que la mandé a mediodía a comprar un huevo y no ha vuelto.
-¿No ha venío a comer?
-No. Sal a buscarla, que esto me huele fatal.
Mani sintió que un terremoto agitaba el suelo bajo sus pies. Había aconsejado muchas veces a Inma que no saliera de su casa sola, lo mismo que el Templao. Ahora no era tiempo de reprochar a la madre por no parar de mandarla a la calle, sino de encontrarla cuanto antes. Rastrearon a la carrera zonas cada vez más amplias con el barrio como epicentro. Empezaron en el Molinillo, pero fueron abarcando más y más calles, hacia las zonas céntricas, hacia el barrio de Capuchinos y hacia el río. Preguntaban a los conocidos y a los desconocidos, el Templao sin parar de llorar y Mani con el corazón estrujado por el peor de los presentimientos. Inma no se retrasaba jamás voluntariamente, poseía gran sentido de la responsabilidad que le hacía ayudar a su madre mucho más de lo que ésta le exigía y siempre volvía de los mandados en seguida, porque lo que más le gustaba era bordar. Pasaba horas y horas bordando, incluso mientras hablaba con Mani durante tardes-noches interminables. Parecía indudable de que su tardanza no era por iniciativa propia; alguien estaba reteniéndola. Cada hora, volvían a la calle Rosal Blanco por si había novedades. De tanto indagar, la noticia sobrevoló el barrio, por lo que se fue agrupando gente expectante en torno al corralón de la Torre. Los grupos se multiplicaron y cuando se acercaba la medianoche, eran más de diez. Carmela, en el centro de un círculo formado por sus hijos, permanecía en guardia a la entrada de la calle, como si con ello pudiera acelerar la reaparición de la más bonita, dulce y serena de los doce.
Mani y el Templao recorrieron todas las casas de socorro, los dos hospitales, los asilos de indigentes y cuando acudieron a la comisaría de vigilancia, los guardias se burlaron de su desconsuelo, porque las denuncias por desaparición eran demasiado frecuentes como para abrir diligencias. El Templao estuvo a punto de ganarse la detención, de no ser porque Mani cerró materialmente su boca obligándole a callar cuando ya había empezado a insultar al guardia del mostrador, que sencillamente se encogió de hombros con indiferencia.
Según les dijeron durante un nuevo regreso a calle Rosal Blanco, ya eran casi veinte los grupos que hacían batidas por el río, los huertos, el monte Coronado y las zonas de campo que orillaban los caminos que partían de Málaga. Salían con antorchas y linternas en una multitudinaria movilización del barrio, que era general cuando se aproximaba el alba.
Fue con la primera luz del amanecer cuando llegó uno de los grupos cargando a Inma entre cuatro. Convulsionada y babeante, se debatía como si fuese presa de un ataque epiléptico, pero no emitía sonido alguno.
-Estaba sujeta a la barandilla del puente; parecía que iba a tirarse -informó uno de los que la cargaban.
-No quiere hablar -aclaró otro.
La depositaron de pie ante su madre y Mani sintió que se le partía el corazón. Sobrecogido por el espanto, contempló su melena castaña enredada de rastrojos, sus mejillas tumefactas, sus labios hinchados y cubiertos de heridas y coágulos de sangre, sus ojos ennegrecidos a golpes, su vestido hecho jirones y la sangre seca que dibujaba un reguero en su pierna izquierda. Iba sucia de polvo y fango y de sangre y dolor en las incontables magulladuras y escoriaciones de su piel, visible en la abundante desnudez que su ropa hecha jirones no ocultaba. En una de los guiñapos mayores de la parte delantera de la falda, habían escrito "puta roja" con tinta china. Viendo que iba a caer desmayada al suelo, Mani dio un salto para evitarlo, pero ella rechazó el contacto con brusquedad, como si él quisiera multiplicar su horror.
 
El Templao apretó los párpados para tratar de borrar el recuerdo, pero no pudo cerrar los ojos del todo por lo copioso del llanto.
De repente lo vio llegar a través del cristal de sus lágrimas. Dibujó una sonrisa enorme de alivio, mientras se ensanchaba su pecho y su corazón saltaba con júbilo. El que había sido durante seis meses el conductor del camión de abastos comandado por Mani, llegaba desde la dirección opuesta.
Casi desde el levantamiento de los rebeldes, habían compartido todos sus días; buscaron afanosamente comida y útiles que repartir y llevaron el camión sin descanso a los más recónditos lugares, no sólo de la capital, sino de gran parte de la provincia. Juntos, él, el conductor, Mani y el otro miliciano se habían desesperado al unísono cuando no podían satisfacer las peticiones de gente tan miserable como la refugiada en la catedral o cuando faltaba la comida hasta para ellos. Juntos, los cuatro no habían dudado en recolectar amargas naranjas cachorreñas de los parques, y frutas de melonares abandonados a causa de los bombardeos. Habían presenciado juntos el desmoronamiento de algunos frentes, como el de Monda. Habían reído juntos con los chistes y ocurrencias de cada uno.
Más cerca, el Templao dudó que fuera el mismo miliciano que había conducido el camión de reparto hasta cuatro días antes, porque se había transfigurado. Se paró a verlo llegar hacia él y el corazón volvió a darle un vuelco. No recordaba su nombre, porque hablaban poco de sí mismos cuando cumplían las órdenes de la Jefatura de Abastos. El antiguo conductor vestía de un modo que tendría que haberle hecho recelar, un traje de aquéllos que la gente de su clase usaba sólo los domingos, pero la alegría de encontrarlo le impulsó a lanzarse hacia él para abrazarlo, al tiempo que maquinaba cómo pedirle el favor de ir a la Goleta.
-¡Qué haces, muchacho! –exclamó con tono muy áspero el antiguo conductor.
Algo se derrumbó en el pecho del Templao.
-Coño, compadre. ¿No ves que soy el Templao?
En los ojos del ex conductor había un fulgor aterrado al decir:
-Yo a ti no te conozco de ná. Déjame tranquilo.
Echó a correr como si alguien acabara de acusarlo de un crimen.
¿Qué había pasado?
 
Desde que Paco, el hermano de Mani, fuera nombrado jefe provincial de Abastos, Mani había sido encargado de comandar el camión que era a la vez recolector y repartidor. La escasez comenzó pronto en una ciudad obligada a vivir bajo bombardeos diarios, entre aullidos de sirena y carreras hacia los refugios, y que por sus propios y disparatados impulsos, se encargaba de pergeñar resistencias en otros lugares y de surtir de comida y efectos a numerosos puntos de la línea de guerra y hasta a grandes ciudades, como Madrid. Siempre habían sido los mismos en el camión, con Mani al mando, lo que resultaba muy sorprendente por las edades respectivas, pero ni el Templao ni los otros dos discutieron nunca la autoridad del adolescente, sobre todo a causa de la celebridad de que gozaba en toda la ciudad como “libertador de los pobres”, así como el poder de su hermano Paco . El conductor, junto a un miliciano algo mayor que ellos, el Templao y Mani componían el exiguo pelotón encargado de tanta responsabilidad. Los dos amigos preferían viajar juntos en la caja por no ir separados y  proseguir sus inacabables charlas y chácharas, por lo que al conductor lo acompañaba casi siempre en la cabina el miliciano más maduro, de quien se esperaba cierta autoridad moral para controlar los reflejos e impulsos juveniles del conductor, a quien apodaban “Lagartija”, se suponía que por su sinuoso sentido de la velocidad.
El Lagartija era un obsesionado de los motores y como tal, algo simplón, pero resultaba chistoso a veces, cuando tenían que asaltar entre bromas y juegos huertos por el camino de Casabemeja o la carretera de Cártama, y el camión permanecía tan a la vista, que no necesitaban que ninguno se quedase a guardarlo. En tales ocasiones, el conductor se transfiguraba; pasados unos momentos desde que empezaran a requisar un sembrado o un pequeño rebaño de cabras, mientras trajinaban comenzaba a hablar de modo exuberante, contando chismes de la pequeña pedanía del Guadalhorce de donde procedía y hasta desbarrando a veces.
Una mañana, pararon el camión junto a un frondoso macizo de chumberas en las cercanías de Pizarra, porque vieron desde el camino que un extenso sembrado de alcachofas tenía ya frutos recolectables, aunque el clima era caluroso todavía y nada otoñal.
-Hay un cateto allí, que nos está mirando –dijo el miliciano maduro.
-No te preocupes , Doro –dijo el Lagartija-; mientras se piensa si avisar a alguien y va a pedir ayuda, nos daría tiempo a llenar tres trenes de alcachofas.
-¡Y un jamón! –exclamó Doro.
-Bueno… -bromeó el Lagartija-, eso también. Hay que mirar por si hubiera una cuadra por aquí.
-Oye –atajó el Templao-, que esto no es el Tarajal.
-Al Tarajal ni se os ocurra a ustedes ir por allí, que mi familia es sagrá.
Mani contemplaba maravillado una larga orla de aulagas que parecía trazar un camino en una colina por encima de Pizarra. El otoño era ya dueño del calendario, pero el paisaje de Málaga no obedecía jamás sus convenciones, pues la exuberante floración amarilla no parecía todavía la de otoño, sino residual de la abundantísima del verano. Abstraído en la contemplación de esa orla dorada, volvió a la realidad al notar el tono amenazante del conductor.
-Oye –dijo Mani tratando como de costumbre de eludir los gallos que comenzaban a aparecer en su voz y revistiéndose de la autoridad que pudo-, si tu familia tiene pocilgas, lo mejor que podrías hacer es decirles que nos den algunos guarros, pa hacer el paripé y no ir a requisarlos tos de un tirón.
El Lagartija bajó levemente la cabeza y se encogió de hombros, pero permaneció en silencio mientras cosecgaba alcachofas. Cuando volvían con los sacos hacia el camión, Mani le oyó murmurar:
-Mira, Doro, porque es quien es, pero a ese niño tan bonito me lo follaba yo de una sentá.
-Y a continuación, su hermano te mandaría cortar los cojones.
-Bueno, en tal caso, que me quitaran lo bailao.
-¿No estarás hablando en serio?
Hubo un silencio de más de un minuto, al cabo del cual, Mani oyó que el Lagartija replicaba muy bajito:
-La vida que vivimos es una puñetera mierda, como pa tomarse ná en serio.
-¿En qué quedamos? –intervino el Templao-. Lo de tu familia del Tarajal si que te lo tomas en serio.
-Yo no me tomo en serio –repuso el Lagartija- ni las papas en adobillo, y eso que las de mi madre son gloria consagrá.
-Cuidao –advirtio Doro- que nos han echao los perros.
En efecto, un par de grandes pastores alemanes corría hacia ellos desde las proximidades del pueblo. Sin mediar ninguna orden, todos treparon por las ramas de los naranjos del borde de la finca.
-Mira cómo sube ése –dijo Doro señalando al conductor-, de verdad parece una lagartija.
Ya a salvo en una rama suficientemente distante del suelo, el conductor contó sin transición:
-Hay un fulano en el Tarajal que nos tiene más manía que un sevillano. Una vez, quiso meternos la bacalá y se trajinó un guarrito de nuestro corral. Mi padre hizo como que no se daba cuenta, pero cuando se acercaba la Nochebuena, ya el guarrito era un guarro mu decente, y ese vecino preparó la matanza. Como invitó a unos cuantos, pa disimulá nos invitó a nosotros también… ¿A que no adivináis ustedes lo que hizo mi padre?
-¿Se llevó toa la matanza? –aventuró Doro.
-No, qué va. Se empeñó en ponerse en la mesa donde preparaban las morcillas y fue echando en cá tripa perdigones de plomo que se había preparao el bolsillo a reventar.
-¿Se rompieron muchos dientes ese año en el Tarajal? –preguntó el Templao.
-No sé –respondió el Lajartija-. Pero hubo tantas diarreas, que la peste duró hasta el verano.
-Hay que espantar a los perros –dijo Mani.