miércoles, 26 de diciembre de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA. 12- ¿Imposible salir del Brasil?


CUENTOS DE MI  BIOGRAFÍA.

12- ¿Imposible salir del Brasil?

Luis odiaba sentirse mareado a causa del alcohol, que no metabolizaba bien, y todos los encuentros con Xico en Umbanda habían acabado en eso, en un insoportable desequilibrio con vomitonas de ebrio. Xico no se mareaba, o fingía no marearse, tras beber botellas enteras del desagradable ron blanco; decía que esa facultad se debía a que quien bebía en realidad era el espíritu que tomaba posesión de él. Las pocas veces que Luis transigió con asistir al rito de Umbanda, Xico había repetido el beso con la boca llena de licor, que traspasaba sin advertencia a la boca de Luis; este sentía el impulso de escupir pero lo tragaba a causa de un indefinido terror a cuanto le rodeaba. E invariablemente, se mareaba. Mejor dicho, se emborrachaba con una intensidad muy desagradable. Temía a los supuestos poseídos sudorosos y vestidos de blanco que  bailaban sin cesar en círculo, en la dirección contraria de las agujas del reloj,  y siempre Luis se encontraba en el centro del baile giratorio, porque Xico lo había ido situando disimuladamente en ese lugar. “En algún momento llegará a tu mente tu poder de médium, y entonces nos deslumbrarás a todos”, le decía. Luis no creía que tal cosa pudiera pasar, por lo que el resto del tiempo que duraba el rito lo experimentaba como una especie de pesadilla escalofriante.

Durante meses, Xico fue una obsesión amenazadora, mientras la única idea que martilleaba las sienes de Luis era cómo arreglárselas para salir de Brasil. El bello joven y sus padres disfrutaban un nivel económico al que Luis no podía aspirar, aunque comenzaba a ganar algo más a causa de que un directivo de Voskwagen exigía a la agencia que él –personalmente- realizara cierta caricatura como “arte final”, pero en su condición de “bocetista” los sindicatos no permitían que hiciera artes finales, de manera que los tenía que dibujar de noche, en su casa, como “free lance”; pero a pesar de la inesperada prosperidad, resultaba muy pobre comparado con el bienestar y la altura social de la familia de Xico. Y la salida de Brasil constituía todavía una ilusión más que un proyecto. Los trabajos de “free lance” no aumentaban la cuenta bancaria como para que pudiera marcarse fecha para el abandono del país.

Xico era una sombra omnipresente, una especie de centinela empeñado en acercamientos que Luis eludía de modo impertinente, a veces, inclusive extravagante, porque Xico se había convertido voluntariamente en una mosca cojonera, ingrata por su insistencia. Lo veía ocasionalmente, al salir del trabajo, desde la penumbra del vestíbulo del edificio, y corría en cualquier dirección que le permitiera eludirlo. No quería escucharle hablar de su convicción de que era un  médium, que le parecía una de las cosas más improbables que nunca le habían dicho. Las personas del rito de Umbanda, que pretendían recibir los espíritus de muertos del purgatorio, le parecían farsantes cuando podía reflexionar sin estar dominado por el miedo que sentía junto a ellos.

Xico era un farsante, cuyo empeño por conquistarle no comprendía. A primera vista, solía dar la impresión de ser sólo un joven de familia acomodada, frívolo, vanidoso y engreído, dispuesto a coger cuanto estuviera a su alcance; que era casi todo cuanto veía, porque quienes le conocían sólo superficialmente le adoraban además de desearlo. Su madre era una farsante, seguramente convencida de que beneficiaría a su iglesia la integración de alguien como Luis, no conseguía suponer por qué. Los dos eran farsantes que disimulaban con mística lo que probablemente sólo era deseo sexual. Estaba convencido de que Xico deseaba que él se le entregara rendido, voluntariamente, no a causa de su insistencia. Seguía sin comprender cómo alguien como él, con tantos atributos, podía desearlo. Era tan hermoso, tan dotado, que estaba convencido de que le haría sentir intimidado si transigía. Nunca conseguía imaginar que alguien tan extremadamente bello pudiera ansiar un encuentro sexual con él. No podía ser, escapaba a todas las referencias de su vida.

Recibía mensajes constantes de Xico, muy intensos y apasionados, cuartillas escritas con afán, muy extensas, que nunca respondía. Lo único que importaba era encontrar el medio de salir de Brasil. Xico era una luz refulgente al final de un largo túnel de imposibilidades encontradas durante toda su vida, una luz demasiado cegadora cuyo brillo no podía soportar. La insistencia de Xico, su constante espera ante la puerta del edificio, produjo habladurías en la agencia de publicidad. Uno de los directivos, pertenecía a la iglesia de la madre de Xico y, al pedir información a su secretaria, descubrió la aversión, los esquinazos y las jugadas de escape de Luis. En respuesta a sus preguntas, Xico le había convencido de que Luis era médium, un médium que la iglesia de su madre necesitaba.

-Luis –le dijo su jefe más inmediato una mañana-. Te llama Rico da Fox a su despacho. Ve en seguida, no vaya a enojarse.

Rico da Fox, era muy importante en la agencia pero Luis no sabía exactamente por qué. Tal vez fuera un “director de cuentas” de mucho éxito o, quizá, podía hasta ser accionista. Debía de tener menos de cuarenta años, cultivaba su cuerpo en sesiones constantes de gimnasio, no era bello sino muy atractivo, hablaba susurrante y sugerente, con voz de actor cautivador, y vestía como un modelo publicitario de veinte años. Luis ignoraba si estaría casado.

-Tu apellido es Melero, ¿verdad? ¿Alguien te ha dicho que tienes origen sefardita?

-¡Qué dice usted! ¡Qué va!

-Sí, tu antepasado más antiguo es un judío de la Alcarria, del siglo XV. Está documentado. ¿Nunca te lo ha dicho tu padre?

Demoró unos instantes en responder, mientras examinaba la expresión de Rico en busca de un atisbo de broma o algún detalle que justificase el interrogatorio. Ya en Argentina, donde trabajó en tres agencias cuyos propietarios eran judíos, alguien había aludido también a esa posibilidad, lo que le pareció estrambótico. Rico no sólo sobresaldría entre la mediocridad, sino que era verdaderamente excepcional; sin ser realmente bello, era uno de los hombres más atractivos que Luis había visto nunca. Tenía una forma particular de usar sus armas de seducción, como si no se diera cuenta de que las poseía y como si no fuera consciente de están empleándolas. Se miraba a sí mismo con displicencia y cierta periodicidad, como para comprobar que todo continuaba en su sitio; las manos extremadamente viriles, la brevedad de una cintura donde sobraba demasiada tela de la camisa, el abultamiento evidente de los genitales que no parecía pudoroso de exhibir, el abultamiento de unos muslos evidentemente cultivados en el gimnasio, el brillo de los zapatos que siempre parecían acabar de salir de la tienda, el tono de una magnífica voz que trataba de hacerse arrebatadoramente confidencial al acercar los labios a sus sienes y oídos, susurrando como si quisiera arrebatarle el alma.

Luis llegó a la conclusión de que el importante directivo estaba seduciéndolo con el fin de atraparlo, aunque todavía se sentía incapaz de comprender por qué. Resistirse y negarse sería una manera de poner fin a la modesta prosperidad que los “free lances” de Volkwagen le proporcionaban o tal vez perder el empleo. ¿Pero qué podía resultar de rendirse? En su imaginación, aparecía el sometimiento esclavizador a todo cuanto había eludido los últimos años: el riesgo de aposentarse fuera de España, la posibilidad de volverse alcohólico, como le parecían muchos umbandistas, la aceptación del apartamiento definitivo de unas raíces que nunca había dejado del todo ahondar en ningún sitio. Nada de eso formaba parte de sus planes; quería volver, aunque nunca se preguntaba por qué deseaba tan vehementemente regresar a donde le habían hecho tan desgraciado.

Nunca había sido feliz en España. Torturado todos los años de su niñez, despreciado y perseguido durante la adolescencia, acusado siempre de actos que nunca había cometido. No tenía ningún sentido que le hubieran difamado y calumniado tanto. En el barrio, en la escuela y su propia familia, empezando por su propia madre. Sólo Jorge, aquel policía de Barcelona, le había hecho sentir valioso; siempre se sintió muy especial a su lado. Forzaba su memoria en busca de algún detalle que le revelase que también Jorge lo había deseado, sin llegar a darse cuenta nunca.

Permanecía sentado mientras el Rico paseaba de pie a su alrededor, como un gallo que expusiera sus mejores galas de apareamiento. Sonreía levemente sin dejar de examinarlo con la mirada, como si buscase algo en su físico o su postura. Tal vez –se dijo Luis-, procuraba encontrar un detalle que justificase el apasionado interés de Xico; miraba descaradamente su entrepierna, como calibrando el volumen, y también lanzaba miradas esquinadas hacia el culo, los muslos y el cogote. 

-Mi padre no me dijo nunca nada de eso –respondió Luis sobre su improbable judaísmo- y además, habló conmigo en muy pocas ocasiones.

Sólo recordaba de su padre con claridad las veces que lo había lanzado contra la pared como si quisiera romperlo, sus patadas en los riñones infantiles, los puñetazos contra un rostro casi del mismo tamaño que los puños…

-¿Te maltrataba?

Luis bajó los ojos. Sintió que se ruborizaba.

-Ya veo –musitó Rico agachándose en cuclillas junta a su asiento, y depositando la mano en su cuello de una manera íntima, cálida y húmeda-. Lo siento, chico, Debió ser terrible. ¿Te maltrataba por ser distinto, sin darse cuenta de tu verdad? De todos modos, ese sufrimiento es el que ha desarrollado todavía más tus facultades. La vida  y el sufrimiento te han hecho especial. Ahora no debes rehuir a los espíritus que te invocan.

Luis permitió que el presentimiento se convirtiera el convencimiento. Rico estaba hablándole por encargo de la familia de Xico. Su perplejidad no tenía medida. Nadie podía gastar tanta pólvora en cazarlo. Decidió que hablaría lo indispensable durante lo que durase la reunión y no asentiría a ningún consejo ni propuesta de Rico. Pero este le pasó el pesado y robusto brazo por la cintura, acercó la boca a su oreja y murmuró:

-Ansiaría que vinieras a la próxima ceremonia de Inés. Te lo prometo, me harías muy, muy feliz. ¿Querrás complacerme?

Luis calló sin asentir. Tras unos minutos, Rico volvió a ponerse de pie, pasó tras el escritorio y se sentó, mientras le decía:

-Vuelve al trabajo, Luis, y piensa en lo que te he dicho.

Faltaban cinco días para el rito, cinco días de zozobra e indecisión que parecieron insoportables. Temía que Rico tomase represalias contra él. Podía quedarse sin los encargos “free lance” de Volkswagen o, mucho peor, perder el empleo, puesto que  desviarse de la familia de Xico había impedido que el amigo militar actuase en su favor. Continuaba siendo un trabajador extranjero indocumentado, demasiado vulnerable ante alguien como Rico. Por ello, indagó discretamente sobre la personalidad y el trabajo de éste. Algunos creían que podía ser homosexual, pero eran mayoría quienes afirmaban que era un conquistador incansable de las mujeres más bellas de São Paulo. Soltero, poseía un enorme apartamento “penthouse” en uno de los edificios más altos de la ciudad, en cuya azotea aterrizaba a diario el helicóptero particular que lo llevaba a la agencia. Le vinieron a la mente palabras que rehusó de inmediato: mafia, narcotráfico, corrupción política…  

Durante esos cinco días, eludió la posibilidad de cruzarse con Rico. Miraba a izquierda y derecha antes de doblar una esquina, escuchaba a las secretarias para averiguar dónde había reuniones ejecutivas, trataba de ilustrarse por los comentarios de las secretarias, aunque sin preguntarles. Ensayaba sus movimientos por los pasillos de la agencia, para estudiar el modo de no aproximarse siquiera a las zonas donde Rico pudiera estar.

Pero la tarde del día que iba a celebrarse el rito, la secretaria de Rico le trajo un sobre que depositó en silencio sobre su tablero. La muchacha, bella como una modelo de televisión, lo miró como si quisiera averiguar qué podía ser él que a ella se le hubiera pasado por alto. Luis tamborileó varios minutos para contener su curiosidad.

“Caro Luis.
Al fin de la tarde no bajes a la calle. Sube a la azotea, porque voy a llevarte en mi helicóptero a la iglesia de Inés. No te preocupes por la ropa. He dispuesto para ti uno de mis trajes de Umbanda; es de seda japonesa, por lo que te ruego que te des un baño profundo antes de la hora de salida. No te pongas ropa interior. Perfúmate, porque voy a darte una sorpresa”.

Estaba atrapado. La necesidad de salir de Brasil ya era urgente, debía producirse cuanto antes Se topaba frente a dos fuerzas que podían aplastarlo como un chicle usado. Xico y su familia, y Rico. Le parecía incomprensible que una persona como Rico creyera en Umbanda, antes de conocerlo no sabía que ese rito tuviera predicamento más que entre las clases marginales. Por lo que había leído hacía más de un año, se trataba de una religión traída por los esclavos africanos de los siglos XVIII y XIX; un descendiente de judíos italianos, guapo y rico, no encajaba en la idea que uno podía hacerse sobre los umbandistas. Rico no podía dejar indiferente a nadie, y seguramente había legiones de gente, hasta en la propia agencia, dispuesta a no ser indiferentes y acatar cuanto Rico dispusiera, porque lo suyo no era sólo seducción erótica, sino exhibición ostentosa de poder; poder que se presentía más que constatarlo en alguna decisión, como una gigantesca e invisible cola de pavo real adornada con monedas de oro.

Luis no tenía escapatoria, porque sus ahorros no cubrían todavía ni el precio de un pasaje a cualquier parte, y mucho menos para el tiempo de resistencia que imponía emigrar a un nuevo país. Cuando llegara a otro país, siempre tendría que peregrinar uno o dos meses en busca de trabajo, lo que exigía disponer de ahorros. Rehusar la “invitación” de Rico podía representar su expulsión de la agencia.

Pidió permiso para bañarse en uno de los baños de su planta, permiso que demoró más de media hora en llegarle. Podía hacerlo, pero tenía que limpiar escrupulosamente al terminar, ya que los limpiadores trabajaban sólo las mañanas.

Tenía el pelo mojado cuando salió del ascensor en el piso cincuenta y dos. Rico estaba a pocos pasos del ascensor, conversando con una mujer vestida como para matar. Traje largo de satén blanco, escotado por detrás casi hasta la cintura, pechos descubiertos al cincuenta por ciento, perfume derramado a diez metros a la redonda… Sabía que había sido una de las modelos mejor pagadas de Brasil, aunque ya no ejercía. No sabía más de ella, salvo que no podía haber muchas mujeres en el mundo que superasen su belleza ni las líneas de su figura. Rico le sonrió diciéndole por señas que se acercase.

-¿Conoces a Vilma?

-He leído mucho sobre usted. Mucho gusto.

-Oh, eres un cariñito. Rico me ha contado bastante sobre ti, pero eres muy superior a lo que me ha contado –hablaba pastosamente, sacando la lengua, sin parar de mirarle de arriba abajo.

Luis se ruborizó. Rico comentó:

-¿No es la pura imagen de Iemanjá?

Luis asintió, mientras observaba lo mucho que abultaban los pezones tras la resplandeciente tela. A continuación, Rico dijo con tono imperativo.

-Vamos, es la hora.

En vez de sentarse Vilma en medio de los dos, Rico agarró el brazo de Luis para que se sentara a su lado. Acercó la boca a su oído para musitarle:

-¿Te gusta la sorpresa?

Luis enrojeció. Vilma era un cebo; ¿qué estaba urdiendo Rico? Cuando llegaron al templo, ocurrió como la primera vez que Luis fue. No habían iniciado la ceremonia pero los timbales comenzaron a sonar en cuanto entraron. Como siempre, poco a poco e insensiblemente lo condujeron al centro de la pista; el traje de Rico se volvió transparente en seguida, el de Xico tardó un poco más, pero la falda abierta de Vilma revelaba completamente en cinco minutos el tanga de color ciclamen, pero no el corpiño, que parecía estar confeccionado por dentro con una tela más gruesa. Esperaba que en cualquier momento los pezones fueran visibles del todo, pero no ocurría. Rico no paraba de rozarle, empujarle o murmurarle alguna que otra palabra en italiano, que Luis continuaba comprendiendo bien. Ella, sencillamente acercaba la mano a su pecho y la bajaba poco a poco hacia la entrepierna, mientras le miraba con interés a los ojos. Antes de que Xico le besara, como otras veces, con un buche de ron, lo hizo Rico y, a continuación, Vilma. Bajo el enorme galpón, una grada semicircular ceñía el rito, dejando tras de sí rincones atestados de gente a oscuras. Al llegar el momento cuando Xico lo besó con ron, Luis sintió que su estómago no podía resistirlo.

-Perdonadme –dijo y corrió hacia el exterior, pues no sabía dónde estaba el baño. Aunque sentía la vejiga a punto de reventar, sólo pudo orinar un poco. Ni vomitar ni defecar, por lo que no se libró de la pesadez, y volvió a la pista sintiendo descomposición. Vilma lo envolvió entre sus perfumados brazos.

-Voce e bonito demais –murmuró mientras lo forzaba a restregarse contra ella.

Sin dejar de abrazarlo y acariciarlo por todas partes, fue llevándolo a pasitos hacia el fondo, hacia las zonas oscuras y atestadas de gente. Detrás de él, Rico fingía seguir el ritmo de los tambores mientras lo obligaba a desplazarse marcando el compás. Tras Vilma, Luis advirtió que también Xico participaba de la acción abrazando la cintura de la muchacha y acariciándole suavemente el pene. Juntos los cuatros, debían parecer una especie rara de insecto gigante.

Sin darse apenas cuenta, estaban en la oscuridad plena, donde además de los atronadores tambores se escuchaban gemidos contenidos. Las manos de Xico habían conseguido que el pene de Luis alcanzara la erección; notó otras manos que debían de ser las de Vilma, puesto que sintió una uña a punto de arañarlo. Con el tanga a medio muslo, ssintió que la penetraba empujado por varias manos.

Los rumores alrededor, de personas que componían una apretada multitud más numerosa que en la pista del rito, resultaban más estimulantes del deseo que sus propios reflejos táctiles. Llegó el orgasmo como una catarata, como un Iguazú que recorría su nuca, espalda y piernas. Rico trataba de forzar la resistencia de su mano para que tocara su pene, al tiempo que Xico y Vilma acariciaban el suyo sin dar importancia a los humores que había derramado.

Meses más tarde, se adormiló en el avión y gozó un orgasmo mientras revivía en sueños aquella sesión de Umbanda; abandonó el empleo dos días más tarde y había pasado el resto del tiempo trabajando en la filial de una importante agencia neoyorkina. La misma filial le había facilitado la visa estadounidense para trabajar un año en su central de Nueva York.         

viernes, 21 de diciembre de 2012

EN POCOS DÍAS... NUEVO CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA

En el próximo CUENTO DE MI BIOGRAFÍA, narro las penalidades que t6uve que superar para salir el Brasil.

Creo que mi contacto con Umbanda embarro toda mi vida de entonceds.

Publicaré el próximo cuento dentro de muy poco.

jueves, 20 de diciembre de 2012

VOY A DAR UN CURSILLO SOBRE EL OFICIO DE NOVELISTA


El título general será EL OFICIO DE NOVELISTA 

y constará de tres charlas en tres semanas consecutivas, con los temas siguientes:
1-La fabulación
2-Oficio y planificación.
3-El arte de escribir

Creo que podrán informaros mejor en el propio

CENTRO GENERACIÓN DEL 27  

teléfono 952 133 950

Ollerías, 34 - 29012 Málaga 

miércoles, 19 de diciembre de 2012

próximamente DICTARÉ UN CURSILLO sobre EL OFICIO DE NOVELISTA



EN FECHA PRÓXIMA, DICTARÉ UN CURSILLO EN EL CENTRO GENERACIÓN DEL 27.

El título general será EL OFICIO DE NOVELISTA 

y constará de tres charlas en tres semanas consecutivas, con los temas siguientes:
1-La fabulación
2-Oficio y planificación.
3-El arte de escribir

Creo que podrán informaros mejor en el propio

CENTRO GENERACIÓN DEL 27  

teléfono 952 133 950

Ollerías, 34 - 29012 Málaga 


martes, 18 de diciembre de 2012

LA MÁS HORRIBLE FORMA DEL MAL INTEGRAL

No dejes de leer el artículo de más abajo

ELLSWORTH TOHEY Y SUS IMITADORES SON LOS SERES MAS MALVADOS DEL MUNDO

sábado, 15 de diciembre de 2012

EL MAL EN TODO SU ESPLENDOR.



EL MAL EN TODO SU ESPLENDDOR
En España hay varios Ellsworth Toohey. Yo intimé con uno; no era uno de esos periodistas que triunfan clamorosamente sin haber ido a la facultad de Ciencias de la Información. No, él tenía un título primorosamente enmarcado en el saloncito de su apartamento. Aunque no es demasiado viejo todavía, ha vivido ya una larga biografía de periodista; ha escrito articulitos ocasionales en una revista de circulación nacional, artículos que gozan de gran seguimiento, pues disfruta de encendidos fans; también escribe ocasionalmente prólogos de libros especializados y goza de enorme influencia en el ambiente de una comunidad autocaracterizada, en la que ejerce de oráculo. Es muy compasivo y generoso; cuando topa con gente que se esfuerza mucho por conseguir difusión de su arte, no importa que sea muy mediocre porque este Toohey madrileño lo impulsará con denuedo; a veces logra que su apadrinado consiga algo, con lo que se gana el agradecimiento y la lealtad sin fisuras del que él considera “su protegido”. Lo hace con dibujantes, pintores, músicos, escritores y demás. Como es tan íntegro, lógicamente no disculpa jamás la menor “deslealtad”.  Para él hay muchas maneras de serle desleal, y una de las más graves es que el protegido demuestre que tiene talento. Eso no lo perdona jamás este Toohey patrio; alguien con talento es el ser más despreciable, vano y egoísta del mundo, alguien que desobedece sus solidarias directrices, que no admiten la menor rebeldía. Lo que importa es la masa, no el individuo. Si “protege” a un músico, este merecerá su aprobación si renuncia a su vocación y se convierte en un “contratado funcionario” de cualquier organismo público. Si “protege” a un escritor, este provocará su más santa ira si resulta que escribe buenos libros y se venden bien.   
El Poder es tan importante para él, que lo considera el único dios vivo. Poder político, económico, religioso o social. Su adoración de este dios excluye todo lo demás. El Poder puede pisotear a quien quiera, porque siempre tiene razón. No importa si una editora roba descaradamente a un autor; si este es pobre y la editora rica, el escritor será un despreciable, miserable y letal.
Cuando se mira al espejo, ve a un deseable hombre de mediana edad; no importa que a este lado del espejo haya un cincuentón desdentado y calvo, cuya cintura de más de metro y medio ha estallado ya dos veces por el ombligo. Sólo consigue ver en el espejo a un apolíneo hombre que todos desean.
Yo lo quise mucho antes de poder conocerlo bien. Pero según su valoración, lo traicioné. No hice nada que pudiera perjudicarle, nunca he hablado de él (esta es la primera vez que lo hago), pero no podría ser mayor el odio que me tiene, porque he vendido más de cuatro ediciones de algunos libros.  Ahora, os hablaré del verdeero Toohey
ELLSWORTH TOOHEY
El poseedor de tan curioso nombres es un personaje fundamental de la novela “El manantial”, de Ayn Rand, un libro de enorme impacto en los EE.UU. del siglo XX, origen de una importante corriente de opinión, inspiración de una maravillosa película que protagonizó Gary Cooper junto a Patricia Neal, y uno de los dos libros que más me han influido en lo personal.
La figura de Ellsworth Toohey, en su interrelación con los demás personajes de “El manantial”, es uno de los más atinados retratos del Mal sin paliativos. El Mal sin sombra de bien alguno. El Mal en todo su esplendor. Una forma mucho más real y palpable de la figura de Mefistófeles que la de Goethe, que en algunos pasajes de ”El manantial”, de apariencia inocente, produce verdadero terror. El Mal como cicuta disfrazada de miel. La supeditación de todo rastro de piedad al ejercicio perverso del poder. La carencia total de misericordia. La adoración del poder como lo único importante de la vida. El poder por sí, sin objetivos. El poder envilecedor, embrutecedor, como vemos con tanta abundancia. El poder no para realizar proyectos, sino sólo por el placer de mandar. Entre otros malvados puntos de vista, Toohey sostiene en la novela lo siguiente:"El problema básico del mundo moderno, es la falacia intelectual de considerar que la libertad y la coerción son opuestos. Para resolver los gigantescos problemas que agitan el mundo de hoy, debemos esclarecer nuestra confusión mental. Debemos adquirir una perspectiva filosófica. En esencia, libertad y coerción son la misma cosa. Les daré un ejemplo: los semáforos restringen su libertad de cruzar la calle cuando lo desean. Pero esa restricción les da la libertad de no ser atropellados por un camión. Si se les diera un trabajo y se les prohibiera abandonarlo, se restringiría la libertad de sus carreras, pero se les daría la libertad de no temer al desempleo. Siempre que se impone una nueva coerción sobre nosotros, automáticamente ganamos una nueva libertad. Las dos son inseparables. Sólo aceptando la coerción total podemos conseguir nuestra libertad total."
Tan venenoso personaje es muy complejo, pero trataré de describirlo brevemente, si no lo ha hecho ya el párrafo anterior. Lo que configura Ayn Rand es algo que vemos con frecuencia en los alrededores, aunque no solemos darle mucha importancia o tal vez ni lo vemos. Cuando una persona carente de virtudes y talento accede a una gran cultura, se sumirá en una contradicción angustiosa: tiene suficientes conocimientos para reconocer el talento, y por ello es capaz de darse cuenta de que él no lo posee. Con demasiada frecuencia, el mediocre consciente de serlo se vuelve un malvado corruptor de almas, cuando decide tratar de trasmutar sus carencias en virtud: “No tengo ni podré tener talento, pero adquiriré el poder de decidir quién avanza”.
El Ellsworth Toohey de Ayn Rand escribe una columna en un periódico muy famoso, una columna con la que se va convirtiendo, insensiblemente, en una de las personas más influyentes de Nueva York. Decide quién construye los principales edificios, quién expone en las mejores galerías, quién vende libros y quién lee poemas en los salones más exigentes. ¿Cómo lo hace? Muy sencillo: Utilizando la columna, va encumbrando a personajes sin ningún talento a lo más alto de sus respectivos oficios: arquitectura, poesía, música, pintura, etc., de manera que los convierte en rehenes. Esas mediocridades torpísimas dependen del alimento de prestigio que Toohey siga otorgándoles en su columna y, por consiguiente, son presas suyas. Lo lisonjearán. Se bajarán los pantalones ante él. Le harán la pelota. Harán lo que él les mande por innoble que sea y, de hecho, en tal dependencia de Toohey, de muchos influyentes hombres de “éxito” en el Nueva York de los años veinte, se basa el drama de la novela.
Ustedes se preguntarán si hay Tooheys entre nosotros. Y yo les respondería que abran bien los ojos. Acabarán oliéndolos entre escalofríos de pavor. Tal vez descubran voces malísimas cuyo éxito de ventas no tiene explicación, o artistas dando a diario la nota y que sólo quieren ser funcionarios, o rapsodas a los que se resalta a pesar de sus loores a la pedofilia o folclóricas que tienen buenas tetas y muy mal oído y, sin embargo, no paran de actuar. La lista sería interminable.
¿Qué se puede hacer contra los Toohey de nuestro mundo? NADA. En nuestra sociedad se acusa de “narcisismo” al individualista. El que sirve con denuedo su visión original de las cosas es un anarquista. Un creador en libertad está muy mal considerado, puede ser objeto de todo tipo de coacciones y felonías. He visto magníficas ideas individuales malogradas en multitudinarios “braintorms”, tanto que muchas veces me he puesto a llorar por la malversación del talento. La persona que sabe y sabe que sabe está muy mal vista entre nosotros. Se premia a quien hace luminosa ostentación de su ignorancia. Se respeta el ordenado conformismo y se pena a quien no acepte las injusticias. Quien haya trabajado en publicidad o en televisión (yo he estado en ambos) podría contar y no parar sobre pactos tácitos de mediocridades.
Lo cual daría para un congreso de filosofía.

viernes, 14 de diciembre de 2012

YA HE PUBLICADO EL NÚMERO 11 DE "CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA"



Se titula EL DESCONCIERTO DE UMBANDA.


Llaman Umbanda a una religión de origen africano muy extendida en Brasil. Sus ritos son muy espectaculares pero también insólitos.
Es difícil asistir por primera vez a uno de estos ritos sin sentirse sumamente impesionados.

PODÉIS LEER COMPLETO EL CUENTO EN LA ENTRADA ANTERIOR.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

11-EL DESCONCIERTO DE UMBANDA




CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA

11-El desconcierto de Umbanda

Me vi obligado a alternar con Xico muy a mi pesar. Fue tan insistente en sus esfuerzos por que lo aceptara a mi lado, que me obligó a sospechar toda clase de hipótesis: quería aprovecharse de mí por alguna razón malvada, trataba de que yo me metiera en asuntos sucios, tenía a la vista cualquier negocio ilegal para el que necesitaba alguien como yo,  pretendía meterme en un asunto peligroso…

Esta última idea prevaleció sobre las demás, sobre todo el día que me llevó a su casa y me presentó a su madre. Las “mães de santo” que había visto fotografiadas solían ser señoras gordas y mayoritariamente africanas o mulatas. La madre de Xico era una mujer que cuidaba su excelente aspecto, elegante, de tipo completamente europeo y evidente clase burguesa. Me sonrió con mucha dulzura sin tenderme la mano. Dijo:

-Bueno, ya era hora, ¿no te parece?

No supe qué responder. Evidentemente, me reprochaba haber retrasado el deseo de Xico de que fuese a conocerla.

-¿Debo tratarla de alguna manera especial? –No me decidía a llamarla “señora” o por su nombre.

-Inés será suficiente. ¿Cuál es tu apellido, Luis?

Ya estaba. Me repateaba las tripas la costumbre sudamericana de preguntar los nombres completos y los orígenes familiares a los recién conocidos, pretendiendo encuadrarlos socialmente para decidir a qué atenerse. Había desarrollado la costumbre de confundir a la gente, si el caso se producía en una fiesta o comida, recurriendo a la estratagema de sugerir procedencias sociales muy diferentes y antagónicas, de manera que los preguntones, sobre todo mujeres, se desconcertasen al conversar sobre mí e intercambiar datos. Ahora, contemplaba los ojos de Inés sin decidir si usar o no una estratagema. Sería inútil, porque ya había descrito a Xico mi situación y origen durante el viaje desde Río. Los ojos de Inés eran inquietantes. Aureolados de oscuro, examinaban como si pudieran desnudar.

-Mi apellido es Melero. No es muy común pero tampoco lo distingue ninguna exquisita alcurnia.

-Te equivocas, querido. No es un apellido común y tú tampoco lo eres.

Me senté porque me temblaban las piernas un poco y detestaba que se me notase. Me consternó que Xico se sentara en el apoyabrazos del sillón, rozándome con una actitud muy posesiva. Forcé un poco la postura para evitar que me echarse el brazo por los hombros, como parecía proponerse. Su madre demostraba haber meditado sobre mí y tomado decisiones. Este pensamiento me enojó, porque noté que estaba siendo sometido a examen y figuraba en un proyecto para el que no me habían consultado.

-Disculpe, Inés. No soy demasiado vulgar, pero tampoco destaco nada de nada. Soy un dibujante publicitario del montón y tampoco tengo preparación para ir mucho más allá.

-No desesperes. Todo llegará.

Giré un poco la cabeza, tanto para eludir los ojos de Inés como para descubrir la expresión embelesada de Xico al mirarme. Mi alarma crecía por instantes.

-Quienes te acompañan –añadió Inés- están muy orgullosos de ti. –me miraba como si hubiera algo voluminoso a mi alrededor-. Ni siquiera has llegado todavía a los pies de las fantásticas montañas que van a elevarte. Xico, querido, me alegra que por fin hayas aprendido.

-Gracias, madre. Como ya te he dicho, Luis es ahora mi principal objetivo.

Habían hablado de mí. Me habían desmenuzado y tomado decisiones que me concernían. Me sentí indignado, de manera que me alcé sin disimular mi enfado y abandoné el salón para buscar la salida de la casa sin demora. Oí que Inés detenía a Xico, que parecía empezar a correr detrás de mí.

-No te alarmes, querido. Volverá.

São Paulo es una ciudad de un urbanismo no sólo gigantesco, sino fantásticamente desordenado. Había llegado en el coche de Xico y no tenía ni la menor idea de cómo regresar al centro, donde vivía. Me maldije a mí mismo, porque iba a tener que pagar un taxi y daba la impresión de que me encontraba en un sitio apartado. Antes que nada, debía dar con una avenida por donde circulasen taxis, que por supuesto serían volkswagens.

No conseguí decidirme; todas las calles de la urbanización me parecían iguales, ninguna aparentaba conducir hacia una zona con mayor movimiento. Volví sobre mis pasos, a ver si Xico o su madre, o una criada, podían orientarme. En cuanto abrí la verja, y aunque la luz del porche estaba apagada, distinguí tras la penumbra a Xico, parado ante la entrada de su casa con los brazos en jarras. Estuve a punto de volver a marcharme, pero no sabía hacia dónde.

-¿Sabes que vas a ser el amigo más importante de mi vida, no? –preguntó Xico con tono muy gutural.

-¿Cómo se te ocurre decir una cosa así, Xico? No te he dado ningún motivo para que tengas esa idea.

-Me has dado todos los motivos, Luis. Mi madre te adora.

Me detuve. Inés era muy atractiva, pero debía de tener algo más de cuarenta años. Vestía exquisitamente y se hacía maquillar por una profesional o ella había aprendido a hacerlo de un modo formidable.

-¿Quieres decir… que le gusto a tu madre?

Xico tardó unos segundos en responder, mientras me escrutaba con un gesto que podía ser calificado de divertido, sobre todo por el brillo de sus ojos, ya que su boca se fruncía fingiendo desagrado.

-¿Sugieres que mi madre quiere acostarse contigo?

No respondí. Era incapaz de formarme una idea de lo que había ido a hacer allí.

-¿Qué te hace tener tan pobre opinión de ti mismo, Luis?

Me desagradaba la facultad de ver dentro de mí que Xico había exhibido desde el comienzo; estuve a punto de reconocer que esperaba tener algún día dinero suficiente como para someterme a un psicoanálisis. En vez de hacerlo, dije:

-Xico, no consigo comprenderte. Ignoro lo que quieres de mí, no pareces homosexual ni un pervertido, ni un traficante de drogas. No consigo entender por qué te intereso tanto.

-Pues yo te ayudaré a entenderlo. Y no tendrás que consultar a un psicoanalista.

Me estrujé las sienes para recordar si, desde que lo conociera, había aludido yo en algún momento a ese proyecto, del que no le hablaba a nadie. En vez de desconcierto o sorpresa, volví a sentir aquella clase de tensión que me estrujaba las clavículas, todo el dorso y las corvas. Xico sonreía con lo que parecía displicencia, y me enojé.

-Xico, no quiero volver a verte. Eres demasiado presuntuoso para mí, una clase de personaje que jamás he soportado. Guapo, rico y engreído. No te falta nada para ser lo suficientemente frívolo como para que yo no quiera saber nada de ti, y mucho menos ser tu amigo.

Salí del jardín tan rápidamente como pude, porque lo había insultado en su propio “reino”, y si era tal como yo lo había retratado, lo normal hubiera sido que saliera en defensa de su honor y me machacara a golpes, porque era mucho más fuerte que yo. Pero aunque no volví la cabeza, noté que permanecía parado y olía de lejos a desconsuelo. Me arrepentí de inmediato, reconociendo que mis complejos se habían anticipado a mi propia voluntad. Pero no me arrepentí lo suficiente como para regresar. Caminando en línea recta, tardé mucho rato en dar con una calle por donde pasaban taxis. Cuando me acosté, di vueltas en la cama durante horas, estaba muy enojado. Y hacía calor. Con el ánimo alterado, me resultaba imposible dormir. Salí de la cama y me senté en el único sillón de la modesta habitación, vestido sólo con un calzoncillo; esperaba sentir aflojar el calor de modo que me apeteciera volver al lecho. ¿Qué clase de autosuficiencia había inspirado a Xico la idea de que podía manipularme? ¿Por qué había tenido que elegirme para lo que fuera? 

Tras mi jornada de trabajo de la mañana siguiente, me afané lo bastante y con la suficiente intensidad como para no recordar demasiado a Xico ni la extraña escena de su jardín. Edison Barreto me hablaba sin parar de su novia, con la que había reñido la noche anterior, y Max Shety no paraba de comentar la representación de “Cementerio de automóviles”, de Arrabal, que había visto la tarde de ayer. Edison tenía la costumbre de sobarse la entrepierna cuando hablada de su novia, lo que parecía un gesto involuntario; Max no hablaba jamás de Desiree, su novia, probablemente porque ella lo esperaba siempre a la salida del trabajo, tanto a mediodía como por la tarde. Sin embargo, cuando faltaba poco para la salida de mediodía, me preguntó:

-¿Qué ha sido del amigo que vino a verte el otro día con un regalo en las manos? Desiree me pregunta todos los días por él, y me habría puesto muy celoso, porque habla siempre de su físico, si no fuera porque comenta que la madre de tu amigo es muy importante en São Paulo. Es una especie de obispa de Umbanda.

A partir de ese momento, ya no fui capaz de apartar a Xico de mi cabeza hasta el momento de bajar a la calle, por lo que no me extrañó nada topar con su coche frente a la entrada. Había un bulto en el estrecho y muy incómodo asiento de atrás. Como no podría eludirlo ni quise dedicarle ningún insulto en presencia de Max, me despedí de este mientras me encaminaba hacia el coche.

-Disculpa, Max. Me había olvidado de que prometí a Xico comer con él.

-¿Devolviste anoche? –me preguntó Xico.

-¿Qué significa tu pregunta?

-Es que anoche te fuiste con aspecto de sufrir indigestión.

-Por favor, Xico. ¿Podrías decirme lo que quieres de mí?

-A ti. Entiende que no quiero aprovecharme de ti ni te preparo ningún mal. Simplemente, te quiero a mi lado o… mejor dicho, quiero estar a tu lado.

-¿Por qué, Xico? No me necesitas. Resulta evidente que tienes un enorme éxito social. Tendrás toda clase de amigos, muy numerosos, y sin duda estarás más que servido en el aspecto sexual, sean mujeres u hombres lo que prefieras.

-Todo lo que dices es verdad. No necesito decir que quisiera tener un millón de amigos, como Roberto Carlos, porque realmente los tengo. Y no follo más porque me faltarían energías. Todo es muy satisfactorio. Mi vida es maravillosa, no me falta de nada; mi madre y toda mi familia me dan todo lo que necesito y mucho más… si es que se me pudiera antojar algo más. Tengo a todos y lo tengo todo. Pero eres tú lo que importa.

Si no estuviera tan asustado, me habría emocionado, porque el tono de Xico era intenso y había vuelto los ojos hacia mí, a pesar del tráfico, como si me suplicase algo. Agaché la cabeza, ruborizado tan intensamente, que me daba vergüenza que se me notara. Me di cuenta en ese momento de que Xico se había vestido de un modo diferente de lo habitual, una camisa verde a cuadros, de obrero, y un pantalón vaquero corriente. ¿Qué significado debía conceder a ese hecho?

-He pasado mala noche, Luis.

-No me digas que ha sido por mi culpa.

-Pues sí. He pasado mala noche por la forma en que te fuiste. Mi madre tuvo que prepararme una tisana para ayudarme a descansar.

-¿Cómo descubrió tu madre lo que te ocurría? ¿Ve a través de la pared?

-Algo así. Ella sabe siempre lo que ocurre.

Preferí no lanzar ninguna ironía más. Llevaba demasiadas horas siendo descortés, lo que no era habitual en mí. Nunca me había quedado más tiempo del indispensable en cualquier situación que me causara desagrado. Tampoco me había quedado jamás en ningún lugar el tiempo suficiente para disuadirme del desagrado. Pero todavía no había conseguido alejarme de Xico ni de su aura. Traté de encontrar algo amable que decirle, pero no se me ocurrió nada.

-¿Que te apetece comer?

-Cualquier cosa, pero no pasta ni nada que sea muy pesado.

-¿Quieres que vayamos a mi casa?

-De ningún modo; tardaríamos demasiado tiempo y tengo que volver al trabajo a las dos y media.

-¿Tienes que volver, no podrías llamar por teléfono con algún pretexto?

Volví la cabeza hacia Xico. Allí estaba de nuevo el presuntuoso niño guapo y rico que todo lo tenía.

-Necesito ese empleo Xico. Tengo suerte de que me permitan trabajar, no teniendo aún permiso de trabajo.

-¿No lo tienes?

Me mordí los labios. De nuevo sentía una incomodidad extrema y enormes ganas de perderlo de vista. Estacionó el coche en un edificio de aparcamientos que yo no conocía, pero cuando salimos a la calle comprobé que no estábamos muy lejos de la Avenida Paulista, donde trabajaba. Me precedió a un restaurante no muy lujoso, pero muchísimo más caro de lo que yo podía permitirme. Pidió por los dos; yo callaba porque, mientras caminábamos desde el aparcamiento, había decidido concederle toda la iniciativa, salvo que ultrapasáramos la hora en que debía volver a la agencia.

-Déjame anotar todos tus datos –dijo Xico mientras cogía una carta del restaurante y sacaba un bolígrafo del bolsillo.

No disponía de argumento ninguno para impedirle que tratase de ayudarme con ese desagradable asunto del permiso de trabajo, si es que podía ayudarme en realidad. Habría sido extremadamente descortés, y bastante estúpido, prohibirle ayudarme.

-Hay un general en la iglesia de Umbanda de mi madre; seguro que sabrá qué hacer con tu problema.

Callé, bajando un poco la cabeza. ¿Estaba aceptando una especie de soborno? No era una pregunta práctica, sino una solemne tontería. Yo necesitaba esa ayuda, y tenía motivos sobrados para aceptarla. Para no mostrarme ansioso, ni dejarle sentirse magnánimo, rebusqué en mi imaginación toda clase de temas de conversación sin decidirme por ninguno.

-Mi madre cree que eres un exiliado político…

La frase me convulsionó. Sobre todo, sentí miedo.

-¿Qué te he dicho que pudiera haberte hecho llegar a esa conclusión?

-Nada, Luis, ella lo comentó varias veces la semana pasada. Es que yo le dije que tú no quieres tener relación con los españoles.

-Ya te expliqué por qué, Xico. Me han aconsejado que hable portugués solamente hasta que lo domine del todo, lo que resultaría difícil si hablase español con frecuencia.

-Ah, sí; es verdad. Fue Wilson quien te lo aconsejó, ¿no?

-En efecto.

-¿Te gusta ese carpacho de carne?

-¿Esto es carne? No me había dado cuenta. Sí, está muy bueno.

-Tienes que venir a pasar un fin de semana en nuestra casa de la isla de Guarujá; tenemos una cocinera maravillosa. Allí podríamos estar todo el tiempo desnudos en la playa.

Volvía a sentir prevención. Traté de dominar el desagrado de mi expresión.

-He traído un regalo para ti…

-¿Te refieres al paquete que hay en el asiento trasero del coche?

-Sí. No me he atrevido a dártelo antes, porque intuyo que puedes enfadarte. Es ropa que mi madre ha comprado para ti.

Estuve a punto de levantarme y correr fuera del restaurante. No sé qué vi en los ojos de Xico que me contuvo, pero sentía algo que, en Málaga, llamaban “tener agua de Levante” cuando sentíamos marejadilla en el estómago; yo sentía más que marejada, un violento temporal con un maremoto de fuerza seis. Debía de haber fuego en mis ojos, porque Xico se apresuró a decir:

-Son una camisa y un pantalón blancos, para que vengas mañana a la ceremonia de nuestra iglesia de Umbanda.

Xico vino a buscarme a las seis a la puerta de la agencia, aunque la ceremonia comenzaba a las siete y el trayecto, al atardecer, iba a tomarnos más de una hora. Como no quise exhibirme en el estudio de esa guisa, llevé la ropa en una bolsa de plástico y la vestí apresuradamente en los aseos en el momento de salir. Xico puso en marcha el coche a las seis y diez.

-No te asustes si corro, Luis. Voy a tomar todos los atajos que recuerdo, porque mi madre no comenzará hasta que no lleguemos.

En efecto, todo estaba en silencio cuando nos aproximamos al galpón donde tendría lugar el rito. Sin embargo, había tanta gente que tuvimos que ir abriéndonos paso hasta el centro del amplio espacio. Todos vestían de blanco, pero recordé que yo calzaba unos zapatos veraniegos de color beis mientras que todos los presentes llevaban una especie de alpargatas blancas o permanecían descalzos.

La madre de Xico parecía otra. Era delgada, esa carísima forma de estar delgados cuando se ha pasado de los cuarenta, pero ahora parecía voluminosa como las mães de santo de los documentales. Vestía una bata blanca de amplio escote y enormes volantes alrededor, junto a una infinidad de collares de semillas oscuras. Cuando nos vio aproximarnos, hizo una señal y todo se puso en marcha. Sonaron tambores y timbales atronadores y todos comenzaron a bailar, mientras Inés pronunciaba desde su asiento una ininteligible salmodia en algo que parecía una lengua antigua africana. Estaba sentada ante un altar gigantesco, lleno de imágenes, la mayoría católicas, varios san Jorges, Sagrados Corazones y vírgenes Milagrosas, aunque ellos las llamaban a su manera, una infinidad de velas y flores de todas clases y colores.

Según me había explicado chico durante el viaje, todos los presente recibían a un espíritu para purgar los pecados que ellos no hubieran tenido tiempo de hacerse perdonar en vida. Cado uno representaba la afición, los defectos o las personalidades de los espíritus que recibían. Así, muchos cojeaban o manqueaban, se desplazaban con los ojos cerrados como si fuesen ciegos, bebían alcohol profusamente o fumaban unos cigarros enormes. Me resultó muy desconcertante ver a Xico tomar una botella y ponerse a beber a gañote. Se había desentendido aparentemente de mí, pero algo me hacía presentir que no me quitaba ojo, como Inés, que sin dejar de dar aquellos extraños bocinazos con los ojos cerrados, movía la cabeza en la dirección que yo me movía.

Todo cuando ocurría en la pista fue acelerándose. El ritmo de los tambores se volvió más y más rápido, mientras que los danzarines-feligreses saltaban cada vez con mayor violencia. La ropa que vestían estaba confeccionada con una especie de batista que el sudor iba volviendo cada vez más transparente. Noté que Xico se me aproximaba, bailando y recitando una salmodia. Su ropa se había vuelto transparente del todo, por lo que resultaba notable que no usaba calzoncillo. Se echó a pico un largo sorbo de la botella, se me acercó, me tomó del cuello enérgicamente con la izquierda y me besó en los labios, traspasándome el copioso buche de alcohol. Sentí que iba a ahogarme y sólo por algún temor ignorado a quienes nos rodeaban, no escupí el licor. Se trataba de “cana branca”, una especie de ron crudo muy fuerte, cuyo sabor era completamente desagradable. Di un traspiés, incomodado por el amargo sabor y por el efecto que presentía que tendría esa bebida en mí, aunque a Xico no parecía afectarle.

-¿Sabes lo que hay en tus ojos, Luis? –me preguntó en un tono que no parecía su voz.

Negué con la cabeza. Nadie había dicho nunca nada particular de mis ojos, que sólo recordaba haber oído elogiar en mi niñez.

-Eres un médium, Luis, aunque no lo sepas. Tendré que adorarte toda la vida.






lunes, 10 de diciembre de 2012

SIGO CON LOS CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA

Ya pueden leer un poco más abajo el cuento número 10.

Ya he explicado varias veces que esto no es exactamente una autobiografía, sino que me decidí hace tiempo a escribir relatos basados en episodios reales de mi vida. Sigo un cierto orden cronológico, pero salto a veces hacia mi pasado más dramático y reciente.

El cuento número 10 relata -muy soldado a los hecho-s lo ocurrido a continuación de mi primera experiencia en el Carnaval de Río.

Ahora estoy escribiendo mi primera experiencia con la iglesia espíritas de UMBANDA. Creo que lo tendré listo en menos de una semana, y entonces lo publicaré aquí.

He cambiado mucho de los nombres reales. Espero que las personas que cito por su nombre real no se enfaden conmigo.

sábado, 8 de diciembre de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA 10 - Regreso a São Paulo




Mientras abandonaba el portal del edificio donde vivía Wilson, Luis advirtió que esas escasas cuarenta horas en Río le habían influido más profundamente que muchas experiencias largas e importantes de su vida. Pegado a su hombro, Xico aparentaba temer que Luis se le escapara.

Salvo la inesperada e involuntaria penetración a Chus, no podía decirse que Luis hubiera practicado de verdad sexo con nadie, pero se sentía exhausto porque había perdido la cuenta de cuántos orgasmos había gozado en solitario, y sin tocarse apenas. En el Baile das Bonecas tuvo tres, a causa de que todo el mundo había decidido manosearle y sobarle; el escotadísimo pantalón de lamé hizo posible que el semen corriera libre de su piel al suelo, sin embadurnar el disfraz que Xico le prestara. También durante los demás bailes de esa noche y la siguiente ocurrieron casos semejantes. Le desconcertaba resultar atractivo para tantas personas diferentes en edad, género y raza; pero a pesar de tanto descoque no sintió, en ningún momento, que se produjera la magia que había presentido toda la semana. Ni un atisbo de ese algo que el subconsciente le había estado prometiendo. Y principalmente, descubrió que no había superado el vicio de quedarse a las puertas de todo, su dolorosa tendencia a reprimirse como si fuera un monje trapense. ¿Por qué le producía tanto miedo tocar o dejarse tocar? Siempre ese alerta que se manifestaba con una tensión casi dolorosa del diafragma y los hombros. Y la costumbre de evitar mirar, que no conseguía recordar desde cuándo la practicaba.

Nada en Río de Janeiro había confirmado el agudo presentimiento. Todo lo que había experimentado en Río terminaba con el viaje de regreso a São Paulo, que estaba a punto de iniciar, y Xico no le parecía que pudiera llegar a significar nada destacado en su vida. Por las trazas, pertenecía a una familia adinerada, era demasiado guapo, atractivo y popular, y resultaba exasperantemente frívolo, sin entrar a considerar lo que parecía petulancia y presunción intolerables. El viaje a su lado sería la última ocasión en que estarían juntos.

-Este es mi coche –dijo Xico, señalando un Volkswagen descapotable amarillo.

Luis conocía bien ese vehículo, porque trabajaba con frecuencia en campañas publicitarias de Volkswagen. Había diseñado numerosos anuncios y sobre todo volantes promocionales, y hasta había elegido el cliente para su revista de marca una caricatura de Luis que era solamente un boceto muy esquemático, en el que el coche era también un personaje “animado”, con sólo un remoto parecido con el Volkswagen verdadero. Lo llamaban “escarabajo” y daba la impresión de que más de la mitad de los coches de Brasil fueran de esa marca y modelo. El de Xico tenía equipamiento de lujo y relucía lustroso. Debían de haberlo lavado y encerado en el aparcamiento esa misma mañana, cosa muy superflua puesto que iban a salir a la polvorienta carretera para un viaje de más de cuatrocientos kilómetros.

-¿Tienes licencia internacional? –preguntó Xico mientras recorrían el Túnel Novo. Las luces del túnel producían un rato efecto en el rostro del conductor.

-Sí, pero hace una eternidad que no he conducido- respondió Luis. En los últimos tres años, sólo había conducido una vez en Buenos Aires.

-Da igual. Si me canso mucho, me sustituirás al volante y ya veremos.

 A diferencia de São Paulo, cuyos suburbios eran interminables, no tardaron demasiado en salir de Río. Los verdaderos suburbios, llamados favelas, eran barrios abrumadores encaramados en todos los “morros” que alcanzaba a ver, los impresionantes montes con forma de pan de azúcar que decoran la Bahía de Guanabara. A pie de carretera nada era tan precario y pobre como en las favelas. Abundaban los merenderos de madera, en cuyos porches aparecían tasajos de carnes colgados a secar, con los que elaboraban el plato central de la feijoada, que a su pesar comenzaba a gustarle. Servían este plato los miércoles en todos los restaurantes, y a fuerza de la insistencia de sus compañeros de trabajo, y a pesar de su repugnancia inicial, llevaba varias semanas consumiéndolo con naturalidad. Además, abundaban a pie de carretera las pomposas gasolineras, alternadas con millares de vistosos tenderetes de fruta.

-Llevas poco tiempo en Brasil, ¿verdad?

-¿Tan mal hablo el portugués?

-No. Lo hablas aceptablemente. Pero lo miras todo como un turista.

-Sí, me siento turista. Si examinamos mi situación con franqueza, soy una especie de turista pobre en un maravilloso país donde hay demasiado que ver.  Por otro lado, mi pretensión es escribir; tengo que mirar las cosas con ojos hambrientos, porque pienso describirlas algún día.

-¡Qué interesante! ¿Y de qué escribes?

-Escribo muy poco; por ahora, apenas voy tomando nota de las soluciones a las dudas semánticas que tengo, que son demasiadas. Consulto muchas enciclopedias y diccionarios gramaticales, de manera que cuando decida abordar la redacción de un relato, tenga las herramientas bien dispuestas.

Xico sonrió sin dejar de mirar al frente. Luis notó que se estaba sobando la bragueta de manera insistente, lo que le puso en guardia. Agradeció mentalmente que no pudiera apartar las manos del volante.

-¿Conoces Umbanda?

Luis demoró unos instantes en contestar. Sí había escuchado hablar de Umbanda pero no sabía mucho al respecto. La pregunta de Xico contradecía su temor de que estuviese a punto de iniciar un ataque sexual. Pero sintió un leve escalofrío que no supo explicarse.

-Sé muy poco de Umbanda, Xico. ¿Por qué lo preguntas?

-Mi madre es “mãe de santo”, y yo participo siempre de los ritos.

-Pero llevas al cuello una medalla de la Virgen Milagrosa.

-No es la Virgen Milagrosa, sino Iemanjá. Son imágenes intercambiables, porque son idénticas.

-¿Quién es Iemanjá?

-Nuestra diosa del mar. Junto con Xangó, viene a ser la reina del cielo. ¿Has oído hablar de la noche de fin de año en Copacabana?

-He visto varios reportajes.

-Pues esa ceremonia consiste en rogativas y homenajes a Iemanjá. Celebran ritos con círculos de velas clavadas en la arena y a continuación vierten ramos de flores en la orilla. Al amanecer, es increíble mirar la playa desde cualquier terraza de cualquier edificio; el mar aparece cubierto de flores casi hasta el horizonte, una alfombra perfumada y colorida que pretender ser un puente hasta África. Espero que volvamos juntos a fin de año, y que podamos asistir al rito de Copacabana.

Luis calló. Hallaba muy improbable volver a ver a Xico después de ese día, y mucho más viajar alguna vez con él. Miró de reojo, porque Xico volvía a sobarse la bragueta y trataba de desabrocharse con sólo la mano derecha. Aunque no cabían dudas sobre lo que hacía, parecía que lo hiciera mecánica e involuntariamente. Sin ser del todo consciente de ello, Luis se apartó tanto como pudo, aplastándose contra la portezuela. Notó que Xico lo miraba de reojo y sonreía, al tiempo que la mano derecha volvía al volante.

-Te parezco poco interesante, ¿verdad, Luis?

-¿Qué quieres decir?

-Da la impresión de que deseas perderme de vista cuanto antes.

Luis se mordió el labio; tal vez la militancia de Umbanda había dotado a Xico de poderes adivinatorios. Desde el instante en que lo conoció. El muchacho se mostraba capaz de atravesarlo con la mirada, como si fuese transparente. No le gustaba estar tan desnudo ante nadie, era incómodo.

-¿Por qué dices algo tan extraño, Xico? Si fuera cierto lo que dices, no estaría viajando contigo. Tengo en el bolsillo el billete de vuelta a São Paulo.

-¿Ves?, ¿por qué no lo has tirado, siendo tan voluminoso, que debe de molestarte en el bolsillo? ¿No será que piensas esperar el autobús donde veas que tiene parada, y dejar que yo siga el viaje solo?

Luis sintió el cuello rígido, de tanto no querer mirar a su compañero de viaje. No se trataba de una decisión consciente, pero sí que había algo en su pecho que le inclinaba en tal sentido. Definitivamente, Xico poseía sorprendentes e inesperadas capacidades de oráculo. ¿Qué podía decir para justificarse, contra una observación tan certera?

-Mira, Xico; eres el brasileño más guapo que nunca he conocido; eres ingenioso y popular; debes poseer fortuna; tienes todas las dotes necesarias para triunfar donde te lo propongas. Me siento muy poca cosa a tu lado, me haces sentir inseguro.

Sin responder, Xico aprovechó la cercanía de Petrópolis, para sacar el coche de la vía y estacionar tras un corto recorrido.

-¿Consideras que te creo poca cosa?  Creo que tienes muchos complejos, garoto. ¿No te miras al espejo? ¿Es que la gente te escupe por la calle? ¿Es que ninguna muchacha se emboba mirándote? Pero tú, que deseas ser escritor, sabes que el físico no significa demasiado. Un ser humano es mucho más. ¿Sólo has visto mi fachada?

Luis suspiró, y para que no se le notara la turbación dio una ojeada alrededor. Se trataba de una hermosa ciudad de estilo neoclásico exquisitamente cuidada, construida como una especie tropical de Versalles por el rey Pedro II; de tan cuidadosamente limpia y ordenada, parecía un escenario turístico y poco más. Daba la impresión de que se tratase de una ciudad-decorado deshabitada, pero sabía que tenía varios centenares de miles de habitantes, cinco o seis veces más que Aranjuez, que siempre parecía tan activa. Contemplar los pretenciosos edificios imitados de las cortes europeas, le permitía eludir las ironías de los ojos de Xico y demorar responderle. Sin atreverse a mirarlo a la cara, se recriminó mentalmente por la lección que estaba recibiendo y repuso al fin:

-Puede que ocurra contigo como con algunas iglesias de Italia. Poseen fachadas tan bellas, que uno tiene miedo de entrar y llevarse una decepción.

-Pues seguramente sí que pasa eso conmigo, Luis. Sé que soy muy guapo, porque llevan veintidós años diciéndomelo a diario. Pero yo soy mucho más que esta cara y esta polla. Creía que te darías cuenta, sin necesidad de recordártelo.

Parecía tan dolorido, que Luis sintió ganas de consolarlo. Tendió la mano hacia su hombro, diciendo:

-Soy un acomplejado, perdóname. Si reflexiono, tal vez sea que llevo toda la vida escapando.

-Pues ya no tendrás que escapar más, ¿sabes? -puso la mano izquierda sobre la de Luis apoyada en su hombro-. Aflójate y goza conmigo.

“Gozar” es un verbo del que los brasileños abusan. Lo usan para muchas más actividades que el sexo. Hacía meses que lo sabía, mas sintió que su cuerpo se contraía en guardia contra la frase de Xico. No quería ser un acomplejado irremediable, pero tampoco podría sentirse cómodo si lo que deseaba Xico era tener un rato de sexo y adiós. ¿Y si lo preguntaba? ¿No resultaría presuntuoso suponer que Xico le deseaba? Pero, sin pretenderlo y sin darse cuenta, había llegado con ese muchacho mucho más lejos de lo que pretendiera antes de emprender el viaje. Suponer que sería un viaje en continuo silencio habría sido una tontería, mas era evidente que estaba recorriendo mucho dentro de sí, y de Xico, por decisión de este. El hermoso brasileño llevaba la iniciativa y no podía aspirar a arrebatársela. Definitivamente, todo iba a ocurrir tal como el muchacho quisiera, y no podría hacer nada para oponerse.

-¿Qué quieres decir, Xico?

-Que te relajes. No he parado de observarte desde que anteanoche te pusiste mi disfraz y salimos para el Baile das Bonecas desde el apartamento de Wilson. Hay mucha gente en Brasil que opina que los españoles son un poco curas, y tú pareces empeñado en confirmar el prejuicio. Pero no te preocupes. Yo he sabido ver más adentro de lo que tú quieres que te veamos y presiento que hay mucho más de lo que he visto hasta ahora. Me interesas mucho. No quiero decir que me intereses como compañero de sexo, que también. Aunque no quieras tener sexo conmigo, lo que parece muy probable, deseo conocerte a fondo, tratarte y enseñarte cosas que ni adivinas. También quiero que conozcas a mi familia y hables con mi madre, mejor durante un rito de Umbanda. Tengo el presentimiento de que a ella le parecerás grande.

Luis se sintió abrumado. Lo que Xico decía era demasiado inesperado. Le parecía estar comenzando a hollar una senda sembrada de imprevistos misteriosos.

-Te agradezco todo lo que dices, Xico, te lo prometo. Pero todo eso me parece demasiado poco probable. En España, pertenezco a una familia pobre; ni siquiera he cursado el bachillerato. Soy completamente autodidacto, salvo algunos cursos de arte y comunicación que yo mismo he podido costearme. Aquí, soy un inmigrante, indocumentado por el momento; vivo muy modestamente en una pensión, casi no puedo ir al teatro tanto como me gustaría. A tu lado, desentonaría demasiado.

-Como tú quieras, garoto. Eres un abacaxí sin sentido, una porquería, y no mereces vivir siquiera. Deberías decirle a la policía que te dispare o te hunda en el mar.

Luis se dio cuenta de que Xico estaba a punto de soltar la carcajada. Tenía sonrisa propia de un modelo publicitario de dentífrico; Luis apretó los labios, temeroso de enseñar sus propios dientes, que no tenían defectos pero no se acercaban ni de lejos a la perfección insultante que ofrecían los de Xico. Repuso:

-Bueno, la cosa no es tan grave, amigo. Tengo complejos, es verdad. Pero no de Edipo ni nada parecido. Soy apenas un tímido que comienza a plantearse la posibilidad de dejar de serlo.

Faltaba todavía mucha carretera hasta São Paulo. Xico tenía la facultad de colocarlo delante de su propio espejo y, para evitar que lo obligara a ponerse en tan incómoda situación, Luis habló lo indispensable. Sobre todo, eludió volver a abordar las mismas cuestiones, limitándose a responder las observaciones sobre el viaje, la conducción, el tráfico o el propio coche. Todo lo demás, fingía no haberlo escuchado. Disponía de un enorme bagaje de fingimientos semejantes. Siempre lo había hecho; en Málaga,  Barcelona, Milán o en Buenos Aires; hasta Jorge, el policía de Barcelona, le producía ese miedo instintivo por su costumbre de echarle el fortísimo brazo sobre los hombros. Pero no se trataba sólo de situaciones de acercamientos de hombres; Fina, que había sido su amor adolescente en Málaga, solía abrazarle por la cintura en la calle mientras andaban, costumbre que también le producía tensión. Cuando pudiera permitírselo, recurriría a un psicólogo a ver si conseguía descubrir el origen de esos miedos, que debía ser muy temprano. Nunca conseguía abrirse a nadie, aunque se predispusiera para hacerlo. ¿Quién le había castrado, quién le había herido tan profundamente? ¿Nunca sería capaz de hablar a nadie con sinceridad, decirle que era probable que le hubieran partido el corazón de niño, sin posibilidad de cura? Todos los gestos, palabras y actos de Xico demostraban su buena intención, pero dudaba de su sinceridad porque esa fortuna no podía llegarle a él. Todavía no había hecho merecimientos suficientes ni se creía capaz de merecerlo nunca.   

Por lo que podía recordar de sí mismo, y tal como opinaba Ortega, vivía un destierro perpetuo dentro de su piel, sin permitir a nadie el menor intento de penetración. Quizá no pudiera permitirlo nunca. ¿Cómo llegaría a poder, si el dolor impedía toda apertura?

Fueron muchos los intentos de Xico por retomar la conversación acerca del uno respecto al otro, pero Luis supo desviar siempre las cuestiones hacia comentarios sobre lo que tenían delante, la incómoda carretera y los cambiantes paisajes, porque debieron atravesar una sierra y, luego, enfilar una especie de planalto con vegetación muy exuberante. Cuando ya comenzaban a adentrarse en pueblos y suburbios de São Paulo, y advirtiendo que Xico se mostraba algo hostil, le preguntó:

-¿Nunca has notado que mucha gente se siente acomplejada ante ti?

-¡Que estupidez! No tengo la menor intención de comportarme con superioridad ante nadie. Quien se acompleje por la belleza de otro hombre, es que será superficial.

Luis tragó saliva. Recordó una canción oída en Málaga que decía “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedios”. No deseaba intimar con Xico, pero no le gustaba enfrentarse a él.

-¿Crees que soy superficial, Xico?

-No, en realidad no. Pero te comportas como si lo fueras, aunque, por otro lado, dejas notar que no lo eres en absoluto. Resultas desconcertante y algo incoherente. Soy guapo, de acuerdo, todo lo guapo que tú digas, pero no debería importarte nada. Tú eres también muy guapo. Por lo tanto, ¿qué puede importarte que yo sea guapo, para ir por ahí conmigo? Más bien, deberías enorgullecerte por tener un amigo al que los hombres envidian y las mujeres desean. Si quisieras, yendo conmigo podrías follar a mogollón a toda las garotas que te interesen. 

Luis rió. Prolongó la risa más de lo que deseaba, porque así evitaba replicar.

La realidad era que no conseguía representarse a sí mismo frecuentando a Xico y ya quedaba poco viaje como para dejarlo sentado del todo. Solía proyectar sus próximos pasos mucho más de lo que lo hacía la gente de su edad. Preveía una existencia en Brasil ajustado a un presupuesto sólo de supervivencia, más la necesidad de ahorrar para el siguiente salto a dar en Sudamérica; seguramente, dentro de un par de años se mudaría a Colombia o a una isla del Caribe. Tenía que preparar el viaje desde el principio, no podía apartarse ni un milímetro de su camino. Sabía por experiencia que suele resultar bastante caro compartir amistad con alguien adinerado. Por muy sorprendido que estuviera por el desarrollo del viaje, no debía dejarse cautivar por la aparente sinceridad de Xico. Sus planes no podían incluir una amistad así. Tenía que endurecer el pecho tanto como fuera posible, para no dar alas a los desatinados propósitos del guapo joven, que no dejaba de ser eso, un guapo y rico muchacho de veintidós años, dispuesto a que nada se interpusiera entre él y sus decisiones. En su caso, Luis sabía que esa disposición sería inútil. Evitaría dar su dirección o más datos a Xico cuando se despidieran en Sao Paulo.

No era todavía noche cerrada cuando Xico paró el coche en Anhangabau, con objeto de no desviarse demasiado de su ruta.

-Bueno, Luis. Aquí tienes mi número y mi alma. Tienes que llamarme mañana mismo, antes de ir a trabajar, para que no me deprima pensando que te has olvidado de mí.

Luis se despidió con un ademán, ocultando la tristeza de sus ojos. Cogió la bolsa del asiento trasero y echó a correr rumbo a la pensión. Le costó conciliar el sueño. Por muy impresionante que resultase cuanto había vivido los dos últimos días en Río de Janeiro, su mente estaba llena de Xico. Un pensamiento que no quería permitirse. En el duermevela de su insomnio, creía verlo burlón y despreocupado, con el pene erecto para penetrar a Chus en la cocina del apartamento de Wilson; su sonrisa se tornaba burlona mientras Luis creía que se le desmoronaba el pecho. Cuando se durmió por fin, no alcanzó la serenidad. Fue un sueño agitado, frecuentado por demonios desconocidos, monstruos borrachos cuya única bondad consistía en la burla cruel.

Se contempló en el espejo mientras se afeitaba cuidadosamente. Tenía ojeras, cosa que ocasionaría bromas en la agencia. Todos aludirían a las juergas vividas en Río de Janeiro, y en el fondo tendrían razón. Eso, por no reconocer que sus ojeras habían sido causadas por algo muy diferente. Para evitarse tentaciones, redujo a partículas la tarjeta de Xico y la tiró en el inodoro. Desde aquellos minutos gastados en el aeropuerto de Madrid para decidir el sitio a donde escapar, tenía su vida marcada. Debía recorrer el camino a la inversa conforme sus medios fuesen permitiéndoselo. Relacionarse con gente como Xico sólo podía estorbar sus propósitos.

Uno de sus compañeros de la agencia, Max Shety, pertenecía a una rica familia suiza de la que había escapado, aparentemente por su afición a fumar marihuana. A pesar de adaptarse a la existencia modesta y austera de un simple trabajador emigrante, Luis solía sentir a su lado la prestancia indisimulable de quien está acostumbrado a la vida acomodada. A Max se le escapaban expresiones ante la taquilla de un teatro, o a la hora de comprar un jersey, que obligaban a Luis a recordar cuál era de veras su origen.

Junto a Xico, eso ocurriría continuamente, sin olvidar el gasto que le ocasionaría tratar de no sentirse disminuido a su lado. Recordó a su amigo de Barcelona, Jorge el policía. Era un funcionario y su familia era simplemente trabajadora, pero se trataba de una familia muy tradicional, con vivienda propia heredada, y sus medios no podían compararse con los que rodeaban a Luis. Aun tratándose de un simple trabajador, Luis recordaba haber gastado más de la cuenta en las salidas con Jorge. Eso sería muchísimo peor si alternaba con Xico.

El trabajo resultó toda la mañana mucho más penoso de lo que pudiera haber previsto. No consiguió fingir cordialidad con sus compañeros, mostrándose avinagrado. Ellos bromeaban, pero en ningún momento consiguieron rescatarlo de su melancolía, que todos en el estudio consideraban, comprensivamente, como una resaca monumental.

-¿Vas a comer con nosotros? –le preguntó Max mientras bajaban en el ascensor a mediodía.

Luis recordó a tiempo que la novia de Max, Desiree, estaría esperando en el modesto restaurante casero donde solían almorzar. Se disculpó, pretextando no sentir apetito. Comería ensalada y fruta en cualquier parte, nada más.

Pero cuando salían a la calle se paró, espantado. El coche de Xico estaba aparcado frente al edificio. Vestía como para matar de amor. El joven, sentado a medias sobre el capó, tenía un paquete con un lazo en las manos, y dibujó al verle aproximarse la más hermosa y tierna sonrisa que Luis recordaba haber visto nunca.