miércoles, 25 de diciembre de 2013

LA ESPESURA Segunda parte "EPISODIOS CRUCIALES"


SEGUNDA PARTE "La espesura"

Episodios cruciales

Olía a jazmines y todavía flotaban en el aire los rastros del perfume de damanoches, aunque las flores se hubieran cerrado al amanecer. Antero se desperezó; a pesar de haber dormido mal por hacerlo solo y en una cama ajena, sus sentidos funcionaban con agudeza notable para el primer instante de la jornada. La fragancia de flores se combinaba con los aromas a yerba y limoneros que llegaban del pequeño huerto cercado, donde la algarabía de las gallinas sueltas habíanle servido de despertador.
-¿Qué planes tienes esta mañana? -le preguntó Ciriaco durante el desayuno.
-Ninguno concreto, salvo la idea de que debo conseguir entrevistar a la señora Clavel. Ahora voy a intentar que el padre Zambomba me cuente lo que vino a decirle de verdad Mariano González aquel día, porque el muy tunante no mencionó ese asunto ayer tarde más que de pasada. Él quería que fuera a verlo esta tarde, pero tengo la reunión que tú sabes, así que trataré de pillarlo ahora. Si no, daré una vuelta por el pueblo, a ver lo que oigo.
-¿Quieres que vaya contigo?
-No te cabrees, Ciriaco. Por experiencia, sé que, solo, encontraré con esa gente menos reticencias que si voy acompañado de alguien que conozcan. Cuesta más que se abran al principio, pero siempre acaban hablando con mayor libertad con un desconocido que delante de un amigo.
-De todas maneras, si me necesitas, llámame por teléfono. Mientras, como no tengo ni puta idea de qué hacer para entretenerme, escucharé los chismes que mis compañeros de la cooperativa recuerden y te los contaré cuando vengas a comer.
En vez de coger el coche, Antero fue dando un paseo hasta el centro del pueblo. Se asombró por lo escaso de la gente que encontraba; los que trabajaban en el campo habrían salido con el alba, los demás estarían desayunando o, tal vez, durmiendo todavía y era demasiado pronto para las compras en los comercios, que casi todos permanecían cerrados con la acostumbrada excepción de la tienda de Rosa, a quien saludó de lejos. No se cruzó con nadie en el recorrido por la calle Empiná; la transición de la umbría de la recoleta calleja a la extensión de la plaza de Arriba le obligó a achicar los ojos, deslumbrado por el sol que, todavía bajo, hacía reverberar la silueta blanca de la iglesia. El padre Zambomba estaba leyendo la epístola, por lo que cruzó la plaza de nuevo y se sentó en un banco de piedra, a meditar sobre cómo plantear el reportaje mientras esperaba que la misa acabase.
-Tú eres el periodista, ¿verdad? -le preguntó una anciana.
Primorosamente vestida y arreglada para una hora tan temprana, estaba parada ante él y sonreía con expresión tímida.
-Sí señora -respondió Antero, poniendo en marcha la grabadora-. ¿Es usted una de las perjudicadas?
Ella apretó los labios con un rictus de amargura y asintió.
-¿Cómo se llama usted? -preguntó Antero.
-Isabel Muñoz, pero no me gusta hablar con este trasto delante.
Antero apartó el micro, al tiempo que componía una expresión tranquilizadora
-¿Ha quedado en situación apurada?
-Escucha, hijo; en realidad, la cosa no es como pa pasar hambre; un plato de comida no me va a faltar. Pero, mírame; ¿te das cuenta de las poquillas fuerzas que me quedan y que no puedo cuidar de mí misma ni de mi marido?
-¿No quiere sentarse?
-No, hijo. Me costaría después una pechá ponerme otra vez de pie. Es que cuando una llega a esta edad, no vale pa ná. Por eso, lo de Lolita me ha venido fatal, porque teníamos mi marido y yo ese dinero guardado pa ir pagando a la mujer que nos cuida y, ahora, después de esta trastá, no hemos podido pagarle los dos últimos meses.
-¿Cuánto dinero han perdido?
-Once millones. Claro, con la casa que tenemos, a ti te parecerá que no es pa tanto, porque esa casa y el terreno valen más de treinta millones, pero ¿dónde vamos a meternos si la vendemos? Llevamos cincuenta y seis años viviendo ahí, y a lo mejor yo podría aguantarlo, pero mi marido acabaría de apagarse si tiene que ir a vivir en otro sitio.
-No comprendo cómo confiaron ustedes en Lolita hasta tales extremos.
-¿Sabes, hijo? Nunca hemos querido averiguar quién tiene algo malo, y no sé si será mi marido el escacharrao o seré yo, pero la cuestión es que no tuvimos niños. La Lolita venía tantas veces a preguntar cómo estábamos, a traernos medallas y a acompañarnos un rato, que llegamos a quererla como si fuera nuestra hija, y acabamos sacando todo lo que teníamos en el banco pa dárselo. Ni a mi marido ni a mí se nos pasó nunca por la imaginación que pudiera pasar esto. Todavía no podemos creerlo. Tiene que haber un fallo en alguna parte. La Lolita no tiene la culpa.
-Tal como están las cosas, todo apunta a que Lolita Clavel es culpable.
-No me entra en la cabeza. Como decía aquel torero, lo que no pué ser no pué ser, y además es imposible. Lolita nos ha consolao tanto... Mira, hijo, yo no soy de las que se dejan engatusar, y estoy segura de que la Lolita actuaba con nosotros de buena fe. ¡Era tan cariñosa y nos daba tantas alegrías! ¿Tú piensas que podrás ayudarnos a recuperar esos cuartos?
-Yo voy a contar lo que les pasa a los benaljazmineños con todo detalle y con mi mejor voluntad. Después, dependerá de las acciones legales que ustedes tomen contra Lolita Clavel.
-¡Es que no pué ser!
Sin despedirse, la anciana siguió su camino hacia la iglesia, moviendo la cabeza en negaciones reiteradas. A pesar de su edad, su torpeza y lo que había perdido, no se movía como una persona abatida; más bien lo hacía con cierto empaque. Meditando sobre sus palabras mientras la venía alejarse, Antero hizo un apresurado balance mental de lo que había averiguado hasta ese momento, para decidir si existía alguna laguna importante donde pudiera residir el meollo del enigma. Un detalle le parecía cada vez más significativo: Lolita Clavel no había escapado del pueblo, aguantaba el chaparrón y desafiaba la hostilidad de sus vecinos, lo que podía ser síntoma de una conciencia tranquila. A todas luces, Lolita se consideraba inocente.
Volvió a la iglesia quince minutos más tarde. El padre Zambomba repartía la comunión y sólo había cuatro mujeres en la fila. La misa no tardaría en terminar.
San Miguel se mostraba indiferente en el altar mayor, bajo el haz oblicuo de luz que entraba por la ventana. Antero hallaba impropia tal indiferencia; nadie en el pueblo mostraba el derrumbe emocional de cinco años atrás, pero daba la impresión de que no habían caído todavía en la cuenta de lo apuradas que podían ser sus circunstancias si no se resolvía el trance en que Lolita Clavel les había metido. Viendo que el padre Zambomba salía hacia la sacristía, lo siguió; lo encontró todavía a medio desvestirse de los ornamentos sagrados.
-Hola, Antero. ¿Quieres desayunar conmigo?
-Gracias padre, ya he desayunado en casa de Ciriaco, pero le acepto un café.
-Ven.
Siguió al sacerdote por un corto pasillo que comunicaba la sacristía con la vivienda. Mientras el padre Zambomba esperaba la subida del café al compartimento superior de la renegrida cafetera, Antero le dijo:
-He averiguado el motivo por el que el padre de Mariano lo mandó a hablar con usted, pero no lo que usted sabía que pudiera desalentarlo de seguir chantajeándolo.
El cura giró la cabeza hacia el periodista. Brillaba la sorpresa en sus ojos.
-¿Quién te ha hablado de eso?
-Usted lo apuntó ayer y me lo ha confirmado el hermano de Mariano.
-Mariano no tiene ningún hermano.
-Sí lo tiene. Ayer estuve hablando con él.
-Quieren enredarte y te han contado una sarta de mentiras.
Antero se preguntó si existiría un compló en el que incluso Ciriaco estuviera envuelto. Prefirió creer que, por alguna razón, o bien el sacerdote ignoraba la existencia de Cesi o algo le hacía dudar del parentesco. Preguntó:
-¿Por qué mandó Celso González a su hijo a hablar con usted? ¿Qué sabía usted que pudiera disuadirlo?
El padre Zambomba parecía estar librando una batalla interior.
-¿Tú sabes lo que es el secreto de confesión, verdad Antero?
-Por supuesto.
-Entonces, sabes que hay cosas que se escuchan en el confesonario que un cura no puede repetir.
-Sí, todo eso lo sé, pero, en tal caso, ¿qué podía decirle usted a Mariano?
-¿Te han contado algo sobre la primera mujer de su padre? -Antero asintió-. Entonces, sabrás que fue cantante de teatro. Una artista con sus manías, el odio a la maledicencia de los pueblos y su desprecio por determinadas cosas de la gente corriente, acostumbrada como estaba al desparpajo y las costumbres licenciosas de los faranduleros. Por lo que sé, el párroco de Álora le echaba unas reprimendas horrorosas y ella acabó tomando una decisión tajante; en vez de confesarse allí, venía a Benaljazmín una vez por semana a confesarse conmigo. Yo no puedo repetirte ninguna de las cosas que me dijo en confesión, pero como sí que tuvimos muchas charlas fuera de confesonario cuando yo la aconsejaba, sobre todo a causa de su aburrimiento y su impaciencia, sí puedo decirte con un noventa por ciento de seguridad que se fugó. O sea, que Celso González no mató a su mujer y no había, por consiguiente, nada que ocultar ni justificación para el chantaje de su hijo.
-Perdone, padre, pero me parece que usted se basa en conjeturas, no en hechos.
-No, Antero. También me baso en hechos. Eugenia Larios estuvo muchas veces a punto de abandonar a su marido y yo la desalentaba siempre. La última vez que me habló de ello, tenía el equipaje en el coche. Estaba hecha una furia y no paraba de llorar, pero conseguí convencerla de que ganaría más quedándose que huyendo sin rumbo fijo.
-Pero, según Cesi, cuando desapareció, todo su equipaje estaba en los armarios.
-Ese Cesi es otro punto.
Antero compuso un gesto de desagrado.
-¿No acaba usted de decirme que Cesi no existe?
-Yo no te he dicho tal cosa. Solamente te he dicho que Mariano no tiene hermanos.
-No comprendo.
-¿No dice el refrán que a buen entendedor, pocas palabras bastan?
-¿Quiere usted decir?
-Yo no digo nada. No desvelo lo que se me cuenta en confesión.
-Pero, según deduzco, usted supone que Cesi y Mariano no son hermanos. Lo que significa que Eugenia Larios le confesó que Cesi era hijo de otro hombre.
-Mi boca no se ha abierto para afirmar nada.
Antero sonrió con una sonrisa cómplice, pero discrepó:
-Según lo que me han contado, Cesi se parece muchísimo a Celso González.
-A mí me da la impresión de que ese medio francés hace todo lo posible por parecerse al que él se empeña en creer que es su padre. ¿No crees que dos hombres que usen gafas y bigote puedan resultar muy parecidos entre sí?
Efectivamente, Cesi usaba bigote y gafas, pero a Antero no le parecía suficiente para que Mariano hubiera confirmado el parentesco en el tren justamente por haber descubierto la similitud de su supuesto hermano con su padre.
-¿Fue usted quien facilitó el encuentro entre Lolita Clavel y Mariano González?
El sacerdote retiró la taza de café de sus labios para decir:
-Ocurrió aquí mismo, en esta sala, pero no lo facilité. El encuentro fue casual.

Tras aparcar la motocicleta en la rotonda de Abajo, Mariano recorrió ufano la calle Empiná. El golpeteo de las botas sobre el mosaico de guijarros anunciaba su paso, mientras el pañuelo rojo anudado a su cuello flotaba y penduleaba con cada contoneo; las caras se volvían hacia él y en todas descubría admiración, lo que le animaba a seguir caminando hacia el templo a pesar de lo mucho que le desagradaba la idea de encontrarse ante un cura que pretendería echarle un sermón. Había aceptado el ultimátum de su padre sólo como una última oportunidad antes de ir a denunciarlo ante la Guardia Civil. En realidad, no quería presentar esa denuncia, que suponía difícil que la tomaran en serio, y lo que deseaba era encontrar la manera de continuar recibiendo los cheques de cien mil pesetas.
-Siéntate -le dijo el cura con expresión adusta.
-Tengo mucha bulla.
-Con prisas, se toman siempre determinaciones equivocadas.
-Yo no estoy equivocao.
-Sí lo estás -afirmó el padre Zambomba-. Te han inducido a error. Estoy seguro de que necesitas saber cuanto antes que no hubo asesinato y que quien te ha metido esa idea en la cabeza no merece que lo creas. Cesi es un resentido, porque tu padre tiene muchas razones para creer que no es hijo suyo y cometió la imprudencia de decírselo cuando sólo tenía doce años. Por mi parte, aunque no te puedo dar otros datos, estoy en condiciones de afirmar que tu padre tiene poderosos argumentos para esa convicción. Del mismo modo, puedo también decirte, con la mano sobre los evangelios, que Eugenia Larios no murió aquel día; o sea, que tu padre no cometió ningún asesinato; hacía mucho tiempo que ella quería abandonarlo. Lo que ocurrió aquel día fue, sencillamente, que hizo lo que había estado a punto de hacer un montón de veces.
-¿Dando de lao a sus hijos, a los que no ha tratao de ver en treinta años?
-Eso es lo único que me extraña. Supongo que Eugenia se metería en líos después de huir y pudiera ser que haya muerto rodando por ahí o que se encuentre en una situación que le avergüence.
-No creo una palabra.
-¿Crees que un ministro del Señor puede mentir?
-No me extrañaría.
El sacerdote sonrió tras una mueca. Los ateos acusaban al clero de hipócrita, de modo que era natural que el joven se mostrase reacio a creerle.
-Pues, para que veas, Mariano -el padre Zambomba desplegó un papel-; por si no te bastaba mi palabra, he pasado ayer toda la tarde buscando esto. Me llegó por correo dos días antes del cumpleaños de Cesi.
Mariano leyó:
"Padre, le ruego que me disculpe, pero es que no aguanto más. Este hombre va a enloquecer de celos. Ya me ha puesto un montón de veces la mano encima y cualquier día puede pasarme una cosa mala. Si no fuera por mis hijos, echaría a correr. Por favor, ¿no podría usted venir el sábado, al cumpleaños de mi niño, para tratar de hablar con él y convencerlo de que ya no lo engaño?"
Mariano alzó la mirada del papel para fijar los ojos en los del sacerdote.
-En el caso de que esta carta fuera escrita de verdad por Eugenia Larios, yo creo que más bien confirma que desmiente la sospecha de que mi padre la matara.
-No, Mariano. Lo que confirma es que ella tenía muchas ganas de irse... y lo hizo. En cuanto a que fuera escrita por ella, supongo que ese Cesi reconocerá la letra.
En ese momento, sonaron golpes en la puerta. El padre Zambomba abrió.
-Hola Lolita, ¿cómo tú por aquí, a estas horas?
Lolita Clavel llevaba la respuesta preparada, aunque en realidad había decidido ir a casa del párroco a causa del revuelo que había producido en Benaljazmín la llegada del forastero. Respondió:
-Quería preguntarle si me podría disculpar mañana. La artritis de mi madre va cada día peor y he pensado llevarla a Málaga, a que la reconozca el médico.
-No te preocupes Lolita. Tu madre es lo primero. ¿Algo más?
Pese a lo mucho que le agradaba Lolita, el sacerdote necesitaba continuar la conversación con Mariano sin testigos. Lolita echó una ojeada al hombre sentado junto a la mesa cubierta de un paño de hule. Estaba justificado el revuelo.
-Sí, padre. He pesando que, para matar el tiempo en la consulta del médico, como hay que esperar tantísimo, puedo remendar la cubierta del atril.
-Muy bien pensado, hija. Entra un momento, que voy a la sacristía a por ella. Ah, disculpad, voy a presentaros. Éste es Mariano González. Mariano, te presento a Lolita Clavel, una de mis mejores feligresas. Perdonad que os deje solos un momento.
Mientras el sacerdote salía de la habitación, Mariano examinó a Lolita con detenimiento. Obviamente, se encontraba deslumbrada por él. Sabía leer en los ojos de las mujeres, sobre todo en los de las cuarentonas reprimidas, y lo que había en los ojos de Lolita Clavel era un extenso catálogo de deseos insatisfechos. Sonrió con la que sabía que era su expresión más deslumbrante.
Lolita sintió la mirada como un ácido que corriera por su piel. Así de bello debía de ser el ángel caído, igual de seductor y perverso. ¿Qué ocurría? No podía descoser los ojos de él. El hombre ataviado como los actores de la televisión la estaba desvistiendo; no su cuerpo, lo que estaba desnudando era su alma. ¿Por qué resultaba tan transparente ante él?; tenía que poseer algo que no tenían los hombres que conocía, una facultad o una condición que situaba a Mariano sobre las características de la gente común. Era distinto, poseía calidades diferentes; se preguntó si su naturaleza era santa o demoníaca, pero no supo responderse. El regreso del padre Zambomba frustró el análisis.
-Aquí tienes la cubierta, Lolita. Hay que ver lo estropeada que está. Si no tuviéramos tantas estrecheces...
-¿Por qué no hacemos una colecta para comprar una nueva?
-¿Otra? Últimamente, hemos acribillado a nuestros convecinos con tantas colectas. Démosles un respiro.
-Sí, padre. De momento, voy a remendarla. Más adelante, ya veremos si hay de dónde sacar.
-Perfecto.
Mariano vio que se le escapaba la oportunidad.
-Oiga -dijo-, no conozco Benaljazmín y, como va haciéndose de noche, a lo mejor no me oriento. ¿Tendría usted tiempo de enseñarme un poquillo el pueblo?
Lolita solicitó con la mirada la aprobación del párroco. Éste se dijo que Mariano necesitaba redención y que los caminos del Señor son inescrutables. Asintió.
-Mariano y yo tenemos que hablar todavía unos minutos. Vete a tu casa, Lolita; yo le daré tu dirección para que vaya a buscarte dentro de un rato.
Durante la charla que siguió, Mariano no llegó al convencimiento de que el asesinato no se hubiera producido, pero sí se convenció de que Celso González disponía de coartadas suficientemente creíbles. Se le había acabado el chollo del chantaje, pero, por lo menos, iba a sacar algo del viaje a Benaljazmín. Los evidentísimos deseos de Lolita Clavel habían removido su líbido y, por primera vez en muchos meses, anticipaba que con ella sí respondería. Tenía que aprovechar la ocasión sin demora, antes de que el efecto se evaporara, y comprobar que aún conservaba su mayor mérito, la virilidad.
Tras un recorrido por la calle Empiná, donde Lolita le habló sucintamente de la Pleita y sus brujerías, historia que los benaljazmineños habían convertido ya en uno de sus mitos turísticos, contemplaron el perímetro de la iglesia, las hornacinas de San Miguel y Jesús el Cautivo y, por último, propuso la hija de la panadera:
-Si no le parece muy cansado, podríamos subir al Coto de la Marquesa. Allí arriba hay unas vistas espléndidas del pueblo y todo el valle.
-¿Parezco de los que se cansan tan fácilmente? -Lolita negó con la cabeza-. Lo que se me ocurre es que no tenemos por qué hablarnos de usted. ¿Qué te parece?
-Muy bien. Ya casi no se habla la gente de usted.
-Y, además, tenemos la misma edad -afirmó Mariano con cinismo embozado bajo una dulce sonrisa.
Lolita agachó la cabeza. Se había sonrojado.
-Sabes muy bien que eso no es cierto. No creo que tú hayas cumplido ni treinta, y una tiene sus añitos.
-Tú no tienes años, sino hermosas primaveras.
El sonrojo aumentó.
Y fue mucho mayor su rubor cuando arriba del coto, bajo la copa de un pinsapo, él le tomó la mano. Pareció un gesto oportuno, porque ella había perdido ligeramente el equilibrio al pisar un pedrusco, pero Lolita sabía que no había estado a punto de caer y la mano de Mariano continuó apretando la suya cuando ya no había excusa.
-¡Bajo esta luz de la luna, pareces una diosa! -exclamó él.
A continuación, la abrazó. El corazón de Lolita latía desbocado, sus piernas no la sostenían, puesto que todo su peso era soportado por el fuerte brazo y, por primera vez en su vida, sentía una erección acariciando su vientre. Quiso deshacer el abrazo, eludir la ocasión de pecar, pero él la aferró aún más, hasta que, rendida, se dijo que, en cualquier caso, siempre contaba con la redención del pecado mediante la confesión. Decidió abandonarse.
-Eres la más hermosa de... toa la Hoya.
-Mientes.
-No, Lolita. Me embrujaste desde el primer momento que te vi.
-Zalamero.
-Eso sí. Me incitas a ser zalamero, arrodillarme ante ti y adorarte.
-¡Habrás conocido a tantas más guapas y jóvenes que yo...!
-No hay nadie como tú, Lolita.
Sin darle oportunidad de responder, tapó sus labios con un beso. Lolita ignoraba que existiera tanta ternura y tanta pasión en ese acto de dos bocas que se exploraban con los labios retorcidos. El beso la fulminó y, cuando él aflojó el abrazo, supo que sus piernas ya no eran capaces de sostenerla. Cayó sobre la yerba.
Lo que siguió fue como si lo imaginara, como si continuara en la panadería obnubilada por las imágenes que las barras de pan le sugerían o como si se contemplase en el espejo antiguo de cuerpo entero, mirando de reojo las columnitas de la cama coronadas de perinolas, tan parecidas a falos enhiestos. Lo que ocurría bajo el pinsapo no podía ser verdad, se trataba de una de sus ensoñaciones, porque no se había resistido ni había sentido ganas de resistirse cuando él bajó muslos adelante sus bragas humedecidas ni cuando se quitó el pantalón y exhibió jactanciosamente el órgano erecto, que a pesar de la luna llena no llegó a contemplar bien. Podía tratarse de un espejismo, de la rememoración de aquella cosa blanquecina que emergía como una seta entre la yerba en la pelambrera del vientre de Julián el cabrero. Nada de aquello estaba acaeciendo; esa lanza no se había introducido en su cuerpo, intacto hasta ese día; no soportaba encima la pesada calidez del cuerpo desnudo de Mariano, no sentía derretirse el interior de su vagina lacerada por el ardor de un volcán convertido en obelisco.
Una hora más tarde, manchada su falda de arena y savia, él tuvo que ayudarla a levantarse, porque el torbellino alojado en su vientre agitaba sus muslos y dejaba sin fuerzas sus piernas. ¿Qué había ocurrido? ¿Podía, de verdad, ser pecado algo tan indescriptible, un placer tan grande que sólo podía proceder del mundo sobrenatural? No, no podía ser pecado, porque ahora se sentía más mujer, más plena, más capaz de amar, más agradecida a la vida que nunca. Fue incapaz de hablar durante el regreso.
Tampoco Mariano conseguía pergeñar las acostumbradas frases, aprendidas en tantas sesiones de seducción remunerada. Lolita le había hecho olvidar el repertorio y, sobre todo, había recuperado su bien más preciado. El pene no sólo había funcionado después de tantos fallos, sino que había sentido su dureza más acerada que nunca, e incluso después de eyacular dentro de ella había saltado contra su vientre al salir de la vagina, dispuesto para una nueva acometida que ella rehusó pretextando dolor, aunque sabía por su expresión que sentía más estupor y plenitud que dolor. Había terminado su travesía del desierto y el oráculo había puesto a su alcance la purificación mediante una virgen, una bacante sagrada. El báculo en el que se apoyaba la totalidad de sus planes de vida había recuperado toda su fuerza, toda la rigidez, toda la capacidad de ser el eje de su existencia. Volvía a ser un hombre.
La escena se repitió cuatro noches sucesivas. Como el pene no mostraba decaimiento, Mariano olvidó el mayor de sus problemas. Lolita era su salvación. Los tiras y aflojas antes de rendirse, las invocaciones al cielo, el llanto de culpa, las oraciones musitadas y las peticiones de perdón en dirección al firmamento estrellado actuaban como afrodisiaco y cuando llegaba la hora de descorrerse la cremallera, el pene saltaba rígido y jactancioso, llegando a batir audiblemente contra el vello de su vientre, por lo que Mariano decidió faltar la quinta noche a la cita con la hija de la panadera y volver a intentar la seducción en el bar de la Malagueta donde Quini le llevara para su primera actuación. Vistió una camisa de seda natural que traslucía los atractivos de su pecho y hombros y un pantalón elástico, blanco, que no sólo marcaba el pene con todas y cada una de sus protuberancias, sino la silueta completa de los testículos. Sólo tardó media hora en conseguir que una mujer le hiciera la propuesta y, luego, demoró casi tres horas más en comprobar que no podía satisfacerla. La noche siguiente en el coto, besó con ternura agradecida los ojos de Lolita mientras sentía con júbilo la presión que abultaba su bragueta.
Tras cuatro meses de encuentros en el lugar que Lolita y él eligieron por alejado de las murmuraciones, el apartamento de Málaga, ella preguntó:
-Llevas días muy desanimado, Mariano. ¿Qué pasa, te estás aburriendo de mí?
-¡Qué dices! Estás loca. Es que...
Lolita notó que él se esforzaba por sonreír, pero no era una sonrisa sentida. Insistió:
-Pues algo tiene que pasarte.
-Bueno, la verdad es que tengo problemas.
-¿De qué clase?
Mariano volvió a callar. Lolita no lo había visto nunca tan indeciso.
-Escucha, Mariano. Si tienes problemas, yo tengo que saberlo. Y si puedo resolverlos, lo haré. Es mi obligación, ¿no? Estaremos juntos en lo que sea.
-Tengo que dejar el apartamento.
-No comprendo.
-Llevo tres meses sin pagar el alquiler. Bueno, no te preocupes. Encontraremos otro sitio.
-¿Hace tres meses que no pagas el alquiler?
-Últimamente, vendo poco.
-¿Va mal la inmobiliaria?
Como Cesi, Lolita creía que tenía esa clase de empleo.
-Eso va por tandas, Lolita. Los alemanes y los nórdicos compran más apartamentos al final del verano, cuando se quedan embrujaos con la costa de Málaga después de pasar las vacaciones aquí. Ahora, no se vende un pimiento.
-Yo puedo darte ese dinero. Tengo algo ahorrado.
-¿Dármelo, cómo se te ocurre? En todo caso, sería un préstamo.
-Bueno, si prefieres llamarlo préstamo, de acuerdo. ¿Cuánto necesitas para ponerte al día?
-Ciento ochenta mil.
Se trataba de una cantidad inesperada. Una suma exorbitante según lo que costaban las cosas en Benaljazmín, pero podía cubrir ese importe y lo haría. Mariano había estado muy frío los últimos días y a Lolita le urgía que recuperase el ardor.
Pero el decaimiento se reprodujo sólo dos meses más tarde. Toda la noche intentándolo, y la erección no emergía.
-Te respeto demasiao, Lolita.
-No comprendo.
-Eres tan buena, tan santa, que mi veneración por ti supera la pasión. Te deseo, pero me corta saber que eres quien eres, con tu bondad infinita, tu caridad, tu generosidad. Has pagao los últimos cinco meses del alquiler y ya prácticamente lo pagas tó. Me siento un miserable a tu lao.
-¿Qué estás diciendo? Estamos juntos, hoy por ti y mañana por mí. Eso no tiene ninguna importancia, es mi obligación.
-Pero es que, cuando te miro, lo que veo es una representación de la Virgen, Lolita. Siento que tengo que arrodillarme ante ti, no hacer esas... guarrerías.
Lolita sonrió.
-El padre Zambomba me viene diciendo hace tiempo que un día te reencontrarías con la fe. Me doy cuenta de que ese momento ha llegado ya.
-Sí, Lolita. Querría ir contigo a la iglesia, confesarme y comulgar. Hace dieciocho años que no le he hecho.
A la mañana siguiente, fueron juntos a la catedral. Bajo la luz tamizada por las vidrieras coloreadas, Lolita sintió que volvía a levitar. Todos los pecados de los últimos meses le iban a ser perdonados, porque, tal como decían los evangelios "hay más fiesta en el cielo por un pecador que se redime que por diez virtuosos que perseveran", y ella era la inductora de la redención de Mariano. Continuarían amándose, pero sería un amor casto, bendecido por los designios del Altísimo. En lo sucesivo, eludiría las tentaciones que él le inspiraba.
Pero, a los quince días, Mariano escenificó lo que sólo podía ser calificado de violación. Lolita se resistió durante horas, arguyó que habían elegido juntos el camino de la santidad y debían proseguirlo, pero él se despojó de la ropa, agitó las caderas para exaltar la erección y dijo:
-¿Vas a permitir que me derrita? No lo puedo resistir, Lolita. Te necesito. Dios nos comprenderá.
Sí, Dios lo comprendería, estaba segura de ello, y siempre le quedaba el remedio de la confesión. Aún así, supuso Lolita que debía resistirse, pero creyó que la vehemencia de Mariano podía conducir a males mayores y transigió de mala gana.
Durante cerca de un mes, reprodujeron las noches del principio, cuando pasaban todas las horas en un arrebato. Sin embargo, el día que debía pagar de nuevo el alquiler, Mariano no consiguió la erección.
-Tu santidad no debe ser ensuciá -dijo-. Tenemos que resistirnos Lolita.
Ella estaba de acuerdo. La castidad sería definitiva a partir de entonces.
Pero una tarde, cuando la primavera empezaba ya a decorar el valle, subieron a contemplar el prodigio desde el Coto de la Marquesa. El mismo pinsapo y la misma piedra les retornó al pasado. Mariano sintió de nuevo su líbido reverdecida, como el paisaje que contemplaba, y volvió a tratar de poseer a Lolita. Ella se resistió mucho y, cuando por fin consiguió bajar sus bragas, también se le había bajado la erección. Lolita no pudo contener el reproche:
-Dios te está castigando, Mariano.
Pero éste insistió. Su virilidad estaba sufriendo descalabro tras descalabro. Ya no era ni siquiera medio hombre. Se había convertido en un inútil despreciable. Lolita tenía la culpa. Ella lo intimidaba con sus continuas referencias de las cosas religiosas, con sus invocaciones a Dios y a los cielos, con su denodada entrega a la iglesia y a sus vecinos desamparados. Pero él, que había hecho rebotar de placer a tantas mujeres, no podía perder su mayor mérito. Tenía que seguir intentándolo y lo hizo hasta el amanecer, cuando Lolita dijo:
-Mariano, para de una vez, por favor. Dios nos está castigando. Nuestro amor será mucho más pleno si no volvemos a estas cosas siniestras. Déjalo y vayamos juntos a misa. Lo necesitamos.
En silencio, Mariano se subió el pantalón. Lolita notó que había en sus ojos demasiada amargura, acaso desesperación. Trató de tomar su mano para reconfortarlo, pero él la rechazó y, en vez de esperar que ella recompusiera su aspecto, echó a correr ladera abajo. No se volvió siquiera a responder con la mirada las angustiadas llamadas de Lolita.
Toda la mañana, en la panadería, esperó que él regresara. Tenía que volver, de otro modo moriría de pesar y sentimientos de culpa. Todavía podía salvarlo, todavía podía tomar su mano y llevarlo por el camino de la gloria. En cada cesto, por miles, y en cada barra de pan, había una representación de Mariano, una incitación al pecado, pero ella se había fortalecido con la experiencia. Ahora lo conocía en su carne y ya sabía que podía eludir la tentación. La oración era el remedio y la confesión, el consuelo.
-Oye, Lolita, ¿te has enterado? -le preguntó Tomasa.
-¿De qué?
Tomasa desorbitó los ojos. Se resistía a creer lo que muchos en el pueblo murmuraban, que Mariano y Lolita fuesen amantes, porque la hija de la panadera era una bendita elegida de Dios que no podía caer en tales indecencias, pero estaba segura de que existía una relación de amistad muy profunda entre ellos, ya que había visto muchas veces la moto aparcada delante de la panadería, por lo que le asombraba que cuatro horas después del accidente, del que se hablaba en toda la Hoya, nadie hubiera llegado a contárselo.
-Ese aloreño que veo algunas veces por aquí, el Mariano, que lo han encontrado en la subida a Carratraca medio muerto, con la moto destrozá.
Lolita tuvo que sujetarse al mostrador. Iba a morir sin confesión, castigada por su falta de caridad, porque ¿quién podía asegurar que Dios no hubiera visto con buenos ojos que ella cediera ante la vehemencia de Mariano? Su intransigencia era culposa, porque lo había inducido a procurar la muerte, arrebatado por la desesperación.
Una vez que notó que podía mover de nuevo las piernas, abandonó la panadería con la puerta abierta de par en par y echó a correr hacia la rotonda de Abajo, en busca del único taxi de Benaljazmín.
Fue necesario discutir agriamente con la recepcionista del hospital para que le permitiera acceder junto a la cristalera de la UCI donde Mariano, conectado a un sinfín de máquinas, permanecía en coma. Sentado cerca de la vidriera, un hombre lloraba con la cara cubierta por sus manos y los codos apoyados en las rodillas. Comprendió que se trataba del padre de Mariano, por lo que le asombró su desconsuelo, inesperado si tenía en cuenta lo que él le había contado sobre las relaciones filiales. Supuso que Mariano, por su juventud, no era capaz de apreciar lo mucho que su padre le quería a pesar de su severidad.

-Mariano tardó veintidós días en recuperar el conocimiento -dijo el padre Zambomba-. Imagina, Antero, cómo pudo reaccionar un hombre de sus características y, sobre todo, de su oficio, cuando el médico le dijo que se había quedado paralítico y que existían poquísimas probabilidades de que recuperase el movimiento. Es tan mal hombre, tan degenerado, que ni siquiera le afectó que su madre hubiera muerto por el disgusto de creer que él estaba a punto de morir. Por la consideración que le tengo a Lolita y por lo mucho que la parroquia le debe, yo cedí a sus ruegos y tuve que admitir tenerlo aquí, en mi propia casa, durante un mes y medio de convalecencia, porque Celso González se había convertido casi en un vegetal a causa de la depresión y ni siquiera parecía darse cuenta de que su hijo lo necesitaba. Mariano estuvo aquí hasta que Lolita consiguió que su madre aceptara que viviera con ellas. Un mes y medio durante el que Lolita demostró otra virtud que añadir a sus muchas virtudes: la abnegación. No puedes imaginar lo que aguantó, las humillaciones que ese desgraciado le hacía soportar con sus malos modos, su impaciencia y su desesperación. Es un bicho, Antero, te lo aseguro. Si necesitas un culpable que señalar en tu artículo, ahí lo tienes: Mariano González, aunque no sea quien se ha llevado el dinero.
Antero abandonó la casa del párroco con mayor confusión de la que llevaba al llegar. Si Eugenia Larios había sido una adúltera contumaz, si Cesi no era verdaderamente hermano de Mariano y éste lo sabía hacía más de cinco años, ¿por qué había demostrado el afrancesado tanto cariño por él? Si Lolita poseía una moral tan íntegra como afirmaba el sacerdote, ¿por qué se había sometido a las maquinaciones de ese hombre, por mucho que lo amara?
Preguntaría a los habituales de la taberna, alguien podía conocer cualquier clave que rellenase las lagunas de la historia. Vio de lejos a Florencio, y lo llamó.
-Disculpa, Antero. Anoche llegué de Málaga a las mil y quinientas. Vuelven a darme la lata para que me presente otra vez a las elecciones el año que viene.
-¿Y qué has respondido?
-Que no. ¿Tomamos café?
Felipe el tabernero advirtió al periodista:
-Oye, no vayas a dejar a esa gente plantada esta tarde en el corral de Azucena Flores. Hay algunas mujeres que han ido esta mañana a Málaga de prisa y corriendo, a comprar ropa, para estar presentables delante de la prensa.
Antero sonrió.
-No, ¿cómo voy a dejarles plantados? Yo soy el primer interesado.
Florencio indicó al periodista con un gesto que cogiera la taza de café y le acompañara hasta la mesa más retirada de la barra.
-Lo que quiero contarte -dijo el ex alcalde-, no puede escucharlo nadie del pueblo. Me ganaría demasiadas enemistades.
-¿Tan gordo es?
-No sé si es gordo. Sórdido, tal vez. Yo no tengo prejuicios, Antero... ya sabes, la clase de prejuicios que se conservan en estos pueblos pequeños, pero aquello fue demasiado.
-Estoy encontrando ramificaciones inesperadas con este asunto. ¿Hablas de Lolita Clavel o de otra persona?
-Sí, hablo de Lolita. Precisamente, de su momento más glorioso, cuando a Benaljazmín en pleno le dio por compararla con la madre Teresa de Calcuta por como cuidaba de Mariano a raíz del accidente. Aquellos días, había siempre un montón de gente delante de la panadería de María la del Bollo, esperando que Lolita hiciera milagros, así que puedes hacerte una idea de mi sorpresa.
-¿De qué hablas exactamente, Florencio?
-Fue hace unos cinco años, cuando decidí que estaba harto de ser alcalde. Ya había pasado lo del Verraco y la Pleita, imagina; después de los disgustos que me llevé cuando la inundación y, más tarde, viendo que mi partido no cumplía sus promesas de componer todos los estragos de las riadas, se me caía la cara de vergüenza delante de mis convecinos, porque ya sabes tú cómo quedaron, con la cooperativa hecha polvo, siendo como era su medio de vida, y la mayoría de las casas destrozadas. Entonces, para colmo, vino lo de la Pleita y el Verraco y el drama familiar correspondiente, que tan bien retrataste en tu artículo, un drama que me afectó de manera directa, puesto que la mujer del Verraco es prima mía. Estaba hasta la coronilla, Antero, incluso sentía un fortísimo resentimiento contra mis compañeros políticos y le dije al partido que nanai de la China de volver a ser candidato. Pero ya sabes tú cómo son los políticos, quiero decir los profesionales, ésos que no tienen nada más en su vida que el politiqueo. Es la gente más tozuda y más pesada que conozco. Jamás se rinden. A ellos les parecía que yo era un candidato seguro para volver a ganar la alcaldía de Benaljazmín, de manera que insistieron durante semanas y semanas. Un día, me llamaron a Málaga y pusieron en práctica la que ellos consideran su arma definitiva, o sea, el peloteo. Uno de la ejecutiva provincial, que es con el que más he tratado siempre, me invitó a cenar en el restaurante de Nadiuska, ese que había en las faldas de Gibralfaro. ¡No veas!; allí corrió el vino más caro, los mejores mariscos de Málaga y el Cantábrico, las coquinas y los búzanos, el jamón de Jabugo, cinco o seis de nuestras ensaladillas, así como postres increíbles por toneladas y el champán a granel. Como seguía en mis trece, y me basaba en muy buenas razones, mi amigo dejó de insistir y me dijo que, para despedirnos como buenos camaradas, me invitaba a una copa en el mejor cabaré de Málaga, uno que hay en Ciudad Jardín. Como comprenderás, no me conviene que Rosa sepa que estuve una vez en un cabaré, a la vejez viruela y con un hijo a punto de casarse.

Vistas las circunstancias, Lolita Clavel tomó una determinación. Eran más de dos millones y medio de pesetas lo que Mariano necesitaba para que lo operaran en Suiza. Como no encontraba otro camino, ella tendría que sacrificarse. El propio Mariano le indicó los contactos que debía intentar en Málaga, para acceder al personaje concreto que podía ser su salvación.
Aquel día, tuvo que hablar con cuatro personas, cada una de las cuales la fue remitiendo con muchos rodeos a la siguiente, hasta que, por fin, al atardecer consiguió ser recibida por Pepín de la Vega, que la miró apreciativamente de arriba abajo antes de invitarla a sentarse. Su rostro se mantuvo adusto, pero Lolita descubrió que había una chispa en sus ojos.
-Tú dirás.
Vaya, la tuteaba de entrada. Lolita resolvió no dejarse afectar por la descortesía. Sentada en el mullido sofá de cuero negro, permitió que sus ojos recorrieran el perímetro del despacho, para darse tiempo a recobrar el dominio. Más que un despacho, se trataba de un salón muy grande, con una mesa de ejecutivo instalada delante de una ventana, un gigantesco tresillo y una mesa de juntas con doce sillas. Todo carísimo; los cuadros, las lámparas, la alfombra y los muebles; con sólo el precio de una de aquellas cosas, el problema estaría resuelto. Trató de mirar a Pepín con expresión simpática.
-¿Sabe usted quién es Mariano González?
-Me parece que sí -respondió el hombre con escasa convicción.
-Ha corrido muchos peligros al servicio de usted.
-¿De veras? Todos los corremos. La vida es un riesgo cotidiano.
-Pero él fue siempre honrado. Nunca se quedó con nada.
-Ninguno de mis hombres osaría jamás tal cosa. Saben lo que les pasaría.
A Lolita le estremeció su franqueza.
-Bueno -urgió Pepín de la Vega-, dime de una vez lo que quieres. No dispongo de mucho tiempo.
-Para servirle, Mariano se ha expuesto durante años a toda clase de riesgos con esos misteriosos paseos en moto por la costa; sé que siempre ha sido honrado con usted y, mire, ahora, por mor de un accidente con esa misma motocicleta, está en una silla de ruedas para siempre, a no ser que ocurra un milagro... -Lolita se santiguó- ¡Dios lo quiera! Necesitamos dos millones y medio de pesetas para una operación.
El hombre la miró aceradamente, se alzó del sofá, vadeó la mesa y se sentó en la butaca reclinable.
-¿Pretendes hacerme chantaje?
La sorpresa de Lolita se reflejó en su tono:
-¡Qué va! Vengo a suplicarle ayuda. Mariano podría recuperar la mayor parte del movimiento de sus piernas con esa operación, lo bastante como para volver a entrar a su servicio y pagarle poco a poco el préstamo.
-Eso es sólo una posibilidad. Mira... ¿cómo te llamabas?, ¡ah!, sí, Lolita. Pues mira, Lolita, en el mundo de los negocios se va siempre sobre seguro. Nadie invierte en posibilidades remotas.
-No se trata de una posibilidad tan remota. Los médicos dicen...
-No te fíes de los médicos, Lolita. Esos dicen tan sólo lo que los pacientes y sus familias quieren oír, para sacarles toda la pasta que puedan.
A punto de llorar, Lolita se levantó del asiento. Notó que el hombre volvía a observarla igual que cuando entró, con la misma mirada que parecía tratar de desnudarla.
-Quede usted con Dios -dijo.
-Espera... Lolita. Oye, ¿sabes que estás muy bien? Eres precisamente el tipo de mujer que más me gusta.
-Yo creía que usted puede comprar lo que le dé la gana.
Pepín de la Vega sonrió.
-Sí, puedo comprar lo que me dé la gana. Y ahora, lo que me da la gana es comprarte a ti.
-Yo no estoy en venta.
El hombre carraspeó.
-Bueno, no es necesario que usemos un lenguaje tan crudo, ¿verdad? Te diré lo que vamos a hacer; esta noche no tengo compromisos sociales, así que me gustaría invitarte a cenar.
-Yo...
-Piénsalo, mujer. Durante la cena, tendremos tiempo de sobra para hablar de ese Mariano que tanto te preocupa.
Lolita interpretó que le concedía todavía una posibilidad de convencerlo y aceptó la invitación. Mas el encuentro, como supo cuando era demasiado tarde para echarse atrás, porque se encontraba ya acomodada en el asiento del copiloto de un lustroso coche negro, no iba a tener lugar en un restaurán, sino en la casa de Pepín, un enorme chalé sumergido bajo las frondas de El Limonar. Sirvieron la comida dos criados y la cena transcurrió de un modo encantador, amenizada por una música cuya procedencia no descubrió, ya que no fue capaz de identificar los altavoces que sin duda tenía que haber en aquella decoración tan sofisticada, de la que la utilidad de un sinnúmero de objetos le resultaba incomprensible. El hombre, cercano a los sesenta y con una prestancia que la intimidaba, desvió hábilmente todos los intentos que ella hizo de volver sobre su problema. Terminada la cena, le sirvió una copa de licor en el salón contiguo, equipado como una biblioteca, y la invitó a sentarse frente a la ventana, por la que entraba a raudales la luz de la luna venciendo el resplandor ínfimo de las pocas lámparas que permanecían encendidas.
-Escucha, Lolita; tengo fama de ser un hombre práctico. A pesar de mi posición, desgraciadamente me falta siempre el tiempo y no puedo permitirme perderlo en galanteos, ¿comprendes? Así que como soy un hombre práctico, nunca me ando por las ramas y no me sobra el tiempo, te voy a hablar con franqueza. Me gustas. Quiero hacérmelo contigo, pero no voy a meterme en el engorro de tratar de conquistarte. Tú tienes un problema y yo tengo un deseo, de manera que nos complementamos estupendamente. Mi propuesta es ésta: Necesitas dos millones y medio, y yo te propongo que vayamos a la cama a cambio de medio millón. Si me gustas tanto como espero, en cinco noches tendrás el dinero que necesitas. ¿No te parece un negocio razonable?
Lolita cerró los ojos. Aparte de Mariano, no había aceptado en toda su vida la aproximación lasciva de un hombre, pero, en cualquier caso, había pecado muchas veces con el pensamiento, con los deseos, con las miradas... ¿No disponía del remedio definitivo de la confesión? Todos los pecados, incluso los más abominables, eran perdonados en un acto de contrición y, a la postre, Dios tendría en cuenta que su propósito al cometer ese pecado estaba inspirado por la compasión y la caridad. Podía tratarse en realidad de un acto de abnegación. Sí, los caminos del Señor son inescrutables. Ahora se le exigía un sacrificio y ella debía disponerse para la inmolación.
-¿Qué dices? -insistió Pepín.
Lolita volvió hacia él sus ojos humedecidos por el amago de llanto. Bajo la luz de la luna, resultaba bella, pálida y conmovedora como una estatua antigua, matrona y vestal a un tiempo. Asintió, desviando la mirada.
-No estés tan asustada, mujer. A fin de cuentas, vas a pasarlo de rechupete y disfrutaras como una gua... -Pepín contuvo el exabrupto-. Ya lo verás.
Lo que sucedió esa noche a lo largo de cuatro horas, a la mañana siguiente Lolita prefería no recordarlo. No podría confesárselo al padre Zambomba, moriría de vergüenza; ¿qué solución tenía, debía tratar de reunir coraje para confesarse en cualquier iglesia de Málaga, donde resultaría tan anónima como ese montón de gente que se hacinaba en la capital? Llevar el cheque de quinientas mil pesetas en el bolsillo no la reconfortaba, no mitigaba el asco que sentía de sí misma. Y todavía tenía que volver cuatro noches más a hacer lo mismo. Tomó el autobús rumbo a Benaljazmín con el mismo estado de estupor y la misma confusión con que abandonara el dormitorio de ese hombre que resultaba impresionante en el despacho y en la cama, aunque por tan distintas razones. ¿Cómo había transigido con todo aquello, cómo había sido capaz de complacer las exigencias de Pepín de la Vega? Era tan monstruoso, que tendría que guardarlo para sí perpetuamente; Mariano era el primero que no podía saberlo y, tal vez, estaría obligada a imaginar un medio de que Dios la perdonara sin pasar por el trance de contarle esas indescriptibles bajezas a un confesor. No, ¿cómo iba a conservar una mancha tan horrenda en el pecho?; tendría que confesar, encontraría las fuerzas necesarias para arrodillarse en un confesonario y señalarse a sí misma como la más perversa de las mujeres.
-¿Qué te ha dicho? -le preguntó Mariano.
Lolita lo contempló un momento, antes de responder. El antaño altivo y jacarandoso aloreño se estaba derrumbando, su atractivo físico comenzaba a desdibujarse; ya no era el hombre que la había hecho estremecer de los pies a la cabeza. Los hombros se le hundían, el debilitado cuello le obligaba a abatir la cabeza sobre el pecho, pasaba días y días sin afeitarse y su carne comenzaba a parecer fofa. Pero la desaparición del atractivo era un argumento añadido para el ejercicio de la caridad; cuanto menos lo deseara, más crecería la virtud. Sonrió. Sí, Dios había permitido el accidente de Mariano para ponerla a prueba; ahora estaba segura; Dios quería probar la firmeza de sus convicciones, la solidez de su abnegación.
-Sólo pudo darme medio millón -respondió-. Tengo que volver esta noche otra vez.
-¿Que sólo pudo darte medio kilo? Pepín tiene cada día en la caja fuerte de su oficina como cincuenta millones, tirando por lo bajo. Los días que me llamaban pa los encargos, lo menos que yo les llevaba de vuelta eran dos o tres millones. Te ha metío la bacalá bien metía. ¿Por qué te obliga a volver otra vez hoy por el resto?
Lolita se mordió el labio inferior.
-Hablamos mucho de ti, Mariano. Te tiene en muy buena consideración.
-Ah, ¿sí? En mi vía hablé con él.
-Pues sabe de tu vida y milagros.
-Aquí hay algo que no me cuadra, Lolita. ¿No me estarás engañando? Por lo que chismeaban los otros motoristas que conozco, Pepín de la Vega no se dignaba averiguar ni el nombre de los que hacíamos los recorridos en moto. Nunca me pasó ná por lo que él llegara a saber de mí; ni perdí jamás ni un gramo de mercancía ni tuve tropiezos con la policía. Tú me estás engañando como a un chino.
Lolita enrojeció, pero simuló estar buscando en el cajón de la mesita de noche la medicina que tenía que inyectarle, con objeto de embozar el sonrojo. Las manos le temblaban mientras pinchaba el brazo de Mariano, como si no tuviera bastante con la náusea que lo ocurrido durante la noche le causaba. Sentía ganas de llorar y no podía permitirse hacerlo delante de Mariano, porque él necesitaba consuelo en vez de verse obligado a consolar a nadie.
-Me dijo que ya había estado el del banco a por el dinero, y que sólo podía darme esa cantidad, y aunque a ti te parezca que no, él sabe perfectísimamente quién eres.
Cuando ella frotaba el pinchazo con algodón impregnado en alcohol, Mariano la miró con agudeza y una leve sonrisa en los labios. Fijos los ojos del uno en los del otro, se sostuvieron mutuamente la mirada largo rato y, al final, fue Mariano quien la desvió. Si las cosas eran como intuía, Lolita podía convertirse en su seguro de vida; ella se parecía a las mujeres con las que había visto a Pepín de la Vega de lejos como una gota de agua a otra gota. Se tomó unos minutos antes de decir:
-Bueno, si tienes que volver, mu bien. Pero recuerda siempre, siempre, que nadie te ha querío nunca como yo.
Lolita creyó comprender lo que la frase significaba. Sin franquearse ninguno de los dos, a lo mejor habían llegado tácitamente a un acuerdo. Volvería esa noche a la casa de El Limonar, y también las tres noches siguientes, y ya no tendría que responder preguntas incómodas.
Realizó cuatro veces más el recorrido. El quinto día, cuando recibiría la última cuota acordada, se observó en el reflejo de la ventanilla del autobús. ¿Qué mutación había experimentado su espíritu durante los últimos cinco días, para que hubiera dejado de asomar a su rostro el desprecio por sí misma que había venido experimentando? Recordaba con gran fidelidad lo que sentía durante el primer regreso; las ganas de vomitar, el dolor de la culpa, el miedo al castigo celestial. ¿Podía cambiar tanto una persona en cinco días? Sorprendentemente, durante toda la mañana en la panadería, las fantasías inspiradas por las barras apiladas en los estantes y en los cestos la habían llevado a recordar más a Pepín de la Vega que a Mariano y ahora ya no padecía arcadas, había dejado de sentirse culpable y hallaba que el castigo divino era una posibilidad demasiado lejana todavía para una persona de su edad. Pecadores mucho más monstruosos que ella, incluso asesinos, eran perdonados mediante el trámite del arrepentimiento, de acuerdo con las prédicas del padre Zambomba y lo que había leído ella misma en los evangelios; tenía tiempo de ganar ese perdón, un acto de contrición que debería ser el más pesaroso y humilde de su vida, porque la náusea, la culpa y el miedo perdían terreno en su ánimo, sustituidos por algo que, en sí mismo, era un pecado nefando: Sentía excitación ante la expectativa de lo que sabía que iba a pasar esa noche en el dormitorio de Pepín de la Vega, una repetición fidedigna de lo que había hecho las otras cuatro noches, con los mismos actos, la misma secuencia e idéntica duración, ya que la sincronía mental de Pepín de la Vega era como un instrumento de precisión.
En vez de tomar el taxi desde la estación de autobuses hasta la casa de El Limonar, decidió dar un paseo por la ribera del puerto, bajo las palmeras, cedros, araucarias y yucas, entre flores del paraíso, buganvillas y jazmines, un remanso urbano de naturaleza semitropical que la situaba en parámetros parecidos a los habituales en su vida de siempre, ahora que esa vida se había transfigurado en otra, porque se sentía capaz de transitar por el borde de un abismo y ello no le producía angustia, sino júbilo. Necesitaba retratar con precisión a la nueva Lolita en que se había convertido, esa desconocida que se había instalado repentinamente dentro de su ropa. Debía realizar un ejercicio de reconocimiento del personaje que ocupaba ahora su piel, un personaje que nunca fue y que excedía todas sus nociones sobre la condición humana.
Entre los nuevos perfiles, destacaba uno: La pérdida del miedo, la ausencia del acogotamiento que había protagonizado casi la totalidad de su biografía. Y como consecuencia de la nueva osadía, avanzaba por sus entrañas una actitud desafiante: ¿Debía tolerar ser juzgada por nadie?, ¿no era Dios el único que tenía la potestad de hacerlo? La confesión era un trámite demasiado terrenal y ella llevaba toda su vida entregada a Dios, sintiendo los signos y el éxtasis de la comunión con Él, como para someterse al escrutinio de un sacerdote que, a fin de cuentas, era un hombre como los demás, con las mismas debilidades y pasiones. Sí. Podía prescindir de la confesión, al menos por un tiempo, hasta que su sacrificio fuese recompensado por el cielo y Mariano volviera a andar.
Al final del paseo arbolado, seguía teniendo deseos de pasear envuelta por la mezcla de aromas de flores y la brisa cercana del mar, pero era mucho más apremiante el deseo de llegar cuanto antes junto a Pepín de la Vega, por lo que paró un taxi.
No la recibió con tantas sonrisas como los días anteriores. ¿Qué ocurría? Pepín se mostraba displicente, hasta un poco desdeñoso. Cuando estuvieran en el cuarto, iba a ver.
-Disculpa, Lolita. Tengo un compromiso para cenar con gente que es muy importante para mis negocios. Si no te importa, puedes quedarte un rato viendo televisión o escuchando música, o... lo que quieras.
-¿Seguro?
-No comprendo la pregunta.
-¿Es verdad que se trata de una cena de negocios?
Pepín amagó un gesto de impaciencia.
-No creo que te deba explicaciones. Lo nuestro es un acuerdo comercial, una compraventa, ¿no lo recuerdas?
-¿Eso es?
-Creía que estaba claro, Lolita.
Se sentía furiosa y tenía muchas ganas de exteriorizarlo. Se lanzó hacia él con la mano dispuesta a abofetearle. Él lo impidió aferrando su brazo.
-Déjalo para después, Lolita. No me estropees la "toilette".
Se marchó sin despedirse, tras ordenar a los criados que le sirvieran la cena y enseñarle el manejo de los complicados telemandos que controlaban la inabarcable instalación audiovisual. Hacia medianoche, terminada la película de televisión que había elegido ver, su impaciencia se fue convirtiendo en aburrimiento mezclado con los deseos anhelantes que, en vez limitarse a su vientre, se extendían por todo el tronco, alcanzando hasta los hombros y los glúteos, por lo que tenía las bragas completamente humedecidas. Pepín no le había hecho ninguna promesa sobre la hora concreta del regreso. ¿Cuánto más tardaría, una hora, dos, tres?, ¿debería esperar hasta el amanecer? Imposible.
Estaba introduciéndose la mano bajo la falda a ver si podía calmarse un poco, cuando sonó el ruido producido por el coche al ser estacionado. En vez de acudir al vestíbulo para recibir a Pepín, se dirigió al enorme vestidor del dormitorio principal de la planta superior. Disponía de tiempo; él jamás subía antes de tomar una copa, y el televisor en marcha le revelaría que ella no se había marchado, pero, de todos modos, realizó la metamorfosis haciendo todo el ruido que pudo para que él tuviera constancia de su presencia.
Oyó la reglamentaria llamada en la puerta, un débil golpe seguido de un arañazo. Corrió hacia la cama y no respondió hasta haber adoptado la pose preceptiva.
-Ni se te ocurra entrar tal como vienes. Antes, ya sabes lo que tienes que hacer.
-Te lo suplico -dijo Pepín.
-No repliques, o tendrás tu merecido.
-Sí, lo merezco todo, pero, por favor, permíteme entrar.
-No hasta que no pases por el vestidor. Entrarás arrastrándote por el suelo, como el gusano inmundo que eres.
-Lo que tú ordenes.
Siguieron los rumores propios del desplazamiento de Pepín hasta la puerta que, a través del baño, daba también acceso al vestidor y, durante cinco minutos, los correspondientes al cambio de atuendo, transcurridos los cuales volvió a escuchar el arañazo en la puerta, esta vez la que comunicaba el vestidor con el dormitorio. Lolita respondió:
-No quiero ver tu cara, ya lo sabes. Arrástrate de manera que sólo vea tu repugnante espalda y tu asqueroso culo.
Lolita adoptó la pose que sabía que tenía que adoptar, la cabeza vuelta hacia un lado, presentando el perfil en la dirección por donde Pepín acudía. Lo vio de reojo y, aunque debía mostrarse severa, sonrió levemente. Era estimulante verlo reptar por la alfombra, completamente desnudo a excepción del corsé femenino, negro y profusamente adornado de encajes, que ceñía el torso del hombre más temido y uno de los más poderosos de la ciudad. Su cuerpo no era tan blando como se podía esperar de un sexagenario; el dinero proporcionaba los medios para mantenerlo en forma y no se trataba en modo alguno de un cuerpo feo. Debía de haber sido muy atractivo de joven. Bajo los volantes de encaje del corsé, los glúteos eran firmes, no flaneaban con las contracciones del movimiento de sierpe que Pepín realizaba al arrastrarse. También los hombros eran firmes y cuadrados y los omoplatos que emergían sobre las puntillas superiores del escote del corsé marcaban músculos todavía duros.
-¿Puedo subir a la cama? -preguntó Pepín sin alzar la frente del suelo.
-¿Cómo te atreves, alimaña repugnante? Ni levantes la cabeza para mirarme.
-Te lo suplico.
-Chúpame los pies.
Lolita se desplazó unos centímetros sobre la sábana de seda, a fin de que sus pies rozasen la alfombra. Mirando desde la altura de la cama la cabeza apoyada en el suelo, sintió el impulso de alzar un poco el pie que se hallaba más cerca y pisar, golpear ese cráneo para sentir su superioridad, el poder nuevo que se le había concedido y que tan gratificante resultaba. Mas aunque no habían hablado de límites, suponía que debían de existir. Para seguir disfrutando ese poder y no arriesgarlo, tal vez debía limitarse ella misma. Algún día, tal vez...
Separando la cara unos centímetros de la alfombra, Pepín de la Vega sacó la lengua y lamió con fruición el talón del pie izquierdo de Lolita, siguió por toda la planta para llegar al dedo gordo, que engulló.
En ese momento, llegó el primer orgasmo al vientre de Lolita. Con voz entrecortada por las contracciones, ésta encontró energías para decir:
-Como note que gozas, te romperé los dientes, mamón.
-Dame permiso, por favor.
-De ninguna manera. Levanta tu gordo culo, porque tengo que castigarte, por mamón.
Aunque la dotaba de un aspecto felino, el ceñido mono de látex rojo que vestía no facilitaba el movimiento. Fue sencillo salir de la cama, pero no doblar las piernas para arrodillarse tras la grupa de Pepín y apuntar hacia su ano con el pene artificial que llevaba sujeto al vientre con cintas elásticas.
-Entra -rogó Pepín.
-¡Que te crees tú eso, desgraciado! Todavía no ha llegado tu hora.
De una caja pequeña de plástico colocada sobre la mesilla de noche más próxima, Lolita tomó dos pinzas de colgar ropa a secar. Ése era uno de los actos que más placenteros escalofríos le producían, agachar la cabeza para situarla a escasa distancia de la entrepierna posterior de Pepín y observar así cómo se contraían los muslos y la bolsa escrotal en el instante de prender las pinzas junto a cada uno de los testículos. Examinó con atención la bolsa, bastante más colgante y voluminosa que la de Mariano, probablemente por la superior edad; se apreciaban claramente las laceraciones y moretones producidos por las pinzas las noches precedentes. Notó el contenido grito de dolor y cómo se agarrotaba toda la carne situada entre la cintura y las corvas.
-Duele mucho -se quejó Pepín.
-Aguanta.
-No lo resisto.
-Pórtate como un hombre. Si no resistes, no te penetraré.
-Por favor -Pepín gemía.
Oír las súplicas era también muy placentero, pero Lolita comprendió que el dolor debía de ser terrible y que, tal vez, se arriesgaba a una reacción imprevisible, de modo que soltó las pinzas. Él dejó de contraerse y, abriendo un poco más las piernas, movió las caderas con impaciencia, ofreciéndole la redondez de los glúteos.
-Todavía no, cerdo -masculló Lolita-. Antes, ya sabes lo que te toca hacer.
-Sí, reina -asintió Pepín.
A continuación, Lolita se sentó en el borde de la cama con las piernas extendidas junto a los costados de Pepín, que comenzó a morder el látex rojo del mono en la zona alta de los muslos, hasta desprender la pieza sujeta con belcro que cubría el pubis, la entrepierna y el trasero. Al primer roce de los labios con la vulva, Lolita volvió a estremecerse; sabía que había comenzado la serie de orgasmos que no se interrumpiría hasta cuando le tocase fingir que iba a estrangularlo apretando con los muslos con toda su fuerza, pero para esto faltaban varios minutos. Antes, se abandonó a la profunda penetración de la lengua, una invasión que no menoscababa su convicción de ser una virgen intacta. Cuando vio que él volvía a estar a punto de gozar, se dejó caer del asiento de seda para caer de rodillas sobre la alfombra, aferrándole el cuello. En ese punto, comenzaba la secuencia que más disfrutaba Pepín, pero lo que para él sólo era el comienzo era para ella la culminación. La semiasfixia del hombre poderoso, momentáneamente sometido a su voluntad, constituía el símbolo del poder abatido y el poder instituido: Lolita era todopoderosa en ese instante sublime, porque le bastaría prolongar la presa y sentarse sobre su rostro para acabar con su vida. Una vida en sus manos y la facultad de arrebatársela o concedérsela. Vio que Pepín contraía la pelvis con anticipación de lo que no tardaría en ocurrir y, por ello, tomó las pinzas para colgársela de los pezones; la sacudida que a él le produjo de nuevo el dolor serviría para volver a postergar el disfrute.
-Reina, dame tu cetro -murmuró Pepín.
A él le bastaba un orgasmo. Probablemente, era todo de cuanto era capaz y por ello, suponía Lolita, lo dilataba durante horas para alcanzar la mayor intensidad posible, procurando que fueran pulsados todos los resortes de su erotismo. La penetración del pene de látex, de más de veinte centímetros de longitud y muy grueso, debía de actuar como freno, pues Pepín se rebelaba levemente, cedía en la sumisión, cuando parecía que ya el orgasmo era irreprimible, para casi exigir ser penetrado. Suponía Lolita que esa exigencia dejaría de ser tibia y se convertiría en imperativa, con todas las consecuencias, si no era satisfecho, de modo que ya había aprendido en cinco noches que en ese momento, aunque sólo fuera por un instante, volvía a ser la mujer que llegó cinco días antes suplicando auxilio y, como tal constatación le desagradaba, se apresuró a encajar violentamente, con un viso de crueldad, el cilindro en el ano del hombre. Pepín gritó, pero en sus labios no había una mueca de dolor sino un gesto de satisfacción suprema; él flexionó las piernas para alzar los glúteos unos centímetros con objeto de que la penetración alcanzase mayor profundidad.
Lolita advirtió que, como de costumbre, la media erección de Pepín se había desvanecido. Ahora le tocaba bombear durante lo menos media hora, o más, hasta que él consiguiera reanimarse el pene con la mano sin dejar de estar empalado por el monstruoso miembro artificial; era ésta parte la que menos agradaba a Lolita. Resultaba agotador permanecer treinta o cuarenta minutos embistiendo con las caderas contra los glúteos de Pepín y no se había atrevido ninguna de las noches a tomarse un respiro, por si su recelo de que los papeles que representaban se podían invertir en el instante más imprevisto era correcto. Sabía que no era cierto que él tuviera los ojos cerrados, porque entre la rendija de los párpados la mirada emergía como un puñal hacia sus pechos agitados y danzantes.
Lolita notaba que había adelgazado en esos cinco días y no sólo por lo que comenzaba a aflojársele la ropa, sino porque sentía de nuevo en la cintura una firmeza que había perdido hacía muchos años; tal cosa no era sino el producto lógico del río de sudor que se deslizaba por su piel durante la penetración, una catarata que, a los diez o quince minutos de haber introducido el miembro, caía por su pecho de modo que los senos, al rebotar, producían chasquidos progresivamente audibles, acompasados con los sonidos del choque de sus muslos contra los glúteos de Pepín.
Ya volvía a llenarse de sangre el pene. Aunque nunca llegaba a estar rígido, había un momento en el que alcanzaba casi la plenitud y debía acechar ese momento, porque, si se aflojaba, el retorno de la sangre no sería conseguido hasta varias horas más tarde.
Lolita sabía que desde tal plenitud, sólo disponía de unos segundos para el acto siguiente, así que comenzó a mentalizarse con objeto de no fallar.
-¡Ya estoy! -exclamó Pepín, ahora con sumisión menor y mayor autoridad.
Lolita se apresuró extraer el pene de látex y, sí, lo había conseguido. Con toda la rapidez de que fue capaz, se puso en cuclillas a ambos lados de los muslos de Pepín y soltó el chorro de orina.
El orgasmo de Pepín, acompañado de sonidos guturales, duró lo de siempre, unos segundos, pero el ronroneo subsiguiente se prolongó muchos minutos, mientras mezclaba y extendía con las palmas de sus manos el semen y la orina por su vientre, los muslos y los hombros.
A partir de ese momento, Lolita ya no tenía que actuar, sino dejar hacer. Le tocaba a Pepín tomar la iniciativa y ella sólo tenía que fingir dormir. Él se despojaría del corsé, le desprendería las ataduras elásticas del pene, se lo colocaría él mismo tal como ella lo había tenido y simularía una penetración que jamás llegaba a realizarse, porque la lluvia dorada con que correspondía la que él había recibido, se producía, incontenible, en cuanto el pene verdadero volvía a la flaccidez habitual. Lolita recibió el chorro caliente de orina con la misma sensación de sed del desierto que era satisfecha, igual que la noche anterior, pero contrariamente a lo que había sentido las tres primeras, cuando esa ducha cálida parecía un ácido corrosivo que fuera capaz no sólo de abrasarle la piel, sino hasta el alma, como si se tratara de llamaradas del infierno. Tal impresión se había desvanecido la cuarta noche, cuando descubrió como una revelación celeste que recibir la dorada y caliente orina sobre la piel era una de los placer más intensos que podía imaginar.
Durmió un par de horas mucho más profundamente que los demás días, hasta el momento en que debía ducharse y apresurarse hacia la estación de autobuses, para emprender el viaje de regreso a Benaljazmín.
Ya vestida, vio sobre la mesilla el sobre que contenía el quinto cheque. ¿Eso era todo? ¿Había acabado? Examinó al durmiente; aun en sueños, su expresión era de nuevo dominadora, desdeñosa. ¿Seguro que no querría continuar viéndola? Una de las reglas no escritas, era que ella saliera con sigilo, sin interrumpir el descanso del gran hombre; no estaba autorizada a tocar su hombro y ver si conseguía la respuesta que anhelaba, que le pidiera humildemente que volviera. No. No podía hacerlo y ni siquiera había querido darle el número del teléfono particular, número que no figuraba en los aparatos que había en la casa.
Abandonó el dormitorio con desolación. ¿Qué iba a hacer? En ese momento, no recordaba la razón por la que había aceptado las exigencias de Pepín, ni siquiera recordaba a Mariano ni sus circunstancias; sólo podía pensar en que no iba a ser capaz de vivir como la Lolita que había sido, aquella crisálida que ya se había metamorfoseado.
No se planteó acompañar a Mariano en su viaje a Suiza, de todos modos sería un desplazamiento superfluo, porque él debería permanecer en aquel país un tiempo que ella no podía permitirse y, si la operación tenía éxito, aún tendría que quedarse para la rehabilitación. Apenas lo acompañó al aeropuerto, donde lo encomendó a una azafata, dándole las instrucciones para que facilitase el encuentro con la persona que iría a recibirlo en el aeropuerto suizo.
Imposibilitada toda comunicación telefónica con Pepín de la Vega y ya liberada de la tarea de cuidar a Mariano, se sintió los siguientes tres días como una nulidad. El flujo vaginal era un torrente incesante que la obligó a cambiarse de bragas ocho veces en una mañana. No podía continuar así. Los panes falos ya no permanecían estáticos en los cestos o las estanterías de la panadería; se retorcían agitándose impacientes, orgullosos, agresivos, anhelantes de su vulva hambrienta. Tenía que hablar con él.
Tomó de nuevo el autobús la tarde del cuarto día.
La secretaria le dijo que tendría que esperar unas tres horas. Bueno, eso no era una negativa a recibirla. Sentada en la salita de espera, fantaseó imaginándose entrando en el despacho altiva y severa, capaz de imponerse al temido Pepín y obligarle a no discutir su orden de correr juntos a la casa para encerrarse durante horas y horas en el dormitorio. Cuando, cuatro horas y cuarto más tarde fue invitada a pasar, sentía en sus hombros y pecho la misma expectación de cuando iniciaban los juegos en la cama.
-¿Qué quieres ahora, Lolita? ¿Nuestro acuerdo no se cumplió en todos los términos?
-Sí -murmuró con ganas de llorar, contrariamente a lo que había estado proyectando en la sala de espera.
-¿Entonces, qué pasa? ¿Más dinero?
-¡No!
-Oye, Lolita; dispongo de muy poco tiempo. Hay fuera una persona que lleva cerca de una hora esperando, y me hace mucha falta hablar con él. Dime lo que quieras cuanto antes.
-Yo...
-¡Lolita! -urgió Pepín.
-¿No te gustaría que volviera a tu casa?
Pepín sonrió, pero parecía una mueca de burla.
-¿A medio kilo la anoche? ¡Por favor! Un gusto es un gusto, pero a mí me sobra...
-No hace falta que me pagues.
-¿De veras? Así que resulta que...
-Por favor.
Justamente esta frase bastaba para que Pepín perdiera el escaso interés residual que pudiera guardar.
-Yo no me interesas, Lolita. Ni gratis.
Ella estaba a punto de derrumbarse.
-Déjame que vaya sólo esta noche.
-¿Sólo esta noche, seguro?
-Sí.
Pepín hizo cálculos mentales sobre los compromisos que aún tenía que cumplir.
-Tendría que ser a las tres y media de la madrugada. Y no puedes esperar en mi casa, Lolita, porque tengo invitados.
-¿Una mujer?
-¿Estás celosa?
-Te tiraría de las orejas.
-Lolita, no seas inoportuna, aquí estamos en mi oficina. Mira, lo he pensado mejor. No creo que pueda recibirte esta noche.
-¿Y mañana?
-Tampoco.
-Entonces... -las mejillas de Lolita ardían.
-¿Qué?
-¿Podrías prestarme el traje?
Pepín soltó una carcajada.
-Así que le has cogido el gusto...
Lolita compuso la expresión feroz que se le había exigido durante cinco noches en el dormitorio.
-No pongas caretos, Lolita. No seas ridícula. Ese traje es de tu medida, una talla no muy corriente entre mis reinas. Ve a mi casa; daré orden por teléfono de que te permitan subir al vestidor a recogerlo. Te lo regalo.
Realizó el recorrido en taxi, el empaquetamiento del traje y todo el equipo y el trayecto de vuelta como una sonámbula. Cuando el taxista se interesó por su destino, halló coraje para preguntarle por una dirección donde pudiera satisfacer el deseo. A pesar de lo confusa que había sido la formulación de la pregunta, el taxista entendió y la llevó a un hermoso barrio del norte de la ciudad llamado "Ciudad Jardín".

-Puedes imaginar, Antero -prosiguió Florencio el relato- mi sorpresa cuando la reconocí. Al principio, estuve como una hora mirándola de lejos, porque su cara me resultaba familiar, aunque no conseguía identificarla. Le pregunté a una de las ficheras quién era y su respuesta no me aclaró el enigma, porque me dijo que se llamaba Mariana y que era la reina sádica del lugar, pero me llamó mucho la atención que cuando la miraba, ella giraba siempre la cabeza hacia otra parte, así que dejé a mi compañero de partido con su rollo y me acerqué a examinarla. De cerca, lógicamente, vi que era ella y, como comprenderás, estuve a pique de que me diera un síncope. El mono de plástico rojo le quedaba más ajustado que la tripa de un chorizo y la hacía parecer mucho más estilizada y como si tuviera un cuerpo más escultural de lo que nunca me había parecido el suyo; calzaba zapatos de tacón de aguja altísimos y estaba maquillada como un travesti. Pero conozco a Lolita desde que era una niña, así que tú verás; no me cupieron dudas y ella sabía que me había dado cuenta. Sonrió como si la situación fuera lo más natural del mundo y me dijo: "¿Qué sorpresas tiene la vida, ¿eh? Yo creía que estabas loco por la Rosa y veo que eres un merdellón putañero, como todos. ¿No quieres probar mi poder?". Blandía un pequeño látigo, para que no hubiera dudas sobre su especialidad. Negué con la cabeza y me aparté sin añadir nada, porque me había quedado sin palabras.
-En lo que te dijo había implícita una amenaza, al parecer -sugirió Antero.
-¡Efectivamente! Me exigía silencio si no quería que Rosa supiera dónde nos habíamos visto. En ese punto, acertó.
-Según entiendo -dijo el periodista-, por lo que te dijo la prostituta a quien le preguntaste, iba habitualmente al cabaré. ¿A eso se ha dedicado desde entonces?
-Me parece que fue sólo una etapa pasajera. Por lo que vino más tarde, me da la impresión de que hizo todo lo que pudo por olvidar aquellos meses.
-Desde tu posición de ex alcalde, ¿no dispones de información por la que yo pueda confirmar si ella es la responsable única de la estafa o, en otro caso, si es inocente?
-No, Antero, lo siento. Hace casi cuatro años que soy ex, y aquello debió de comenzar más o menos cuando yo dejé la alcaldía, o poco antes.
-Así que Lolita Clavel, la santísima que muchos en Benaljazmín han visto levitar por la gracia de Dios, ha sido una prostituta de las que llaman amas -el tono de Antero era sarcástico-. ¡Increíble!
-Sí, han pasado muchas cosas increíbles con la gente de este pueblo. ¿Te acuerdas de mi prima Carmen, la mujer del Verraco?
-Una señora verdaderamente guapa.
-Fue siempre una soñadora, frustrada por no haber podido convertirse en cantante, porque, como sabes, había perdido la voz. En cuanto resolvió la situación en que la dejó el Verraco, echó a correr con dirección a Barcelona. Toda su familia creyó que iba a intentar todavía ser artista, pero, ¿sabes lo que hace en realidad?
-¿Prostitución?
Florencio sonrió.
-Bueno, ésa era la posibilidad más previsible. Pero lo que me han contado es todavía más sorprendente. Tiene una sauna de prostitutos masculinos, dedicada a homosexuales, la más famosa de Barcelona.
-¡No me digas! Habiéndola visto y hablado con ella, me cuesta comprenderlo.
-Y a mí también me costaba, hasta que entendí la realidad a partir de lo que me han contado; por lo que parece, ella se liga a los tíos más guapos que encuentra en los mercados, en las obras, en los talleres y sitios así y, luego, cuando consigue engolfarlos, los transforma en muñequitos elegantes como si fuera un Pygmalión y, a cambio, los convence de que se acuesten con tíos por dinero, porque los encierra en una especie de harén personal que tiene, donde viven todos juntos, unos veinte tíos para ella, a su disposición, día y noche, sirviéndole de criados y de juguetes sexuales. Según dicen, ha reunido ya un montón de millones, así que vive con el lujo que siempre quiso disfrutar, acostándose con la clase de hombres que siempre quiso tener y llevando una vida que si sus hermanos se enteraran, correrían en su busca pero no para traerla de vuelta, sino para matarla a bastonazos. Saberlo me dejó patitieso, lo mismo que me pasó cuando descubrí lo de Lolita la panadera.
-¿Tú crees que Lolita Clavel dejó de ejercer, de verdad?
-Hombre... tampoco pondría la mano en el fuego. Ya sabes. Esas aficiones raras dicen que son bastante compulsivas. Quién sabe.
-Bueno, Florencio, muchas gracias. Tu relato es fundamental para completar el retrato de la señora Clavel. No sabes cuánto te lo agradezco.
-Fundamental para el retrato, pero no para aclarar el follón, ¿verdad?
-Así es. Cuando más sé sobre esos dos, más liado me siento.
-Me parece que la reunión de esta tarde puede aclararte mucho las cosas.
-Ojalá.
Antero volvió a realizar en dirección inversa el mismo paseo de la mañana. Ahora, el sol apretaba y había mucha animación, tanto en la calle Empiná como en la rotonda de Abajo. Miró el reloj; eran ya las doce y media; antes de comer, debía llamar a Joaquín Martín al periódico, pero no iba a saber qué informe darle sin haberse reunido todavía con los damnificados más importantes. Como iba distraído, no se acercó a la tienda de Rosa, pero ésta lo vio de lejos y lo llamó:
-¡Antero, ven un momento!
Mientras cruzaba la plaza, el periodista anticipó que iba a escuchar más confidencias, pues notó que Rosa retenía a dos parroquianas que ya iban a salir de la tienda con sus bolsas de compra repletas. La tendera las hacía permanecer de un modo un tanto cómico, pues les bloqueaba el paso agitando los brazos en aspa a pesar de que ellas no mostraban signos de desear escapar.
-Estas dos amigas han estado buscándote esta mañana -le informó Rosa-. Fueron a la casa del Fraile, pero no estabas. Además de ellas, hay medio pueblo tratando de dar contigo, porque todos tienen algo que contarte.
-He pasado dos horas hablando con el padre Zambomba y, luego, un rato con tu marido -se disculpó Antero; luego se volvió hacia las parroquianas-. ¿Son ustedes damnificadas?
Las dos mujeres asintieron.
-¿Más de cinco millones?
-No -respondió la mayor-. Sabemos que usted ha citado en el corral de Azucena Flores a los que han perdío esa cantidad, pero lo nuestro es un poco menos. Por eso queríamos hablar con usted antes.
-Pero aunque no llegue cinco millones, esa gachona nos ha metío la ruina -dijo la más joven.
-Y eso que nosotras no le dábamos el dinero a ella, al menos al principio. Era el tunante del padre Zambomba el que se hacía cargo.
Antero las observó con incredulidad, incapaz de asimilar lo que ellas parecían afirmar.
-¿Quieren ustedes decir que sospechan que el párroco está compinchado con los estafadores?
-Yo estoy segura -afirmó la mayor-. Mi nuera -añadió señalando a la otra-, dice que no lo cree, pero ésta es una inocentona que no tiene maldad ninguna. Es que, mira, Isabelita, si no fueras la mujer de mi hijo y él no te quisiera tanto, te partiría la cara a guantazos. Darle tantísimo dinero a ese hipócrita, sin pedirle ni siquiera un garabato en un papel.
-Usted también se lo habría dao -se quejó Isabelita.
-¿Yo? -protestó la suegra, golpeándose el pecho con la palma de la mano- . ¡Vamos, anda! Hace una pechá de años que sé que los curas son de "¿qué me traes?' y no de "¿qué necesitas?". Yo a un cura no le daría ni una perra chica.
Aparte de la cinta grabada, el periodista guardaba memoria fiel de cuanto le había dicho el sacerdote, sus afirmaciones tajantes sobre la honorabilidad y la decencia de Lolita Clavel, su seguridad sobre la santidad de la hija de la panadera. ¿Podría todo ello no ser más que una mascarada? El párroco tenía que estar al corriente de las andanzas cabareteras de su feligresa gracias a las confesiones, de manera que las apuestas por su santidad no podían ser sinceras.
-¿Eso es lo que querían decirme?
-Hay algo más -aclaró la suegra.
-Es que... -Isabelita titubeó-, verá usted. Yo sé poner inderciones y, cuando la Lolita se enteró, me pedía cada dos por tres que le pusiera los calmantes al Marqués cuando ella tenía que ir a Málaga, que era cá dos por tres. Como me venía muy bien lo que me pagaba, pues yo, más contenta que unas pascuas, porque una ayuíta siempre la agradece la casa, que mis dos niños son de un gastoso... Casi tós los días pasaba por la panadería de María la del Bollo, por si acaso, y casi siempre me hacía la Lolita el encargo. Por la fuerza de la costumbre, acabé entrando en la panadería y la vivienda como Perico por su casa y, claro, no es que una sea una chismosa, pero ya sabe usted lo que pasa, que es que aunque una no quiera, cuando se mete en casa ajena siempre acaba enterándose de lo que no le importa. Una tarde, cuando acabé de subir la escalera, escuché detrás de la puerta que el Mariano estaba hablando con otro hombre y, sin querer, pues ya ve usted...

Mariano González deseaba morir. Casi dos meses en Suiza, para nada, postrado para los restos en una silla de ruedas, después de que Lolita hubiera tenido que hacer quién sabía el qué para conseguir que el todopoderoso Pepín le prestara los dos millones y medio. Y, para colmo, ahora los dolores, porque esos malditos médicos de Suiza eran unos carniceros que, en vez de mejorarle, le habían empeorado. ¿Quién le mandaba meterse en camisa de once varas, con lo buenos que decían que eran los médicos españoles? Total, podían haberle operado gratis en España, en vez de gastar ese dineral; Lolita, con su impaciencia por volver a verlo de pie, fue la que se negó a aguardar más de dos años de lista de espera. Al final, un gasto enorme y un peligrosísimo endeudamiento con Pepín de la Vega que le quitaba el sueño, para seguir siendo de todos modos un inútil.
Los dolores le dificultaban dormir y el misterio impenetrable en que Lolita se había convertido agravaba día a día su depresión; ¿a qué venían tantas idas y venidas a Málaga?, ¿con qué objeto se había estilizado y sofisticado tanto, de manera que ahora ella parecía más joven que él?; ya ni siquiera representaba un consuelo como los primeros meses tras el accidente, cuando permanecía la mayor parte del tiempo atenta a sus necesidades y deseos, a todas horas junto a su cama cuidándole; Lolita se estaba distanciando lo suficiente como para no dedicarle una sonrisa ni una palabra de aliento. Para remate de su difícil situación, su padre Celso González se había convertido en un tarugo insensible tras la muerte de la madre de Mariano, por lo que no podía contar con su apoyo, que seguramente no querría darle si estuviera en sus cabales.
Sólo le quedaba Cesi. Él era el único afecto verdadero, la única generosidad con la que contar. Aguardaba sus visitas con impaciencia y menos mal que podía venir de París cada dos o tres meses, aunque sólo fueran un par de días y dedicase la mayor parte del tiempo a sus pesquisas en el molino, porque el estado de Celso González descartaba la posibilidad de que algún día reconociera el asesinato, y la necesidad de confirmar si Eugenia Larios vivía o no era una obsesión de la que Cesi no conseguía librarse.
-Has tardao una pechá en volver de Málaga, Cesi -reprochó Mariano a su hermano.
Llegado de París ese mismo día temprano, sólo había pasado una hora sentado junto a su cama, durante la que Mariano le relató los agobios económicos que padecía. Mientras le exponía los detalles, notó que su hermano, con los labios fruncidos, parecía cavilar en busca de soluciones y, de modo repentino, dijo que tenía que volver a Málaga, de cuyo aeropuerto acababa de trasladarse directamente a Benaljazmín. No le dio explicaciones sobre las prisas. Cuando volvió, ya era casi la hora del anochecer a la que solía marcharse para escarbar en el molino.
-El hombre con el que he ido a hablar terminaba de trabajar a las tres, y he tenido que esperar que saliera. Hemos comido juntos.
-¿Quién es?
-Uno que vivía en París, al lado de la casa de mi hermana. Se llama Javier Olivares. Era empleado de un banco español pero le mandaron volver hará unos tres años. Ahora es interventor de una de las principales sucursales en Málaga.
-Y, ¿de qué tenías que hablar con él?
-Mira, Mariano, a mí no me cuesta demasiado esfuerzo ayudarte un poco, y lo haré con gusto porque somos hermanos y es mi obligación, pero no creo que lo que puedo darte resolviera tus problemas. Lo que necesitas es tener una fuente fija de ingresos, un trabajo, y no sólo por tu seguridad económica, sino porque te veo y se me estruja el corazón. Estás... -Cesi se cubrió los ojos con las manos, como si quisiera borrar la imagen actual de Mariano-, a tus treinta años, pareces un viejo. Te has descuidado, te estás dejando vencer por la desgana, y no creo que se trate sólo de que no puedas mover las piernas. Hay por ahí jóvenes como tú, que también han tenido accidentes, y se mantienen perfectamente, incluso conducen coches y conservan los ánimos. Tú te estás hundiendo; querría estar siempre contigo, ayudarte a salir del bache, pero mi vida profesional está en París; hablo mejor el francés que el español, no creo que pudiera conseguir trabajo aquí, y mucho menos en el pueblo. Mientras hablábamos esta mañana, se me ocurrió que hay algo que sí puedes hacer a pesar de tu estado; o sea, cualquier cosa que no te exija realizar esfuerzos físicos. Ahora dependes exclusivamente de esta mujer que te tiene en su casa, pero si lo que se me ha ocurrido funciona, vivirías muy bien por tu cuenta, con tu propio dinero. ¿No te parece que sería mejor para ti?
Mariano asintió. El pecho le iba a estallar de gratitud y sentía húmedos los ojos.
-Por lo que dice la abuela -añadió Cesi-, la tienda de papá se ha venido abajo, así que tampoco puedes contar con él.
-He oío que va a vender el molino.
-¡No! -Cesi volvió a taparse los ojos con las manos, con desolación.
-Es lo más lógico. Desde que yo era niño, se lo he escuchao decir montones de veces; siempre que aparecía algún problema, hablaba de vender el molino. Ahora que ya no es capaz de llevar la tienda adelante, lo natural es que, en los pocos momentos que toma conciencia de su situación, piense en sacar cuartos de donde pueda.
-¿Dices que hablaba con frecuencia de venderlo, incluso cuando todo le iba bien?
-Sí, constantemente.
-¿No te das cuenta, Mariano? Tiene que ser que tenía ganas de quitarse de encima los malos recuerdos de lo que hizo aquel día de mi cumpleaños.
-Lo cierto es que nunca lo vendió, porque no le daban lo que pedía.
-O porque quería esperar a que el cadáver de mi madre se desintegrara, para que nadie pudiera descubrirlo.
-La cuestión es que, ahora, lo venderá por los pocos cuartos que le den.
-Pues voy a tener que contratar una excavadora para encontrar lo que llevo trece años buscando.
-No encontrarás nunca a tu madre enterrá en el molino, Cesi. ¿No te acuerdas de lo que me contó el párroco de aquí?
-Lo que te dijo es una calumnia completamente malvada. Inadmisible.
-Es un cura, Cesi.
-Los curas han cometido maldades espantosas a lo largo de la historia. ¿Por qué iba a ser éste una excepción? Por lo que quiera que sea, se prestó a servirle a papá de coartada. Mi madre murió aquel día, hace treinta y dos años, puedes estar seguro. Tengo que demostrarlo. Ahora ya no se trata de incriminar a papá, que en su estado no creo que fuera capaz de someterse a juicio; se trata de mí, Mariano, porque me niego a aceptar que mi madre haya sido una desalmada capaz de abandonar a sus hijos y no tratar de hablar con nosotros en treinta y dos años. Comprobar que murió aquel día me causaría mucha pena, pero no sería tan grande como el dolor de tener que reconocer que no tenía corazón. Si confirmo que papá va a vender el molino, llamaré a París para que me dejen quedarme un par de semanas y contrataré gente para poner aquello boca abajo. De momento, lo urgente es que empieces a funcionar, Mariano. Mi amigo Javier Olivares, el del banco, ha hablado de una posibilidad: que consiguieras convertirte en corresponsal del banco en Benaljazmín, porque aquí no hay ninguna sucursal bancaria, ¿verdad?
-No.
-Pues ése es un argumento para convencer al banco. Según Javier, no es nada fácil que te concedan una corresponsalía y, por ello, lo más conveniente es actuar primero y presentar hechos consumados, o sea, funcionar durante algún tiempo como si la corresponsalía existiera realmente, como si el banco te hubiera encargado de representarle. Se trata de ir a ingresar y realizar todas las operaciones en nombre de los vecinos; Javier te proporcionaría los impresos y todos los folletos como para dar confianza a la gente del pueblo, pero hay que ir a diario, para demostrar que tienes dedicación exclusiva a ese trabajo. Con objeto de ganarte la confianza del banco y la de los vecinos de Benaljazmín, convendría que estuvieras moralmente respaldado por el párroco.
-Lolita se lleva muy bien con él.
-Pues pídele con lo convenza para que influya a la gente. ¿Dónde está ella ahora?
-No lo sé.
-Tengo dificultades para comprenderte, Mariano. ¿No es como si fuera tu mujer?
-Eso era.
-¿Quieres decir que vuestra relación se ha enfriado?
-Por favor, Cesi. No me hagas hablar de cosas que me dan ganas de llorar.
-O sea, que esa mujer que me decías en tus cartas que era como una santa, que te cuidaba y te consolaba, resulta que te deja solo... ¿Con mucha frecuencia?
-Casi tós los días, aunque al principio decía la gente que era como si yo tuviera una madre Teresa de Calcuta a mi disposición. Ahora, desde el fracaso de la operación en Suiza, está la mar de rara; pasa noches enteras en Málaga, no sé pa qué; y si la vieras... se viste como quien va a una fiesta y no responde cuando le pregunto a dónde va.
Cesi miraba a Mariano con preocupación. El accidente le había cambiado, ahora resultaba más humano a causa de su desvalimiento. Parecía mejor persona, pero le gustaba más tal como era antes, a pesar de su cinismo despreocupado, porque ello era síntoma de sus ansias de disfrutar la vida.
-Y lo peor es que su madre -añadió Mariano-, que está ahí, en la habitación de al lao, tampoco pué casi moverse.
-¿No te parece extraño?
-Prefiero no hacerme preguntas. No tengo donde caerme muerto; por lo menos, gracias a Lolita cuento con esta cama y un plato de potaje.
-Bueno -resolvió Cesi-, tengo que irme ya al molino. Cuando regrese Lolita, o mañana a primera hora, cuéntale el asunto del banco. Lo primero es que vaya a hablar con el párroco. Es indispensable que, de entrada, tengáis la bendición de la Iglesia.

-En mi opinión -comentó Antero-, esas pocas frases no incriminan al párroco.
-Pero es que usted no ha estao estos cuatro años en el pueblo -le contradijo Isabelita-, viendo lo que pasaba y cómo se portaba el cura.
-Tendrían que excomulgarlo -sentenció la suegra.
-Mira, Ramona -intervino Rosa sin dejar de atender a una compradora -, a mí tampoco me entra en la cabeza que el padre Zambomba haya sido cómplice de este lío.
-Pues yo pondría la mano en el fuego a que sí.
-Yo escuché más cosas... -dijo Isabelita.
-A mí namás que me habías contado eso -reprochó Ramona.
-Es que ya sabe usted. Cuando una oye ciertas cosas, a lo mejor no las entiende de verdad hasta que no llegan los problemas. Aquella temporá, cada vez que venía ese tío que el Marqués dice que es su hermano, se liaban a hablar como loros y, claro, como una no está sorda... y no es que a una le gusten los chismes ni le interese la vida de nadie...
-¿Oyó usted alguna otra cosa que pueda hacer sospechar sobre la culpabilidad del párroco con mayor fundamento? -preguntó Antero.

Aunque atravesado por una punzada de dolor mientras viajaba en el coche alquilado, Cesi conducía hacia Benaljazmín exultante. Por fin había encontrado en el molino una prueba significativa.
Había tenido que recurrir a su hermana con objeto de que usara su influencia, para que el canal parisino de televisión le permitiera permanecer dos o tres semanas en España. Cuatro hombres contratados y una pequeña excavadora, habían conseguido en dos noches lo que ni él ni Mariano habían logrado en trece años de búsqueda intermitente. Aparcó en la Rotonda de Abajo, porque no quería bajar de un salto del coche ni entrar en la panadería exteriorizando ninguna clase de aspavientos, porque trataba de no precipitarse, no empezar a divulgar todavía que se había confirmado la sospecha de que su padre había asesinado a su madre, hasta que no dispusiera de pruebas más contundentes. Caminar un poco le serenaría. Le desconcertaba lo que sentía; lo que podía ser la demostración de la muerte de su madre debía entristecerle, pero la convicción de haber alcanzado su meta o estar a punto de alcanzarla le hacía sentir entusiasmo.
Sin abandonar su postura, apoyada sobre el mostrador, Lolita lo saludó con una inclinación de cabeza. A Cesi, Lolita le producía una inquietud que no sabía explicarse. A fin de cuentas, se trataba de una mujer de apariencia más bien inofensiva y razonablemente atractiva, pero había algo indefinible en sus labios, en el aleteo de su nariz y en su mirada, una especie de reproche mudo, una recriminación por algo que Cesi no era capaz de determinar. El hecho de que Mariano se hubiera convertido en una carga, acaso soportada a disgusto, no le parecía suficiente para explicar la acidez de ese reproche, porque no parecía emanar de lo relacionado con las circunstancias de otras personas, sino inspirado por él personalmente. No gustaba a Lolita o, más bien, le desagradaba, y no comprendía del todo la razón.
-Mira -indicó Cesi a Mariano al tiempo que exhibía el objeto.
-¿Qué es eso?
-Un zarcillo de mi madre que hemos encontrado enterrado al lado de la prensa.
-¿Y qué?
-Seguramente estamos a punto de encontrar el cadáver.
-No lo veo tan claro, Cesi. Tú mismo fuiste quien me dijo que papá no quiso pavimentar el molino, que lo dejó tal como había sío siempre a pesar de integrarlo en esa casa de cuento de hadas que a ti te parecía el chalé, dejando el suelo de tierra apisoná y saturá de alpechín que tiene más de cien años. Imagina; a tu madre se le pudo perder ese zarcillo y quedar enterrao con el tiempo. Con lo que tú y yo hemos escarbao y trasteao por allí, podemos haberlo enterrao más de lo que estaba. Yo no creo que eso sea ninguna prueba.
-El suelo estaba muy duro en ese sitio, Mariano: tú y yo no habíamos sondeado por esa parte. Esta tarde van a ahondar más, justo en el mismo lugar, cerca pero no pegados a la prensa, para que no se nos venga encima. Si papá enterró a mi madre allí, no creo que pudiera mover la prensa, así que no tenemos nada que buscar debajo de ese trasto mohoso.
-¿Estáis escarbando de día?
-No. Esperamos a asegurarnos de que no haya ningún movimiento en los alrededores antes de ponernos a trabajar.
-Alguien va a irle con el cuento a papá.
-No lo creo, estate tranquilo, nadie nos descubrirá y, de todas maneras, tal como está papá, ni se tomaría la molestia de subir al molino. ¿Le has contado a Lolita el asunto del banco?
-Sí, pero me parece que no ha entendío bien lo que quieres que haga.
-Voy a decirle que venga.
-Ahora no puede, Cesi; tiene que atender la panadería hasta las dos y media. Mejor, esperamos a después del almuerzo.
-Entonces, iré a comer en la taberna.
-Come con nosotros.
-No creo que a Lolita le guste la idea.
-¿Qué quieres decir?
Cesi calló. No quería transmitir a Mariano su sospecha sobre la hostilidad de Lolita.
-Es demasiado lo que esa mujer está haciendo por ti, Mariano. Comer con vosotros me parecería un abuso que no viene a cuento. Es mejor no ponernos en situaciones que hagan parecer que nos estamos pasando. Comeré por ahí y luego vendré, como a las tres y media. ¿De acuerdo?
Cuando, dos horas más tarde, Cesi volvió a subir la escalera después de haber comido en la taberna, Lolita estaba preparando ya el viaje a Málaga, y esperaba la llegada de Isabelita con objeto de encargarle que le pusiera a Mariano la inyección a media tarde. Observó a Cesi con la misma mirada acerada y carente de cordialidad. Éste la descubrió a través de la puerta entreabierta del dormitorio.
-¿Le importaría venir al cuarto de mi hermano para que le hablemos de un asunto? -preguntó Cesi con la cabeza vuelta hacia otro lado para no parecer un fisgón de la privacidad de la habitación, donde le sorprendió que hubiera una especie de altar presidido por una imagen de la Virgen, con un reclinatorio delante.
Lolita asintió con la misma expresión carente de cordialidad, como si aceptara a desgana la invitación. Soltó sobre la cama el pañuelo de cuello que estaba doblando y siguió a Cesi hacia el cuarto ocupado por Mariano.
-Dice mi hermano que no ha sabido explicarle bien lo que el banco quiere.
-¿Su hermano?
Siempre que Mariano o Cesi se nombraban respectivamente con el parentesco, Lolita hacía la misma pregunta con tono sarcástico. Cesi sabía a qué se debía porque Mariano se lo había contado reiteradamente: el párroco aseguraba que tenía razones muy fundadas para afirmar que no eran hermanos. La ofensa hacia la madre desaparecida que tal afirmación representaba había dejado de exasperar a Cesi últimamente, pero continuaba entristeciéndole que alguien negara el parentesco con una persona en las circunstancias de Mariano, que necesitaba con tanto apremio el apoyo familiar y la seguridad de poder confiar en alguien.
-Mariano -respondió Cesi, sin dejarse afectar por el sarcasmo- necesita ponerse a funcionar cuanto antes. Estoy seguro de que una actividad laboral puede contribuir a mejorar su estado físico, sin olvidar la cuestión económica. Un amigo mío de Málaga nos brinda una oportunidad; se trata de preparar el terreno para que el banco conceda a mi hermano la corresponsalía en Benaljazmín.
-Conozco a un corresponsal de Alozaina-opuso Lolita- y creo que ninguno de ustedes ha pensado lo que eso supone. Las idas y venidas a Málaga todos los días, el trajín... en fin, que no creo que Mariano esté en condiciones...
-Con su ayuda... -acomenzó a argüir Cesi.
-¿Con mi ayuda? -ironizó Lolita-. En realidad, tendría que hacerlo yo todo y, como ya le habrá dicho Mariano, tengo la obligación de atender la panadería por las mañanas, porque mi madre está baldada. No puedo responsabilizarme de más cargas.
-El médico me ha dicho que de aquí a dos semanas podré volver a usar la silla de rueas -informó Mariano.
-¿Y qué? -preguntó Lolita-. No puedes conducir, ni siquiera tienes coche.
-Yo podría regalarle un coche de segunda mano a mi hermano -dijo Cesi-. Si lo conduce usted...
-¿Y qué hay de la panadería?
-Habría otra solución: que usted fuera a Málaga y Mariano se quedara atendiendo la tienda en su ausencia.
-Yo no tengo carné.
-Me parece usted lo bastante espabilada como para aprobar el examen a la primera.
Lolita miró alternativamente a los dos hermanos. En los ojos de Mariano había una súplica; pese a lo mucho que la agobiaba su presencia, se compadeció de él.
-Pero estamos hablando en el aire -dijo Lolita-. En realidad, el banco no ha dicho que vaya a darle a Mariano la corresponsalía.
-Por eso necesitamos previamente su ayuda. Mi amigo dice que una corresponsalía bancaria es un asunto que lleva más trámites que convertirse en general del ejército. Él tiene experiencia por otros casos, y dice que lo mejor es partir de hechos consumados, o sea, ejercer un tiempo prudencial. Pero, de partida, es conveniente presentar una conducta intachable y contar con los beneplácitos de las personas locales más influyentes. Si consiguiera interesar al párroco en el asunto.
-¿Interesar? -con frecuencia, Lolita tenía dificultades para comprender las expresiones de Cesi, y no sólo por su marcado acento francés.
-Creo yo que un sacerdote tiene la obligación de interesarse por un feligrés que padezca dificultades -respondió Cesi-. Pero no hablo solamente de esa clase de interés. Me refiero a que se le podría ofrecer una pequeña ayuda para la parroquia a cambio de su patrocinio moral.
-¿Una ayuda económica? -preguntó Lolita como si continuase teniendo dificultades para comprender.
-Sí.
-¿Y de dónde saldría el dinero? Al principio, Mariano no tendría sueldo.
-Mi amigo el del banco dice que Mariano cobraría las comisiones como si tuviera oficialmente el cargo de corresponsal.
-Pero me parece que estamos hablando de cuatro cuartos.
-No, Lolita. Estamos hablando de comisiones de cierta cuantía, siempre que este pueblo tenga realmente la capacidad de ahorro que mi amigo ha calculado. Si, pongamos por caso, los benaljazmineños ahorran unos cincuenta millones al año, un corresponsal puede sacar un sueldo bastante importante. Hágale ese favor a Mariano y hágaselo usted misma. Los dos podrían tener la vida resuelta con la corresponsalía.
Lolita desvió la mirada de Cesi a Mariano. Éste presentaba una expresión anhelante.
-¿Qué tengo que decirle al padre Zambomba?
Cesi se tomó unos segundos antes de responder:
-Lo primero, que deje de mostrarse... receloso con mi hermano. Lo segundo, que suelte de vez en cuando en sus tertulias de la taberna la opinión de que sería muy conveniente que hubiera en el pueblo un corresponsal bancario. Lo tercero, que una vez comenzada la actividad, recomendara a sus feligreses que confíen en Mariano. Y, por último, cuando lleven ustedes dos algún tiempo funcionando, que le pida al obispo que interceda ante el banco para que oficialice el nombramiento. Todo ello, apoyado en la conducta intachable que tanto usted como mi hermano deberían proyectar públicamente, a todas horas.
-¿Por qué insiste en decir "mi hermano"? -preguntó Lolita con acritud.
Cesi halló inoportuno entrar en discusiones.
-Como usted prefiera. Digamos que Mariano se comportará con dignidad y que usted secundaría esa conducta.

-Tal como las cosas vinieron rodás después -dijo Isabelita-, está más claro que el agua que lo hicieron tó como el supuesto hermano del Marqués quería y que convencieron al cura.
La suegra urgió:
-Date bulla, niña, que son casi la una y media y toavía tenemos que guisar las coles.
Nuera y suegra se despidieron y salieron apresuradamente.
-Qué te parece, Antero? -preguntó Rosa, mientras comenzaba la recogida para el cierre de mediodía.
-No sé qué pensar, Rosa. Esta mañana, he estado una hora larga hablando con el padre Zambomba y he visto la modestia con la que sigue viviendo. Mi impresión es que estas señoras están equivocadas. El párroco no me parece un hombre demasiado santo, pero no creo que sea un ladrón.
-Yo tampoco lo creo. A la vejez viruela no le va a dar por rejuntar dinero, si nunca lo ha hecho. Ahora, que le falta un cuarto de hora pa que lo encierren en un asilo, sería rarísimo que pretendiera llevar una vida de ricachón.
-¿Alguien sabe si ese emigrante francés es de verdad hermano de Mariano el Marqués?
-No tengo ni idea, Antero. La gente de Benaljazmín ha dudado siempre que lo sea, porque Celso González ha negado al supuesto hijo toda la vida con tanto coraje, que tiene que ser que sabe cosas de las que los demás no tenemos ni idea.
-Yo no me fiaría mucho de las negativas de ese hombre, Rosa. Recuerda que vivía amargado por la convicción de que su mujer lo engañaba. El personaje shakespeariano de Otelo es un paradigma de la locura que los celos pueden llegar a causar; si Celso González padeció la misma clase de locura, aunque fuera transitoria, todos sabemos que a los locos los dedos les parecen huéspedes. Celso pudo hacer con Eugenia lo que Otelo hizo con Desdémona. Consecuentemente, los remordimientos, sumados a la locura, le llevarían a tratar de convencerse de que el hijo de esa mujer no podía ser suyo.
-Pero es que dicen que la tal Eugenia Larios era de aquí te espero.
-Te recuerdo, Rosa que desde el punto de vista de un pueblo, la moral de la gente, sobre todo la de las mujeres, se considera de manera demasiado estrecha; y más, teniendo en cuenta que todo eso pasó hace treinta y seis años. Eugenia Larios podía ser, sencillamente, una persona que no se encontraba a gusto dentro de los cánones impuestos por los prejuicios de viejas campesinas.
-Sin embargo, por estos andurriales todo el mundo está convencido de que el Francés no es hermano de Mariano.
-¿Llegó a descubrirse por fin si Celso González mató o no a su mujer?
-De esa historia, yo sólo sé los rumores que corren y me parece que es como lo de la Parrala, que unos dicen que sí y otros, que no.
-¿No será el tal Cesi un sinvergüenza estafador, que vino con el cuento del banco a sacarle dinero a la gente del pueblo? Quién sabe si esos vecinos tuyos que continúan diciendo que Lolita es una santa no tendrán razón y el tal Cesi sea el que se ha llevado los millones.
-Oye, pues no se me había ocurrido. ¡Hay que ver la tunantería que te da trabajar en un periódico!
-Hablando del ruin de Roma; debo llamar a mi director para adelantarle lo que he sacado hasta ahora de la investigación, y no tengo ni repajolera idea de qué contarle.
-¿Qué dices, Antero? Si ya te hemos contado una pechá.
-Sí, Rosa, y te agradezco la ayuda, pero estoy más liado que la pata de un romano. Esta noche, después de la reunión en casa de Azucena Flores, escucharé con calma las cintas y pondré mis notas en orden, a ver si consigo llegar a una conclusión.
Cuando se retiraba de la tienda, Antero recordó un detalle: Aunque actuara como un consentidor, Mariano ignoraba lo que había pasado en realidad entre Lolita Clavel y Pepín de la Vega; por consiguiente, creía tener una deuda de dos millones y medio con el temible capo mafioso, deuda que consideraría gravemente peligrosa y que le haría sentir mucho miedo. ¿Podía radicar en ese punto la clave del caso? Agitados por la brisa bajo el sol de mediodía, los cañaverales del arroyo, como un ejército de lanzas alzadas, parecían responder que sí, porque en el mundo despiadado que Pepín de la Vega representaba no había lugar para la comprensión ni la negociación; todo se resolvía por la vía más expeditiva que, con frecuencia, consistía en ajustar las cuentas mediante el asesinato. Los vecinos de Benaljazmín tenían demasiado presentes sus propios problemas como para ser capaces de tomar en cuenta las múltiples implicaciones del caso. Su responsabilidad de periodista le exigía ser capaz de distinguir cuáles informaciones eran veraces y no producto de las típicas rencillas y chismes pueblerinos, y llegar luego a una síntesis que ensamblara los distintos elementos con una lógica que nadie pudiera contradecir o, por lo menos, que no le hiciera caer en el ridículo al publicarse lo que escribiera.
Ciriaco miraba la televisión con la actitud de escasa concentración que acostumbraba. Trabajador incansable, se mostraba inquieto cuando las tareas de la cooperativa se encontraban en un paréntesis entre dos cosechas.
-¿Has averiguado por fin dónde está el meollo de este lío? -preguntó a Antero con una sonrisa de gratitud, ya que el periodista le rescataba de la abulia.
-Todavía no, Ciriaco. Aunque seguramente no lo pretenden, tus vecinos me están liando. En estos momentos, estoy más confuso que cuando llegué ayer, cuando creía que venía a la caza de una estafadora sin escrúpulos.
-Yo no creo que los paisanos traten de liarte. Lo que pasa es todos estamos hechos un lío. A lo mejor ves las cosas más claras cuando el hermano de Mariano acabe de contarte la historia.
-Esa es otra cuestión, Ciriaco; ¿hasta qué punto confías en Cesi?
-Es un hombre con todas las letras. Como puedes comprender, no lo he tratado lo suficiente como para ser amigo íntimo, porque vive en Francia, pero lo poco que hemos hablado en estos años me da para considerarlo un tío fenomenal. Es emocionante lo que quiere al Marqués, que insiste en creer que es su hermano a pesar de que hay más de cuatro que aseguran que su madre era de aquí te espero. Algunos han llegado a decirle que era un putón con todas las letras, pero él, erre que erre.
-O sea, que confías en su honradez.
-Natural. Cuando volvamos mañana al balneario de Carratraca, tendrás tiempo de conocerlo mejor que ayer, y llegarás a la misma conclusión que yo.
-¿Sabes si confirmó lo del asesinato de su madre?
-Ni idea. ¿Tiene eso algo que ver con el problema de la Lolita?
-No sé qué pensar. Es imposible predecir lo que piensa o puede hacer una persona que ha mantenido esa clase de dudas durante treinta y seis años, y que, en consecuencia, pudiera estar llena de resentimiento. Si él estaba convencido de que su padre la mató, quién sabe la clase de deseos de venganza que tendría; unos deseos que podían englobar incluso al que él cree o se empeña en decir que es su hermano. Imagina: un sujeto que sufre esa obsesión, se presenta como un benefactor, pero disimulando que lo que desea, en realidad, es vengarse del mundo. Es decir, el mundo concreto donde su madre fue destruída.
-Nunca se me ha pasado por el magín verlo de ese modo, Antero; pero puedo asegurarte que Cesi es un tío legal. Habría que tener un montón de caretas y ser un actor cojonudo para meterle la bacalá a tantísima gente.
Antes de sentarse a la mesa con Ciriaco y su mujer, Antero marcó cuatro veces el número telefónico del periódico. Joaquín Martín, el director, que se hallaba en la reunión diaria del equipo de redacción, no le respondió hasta el cuarto intento.
-¿Cómo va eso, Antero?
-Es un caso fascinante, como una novela de Agatha Christie.
-¡No me digas! ¿Se trata de algo más que una simple estafa?
-El caso tiene ramificaciones inesperadas, Joaquín: desde un posible crimen perfecto que no lo sería tanto, hasta un pasaje de "Los Hermanos Karamazof".
-Pero ¿has llegado al fin del ovillo?
-Todavía no. Esta tarde tengo una reunión que pudiera ser trascendental para encontrar el meollo, pero no puedo asegurártelo. Por cierto, que haría falta que me mandes urgentemente un fotógrafo.
-¿Piensas darle al artículo un enfoque preferentemente humano?
-De eso se trata, ¿no?; el drama que la estafa está significando para muchas personas concretas y las dificultades que pueden tener si no se resuelve pronto el lío.
-Sí, muy bien, Antero, creo que ése es el camino. Ahora mismo doy orden para que vaya el Fernandito. ¿Te parece bien?
-De perlas. Oye, si mañana no hubiera conseguido aclararme, ¿podría quedarme uno o dos días más?
-Antero, recuerda que no somos "The Times", éste es un periodiquito provinciano. Lo que tienes es que cercar a esa señora, Lolita Clavel, cogerla por los huevos, obligarla a que reconozca los hechos y santas pascuas. Bueno, mira, si tienes que quedarte un día más, de acuerdo, pero sólo uno.
La comida transcurrió casi toda ella en silencio, cruzando los tres comensales nada más que frases de cortesía. Mari, la esposa de Ciriaco, daba sin embargo la impresión de cavilar o dudar sobre algo que le apetecía decir. Después de servir los postres, preguntó:
-Antero, ¿tú has oído lo que cuentan que la Lolita hacía en Málaga?
-Algo me ha dicho Florencio.
-¿Lo del centro de atención de drogadictos?
-No. De eso no me ha hablado nadie.
-Entonces, ¿qué te ha contao el Florencio?
-Perdona, Mari; me ha pedido que no divulgue su relato por ahora. ¿Qué es eso del centro de atención de drogadictos?
-Hace tres años, el padre Zambomba tuvo obstrucción de válvulas y lo llevaron al hospital. Durante una semana, le sustutuyó un curita joven muy mono; esa semana, la Lolita no salió de la iglesia ni a mear, imagínate tú; no paró de decirle a todo el mundo que ya había llegado la hora de que el padre Zambomba se jubilara. Luego, contaba la gente que ese cura trabajaba en un centro de recuperación de toxicómanos y que la Lolita se presentó voluntaria con la idea de estar a todas horas con él. Vamos, que hay quien asegura que hubo lío de cama. Porque las beatas, ya se sabe, creen que no pecan si se acuestan con un representante de Dios.
Antero sonrió.
-Los benaljazmineños estáis colmando mi capacidad de asombro.
-La que es pa admirarse es la Lolita. Tienes más conchas que una alcachofa. ¡Menuda pájara!
-Tal vez no sea una pájara, Mari -apuntó Antero-. Imagina por un momento que la razón por la que Lolita Clavel iba a ese centro de drogadictos fuera la generosidad y su religiosidad, y lo de que quería acostarse con el cura guapo no fuese más uno de tantos bulos que se inventan los benaljazmineños. Yo mismo, estoy forzando desde ayer los cinco sentidos para distinguir lo que es verdadera información de lo que pudieran ser bulos o prejuicios. Acuérdate de todo lo que inventaron tus convecinos sobre la Pleita.
-Pero que la Lolita es una andova de cuidado -insistió Mari-, lo saben hasta en Pernambuco.
Llamaron a la puerta en el momento que Mari estaba sirviendo el café.
-¡Fernandito! -exclamó Antero cuando vio que se trataba del fotógrafo-. Has debido de venir como las balas.
-No había mucho tráfico. Total, más de la mitad del camino es autovía.
-¿Quiere usted un café? -preguntó Mari.
-Sí, gracias. Pero, mira, Antero, necesito volver a toda pastilla. A las seis tengo que cubrir la apertura de una exposición de Cristóbal Toral.
-¡Joder!, ¿a las seis? -se quejó Antero-. La reunión no va a empezar hasta las cuatro y media.
-Pues tiraré un carrete de la gente que llegue puntual y saldré echando leches. Lo siento mucho Antero, pero es lo máximo que puedo hacer. Si hubieras avisado anoche, con tiempo, Joaquín lo hubiera organizado de otra manera.
-Está bien -se resignó Antero.
Unos veinte pasos antes de llegar a la casa de Azucena Flores, oyeron la algarabía de risas y voces que armaban en el corral los nueve matrimonios que habían perdido más de cinco millones cada uno.
-Creo que podrás sacar las fotos que necesito en cinco minutos, Fernandito -dijo Antero con una sonrisa-. Me parece que ya han llegado todos los que cité.
-Esta gente de pueblo es así -comentó el fotógrafo-. Se vuelven locos por salir en los papeles. Seguramente, llevarán mucho rato esperándonos.
La algarabía se convirtió en rumor tras cruzar los informadores la casa y salir al corral, rumor que cesó al desearles Antero las buenas tardes. Respondieron a coro y, viendo que el fotógrafo preparaba la cámara, las señoras se alisaron el pelo, se acomodaron la ropa y estiraron las faldas para que les cubrieran las rodillas, mientras los hombres componían las poses virilmente arrogantes que consideraban adecuadas. Fernandito necesitó sólo siete minutos para las tomas del grupo desde tres ángulos diferentes y las de cada una de las parejas; luego, empleó otros diez en anotar los nombres con el número de las tomas al lado. Una vez que el fotógrafo se despidió, Antero dijo en el centro de la reunión:
-Como ustedes sabrán, he estado recogiendo testimonios por Benaljazmín desde ayer, pero ahora querría que se imaginen que acabo de llegar y no sé una palabra del caso de Lolita Clavel. O sea, que cada uno de ustedes me cuente su versión del problema desde el principio. Les ruego que me hablen de los hechos solamente y dejen sus opiniones para más tarde. Yo sólo podré ayudarles con la publicación de mi artículo si tengo las cosas claras y estoy seguro de que no meto la pata ni me expongo a una querella por calumnias. ¿Comprenden?
Asintieron, pero nadie parecía dispuesto a ser el primero en hablar. Antero paseó la mirada a lo largo del semicírculo que formaban; uno de ellos, un hombre de poco más de cincuenta años, le pareció el más desenvuelto. Puso la grabadora en marcha y preguntó:
-¿Cómo se llama usted?
-Antonio Pérez.
-¿Cuánto ha perdido?
-Siete millones y medio.
-¿Eran los fondos de algún negocio o se trataba de ahorros, simplemente?
-Los primeros tres millones, sí que eran ahorraos. Pero, mire usted, yo era el taxista del pueblo y, hace cuatro años, me dijo el médico que estaba fatal por lo del hígado y que tenía que dejarlo, así que vendí el taxi y la licencia por cinco millones, los mismos que le di a la Lolita, billete sobre billete.
-¿Lo ha perdido todo?
-Sí. Bueno, todo, no. Al principio, es que tó iba de maravilla; imagine, con la ayuda de la Lolita, pues uno no tenía que encajarse en Málaga cada vez que tenía que sacar o meter dos pesetas.
-Cuénteme exactamente cómo operaba Lolita Clavel.
-¿Qué quiere usted decir?
Antero trató de no impacientarse, diciéndose que la información de los habitantes de las zonas rurales era limitada, aunque se tratara del taxista. Tenía que formular la pregunta de modo más preciso.
-Cada vez que usted iba a darle dinero o a retirarlo, ¿qué trámites realizaba la señora Clavel?
-La Lolita no es señora -apuntó la mujer del taxista-. ¡En ninguno de los sentíos! Lo que es, aquí todos lo sabemos mu requetebién: una lagarta más venenosa que un ciento de culebras... y un putón hipócrita.
Hubo un clamor de asentimientos.
-De acuerdo, la llamaré señorita -se corrigió Antero. Volviéndose de nuevo hacia Antonio Pérez, insistió: -¿Quién rellenaba los papeles, qué firmas le pedía la señorita Clavel?
-En los pueblos no se anda con tantas chuminás, ¿sabe ustedf? Yo le decía a la Lolita "Lolita, sácame tanto o más cuánto" y ya está. De vez en cuando, ella me decía que le firmara unos cuantos papeles...
-¿En blanco?
-Pos claro.
-¿Firmaba usted papeles en blanco?
Antonio Pérez asintió, lo mismo que el resto del grupo.
-¿Firmaban ustedes impresos de reintegros en blanco a Lolita Clavel? -insistió Antero, como si no hubiera oído bien.
Todos respondieron que sí. Antero movió la cabeza a un lado y otro, con un gesto incrédulo y admonitorio a un tiempo. Recordó un dato que le había transmitido Florencio cinco años antes y que aún le costaba comprender: muy poca gente de pueblo tenía sus propiedades agrarias escrituradas ante notario, y las lindes se establecían a ojo, señalando tajos, árboles o cañadas cubiertas de nopales, en precarios acuerdos entre vecinos que, a veces, se tornaban desacuerdos que podían degenerar en dramas con cuchillos al sol. En ese escenario, una estafa como la que los benaljazmineños habían sufrido no sólo no era insólita, sino que debía ser previsible.
-Vamos a ver -Antero alzó la voz, dirigiéndose a todo el grupo y, al mismo tiempo, reprimiendo el deseo de reprocharles su exceso de confianza-, ¿quieren decir que ésa ha sido la norma y no la excepción? O sea, que las operaciones bancarias las realizaban de palabra y no por escrito.
-Eso es lo natural -afirmó Antonio Pérez.
-Y mucho más, tratándose de la Lolita -afirmó la esposa del ex taxista.
-¿Qué íbamos a hacer? -preguntó con tono lastimero Inma Yagüe-. Mire usted , yo soy limpiadora, y a mucha honra, porque aunque ande quitándole la mierda a la gente, una tiene mucha dignidad, y pues que el padre Zambomba me dijo hará unos cinco o seis años "oye, Inma, aunque no te puedo pagar como en casa de la marquesa, que me haría falta que fregaras la iglesia los lunes" y yo, pues le dije que le cobraba la mitad por hora, porque una es mu devota de san Miguel y ya ve usted, allá que iba yo tos los lunes y echaba la tardecilla, total, lo comío por lo servío, porque gastaba más en fregonas y lejía de lo que me pagaba el cura y entonces, como la Lolita ha sío siempre como el ama de llaves de la parroquia, pues que me la tropezaba yo por allí cada dos por tres y ella me daba medallas benditas de san Miguel y yo, tan contenta, porque como tengo la pechá de nietos que tengo, y, mire usted, se me ponen los vellos de punta cuando me acuerdo, que estaba yo una tarde fregando por la parte del confesonario y la Lolita estaba en el altar mayor, preparándolo tó pa la misa de tarde y de repente, que ya no estaba la Lolita allí donde acababa de verla y me da por mirar pa arriba y la veo pasándole el plumero a la imagen de san Miguel y, sabe usted, la Lolita no estaba en lo alto de la escalera ni ná... ¡estaba flotando en el aire! Yo, por poco no me da una alferecía, me puse a temblar que estuve mala lo menos una semana y, luego, cuando mis hijos quisieron que vendiera el terreno a ver si repartían o qué, pues que los cinco millones doscientas mil se los di a la Lolita y después de haberla visto volar como los ángeles, ¿cómo me iba a atrever a desconfiar ni ná? Yo no firmé nunca un papel, namás que el primer día.
-¿Todos ustedes creían antes de perder su dinero que Lolita Clavel era santa? -preguntó Antero y, aunque algunas señoras movieron la cabeza en ademanes de negación, notó en las miradas que, en efecto, la mayoría había participado de la misma convicción.
-Es que, ¿sabe usted? -dijo una mujer de recia figura campesina, que dio un codazo a la que estaba sentada a su lado-, aquí mi concuñá lo puede certificar, que estábamos un día esperando en la iglesia que llegara la hora de las clases ésas que dan antes de casarse, y es que nos casamos el mismo día porque nuestros maríos son hermanos y que allí estábamos, sentás en el último banco, esperando que llegaran ellos y que la Lolita vino a decirnos que el padre Zambomba tenía prisa y que cuándo iban a venir nuestros novios y le dijimos que estaban al caer y ella fue a avisar al cura y entonces, pues que cuando se retiraba de donde nosotras estábamos, ¿verdad, Marisa?, pues que salían de la cabeza de la Lolita como rayos de luz y yo creo que ni siquiera tocaba el suelo con los pies, es que era un milagro como cuando la rosa blanca que le puso el bandido Zamarrilla a la Virgen se volvió roja y, claro, una no es que sea de comunión diaria, pero esas cosas no son pa tomárselas a cachondeo, así que cuando nos enteramos que ella llevaba las cosas del banco, pos que allí fuimos a meter tó lo que nos rendía el terreno, que es un pico que a ver si poníamos un negocio en Málaga, y ya teníamos un poco más de once millones y estábamos buscando local, cuando nos dimos cuenta de que nanai.
-Entonces -comentó Antero-, estaban convencidas de que era santa.
-Sí -respondió Marisa-, por lo menos nosotras estábamos seguras.
-¡Pero ya no creemos que sea santa!, -exclamó la cuñada-, ¿verdad Marisa? Ahora sabemos que esa gachona es un bicho. Yo, mire usted, un día, hará unos cuatro meses, fui a la panadería a comprar pan y, ya con las dos barras en la bolsa, me di cuenta de que necesitaba dos docenas de huevos, porque tenía a cinco sobrinos en mi casa y quería hacerles flanes y un pastel, y resultó que sólo había llevado justo el dinero de las dos barras, y le dije a María la del Bollo que me fiara los huevos, que se los pagaría al día siguiente, y la madre de la Lolita me respondió que nanai, que no tenía que pagárselos, porque después de tanto tiempo, dijo que ya los tenía más que pagaos. En aquel momento, ¿cómo iba a pensar ná malo?, pero después he visto por dónde iban los tiros. ¡Claro que se los tenía más que pagaos!, dos docenas de huevos y unos cuantos millones de docenas más.
-¿Tampoco ustedes firmaron nunca papeles? -preguntó Antero, más enojado que asombrado por el candor con que todos parecían haber actuado.
Las dos cuñadas negaron con la cabeza.
-¿Y no recibían ustedes estadillos del banco? -Antero preguntó pasando la mirada a lo largo del semicírculo, mientras trataba de sacudirse el asombro.
-Claro que sí -respondió Antonio Pérez-, cada dos por tres. Yo... mire usted, cuando me dijo el médico que estaba mejorando, me dio por comprarme un coche y encontré uno mu apañao, ¿sabe usted?, que me pidieron namás que un millón y, eso, pos que yo le dije a la Lolita "Lolita, que necesito un millón" y allá que me lo trajo al otro día, sin ningún problema.
-Entonces, ¿cómo se dio cuenta de que le habían quitado el dinero?
-Pues nada, que nosotros, como llevábamos lo menos dos meses sin que el banco nos mandara tos esos papeles, pues que fuimos a decirle a la Lolita que qué pasaba y ella, "pos que no tenéis que preocuparos", y claro, cómo nos íbamos a preocupar si la Lolita es la Lolita y nunca había habío problemas... Pero claro, ésta -señaló a su mujer-, que es mu puñetera, que me dice "mira, Antoñico, ya me estoy poniendo mosca", así que yo también me mosqueé y un día, allá que nos encajamos los dos en Málaga y llegamos al banco y ¿qué nos dice el gachó?, pos que quedaban tres mil pesetas namás en nuestra cartilla. ¡Tres mil pesetas!, cuando tenía que haber siete millones y medio.
-Tú, por lo menos has tenío tu dinero más de cuatro años -intervino Lina Martín, una mujer de poco más de cuarenta y expresión bienhumorada-, pero lo mío clama al cielo. Yo le di seis kilos a la Lolita hace siete meses, pa que los metiera a plazo fijo, y sólo me ha dao tiempo de cobrar los intereses una vez. Es que la gachona tiene mandanga. ¿Te acuerdas, Ginés, cuando fuimos a decirle que por qué no nos daba los papeles del banco? -el marido, a su lado, asintió-; nos decía no preocuparos, no preocuparos... ¡La madre que la parió! Que no nos preocupáramos, cuando ya nos había robao los seis millones. ¡Será merdellona!
Los nueve matrimonios se pusieron a cuantificar al unísono sus pérdidas.
-A mí también me dijo que no me preocupara, la mu guarra, después de quitarme nueve millones y medio.
-Y a mí, que como ingreso tos los meses más de doscientas, que por qué me cabreaba, como si uno sacara los cuartos de bajo las piedras y los doce millones me los hubiera encontrao en la peña del Moro..
-Joé, a mí me dijo "no te sulfures, no te sulfures", pero como me sulfure de verdad, le endiño a la panadería con el tractor con la Lolita y María la del Bollo dentro y además de los ocho millones que me ha robao, va a necesitar veinticinco pa los apaños.
-Eso es lo que va a conseguir, que tos nos busquemos la ruína, porque aquí, el que más y el que menos, lo que queremos es fundirla como funden las campanas.
-¿Como a las campanas, Jenaro? -ironizó Lina Martín-. A ésa, lo que hay es que arrastrarla hasta la audiencia provincial tirándole de los pelos del coño.
Los testimonios de las nueve parejas fueron repeticiones de la misma secuencia. Todos habían entregado su dinero en algún momento durante los cuatro últimos años y todos lo habían visto esfumarse de sus cuentas en los últimos dos meses. Previamente, hubieran jurado ante un tribunal de la Inquisición que Lolita Clavel realizaba milagros. En la mayoría de los casos, la pérdida representaba un drama familiar del que todavía no parecían ser conscientes, paralizados como estaban por el estupor, más porque alguien con la aureola de la señorita Clavel les hubiera engañado que por el perjuicio mismo, estupor que derivaba ahora hacia los sentimientos de violencia contra la que consideraban responsable de su pérdida. Al contrario de lo que Antero había observado en la taberna y en la tienda de Rosa, en el corral de Azucena Flores existía unanimidad en cuanto a atribuir a Lolita Clavel todas las culpas. Ninguno de los nueve matrimonios sospechaba de otros implicados y, curiosamente, nadie culpaba al banco, al menos en los reproches que manifestaban de viva voz. Antero se preguntó por qué y halló al instante la respuesta: una institución bancaria era para aquellas personas tan sacrosanta, remota e intangible como el gobierno de la nación o la Iglesia.
-Aparte de presentar la denuncia a la policía, ¿han intentado ustedes alguna gestión en el banco? -preguntó Antero.
El periodista leyó en las miradas de todo el grupo que le consideraban un lunático por concebir tal posibilidad. Viendo que la respuesta era negativa, insistió:
-¿No han ido a hablar con la persona que conocieran allí?, porque con alguien tuvieron que tratar en el banco en algún momento; por ejemplo, cuando abrieron las cuentas y registraron sus firmas.
-Es que el gachó aquél ya no está allí -comentó Lina Martín.
-¿A quién se refiere? -preguntó el periodista.
-A uno que nos dijo que no nos preocupáramos de ná, porque la Lolita era una santa que nos evitaría toas las molestias. Me parece que se llama Olivares.
-Sí, es verdad -apoyó Antonio Pérez-. Aquel tío no está ya allí, en aquella mesa frente al mostrador.
-¿Hablan de alguien que era el contacto de Lolita Clavel en el banco?
-¡Digo, el mismo! -exclamó Lina Martín-. A ese gachó no se le ha vuelto a ver el pelo.
-Si entiendo bien -comentó Antero, excitado por la convicción de encontrarse ante un dato relevante-, el único personaje que ustedes conocieron en el banco como enlace entre éste y la señorita Clavel, ha sido trasladado o despedido por el banco.
Volvió a producirse el asentimiento unánime.
-¿No se dan cuenta? -preguntó Antero, ya seguro del barrunto-. Si el banco ha quitado de enmedio a ese señor, es que han descubierto que está implicado en la estafa.
-¡Pos claro! -el ex taxista Antonio Pérez se dio una palmada en la frente-. El amigo del francés tiene que está conchavao.
-¿Quiere decir el amigo de Cesi González? -preguntó Antero.
-¡El mismo! -respondió Antonio Pérez- Mientras el Francés llenaba de bujeros el molino del padre de Mariano el Marqués, su amigo el del banco llenaba de bujeros nuestras cuentas corrientes con la complicidad de la Lolita.
-¿Han comprobado ustedes si ese señor ha sido despedido del banco o, sencillamente, que le han trasladado?
Todos se encogieron de hombros. Antero continuó:
-Yo no puedo hablar en mi reportaje de mis sospechas y mucho menos hacer pensar a mis lectores que especulo con la posibilidad de que el banco esté implicado, pero ustedes deberían tener en cuenta una cosa: si se confirma que el banco ha despedido a ese hombre, tiene que ser a causa de que los directivos han descubierto que es responsable de la estafa. En ese caso, el banco tendría que dar la cara por su empleado y restituirles lo que ustedes han perdido.
Estas palabras de Antero conmocionaron a todos los asistentes, que se pusieron a hablar los unos con los otros de modo excitado, embarullado y nervioso. Cuando la algarabía se convirtió en rumor, el periodista preguntó al ex taxista:
-¿Dice usted, señor Pérez, que sabía que Cesi González realizaba excavaciones en el molino de su padre?
-¿Su padre? El Celso ha dicho toa la vida que ese gachó no es hijo suyo.
-De acuerdo-concedió Antero-, pero ¿sabían lo que Cesi buscaba en el molino?
-Por los alrededores, lo sabe hasta el lucero del alba.
La afirmación sorprendió a Antero.
-¿Toda la parte alta de la Hoya sabe que él busca algo en el molino y lo que busca?
-Naturalmente -respondió el ex taxista con firmeza-. Si lleva una pechá de años haciendo bujeros allí, ¿cómo no se va a enterar la gente?
Antero sonrió. En las comarcas campesinas nadie podía guardar secretos de esa clase. Preguntó:
-¿Qué es lo que la gente dice que buscaba?
-¡Pues qué va a ser! -exclamó Lina Martín-. ¡La muerta, la fulana que dicen que el Celso mató?
-¿Quién lo dice?
-Tó el mundo. Si... mire usted, las dos hermanas del Celso llevan años y años hablando con recochineo de aquel día de hace, ¿cuánto, Ginés?, lo menos treinta años, ¿no? -el marido de Lina asintió-. Ellas hablaban con tanto cachondeo del "día de la matanza", que mu pronto se dio cuenta la gente de que no se referían a la matanza tradicional del guarro que hacemos por aquí antes de navidad, sino a otra cosa.
-¡Digo! -corroboró una señora septuagenaria-. Las dos hablaron muchas veces del "día de la matanza" después de que desapareciera la artista aquélla que se casó con el Celso. Todo el mundo imagina lo mismo, que aquel día, el Celso acabó con el putón con el que se había casao, porque no puede ser que una casa decente aguante la vida que aquella gachona quería llevar.
-Así que ustedes, según veo, creen que Cesi González tenía motivos para la sospecha -afirmó más que preguntó Antero.
-A mí, que me registren -dijo Antonio Pérez, encogiéndose de hombros.
También a coro, todos secundaron el escepticismo del ex taxista.
-Vamos a ver -Antero trató de no impacientarse-; dicen ustedes que las cuñadas de la desaparecida, Eugenia Larios, hablaban de un supuesto "día de la matanza", referido probablemente al asesinato de la madre de Cesi González, pero, al mismo tiempo, dudan que tal asesinato se produjera.
Como el ex taxista, todos se encogieron de hombros.
-A mí, que esa fulana muriera o no me trae sin cuidado -afirmó Lina Martín-. Lo que yo quiero es que me devuelvan mis seis kilos.
-Pero se trata de un dato que pudiera tener que ver con el asunto -dijo Antero-. Supongamos que toda esta trama se iniciara por un compló entre Cesi González y el hombre que ustedes conocieron en el banco. En tal caso, ¿cuál creen ustedes que podría ser el motivo de Cesi? Según dice, tiene un trabajo en la televisión francesa muy bien remunerado, así que no creo que se le ocurriera venir a estafarles a ustedes, porque no parece que lo necesite. Voy a proponerles una hipótesis: Imaginemos por un momento que todo lo que Cesi pretendía fuese arruinar y meter en la cárcel al hijo del que considera asesino de su madre. Para ello, tendría que haber estado urdiendo durante años un plan muy rebuscado y muy bien organizado; o sea, fingir creer que es hermano de Mariano, seducirle con pruebas de su afecto, simular que quería resolver su vida y, por fin, meterle en la situación donde Mariano González el Marqués pudiera aparecer como el protagonista o uno de los protagonistas de la estafa. Entonces, Lolita Clavel sería tan víctima como ustedes.
El periodista vio en la expresión de los dieciocho la dificultad de comprender. Pidió silencio y calma con las manos, se aclaró la voz y dijo:
-Les pido disculpas, porque yo he venido aquí a obtener información de ustedes y no a darles lecciones de nada; pero, según veo, todavía no se han asesorado con quienes deberían hacerlo, es decir, un abogado y la asociación de usuarios de banca. La ayuda que pueden esperar de mí es que cuente en el periódico exactamente lo que les ha pasado, sin señalar culpables, a menos que la señorita Clavel acepte esta noche o mañana hablar conmigo y descubra durante la entrevista datos que me convenzan de su culpabilidad o de la de otras personas, pero voy a permitirme señalarles las ideas que se me han ocurrido durante mis investigaciones de ayer y esta mañana. Por un lado, tenemos a Lolita Clavel, una mujer que Benaljamín lleva muchos años considerando una santa en vida y que muy bien podría ser una simuladora extraordinaria. Por otro, está su pareja, Mariano González, un hombre que ustedes creen que es una mala persona, un vividor. El tercer personaje con influencia en el caso es el supuesto hermano de Mariano, Cesi, al que ustedes llaman "el Francés", un hombre que parece haber ayudado a su hermano paralítico con sinceridad pero que puede tener razones para sentir un resentimiento muy profundo. Por último, tenemos al empleado del banco, alguien a quien cada uno de ustedes ha visto sólo una o dos veces, pero por cuyas manos debía pasar todo su dinero. Cada uno de ellos, a excepción de Cesi González, podría ser por sí solo el estafador y haberse quedado su dinero, también podrían estar de acuerdo entre sí y ser todos partícipes, siempre con la excepción de Cesi, cuyas motivaciones no serían de carácter económico. Así que tenemos a un lado a los tres que pueden haberse quedado con el dinero por sí o colectivamente y al otro, a uno que puede haber movido los hilos para inducirles a hacerlo para materializar sus propósitos de venganza. Si Cesi González urdió tal plan, debemos reconocer que se trata de alguien sumamente inteligente y muy paciente.
-Se olvida usted del cura -dijo Lina Martín.
-¿A qué se refiere? -preguntó Antero.
-A los rumores que corren.
-Eso no puede ser, Lina -contradijo Antonio Pérez.
-¿Que no? Pos cuando el río suena, agua o piedras lleva. La mitad del pueblo sabe cómo se emperró el padre Zambomba con que teníamos que darle nuestros ahorros a la Lolita. ¿O no?
-Sí, Lina -apoyó Marisa-, tienes toa la razón.
-Es que -continuó Lina Martín-, cuando se estrenó el trono de san Miguel hace tres años, hasta los niños chicos se preguntaron de dónde habría sacado el padre Zambomba el parné, porque ese trono tiene que haber costao millones y millones, que es tan dorao, brillante y lujoso como los de la Semana Santa de Málaga, y aquí en Benaljazmín no creo yo que demos tantos donativos a la parroquia.
-Ese trono es tó pantalla- afirmó Antonio Pérez-; parece más de lo que es.
-¡Que parece más de lo que es! -ironizó Lina-. Tirando por lo bajo, tiene que haber costado más de cinco kilos. ¡Y anda que no iba ufana la Lolita, delante del trono, el día que lo estrenaron! Está más claro que el agua que tanto orgullo era porque la gachona consideraba que era suyo, porque ella lo había costeao con nuestro dinero.
-Disculpe, señora -atajó Antero-, haciendo un cálculo superficial, lo que han perdido los benaljazmineños con este problema debe de estar cerca de los cien millones... o incluso por encima. ¿No le parece que es mucho dinero para gastarlo en el trono de un santo?
-¿Y la restauración de la fachá de la iglesia? -insistió Lina.
-Sí -aceptó Antero-, la restauración de la fachada de una vieja iglesia sí puede llevarse muchos millones, pero el gobierno está dando subvenciones para eso, así que no necesariamente tiene que haber salido el dinero de los bolsillos de ustedes. De todas maneras, lo del trono y la fachada son datos relevantes que yo puedo mencionar en mi artículo, sin decir que ustedes sospechan sobre la procedencia de los fondos.
Terminada la reunión, el periodista disponía de nuevos datos pero tenía también mayor confusión. Antes de perfilar por fin el artículo, necesitaba revisar las tres cintas grabadas durante los dos días, cotejando los informes entre sí a ver si conseguía llegar a una conclusión, pero, antes, cierto sentimiento de lealtad le impulsaba a hablar con el padre Zambomba, cuya ayuda había resultado determinante en las dos ocasiones en que se había visto obligado a investigar en Benaljazmín. Lo encontró en la taberna de la plaza de Arriba, en plena partida de dominó; respondió el saludo de Antero con una sonrisa y retornó la mirada a las fichas colocadas frente a él.
-Siento interrumpirle, padre, pero es necesario que hable con usted en privado.
-¿No puedes esperar media horita?
-Creo que no.
-Está bien -se resignó el sacerdote-. Rafael -le dijo al alcalde-, seguiremos la partida dentro de una hora.
El párroco y el periodista salieron de la taberna para cruzar la plaza con dirección al templo. Junto a uno de los bancos de piedra, preguntó el padre Zambomba:
-¿Nos sentamos a charlar aquí?
-Preferiría que lo hagamos donde no nos puedan oír.
-Me estás alarmando, Antero. ¿Tan grave es el asunto?
El periodista asintió, tras lo que el anciano sonrió con amargura y le indicó con un gesto que le siguiera hasta su casa. En la cocina, y ante dos vasos de vino, comentó:
-Me preguntaba cuánto tardarían los benaljazmineños en decirte que sospechan de mí. Calculaba que no sería tan pronto.
-¿Y qué tiene usted que responder a tales sospechas?
-Que mis convecinos son muy dados a fantasear, sin darse cuenta de que sus fantasías pueden convertirse en calumnias, como cuando atribuyeron a la Pleita el poder de mandar sobre el clima y la determinación de arruinarles, y ya sabes tú lo difícil que es desbaratar las calumnias, sobre todo si el que las difunde no se da cuenta de que está calumniando.
-Disculpe la impertinencia, padre, pero sus razonamientos huelen a filosofía y no me aportan datos. Aparte de la restauración de la fachada del templo, que a mí me parece que pudo hacerse con una subvención oficial, sabrá usted que sus vecinos no tienen claro de dónde pudo salir el nuevo trono de san Miguel.
-¡Ah!, ¿también creen que el trono se pagó con el dinero que han perdido? El trono se estrenó hace tres años, y la desaparición del dinero fue hace dos o tres meses.

Las andas donde procesionaban la imagen de san Miguel estaban conformadas por un cajón de madera de dos metros por tres, sujeto por cuatro varales rematados con topes barrocos de latón, todo realizado a finales del siglo diecinueve.
-La madera está tan minada de agujeros de la carcoma, que en cualquier momento se va a desbaratar el trono -dijo Lolita Clavel al párroco, mientras ultimaban entre los dos el exorno para la procesión.
-Hace diez años que le echo lo que me dijeron en el obispado que eliminaría la carcoma, pero no hay manera, Lolita; esos bichos son más resistentes que el pecado original, y siguen convirtiendo las tablas en queso de Gruyere. Pero este trono tiene una antigüedad que le da mucho valor, no me gustaría tener que desecharlo.
-Pues va a contagiar los tres retablos de la iglesia, y de ahí a las imágenes, será cuestión de tiempo. O sea, que no sólo se trata de que san Miguel vaya en la procesión con la dignidad debida, sino que se puede perder todo el arte de la parroquia. ¿Y si abriéramos una cuestación a favor de un trono nuevo?
-Lolita, Lolita... Deja tranquila a la feligresía, que todavía no han recuperado del todo lo que perdieron con las inundaciones del ochenta y nueve.
-Yo estoy dispuesta a abrir la cuestación con cien mil.
-Tan generosa como siempre, Lolita, y te lo agradezco mucho en nombre de Dios Nuestro Señor, pero Benaljazmín no está en situación de echarse encima esa carga.
-Tengo amigos, padre. Uno en concreto, me parece que estaría encantado de ayudar.
Involuntariamente, el párroco compuso una mueca con los labios.
-Lolita... Llevas sin confesarte mucho tiempo. Yo no quiero presionarte ni me importa si vas a confesar en otros sitios, pero, si tienes necesidad de hablarme de esos amigos tan generosos que dices que tienes...
-No hay nada importante de qué hablar -dijo Lolita entre dientes, preguntándose de qué anchura sería la tronera por la que se deslizaba hacia el infierno y con qué rapidez lo hacía.
¿Era suficiente, en la actualidad, un acto de contricción y el perdón del confesonario para lavar la mugre que embadurnaba su espíritu? Respondió a su pensamiento con un gesto de negación y, mientras movía la cabeza a un lado y otro, descubrió con un sobresalto la penetrante mirada del cura.
Las cosas habían cambiado mucho durante los dos últimos años, desde aquel día que se adentrara agarrotada por los nervios en el caserón resguardado por las frondas de El Limonar; ahora había recuperado el control de sus emociones y de sus actos, aunque hubiera perdido al principio el control del hombre que había sido el origen de todo. Pero, tras un paréntesis que sólo había durado siete meses, fue Pepín de la Vega el que se presentó una mañana en la panadería de María la del Bollo, hacía ya más de un año.
Aquella mañana, como no era todavía la hora, cercana al mediodía, en que las clientes acudían en su mayor parte, hasta el punto de tener que darse la vez las unas a las otras y guardar cola, Lolita se encontraba sentada junto al mostrador mirando distraída y alternativamente la calle y los panes apilados en los cestos. Era miércoles y no tenía que desplazarse a Málaga para ir al banco, puesto que los benaljazmineños realizaban todas las operaciones bancarias los lunes y los viernes por motivos que no había conseguido desentrañar en el tiempo que, junto a Mariano, llevaba ejerciendo de corresponsal; sólo cuando ella viajaba a Málaga se ocupaba Mariano de la panadería y esa semana era una de las que, cada tres meses, dejaba Cesi González su trabajo de París para pasarla con su supuesto hermano, obligándolo a presenciar sus absurdas excavaciones en el antiguo molino de aceite.
La casa estaba en silencio, ya que había administrado el calmante a su madre para aliviarle el sufrimiento de la artrosis, lo que favorecía que su mente divagara con pereza; desviaba los ojos hacia el callejón inundado de sol cada vez que los panes se convertían en penes enhiestos y ansiosos, para no tener que correr a su habitación a cambiarse de bragas, aunque el esfuerzo no ahuyentaba las fantasías de su imaginación, porque el revoltillo de falos rezumantes de semen hacía que se sintiera prisionera del contacto de la carne desnuda, engrasada por la viscosidad blanca con una mezcla de júbilo y asco, naufragando y emergiendo entre los cilindros palpitantes a cada latido, con la convicción de que debía librarse y la compulsión de sumergirse en el seminal baño blanquecino emulando a Mesalina; tan vívidas eran sus sensaciones, que su olfato se llenaba del olor almizclado de las eyaculaciones, que no se sentía capaz de discernir si era fragante o repulsivo. En el salón, tan grande como un templo y claroscuro como los laberintos catedralicios de la cueva de Nerja, había más de cincuenta hombres desnudos, todos dotados de miembros descomunales, erguidos, mostrando jactanciosamente sus dimensiones superiores a los veinticinco centímetros de largo y veinte de circunferencia incluso los que estaban sometidos a las peores vejaciones, amarrados por los tobillos y las muñecas a las fálicas columnas de mármol, cubiertas las caras de máscaras de cuero que sólo tenían tres pequeñas perforaciones para los ojos y la boca, algunos con un cilicio tan apretado a la cintura, que la sangre corría por sus ingles y muslos en hilillos, goteando de los testículos y empegostándoles el vello púbico. Le fascinaba verlos reflejados en el charco de sangre que se formaba a sus pies, sobre todo la imagen invertida de los miembros que, teñidos de rojo, adquirían la belleza suprema de claveles reventones que invitaban a lamerlos y besarlos, recrearse con su aroma y su tersura de metal recubierto de terciopelo carmesí. Eran doce los amarrados; los demás, unos se arrastraban dejando sobre el suelo estelas de líquido preseminal o semen, como si fuesen caracoles; otros, danzaban tratando de captar su atención, porque Lolita circulaba entre ellos con la cabeza erguida como una reina, aupada en la prestancia que debía recordarles que ella era el poder supremo, y por mucho que los danzarines se apretaran el vientre con ambas manos para resaltar el pene o lo agitaran hasta casi ayacular, no les otorgaba el honor de una mirada interesada, sólo indiferencia mayestática, sólo desdén. Había tres que intentaban atraer su atención con el recurso de hacerse mutuamente la felación, formando un triángulo del que sobresalían no sólo los tres pares de piernas, sino también los enormes falos de plástico que tenían introducidos en el ano; los muy ladinos, sabían que eso sí que la excitaba, sí que le atraía, pero aun así pasó junto a ellos sin mirarlos por segunda vez, porque más allá, donde las dimensiones del salón y sus sombras se volvían infinitas, había un corro de catorce hombres aún más superdotados, tal vez treinta centímetros de pene cada uno, todos ensartados en el ano del que iba delante, formando un tren sin principio ni final y arremetiendo todos con tal fuerza, que llegaban estar suspendidos por la penetración, tan impetuosa, que les desgarraba los esfínteres y chorreba la sangre por sus muslos. Tampoco en este punto podía mostrar su fascinación, porque su papel era el de reina todopoderosa y distante, pero la visión de los catorce titanes sodomizados y sodomizadores a la vez le endurecía los pezones y hacía rezumar ríos de lubricante de su vagina, de modo que llegaba a resbalar hasta casi perder el equilibrio, pero en ese momento acudía a servirle de apoyo un adonis de cuerpo completamente depilado con objeto de que fuesen notables tanto la definición pétrea de su musculatura como la inmensidad de sus órganos, cuyo escroto le rozaba las rodillas y el glande, enrojecido por la inflamación, rebotaba en su abdomen quince centímetros por encima del ombligo. Como era lógico, abofeteó su rostro por haber tenido la osadía de tomarle la mano para que no cayese y, arrebatada, continuó golpeando y arañando el pecho y desgarrando la piel del báculo de la entrepierna para verlo desinflarse y rendirse, pero aun cuarteado y sangrante, continuaba formando una curva ascendente, rígida, desde el pubis hasta el abdomen, de modo que mordió y mordió, como si se tratase de un enemigo implacable que debiera vencer y en ese momento escuchó la voz de Pepín de la Vega:
-¡Lolita!, ¿estás dormida, o qué?
-¡Tú!
-Ya que la montaña no viene a Mahoma...
-No comprendo, Pepín. Te llamé muchas veces y nunca estabas, aunque estoy segura de que la verdad era que no querías ponerte al teléfono.
-No digas esas cosas, mujer. Tú sabes de sobra que soy un hombre muy atareado. Ya ves que ahora he venido expresamente a verte.
-¿Por qué?
-Por el placer de saludarte.
-No te creo.
Pepín de la Vega sonrió sin tratar de embozar el cinismo de su expresión.
-Necesito que me hagas un favor, Lolita. Se trata de una oportunidad fantástica que deberías aprovechar.
Simulando desdén para que él no advirtiese con cuánto interés escuchaba, Lolita desvió primero la mirada hacia los panes-falos y, con un movimiento brusco de la cabeza, se forzó a mirar hacia la pared reverberante de sol situada frente a la puerta. Viendo que no se iba a apear de su determinación de no preguntar, Pepín de la Vega continuó:
-Tengo negocios con un hombre muy poderoso, cuyos deseos me conviene satisfacer. Vive habitualmente en Grecia, pero llegó anoche a Málaga, con idea de pasar tres o cuatro días en un chalé que tengo en Marbella. Se trata de alguien que... bueno, supongo que estarás dispuesta a conocerlo esta noche. Estoy seguro de que te lo pasarás cojonudamente con él, porque le gusta todo lo que te gusta a ti.
Lolita trató de embozar su excitación exclamando:
-¿Cómo te atreves?
Pepín sacó el talonario del bolsillo.
-Tú decidirás cuánto quieres que te dé. Mira, Lolita, me importa tanto que este hombre quede satisfecho, que no tengo inconveniente en pagarte incluso... un millón.
Lolita soltó un carcajada antes de decir:
-Ha llovido mucho desde aquellas noches que te costaron medio millón cada una. Desde que me abriste la puerta, no imaginas cuánto he aprendido.
-Lo imagino perfectamente; estoy al corriente de tus andanzas. ¿Cuál sería, entonces, la cantidad necesaria?
-Tú no tienes ya dinero suficiente para pagar lo que sé.
-¿Tú crees? Pon el precio.
-La llave del chalé de El Limonar.
-¿Qué quieres decir?
-Mira, Pepín; me dejaste colgada, con la miel en los labios. ¿Tú sabes las humillaciones que he padecido cada vez que iba a tu casa y me negaban la entrada? Quiero tener entrada libre en tu casa... con mi propia llave y sin limitaciones.
Pepín de la Vega calló mientras examinaba el rostro de aquella campesina que, a su parecer, él había convertido en una mujer de mundo. Lolita había experimentado una mutación notable en el tiempo transcurrido desde entonces. Poseía los suficientes informadores en la ciudad como para saber lo que había causado la transformación, que dos o tres noches por semana las pasaba ejerciendo de reina sádica en el único cabaré que merecía tal nombre. Esas noches habían impreso su sello en la cara de Lolita, que ahora resultaba mucho más interesante porque se adivinaba en sus ojos y en el aleteo de su nariz de qué magnitud eran sus poderes y cuáles sus facultades. Ibrahim el Amrati se sentiría fascinado con Lolita en cuanto la tuviera delante. ¿Qué podía perder dándole la llave? En cualquier caso, siempre le quedaba el recurso de mandar cambiar la cerradura.
-De acuerdo. Te daré la llave.
-Y un millón en efectivo; ahora.
-No traigo dinero.
-Mándalo buscar. Seguro que tienes en la caja fuerte de tu oficina mucho más que eso.
-¿Para qué quieres el millón en metálico?
-Para organizar la noche que un amigo tan importante merece.
-De acuerdo. ¿Cuánto falta para que puedas bajar a Málaga?
-Cuatro horas y media.
-Entonces, te mandaré la limusina a las tres. Tendré preparado el dinero
Cuando el chófer llegó diciendo que había tenido que aparcar la limusina en la rotonda de Abajo porque no podía maniobrar por las sinuosas calles del pueblo, Lolita había pasado casi dos horas localizando por teléfono a cinco de las mujeres que había conocido en el cabaré. A pesar de lo generoso de la oferta, todas habían puesto objeciones a lo que les pedía a cambio y sólo tras mucha insistencia y varias subidas del precio, aceptaron.
Las cinco esperaban a la puerta de la oficina de Pepín de la Vega, en tres coches aparcados, acompañadas de siete hombres con las características que Lolita había exigido, los cuales habían sido contratados mediante llamadas a los anuncios de relax del periódico.
Avisado por el chófer a través del teléfono móvil, Pepín de la Vega bajó pocos minutos más tarde. Le seguía un ordenanza con una maleta y una bolsa de cuero. El chófer introdujo la maleta en el portaequipajes y entregó la bolsa a Pepín que, a su vez, se la dio a Lolita, diciendo:
-He comprado un nuevo mono de látex, por si se te había estropeado el que te regalé. Es más elegante, de color negro. Está ahí detrás, en la maleta, junto con varios complementos que supongo que van a encantarte. Además, he mandado traer de mi casa un vestido que no recuerdo si es tuyo, pero que, en cualquier caso, te sentará de maravilla. Como vamos a llegar a Marbella sobre las seis, creo que no resultará impropio que aparezcas en traje de noche, así que ¿por qué no te cambias aquí en el coche? No me gusta el vestido que llevas para presentarte a mi amigo. Además del vestido, también he mandado traer un collar y unos zarcillos -abrió un estuche que extrajo del bolsillo exterior de la bolsa-, espero que te gusten.
Lolita examinó el collar, un cordón de oro con un colgante de esmeraldas en forma de media luna. Le asombró el precio que aparentaba, lo mismo que los zarcillos a juego. En vez de sonreír con agradecimiento, adoptó junto a Pepín la pose arrogante que habría de mantener toda la noche, pero se sentía jubilosa. Lo que ocurriera entre esa hora y la madrugada siguiente, la convertiría en una aliada imprescindible de uno de los hombres más poderosos de la región.
Una vez realizado el cambio de atuendo, y después de examinarla y dar su aprobación con una sonrisa, Pepín de la Vega aprovechó los treinta y cinco minutos del recorrido para un extraño interrogatorio. Lolita miraba con atención el paisaje que se divisaba desde la cornisa por donde discurría la autopista, un conglomerado de jardines y edificios turísticos bordeando las playas que se sucedían sin interrupción en los cincuenta y cinco kilómetros de costa; giraba la cabeza fingiendo abstraerse en el panorama para acentuar el hieratismo de su cuelllo erguido y para que su acompañante no advirtiese la perplejidad que el interrogatorio le causaba:
-Me han dicho que te han nombrado corresponsal bancaria.
-Todavía no. Y cuando el banco haga efectivo el nombramiento, no seré yo el titular.
-¿Quién, entonces? ¿Ese novio tullido que tienes?
Pese a lo anestesiado de sus sentimientos, Lolita escuchó con enojo el adjetivo con que Pepín calificaba a Mariano.
-Mariano se recuperará algún día -afirmó Lolita.
-Si ocurriera ese milagro, que no lo creo, a ti ya no te interesaría un don nadie como él. Tú no eres ya la que se enamoró de ese tipo.
-Pronto dejará de ser un don nadie, en cuanto sea de verdad corresponsal.
-¿Estáis sacando mucho con eso?
Lolita asintió con un gesto. No se trataba de cantidades exuberantes, pero sí de lo que podría ser considerado un buen sueldo.
-¿Cuál es vuestro nivel de autonomía?
-¿Qué significa tu pregunta?
-¿Operáis de manera independiente y sólo presentáis cuentas de vez en cuando o tenéis que presentar cuentas a diario?
-Ninguna de las dos cosas, Pepín. Estamos actuando como corresponsales, pero no lo somos oficialmente. Nos limitamos a ingresar o reintegrar y el banco nos paga las comisiones cada tres meses, nada más. Es todo lo que hacemos, aparte de traer y llevar papeles.
-O sea, que todavía no llegáis a acumular cantidades apreciables de dinero en la caja fuerte.
-Ni siquiera tenemos caja fuerte.
-Pues eso lo vamos a remediar. Te regalaré una y los costos de empotrarla.
-¡Qué tontería!
-No es ninguna tontería. Si vamos a colaborar, no quiero que corras riesgos, no vayan a asaltar tu casa.
-¿Que vamos a colaborar, Pepín? ¿Qué quieres decir?
-Ahora estás colaborando conmigo. Si Ibrahim el Amrati queda tan satisfecho como espero, vamos a tener muchas oportunidades de hacer cosas importantes juntos, ya verás. Te prometo que si me satisfaces, lo que ganas ahora te parecerá una ridiculez.
Lolita se preguntó si el favor que Pepín decía querer hacer a su amigo no sería más que un pretexto para contactar de nuevo con ella. Parecía que sí. Llegó a la meta del viaje con la convicción de que lo importante no era lo que pasara esa noche, sino lo que ocurriría en lo sucesivo.
Situado en un sector modesto de la fastuosa localidad turística, el chalet poseía sin embargo cierto empaque, más por el jardín que por la construcción. La verja se alzaba a considerable distancia del porche y, entre uno y otro, las palmeras, araucarias, adelfas y buganvillas componían un edén más propio de una gran mansión, puesto que la casa exhibía añadidos tan notorios, que se podía descubrir de una ojeada que había sido en el pasado una sencilla alquería. Los forzudos hombres trajeados de oscuro diseminados por el jardín, sólo permitieron traspasar la verja a la limusina y los restantes tres coches debieron aparcar fuera. A pesar de ser el dueño, Pepín tuvo que esperar en el porche que le permitieran la entrada tras un exhaustivo escrutinio de ambos, así como de la maleta que el chofer dejó junto a ellos. Lolita notó que el que registraba la maleta no mostraba extrañeza alguna por su contenido. Cuando Pepín les advirtió a los cancerberos que iban acompañados de otras doce personas, se produjo un excitado revuelo de llamadas a través de los transmisores. El recelo, que también englobaba a Lolita y al propio Pepín, se mantuvo durante quince minutos y sólo cuando abrió la puerta un gigante de aspecto nubio, que vestía una especie de chilaba, fueron autorizados los siete gigolós y las cinco mujeres a traspasar la verja del jardín.
Durante las dos horas que transcurrieron entre la despedida de Pepín y el comienzo de lo que había ido a hacer, Lolita comprobó que Ibrahim el Amrati había decidido exhibir todos los tópicos cinematográficos y literarios del refinamiento árabe. Cojines de damasco sobre alfombras persas en torno a mesas bajas repletas de golosinas orientales, arguilas y té con yerbabuena, queso beduino y dátiles compusieron la representación tópica de la cena, tras la cual, Ibrahim señaló con una sonrisa y un ademán de su mano derecha la habitación a la que Lolita y sus acompañantes debían dirigirse, donde las cinco cabareteras miraron con aprensión el contenido de la maleta abierta en el suelo; por el contrario, los siete jóvenes bromearon con expresiones soeces mientras se desnudaban.
-¿Quién va a ser el afortunado al que le metan eso? -dijo uno de ellos, un culturista masivo pero de escasa estatura.
Señalaba el mayor pene de látex, un monstruo de proporciones inhumanas.
-No disimules -bromeó uno que parecía modelo publicitario-, que lo que deseas es ser tú ese afortunado.
-Prefiero lo natural -respondió la montaña de músculos con un carcajada.
-Yo creo que, más bien, te va lo sobrenatural -contradijo otro culturista, éste de una estatura superior al metro ochenta-. Recuerda que entrenamos en el mismo gimnasio y que he visto los mojones que se te atascan en el retrete. ¡Calibre bala de cañón!
Los siete hombres soltaron carcajadas e intercambiaron palmadas.
-Oye, Lolita -reconvino una de las mujeres-, ¿no llegaremos demasiado lejos con toda esta mierda?
-No te preocupes -tranquilizó Lolita-. A nosotros nos bastará con fingir. El único que quiere que le achuchen es el moro.
Prepararon la escena siguiendo las órdenes de Lolita. Dos parejas mixtas ocuparon la anchísima cama, atentas a la señal. Tres hombres fueron atados a los cortinajes de cada una de las ventanas y tres mujeres, vestidas con corsés, ligueros, medias negras y tacones de aguja, ocuparon posiciones cerca de ellos, provistas de látigos y consoladores.
-Chupadles las pollas -ordenó Lolita-, para que vayan animándose.
El sexto hombre, el culturista bajito, se colocó de rodillas boca abajo con la popa alzada y, tras él, el séptimo, un sujeto de apariencia anodina, comenzó a masajearse los genitales sin esperar la orden de Lolita, porque se trataba de un pene caballuno, oscuro y lleno de prominencias que necesitaba mucho estímulo, mucho tiempo y mucha sangre para alcanzar la plenitud. Lolita realizó un recorrido por la estancia, asegurándose de que todos presentaran sus ángulos más sugestivos hacia la puerta por donde habría de llegar Ibrahim el Amrati y probó varias veces el efecto de la luz, encendiendo y apagando lámparas. Cuando halló que la escena era tan satisfactoria como había imaginado, sustituyó su vestido por el mono de látex negro y ordenó:
-Venga, vosotros -se dirigía a los tres amarrados-, comenzad a quejaros. Y vosotras, las cinco, amenazad, maldecid y gemid como si estuviérais disfrutando a chorros. ¿Estáis todos listos?
Los doce asintieron. Lolita consultó su reloj.
-Pues allá vamos. Empezad.
Como si se tratara de la orden de un director de teatro al levantarse el telón, todos comenzaron a actuar. El arrodillado tras el culturista de corta estatura intentó una penetración que se antojaba imposible; los dos hombres yacentes en la cama se situaron en la posición del misionero sobre las dos mujeres, que se besaban y realizaban la una a la otra tocamientos lésbicos; los tres hombres amarrados se retorcieron como si fuesen presa de terribles tormentos mientras las mujeres asignadas a cada uno agitaban los sacudidores y blandían ante ellos los penes mecánicos tras pulsar los botones de puesta en marcha. Frente a la puerta aún cerrada, Lolita adoptó su pose altiva alzando los hombros y encogiendo el vientre. Cuando advirtió que la pesada puerta comenzaba a moverse, irguió el cuello, enfrió la mirada tanto como sabía e hizo restallar el pequeño látigo.
La puerta se abrió lo suficiente para que asomara la cabeza de Ibrahim a pocos centímetros del suelo. Al primer momento, Lolita no reconoció lo que llevaba en la cabeza, pero recordó una foto del periódico y tal recuerdo la llevó a la conclusión de que se trataba de una kipá, un birrete hebreo. Una vez que también el cuello de Ibrahim asomó tras la puerta, quedó a la vista un cordón de oro del que pendía la estrella de David.
Lolita ignoraba lo que tales piezas representaban y no pudo, por consiguiente, comprender que el orgullo musulmán de Ibrahim el Amarati le exigía escudarse tras un simulacro de los símbolos hebreos para ser capaz de gozar lo que, desde sus condicionamientos, eran perversiones que sólo podían practicar sus peores y más odiados enemigos. Tampoco comprendió el significado profundo de lo que introdujo a rastras en la habitación, una enorme bandeja donde aparecía cocinado un cerdo de tamaño medio. Todos habían cenado hacía menos de una hora, incluso Ibrahim, de modo que sólo éste mordisqueó sin engullir algunas zonas del animal asado, como si a su vez él fuera un animal, sin servirse de las manos, a dentelladas caninas, mientras urgía a Lolita para que se atreviera a azotar sus nalgas con mayor fuerza de la que estaba empleando y le rogaba por señas que le introdujera algo en el ano. Según las escenificaciones realizadas para Pepín de la Vega, Lolita había previsto encajarse las cintas elásticas del pene simulado en una segunda fase, por lo que tuvo que coger uno de los consoladores que aún quedaban en la maleta, una pieza de las grandes. Traspasó el esfínter de Ibrahim con inesperada facilidad y, casi al instante, éste se convulsionó por el orgasmo.
Contrariamente a lo que Pepín de la Vega le había anunciado, Lolita halló que no estaba pasándoselo bien. De Ibrahim le repugnaba no sólo lo que necesitaba para gozar, sino, sobre todo, su desnudez, pues visto de perfil mientras reptaba sobre la alfombra, la barriga fláccida y peluda colgaba casi hasta el suelo, minimizando sus genitales hasta volverlos invisibles.
Las noches con Pepín habían resultado siempre mejores, porque todo sucedía con mayor autenticidad, al menos por su parte. Ahora se trataba de una completa simulación, tanto del contratante del servicio como de los contratados. Durante dos horas, odió Lolita a los tres hombres amarrados que se agitaban fingiendo dolor, a las tres mujeres que hacían restallar el látigo sin golpearles verdaderamente ni llegar a introducirles los consoladores, a los que, sobre la cama, representaban el coito sin penetrar y a las dos mujeres que no podían disimular la repugnancia que les causaba la impostura lésbica. Sólo el culturista bajito y el del miembro gigantesco parecían estar gozando de verdad.
Volvió a asaltarle la idea de que Pepín la había requerido para este servicio como prepretexto para su verdadero propósito, una clase de interés que parecía tener que ver con la corresponsalía provisional del banco. Escucharía su propuesta a pesar del rencor que le hacían sentir los siete meses de desdenes, porque el poder que se le había revelado tan gratificante sería más absoluto si disponía de grandes sumas de dinero. Sólo aferrándose a esta idea fue capaz de soportar el tedio de la escena y culminarla.
Jamás se borraría de su memoria ese tedio, porque era la primera vez que hacía lo que había hecho a lo largo de la noche sin sentir que estaba transgrediendo los cánones eclasiásticos ni que existiera necesidad imperiosa de confesarse. Puesto que se había aburrido, puesto que sólo había simulado orgasmos, y aun teniendo en cuenta la pervesa enormidad de la escena que había organizado, probablemente no había pecado.
De todos modos, sintió durante meses que tenía una deuda con la Iglesia, un número rojo que no contrarrestaba, como antaño, la castidad que había mantenido la mayor parte de su vida. Durante la relación con Mariano y al comienzo de la aventura con Pepín de la Vega, creía poseer reservas de virtud suficientes como para equilibrar el peso de una etapa pecadora que sólo representaba una pequeña fracción de su edad, pero ahora estaba convencida de que el balance había perdido del equilibrio en su contra y, por lo tanto, ya no le bastaba un acto de contricción. La deuda requería un esfuerzo mucho mayor. Meses más tarde, recordó el trono carcomido del patrón de Benaljazmín mientras presenciaba una procesión de la Semana Santa de Málaga. Entre el domingo de Resurrección y la fiesta de san Miguel disponía casi de medio año. Tenía que hablar con Pepín de la Vega. A pesar de lo mucho que, apenas sin darse cuenta, había ido involucrándose en los negocios del gran hombre, Pepín no se prodigaba con ella y casi nunca tenía oportunidad de verlo. Esa noche de Jueves Santo, utilizó la llave del chalé de El Limonar.

-El trono lo costeó ese hombre al ciento por ciento, Antero -afirmó con vehemencia el padre Zambomba-. Mi intuición me decía que no era una persona cabal, pero carecía de argumentos para rechazar un regalo que la parroquia necesitaba tanto.
El periodista notó que el párroco era sincero, aunque parecía abrumado por el sentimiento de culpa.
-¿No se le ocurrió pensar en la posibilidad de que el dinero tuviera una procedencia ilícita?
-Te aseguro que yo no tenía razones para esa clase de sospechas. Por aquel entonces, la gente del pueblo estaba encantada con el servicio bancario que Lolita les prestaba y, en cualquier caso, tengo la mar de claro que no fue ella quien pagó el trono. Ese hombre me deslumbró, como a la gente de Málaga, como si fuera un ángel venido del cielo.
-¿Cree usted que hay posibilidades de conseguir hablar con Lolita Clavel? Dicen que está encerrada a cal y canto.
-Ve de mi parte.
-¿Sigue usted creyendo que es inocente?
-Sí.
Había oscurecido. La animación de Benaljazmín se reducía a los corros de comadres sentadas junto a algunas puertas y al tumulto de las dos tabernas, donde los hombres analizaban los pormenores de la reunión celebrada en el corral de Azucena Flores, resultando siempre de los análisis la renacida esperanza de recuperar el dinero que habían perdido. El nombre del periodista Antero Noble se había convertido para ellos en un "ábrete sésamo" que podía franquearles de par en par la comprensión del banco, posibilidad que hasta esa tarde se les había antojado inconcebible.
Lejos de los alrededores de la plaza, nadie circulaba por las calles silenciosas. Antero inhaló a fondo el perfume intenso de las damanoches que crecían en un recodo, parándose a meditar la estrategia antes de situarse ante la puerta de la panadería. Para abatir la resistencia de Lolita Clavel, era indispensable que ella le considerase su aliado, alguien dispuesto a comprender sus motivos, sobre todo el que pudiera justificar que permaneciera en el pueblo a pesar de lo sucedido.
El sonido del timbre resonó en la calle como la sirena de una ambulancia, pero la atenta mirada del periodista no observó que variase la intensidad de la tenue luz que se filtraba por los cristales de los dos balcones. Volvió a pulsar el timbre, con el mismo resultado. La casa tenía aspecto próspero, el revoco de las paredes no presentaba ningún desconchón y parecía recién pintado, las puertas habían sido barnizadas no hacía demasiado tiempo y la principal contaba con grandes aldabas doradas que, dada la existencia de un timbre, tenían un propósito meramente decorativo, pero Antero las hizo sonar con mucha fuerza mientras gritaba:
-¿Lolita Clavel? Abra, por favor, necesito hablar con usted. Me manda el periódico de Málaga y creo que le conviene responder mis preguntas.
Nuevos timbrazos y más aldabonazos fueron respondidos siempre con el silencio. Antero volvió a gritar:
-Abra, se lo ruego, señorita Clavel. Vengo de parte del párroco.
Al mencionar al padre Zambomba, el periodista advirtió que se recortaba la sombra de una cabeza tras el visillo corrido del balcón. Gritó de nuevo:
-Por favor, Lolita, abra. Le aseguro que vengo dispuesto a escuchar sus argumentos sin ninguna clase de prejuicios. Le ofrezco la oportunidad de explicarse. Comprendo su resistencia a hablar con sus vecinos, pero le aseguro que puede confiar en mí.
Repitió las llamadas durante más de una hora. La negativa de Lolita a justificarse podía ser entendida tanto a favor como en contra de su inocencia, una tozudez que a lo mejor era producto de la determinación de no dejarse amilanar por el clamor del pueblo. Desde tal interpretación, dedujo Antero que su insistencia no valía de nada.
Desalentado, volvió sobre sus pasos, con dirección a la vivienda del sacerdote.
-No ha querido abrirme, padre. ¿No podría hablar usted con ella?
-Lo haré. Ven mañana a primera hora, en seguida que acabe la misa, porque seguro que voy a tener antes la oportunidad de hablar en serio con ella.
Antero comenzó a sentirse inquieto. Por alguna razón que le costaba identificar, volvía la inseguridad con que había realizado su primera investigación en Benaljazmín, cuando sólo era un periodista inexperto de veinticuatro años. A lo largo de los últimos cinco, se había acostumbrado a las facilidades que la mayoría de la gente les daba a los periodistas, bien porque nadie parecía desear tener en contra a la prensa o porque la gente común solía volverse locuaz ante la posibilidad de ver sus palabras reproducidas en un periódico. El silencio de Lolita Clavel representaba un grave inconveniente para la credibilidad de su reportaje y un revés para su carrera. Si no conseguía hablar con ella y reproducir sus declaraciones, no habría reportaje que mereciera el nombre. Iba a ganarse los reproches de Joaquín Martín, con razón. Para evitarlo, su prioridad para mañana era conseguir escuchar a Lolita Clavel. Pero había otra prioridad que le interesaba mucho más en lo personal y que no estaba seguro de que dependiera de tales declaraciones: Comprender lo que realmente había ocurrido con el dinero de los benaljazmineños.
Durante la cena, oyó los comentarios de Ciriaco y su mujer como ecos de palabras lejanas, absorto en su esfuerzo mental por deducir de los datos que ya conocía dónde residía la verdad de lo sucedido. Terminada la cena, Ciríaco le invitó con un gesto a salir al huerto.
-¿Qué pasa, Antero?
-No he conseguido hablar con Lolita Clavel. Sin sus declaraciones, no tengo reportaje. Mi última esperanza es que el padre Zambomba consiga que acepte recibirme.
-Yo no creo que acepte, Antero. ¿Por qué es tan importante que tengas sus declaraciones?
-Porque éste no es un asunto sobre el que haya tomado la justicia ninguna decisión y ni siquiera se encuentra todavía en manos de la justicia. O sea, que se trata de un problema abierto, que, además, es tremendamente complicado y donde los damnificados se expresan abrumadoramente contra una persona que, si no habla por sí, puede parecerles a los lectores que no ha tenido oportunidad de defenderse. Dudo que el periódico quiera publicar un artículo que sólo presenta a una de las partes en conflicto.
-A lo mejor, sacas conclusiones más claras de la conversación con Cesi.
-¡Ah, no me acordaba! Mañana es mucho más urgente que hable con Lolita, Ciriaco. Creo que no voy a poder acudir a la cita del balneario de Carratraca.
-Pero no tienes más remedio. Creo que a Cesi le han dicho que debe ir sin falta mañana por la noche a París y, por lo que me ha comentado hace un rato por teléfono, tiene cosas muy importantes que decirte.
-¿Te ha adelantado algo?
-No exactamente. Sólo me ha comentado que cree conocer la clave del embrollo.
-Bien, haré lo que pueda para ganarme el don de la ubicuidad.