viernes, 11 de enero de 2013

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA. La nieve negra



CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
Luis Melero
14-La nieve negra.

Sentí miedo cuando el avión remontó el vuelo. Mis manos sudaban, pero creo que no por el terror a volar, sino por el temor a que lo que dejaba atrás fuese más fuerte de lo que sospechaba, y pudiera encontrar en todas partes barreras que me impidieran abandonar de veras Brasil. Se trataba de una idea absurda; nadie tenía tanto poder en el mundo, pero creía que en el desconocido ámbito de lo paranormal tal vez pudieran suceder cosas imposibles. Me causaba escalofríos recordar los ritos en la iglesia de Inés. La realidad era que me habían ocurrido demasiadas cosas imprevistas si no imposibles; por lo menos, los sucesos se habían adelantado siempre a mis decisiones; Wilson en Río, y Xico, Rico, Inés y Vilma en São Paulo me habían manipulado como un polichinela, yo no había sabido oponer verdadera resistencia y, en realidad, ni siquiera lo había intuido mientras ocurría. De los cuatro, Inés era quien menos había visto, pero ella era a quien más temía. Su mirada penetrante podía haber llegado hasta mis tuétanos, como si esos ojos contuvieran una especie de rayo capaz de rastrear todo mi ser. Consideraba que habían manejado mi voluntad a su gusto, y me habían obligado a hacer cosas que nunca habría decidido hacer de buen grado.

Sin embargo, toda mi vida me había resistido a todo. El convencimiento de mi inutilidad impregnaba todas las negativas de mi subconsciente, que se encargaba de bloquear toda aceptación en mi vida. No había en mi biografía amor, deseo tolerado, consentimientos plenos ni orgasmos naturales, cualquier clase orgasmo que no estuviera revestido de agonía y culpabilidad, junto con escalofríos y parálisis. Y terror; el miedo es el más negativo de los sentimientos como afirma la filosofía, y yo no recordaba ningún momento de mi vida exento de terror. ¿Eran las palizas incomprensibles y terribles de mis padres las que se oponían a mi propia aceptación de la vida? ¿Aquellas sesiones de tortura protagonizadas tanto por mi padre como ejecutor, como por mi madre, como impulsora, habían conseguido convertirme en una especie de eunuco? La realidad patente era que me negaba a mí mismo el derecho a gozar y ser feliz. No me sentía con derecho a nada. Me descomponía si alguien me ofrecía un regalo por navidad o mi cumpleaños. Me resultaba imposible aceptar una lisonja. Ningún disfrute que se me ofreciera me parecía merecerlo. Pero tampoco podía considerarme un “masoquista” puesto que era tremendamente sensible al dolor. Los médicos decían que tenía un “umbral” del dolor muy bajo. Entonces… ¿Qué escalera tenía que subir para librarme de una conciencia tan intolerante?

Al principio del vuelo, dormí a ratos, en un duermevela agitado por la invasión masiva de sombras hostiles que pellizcaban mi ropa y mi piel, tratando de obligarme a quedarme en Brasil. A pesar de las visiones, semejantes a un moderno infierno de Dante, al revivir lo ocurrido en el fondo de la iglesia de Inés entre su hijo, Rico y Vilma, me convulsionó un orgasmo de violencia inusitada, como no lo había experimentado nunca. De tan intenso, fue doloroso. Al recobrarme y pasear la mirada alrededor, quedó claro que había gritado, porque los pasajeros más cercanos me observaban con curiosidad. Desvié los ojos hasta el paisaje que discurría allá abajo, a varios kilómetros de distancia; todo era el verde rugoso e interminable de la vegetación tropical, interrumpida constantemente por los ríos, que formaban meandros muy numerosos; el agua parecía fluir tan perezosamente, que no encontraba pendiente como para avanzar en línea recta, de modo que no acababa de decidirse por una dirección a seguir y se desviaba a izquierda y derecha por doquier. Cuanto abarcaba la ventanilla era así, un cuadro verde atravesado por trazos curvos y brillantes de dudoso color marrón.

Un compañero de la agencia J. Walter Thompson me había conseguido visa para trabajar un año en Estados Unidos, la visa que todos los “otros” americanos ambicionaban. Se trataba de la célebre “green card”, a la que yo no tenía derecho pues no contaba con familiares que vivieran allí, pero mi compañero, un cubano llamado Viera, tenía en Miami y Nueva York numerosísimas amistades capaces de realizar milagros. Otro de los compañeros de J. Walter Thompson, un gallego de Noya, se empeñó en que visitase “de paso” a su padre y su hermano, que residían en Caracas. De modo que mi destino era, en primer lugar, el aeropuerto Maiquetía de La Guaira-Caracas. Demasiado cerca de Brasil como para que mi temor a ser devuelto se desvaneciera.

Aunque procedía de un país también tropical en su mayor parte, al salir del avión en Maiquetía me pareció que entraba en un horno. Tan intenso era el calor y tan asfixiante, a pesar de la proximidad del mar, que me quemó la garganta. Aunque sabía que llegaba a una población grande, la apariencia tanto dentro de la terminal como en el exterior era que arribaba a una somnolienta isla casi deshabitada del Caribe. En seguida me llamó la atención la desinhibición de las mujeres; vestían ropa muy reveladora, lo que sumado a sus redondeces traseras y la enormidad de sus pechos, hacía que parecieran descocadas, mucho más que las brasileñas, que tan batalladoras me habían parecido al principio. Debía de llevar pegado en la frente algún extraño símbolo ignorado, porque todas me miraban como si tratasen de poseerme. Llegó a parecerme estrambótico ruborizarme mientras recorría el corto espacio hasta salir del espacio reservado a viajeros. El hermano y el padre de mi compañero de la agencia brasileña sostenían un cartelito con mi nombre, como las compañías turísticas. Mientras me acercaba a ellos, los examiné. El padre poseía las trazas de un campesino, todavía perplejo por lo diferente que resultaba todo en relación con su aldea; el hermano, Pepe, lucía un bigote poblado, muy oscuro, y sonreía con demasiada sabiduría, dentro de una ropa tan ajustada que podía ser de otro. Algo más alto que yo, practicaba algún deporte que le había abultado mucho los músculos, cuyas redondeces exhibía la apretada ropa por todo su cuerpo, por lo que me resultó difícil calcularle la edad. Su hermano me había dicho que era un poco mayor que él, pero no lo parecía. Era guapo de una manera poco convencional; su sonrisa era blanca y bonita, pero los dientes eran demasiado irregulares como para deslumbrar; la nariz un poco más aguileña de lo ideal; los ojos, aureolados de oscuro como si se maquillase, asustaban un poco; la boca, burlona y voluntariamente seductora, pero enorme. Desde el momento que me estrechó la mano lo supe. Pepe iba a tratar de seducirme.

-¿Vas a estar de verdad un mes en Venezuela? -preguntó Pepe cuando iniciábamos la marcha, sin volver la cabeza del todo y sonriéndome a través del retrovisor.

Yo iba en el asiento de atrás, a pesar de que el padre me había ofrecido el delantero. Consideré que no debía ocupar el que le correspondía a él, por respeto a su edad y porque usualmente debía de ser su asiento. Asentí a la pregunta de Pepe, aunque por muchos motivos hubiera preferido diferir el asentimiento. Durante todo el viaje a Caracas, de unos veinte kilómetros, Pepe no paró de tratar de comunicarme mensajes mudos con su mirada. De tan obvio que resultaba, me parecía algo cómico, pero inexplicablemente enternecedor. A ambos lado de la escarpada y no muy buena autopista, la frondosa vegetación de los montes se alternaba con edificaciones muy precarias, que cuanto más avanzábamos eran más abundantes. Tanto, que tuve que preguntar:

-¿Qué son esas casas?

-¿Casas? –preguntó Pepe con ironía-. Esos son “ranchitos”, que es lo mismo que en Brasil laman “favelas”. Son poco menos que chabolas, casas autoconstruidas a base de materiales sacados de la basura y demás. Ocupan esos terrenos ilegalmente, pero ningún gobierno tiene huevos de echarlos, porque así vive más de la mitad de la población de Venezuela.

Recordé una frase muy cruel de un pensador español: “Venezuela es el país donde las flores no tienen olor, la mujeres no tienen pudor y los hombres no tienen honor”.
Siempre me había parecido una opinión rencorosa, pero un policía brasileño me había dicho algo mucho más grave: “Muy poca gente en Venezuela supera el 80 de C.I.”; será problema de alimentación”. Cuando la carretera rozaba alguno de aquellos poblados denominados “ranchitos” observaba que los niños tenían todos el vientre abultado; no se veían hombres, casi todas eran mujeres con demasiada superficie de su piel al aire.

Noté que Pepe se sobaba la bragueta al tiempo que me lanzaba miradas intensas por el retrovisor, aunque el respaldo de su asiento impedía que viera sus manos del todo; lo hacía de modo intermitente, porque superábamos muchas curvas bastante empinadas, que le obligaban a agarrar el volante. Él espiaba de reojo a su padre, probablemente para notar si se daba cuenta del juego. También se sobaba el pectoral izquierdo de modo insistente, metiendo parte de la mano derecha por la  camisa abierta casi hasta la cintura. Se comportaba de manera muy perceptible en sus intenciones, por lo que yo no quería gesticular ni alentándolo ni disuadiéndolo. En realidad, trataba de no parecer hostil, pero de ningún modo admitiría comprometerme. Iba a estar todo el mes de enero en Venezuela, lo que de pronto me parecía una barbaridad. No debía haber programado una visita tan larga. Y para colmo, ellos habían tenido tiempo de hacer planes muy pormenorizados, que me concernían.

-Un paisano –dijo Pepe, sin dejar de expresarse por el retrovisor- tiene un yate de tamaño medio. No es superlujo, pero en ese barco hay de todo y para todo, incluida una cubierta lo bastante grande para que cuatro o cinco tomemos el sol desnudos. Además, otro paisano nos ha cedido una casita en Chirimena por una semana. Lo vas a pasar “chévere”. Ni te imaginas lo que vas a ver.

Chévere era una palabra que, según afirmaban, estaba a punto de ser aceptada por la Academia. La usaban en varios países del Caribe, era muy polisémica y significaba principalmente bueno-ameno. Padre e hijo habían hecho planes, decididos a que yo lo pasara chévere, pero esto me hacía sentir muy culpable, porque un mes empezaba a considerarlo demasiado tiempo. No era improbable que, antes de dos semanas, decidiera continuar el viaje a Nueva York.

-¿Has comprado ropa para el clima invernal de Nueva York?

La pregunta de Pepe me golpeó como una roca sobre la cabeza. Desolado, recordé que no había pensado en ello. Toda mi ropa era tropical, informal, sin jerséis siquiera. Negué a su imagen en el espejo.

-Ya me lo imaginaba, por lo ligera que es tu maleta.

Debí hacer algún gesto de contrariedad que él advirtió.

-Vas a tener suerte, Luis. Tengo mucha ropa de abrigo, tanto por los viajes que hago de vez en cuando a Nueva York como los de Galicia. Soy más grande que tú, pero algunas de mis prendas pueden servirte y te las regalaré, porque tengo muchas. Particularmente, las que no importa la talla, como ponchos y cosas así. Lo que no te servirán serán mis zapatos. ¿Qué número calzas?

-El cuarenta y tres.

-Yo uso el cuarenta y cinco. Definitivamente, mis zapatos y botas no te servirán, a menos que te metas algodones en los calcetines.

Negué al retrovisor. Noté que me ruborizaba, lo que también notó Pepe, que sonrió de un modo bastante perverso. A cada momento, se reforzaba mi convicción de que había sido un imbécil toda mi vida, negándome toda posibilidad de placer a causa de las torturas de mis padres. ¿Cómo podría librarme de tan cruel condicionamiento? Pepe podía ser lo más conveniente que se le presentara a alguien que sufriera como yo. Pero mis sentidos continuaban obligándome al rechazo y el miedo.

¿Cuántas cosas había hecho o había despreciado empujado por el miedo? Me parecía que había sido en Argentina donde menos miedo había sentido, seguramente por mi “virginidad” al llegar allí. Fuera de la muy programada estancia en Milán, Buenos Aires fue mi primera experiencia de someterme del todo a reglas desconocidas, bajo expectativas que de ningún modo podía anticipar. Había sido esa virginidad la que me había permitido sentirme tan feliz. Nunca antes había gozado tanto. Ni después. Efectivamente, en Buenos Aires había sentido mucho menos miedo que en ningún otro lugar que recordara. Lo cierto es que no había sentido casi ninguno. Todo era sorprendente allí, distinto, tan novedoso que mis condicionamientos atávicos apenas tenían tiempo de manifestarse. Pero, además, había estado tan arropado por parientes lejanos que me hacían sentir como si constituyesen mi querida familia, que mi miedo se fue atenuando hasta no sentirlo. Me protegían, daban la cara por mí. En una ocasión, un cantante de tangos llamado Carlos Martel me oyó cantar “La niña de Puerta Oscura” cuando me duchaba, y se empeñó en patrocinarme para convertirme en una especie de Pedrito Rico; “date cuenta de que te conocerá Miguel de Molina y te oirá cantar; te juro que te convertirías en una coplero famoso en toda Sudamérica”; Por algún detalle que nunca me comunicaron, mis parientes consideraban que estaba en juego una “peligrosa influencia homosexual”, cuestión de la que yo no me di cuenta. No me interesaba demasiado la copla y confiaba plenamente en ellos, porque me querían y deseaban mi felicidad. Tanto me entregaba a ese amor, que no recuerdo haber sentido miedo mientras estaba con ellos, que fue gran parte de mi tiempo en Buenos Aires. Pero el resto de mi vida, hasta ahora, era un verdadero catálogo de concesiones al miedo, negativas al miedo, cortapisas por miedo y pérdida de oportunidades a causa del miedo. ¿Cuánto gozo me había hecho perder el miedo? Ahora volvía a sentirlo de un modo que parecía dolor físico; cada vez que Pepe me lanzaba aquellas miradas tan significativas, todo se encogía dentro de mí. ¿Cuánto miedo iba Pepe a hacerme pasar en Venezuela?

 Tras atravesar un túnel en lo alto de la autopista, entramos en la ciudad de Caracas, una población-río constreñida en un estrecho y largo valle, entre montañas verdísimas aunque ocupadas por ranchitos en las zonas bajas de las laderas. Abundaban los rascacielos, muchos espléndidos, pero alternados con edificaciones modestas y hasta precarias. Pepe y su padre iban señalándome puntos que sólo podían adivinarse más que contemplar de verdad. De momento no sabía por qué, pero presentí que no era una ciudad acogedora.

-Vivimos en la parte más española de Caracas, al lado de la plaza de Candelaria. El barrio más cercano es San Bernardino, la ciudad de los judíos a pesar de su católico nombre.

-He trabajado mucho con judíos. Llamaré a los más íntimos, a ver si tienen parientes aquí.

-Harás muy bien, porque la mayoría de la gente que vive en ese barrio es rica. Quién sabe si no resultará que consigues trabajo aquí y no tienes que seguir a Nueva York.

Lo miré por el retrovisor con expresión neutra. Percibí que él deseaba que me quedase en Caracas, lo que me pareció una extravagancia. Todavía no me conocía y, en el caso de que mis sospechas resultasen acertadas, él no podía imaginar cuál sería mi reacción a sus requerimientos. Noté que estábamos pasando una y otra vez por la misma esquina; Pepe buscaba dónde aparcar en plena calle.

-Hemos llegado –dijo al fin.

Estacionó el coche en un espacio que no parecía bastar, por lo que no sé cómo lo haría. El coche quedó estrechamente pegado a los otros dos coches. No vi personas de fisonomías mestizas o mulatas por los alrededores, todos parecían de verdad españoles. Efectivamente, mi maleta pesaba muy poco. Aunque iba a trabajar en Nueva York desde el primer momento, debía disponer de dinero suficiente para manejarme durante un mes, lo que me impedía pensar en comprarme ropa. Iba a tener que aceptar la de Pepe, siempre que no resultase demasiado ampulosa para mí.

La fiesta comenzó al día siguiente, en seguida después del desayuno que el padre preparó a las siete y media de la mañana. Llegó un hombre algo mayor que Pepe, de aspecto próspero y con algo de barriga.

-Este es Fraga –dijo Pepe, sin añadir el nombre de pila, que nunca llegué a averiguar-. Nos vamos con él a Chichiriviche, donde nos esperan otros dos paisanos.

La visita Chichiriviche la recordé toda la vida. Por todo, los paisajes, los manglares, los canales y las islas. Fue una jornada extraña, navegando en un pequeño barco con otros cuatro hombres completamente desnudos, que se comportaron de modo desconcertante. Me gustó tanto, que más tarde fui muchas veces a Chichiriviche, pero aquel día manifesté que deseaba volver pronto a Caracas. Cansados del viaje, permitieron que me fuese a dormir, pero al día siguiente, cuando desperté, ya estaban Fraga y Pepe preparados para hacer de guías turísticos por la ciudad de Caracas.
  
Me llevaron a visitar diferentes puntos que ellos consideraban que me entusiasmarían, El Junquito, la Casa de Bolívar y una pista de patinaje sobre hielo en el Monte Ávila; no paraban de cruzar miradas de entendimiento entre sí, como si yo fuese un trofeo que se podrían disputar. Al atardecer, me llevaron a la Hermandad Gallega, un gigantesco club que ocupaba el espacio de unas seis manzanas. Había piscinas, pistas de tenis, frontones, locales sociales y demás, más una especie de teatro bastante amplio. Permanecimos mucho tiempo en el bar, bebiendo “viño do país” mientras comíamos tapas que ellos encontraban parecidas a lo que podían consumir en Galicia. Me dieron varias veces ganas de orinar, y allá que vinieron ellos conmigo… “Caracas es muy particular, no vaya a ser que alguien se meta contigo”. El urinario era una canaleta metálica, de unos cuatro metros de largo, sin ninguna división para salvar la privacidad. Al orinar, uno se exponía a la contemplación de los demás usuarios del urinario, al tiempo que podía contemplar todo lo que quisiera. En cada ocasión que fui a orinar, Pepe a un lado y Fraga en el otro, permanecieron pegados a mis hombros mientras exhibían sus semi erectos penes. El de Fraga no llegué a verlo del todo, pero Pepe ostentaba un pene oscuro muy voluminoso, que masajeaba con fuerza. Era evidente que querían que los viera, porque se apretaban a mis hombros dando algunas sacudidas. Contra mi voluntad, acudió a mis genitales una erección imperiosa a pesar del miedo. Noté que Fraga se mantenía estático, pero Pepe se apretó a mí de un modo muy obvio y sensual. Sentí que podía tener un orgasmo en el momento que Pepe me puso la mano en la nuca. Agaché la cabeza, le di un empujón con el codo y huí hacia la barra de la cafetería de la hermandad.

A la mañana siguiente, sufriendo una resaca imponente, decidí que ya había tenido bastante. Necesitaba meditar si me iba a Nueva York en seguida. Pretexté el deseo de explorar mis posibilidades de trabajar en Venezuela, lo cual era completamente falso pues anhelaba marcharme cuanto antes, y fui a visitar un par de agencias de publicidad. En J. Walter Thompon no me hicieron caso cuando les dije que tenía contrato para trabajar en Nueva York, pero en Young and Rubicam se interesaron por mí. La recepcionista me pidió que esperase, “porque va a entrevistarle el director creativo”, lo que me hizo permanecer arrellanado en un mullido sillón durante más de hora y media, tiempo durante el que la muchacha me lanzó toda clase de mensajes mudos. Era sumamente sensual, esa clase de mulata clara muy exuberante que protagonizaba los spots publicitarios. Curiosamente, en ningún momento me sentí nervioso, sino todo lo contrario. Persistía el desconcierto por lo ocurrido la noche anterior en la Hermandad Gallega, y prevalecía en mi ánimo la urgencia de encontrar la manera de que tales insinuaciones no progresaran, dado que, en cualquier caso, tendría que permanecer todavía varios días en la casa de Pepe. El director creativo que me entrevistó, un argentino cuyo pelo estaba teñido de rubio muy evidentemente, me aseguró que si deseaba quedarme en Caracas podría trabajar con él. Me sentí bastante ufano, expresión que debía de notarse al salir; la recepcionista me dijo:

-No te vayas sin verme.

De pronto no lo capté, pero mientras me hablaba ella introdujo un papelito en mi bolsillo. Comprendí cuando ya bajaba en el ascensor. No se traba de cuando me fuera de la agencia, sino de Venezuela. Cuando por la tarde me habló Pepe de nueva salida nocturna con sus amigos, lo desalenté de inmediato y con sequedad, asegurándole que tenía una cita con una caraqueña. Su expresión fue antológica. Yo me acicalé a fondo y llamé a la muchacha desde un teléfono público; me respondió en seguida que fuese a esperarla a la salida del trabajo. Se llamaba Dunia; me miró de manera muy fija al aparecer  en el portal, lo que me permitió observar que usaba lentillas de color verde. No hice ningún comentario pero esa observación rebajó mi entusiasmo. Nunca me han gustado los artificios.

Quízá por esas lentillas que en algún momento me parecieron murallas, no llegó a pasar lo que yo deseaba que pasase, antes de encontrarme cenando con Pepe y su padre. Respondí con evasivas todas las preguntas. Las expresiones de Pepe eran un catálogo de humores contradictorios, de los celos al cotilleo.  

Pudo más una forma rara de pereza que mi miedo, por lo que no tomé ninguna iniciativa nueva y permanecí en Venezuela todo el mes de enero. Un mes de intensos “programas turísticos” por casi todo el país. Conocí cayos blancos como nubes varadas en el mar, deslumbrantes; un archipiélago indescriptible llamado Los Roques, donde unas curiosas lagartijas negras eran completamente sociables con los humanos; playas recoletas y playas infinitas; plagas de mosquitos que llamaban “jején” y que se afanaban por devorarme; aldeas playeras con nombres imposibles, como Chuspa, refugiadas en una selva que se desbordaba en el mar; la isla de Margarita cuando todavía no se había vuelto tan turística; el inmenso lago de Maracaibo cuya superficie doblaba la de la provincia de Málaga; los pozos de petróleo como castañuelas negras; las lagunas menguantes de los Llanos, donde pululaban los caimanes y los capibaras. Alguien, hasta alquiló una avioneta para mostrarme los tepuyes, un paisaje único en el mundo, donde bramaba la catarata más alta de la Tierra, el Salto Ángel. A pesar de mis prejuicios iniciales, la dinámica “turística” de mi visita desdibujó mi capacidad de permanecer alerta frente a las pasiones que provocaba sin proponérmelo. Prácticamente, dejé de pensar en las insinuaciones de Pepe y disfruté intensamente de experiencias que nunca antes había vivido, como nadar en aguas procelosas e infestadas de tiburones; bucear (superficialmente) en bajíos llenos de meros, langostas y otras delicias; patinar sobre hielo en una pista situada en la cumbre de un monte tropical; recorrer un pueblo tirolés en un monte de Caracas; vivir como si él único objetivo fuese ése, gozar. Fue un mes que jamás podré olvidar.

Llegó el momento de viajar a Estados Unidos según el acuerdo con J. Walter Thompson, y bajo una luz crepuscular fea, sucia y poco amigable, me encontré aterrizando en el aeropuerto de Nueva York. Mucho antes de salir al exterior, comprendí que tenía que cambiarme de ropa en seguida. No me gustaba lo que Pepe me había regalado, pero estaba necesitado de usar sus cazadoras de piel muy poco masculinas, sus ponchos confeccionados con pelo de llama y otras particularidades semejantes. No llegué a deducir si Pepe habría aprovechado la oportunidad de desprenderse de ropa que quería tirar o si habría maquinado que me caracterizara de inmediato en la ciudad como una presa asequible. La cuestión fue que, sin descartar las miradas que me dedicaron en la Séptima Avenida por Times Square, me sucedieron varias anécdotas los primeros días, como una noche que fui a cenar en un restaurante de la Tercera avenida, célebre por los artistas que lo frecuentaban; llegué junto a un cubano que trabajaba en el estudio de la agencia de J. Walter Thompson y mi entrada fue como salir a un escenario; todas las miradas convergieron en mí, a pesar de que se trataba, según me dijo el cubano, de gente a quien pocas cosas escandalizaban. Miraron, no sé si con interés o burla, el poncho que me cubría. Curiosamente, era tan grande mi sorpresa que el miedo no tuvo espacio para surgir en mi semblante. Nunca confirmé si realmente sería frecuentado ese restaurante a diario por artistas famosos, pero esa noche alcancé a ver sentado junto a una de sus mesas al actor Warren Beatty, que, por cierto, no volvió la cabeza para mirarme.

El quinto día, nevó. Todavía no había empezado mi contrato en la agencia, por lo que la ley me obligaba a esperar once días. Respondieron que no a mi solicitud de asistir al estudio gratis, como si ya hubiera comenzado mi empleo, con objeto de ir acostumbrándome. La rigidez legalista era tremenda. Me dispuse a conocer varios museos e ir adaptándome a vida neoyorquina durante esos once días. La sexta mañana, vi nevar desde mi ventana del hotel Wellington; admirado, quise estar de inmediato bajo los copos, que eran abundantes. En seguida que salí me di cuenta de que los ligeros zapatos brasileños eran demasiado “sutiles” para andar sobre una nevada, pero no me arredré. Desde la calle 55, hasta Times Square, que está sobre la 42, eran trece manzanas, aunque pequeñas, por lo que me empeñé en caminar ese kilómetro escaso; antes de llegar a la calle 45, sentía los pies a punto de congelación. Me refugié en un cine pornográfico de la calle 44, esperando que cesara la nevada y se derritiera en seguida, que era lo que me contaban que ocurría con frecuencia. Pero cuando volví a la calle, después de ver una película entre gente que gemía escandalosamente mientras muchos tíos se masturbaban sin ningún recato, la nevada continuaba. Los tenderos acostumbraban a amontonar la nieve caída ante sus escaparates, situándola en el bordillo de las aceras. Sólo habían transcurrido dos horas, pero ya se habían formado montones de ese tipo en casi todas las aceras que podía vislumbrar. Curiosamente, la contaminación había pintado de negro la mayoría de los amontonamientos, un reborde negro con apariencia de lóbregos túmulos. A cada paso, el frío que calaba mis pies me hacía pensar en el frío vivificante y pasajero de los mares de Venezuela, cuando me lanzaba junto a los amigos de Pepe a la aventura incierta de una inmersión en aguas revueltas. Como si tratara de levitar, me dispuse a caminar de vuelta hasta el hotel, porque no era hora de conseguir un taxi junto a Times Square. 
Pareció una odisea de película de terror; mis pies se estaban congelando y cuanto veía lucía feo y desagradable. Ansiaba tumbarme en cubierta durante una de aquellas travesías en yate por los cayos, islas y selvas venezolanas. Disfrutar como un rico ocioso de una vida que jamás podría recuperar. No podía creer lo que soñaba; tan escéptico que había permanecido casi todo aquel mes tropical, ahora lo añoraba como una necesidad insoslayable. En cuanto llegué a mi habitación metí los pies en la bañera y abrí el grifo de agua caliente. Una vez que me sentí reanimado, descolgué el teléfono y pedí llamar a Caracas. Respondió el padre de Pepe contándome que su hijo tardaría en volver. Aunque presentí que era inútil, llamé dos veces más esa tarde hasta que, por fin, resolví tener paciencia hasta informarme de que ya era noche cerrada en Caracas. Cuando conseguí comunicar con Pepe, me dijo:

-¿Es que has dudado por un momento que yo quiera que vuelvas a Caracas?

-Yo… me da mucho apuro.

-Déjate de huevadas. Tú vente deprisa.

-No tendré trabajo, Pepe.

-¿No te habían casi comprometido en una agencia de aquí?

-Sí, pero era para empezar en seguida y, además, ya le dije al tal que tenía que venirme a Nueva York. No creo que le gustara mucho mi negativa a trabajar con él.

-Tú no te preocupes. No importa si tienes que quedarte en casa algún tiempo sin trabajo.

-Claro que me preocupo, Pepe.

-Déjate de tonterías. Si no encuentras trabajo pronto, a lo mejor yo podría facilitarte algo entre mis amistades.

-¿En publicidad?

-No, qué va. Pero seguramente encontraré quien te pague un buen sueldo.

-¿Para hacer algo distinto a mi profesión? No puedo, Pepe. Sería un modo de rendición.

-Bueno, pues tú vente y ya veremos. ¿Sabes que puedes contar conmigo hasta en las peores circunstancias?

Tomé el primer avión a Caracas que pude encontrar. Durante el viaje, tuve tiempo de pasar por toda clase de sentimientos y emociones, estupefacto, lleno de nuevo de las inseguridades de toda mi vida, que se multiplicaban de hora en hora. Volvió el miedo con toda su intensidad y renovados dolores. No me fijé en los demás pasajeros ni miré apenas el paisaje por la ventanilla. Prevalecía mi perplejidad por lo que estaba haciendo, salirme de mi propio programa, tal como me había ocurrido cuando salí para Buenos Aires, pero ahora lo hacía voluntariamente. Encontré toda clase de motivos para hacerme reproches y mi subconsciente decidió paralizarme de terror mientras anunciaban por la megafonía que íbamos a llegar a Venezuela. Cuando aterrizamos en Maiquetía, ya era de noche. Me alegró sentir el calor que, con otro humor, me habría parecido insoportable. Pepe me esperaba con la mirada intensamente fija en el lugar por donde yo iba a salir. Se había vestido como si fuera a una cita prohibida: pantalones ajustadísimos que revelaban claramente sus genitales, camiseta apretada de modo que se marcaba hasta el más insignificante de sus músculos; las casi inexistentes mangas dejaban desnudos los potentes brazos exhibicionistas. Me sonrió con intimidad turbadora. Me fijé en que varias de las personas que esperaban a su lado lo miraban de reojo, como preguntándose quién podía ser.

-¿Vas a un concurso? –pregunté.

-¿Qué quieres decir? 

-Parece que fueras a concursar para Míster Venezuela.

-Soy demasiado mayor para esas tonterías. Mira cómo están mis bíceps hoy, que he entrenado a fondo.

Había entrenado pretendiendo hincharse para mí, evidentemente. Pero ante la indeterminación sobre cuál iba a ser mi futuro inmediato, no podía permitirme ironizar. Detestaba verme obligado a depender de Pepe.

-Sí, Pepe, tienes brazos de Steve Reeves. Enhorabuena.

-Tienes que venir conmigo al gimnasio. Te sobra estructura.

Eludí comentar, mientras me apresuraba hacia la salida. Pepe me contempló un momento, antes de poner el coche en marcha. En vez de enfilar hacia la carretera, advertí que se dirigía hacia un grupo de árboles bajos llamados uva de playa, que abundan en el litoral venezolano; en aquel rincón crecían también cujíes y, sobre todo, guamachos muy apretujados entre sí. Se trataba de un sotillo muy umbroso, donde quedamos ocultos al tráfico. Pepe puso su pesada mano derecha en mi nuca y me obligó a torcerme hacia él; inesperadamente, me besó en los labios, un beso que me supo a hiel.

Me acababa de obligar a cruzar un umbral inédito y reiteradamente eludido. ¿Qué me esperaba más allá, la gloria o el infierno?