viernes, 26 de octubre de 2012

Lectura gratis CIEGO, mi última novela PRIMERA ENTREGA

CADA SEMANA SUBIRÉ UNA NUEVA ENTREGA


CIEGO
Luis Melero

Prefacio
1999

El día que Carlos Alfaro decidió quedarse ciego, dio por resuelta la duda.
Había titubeado hasta la agonía durante cinco meses. Temía tanto no hacer nada como decidirse de una vez. Si no actuaba, los obstáculos que lo cercaban llegarían a ser insuperables y el miedo anularía para siempre su capacidad de rebelión; también le aterrorizaba actuar, pero al menos conseguiría sentirse poderoso. Si lo hacía por fin, si llegaba a ejercitar la única facultad que dominaba todavía, podría mirar de nuevo dentro de sí con el orgullo recuperado, porque volvería a considerarse plenamente hombre aunque hubiera inutilizado el más importante de sus sentidos.
Esa mañana, había abandonado otra vez la cola del comedor de beneficiencia, espantado por la mugre y el abatimiento de las personas que le precedían. Luego, martirizado por los retortijones de su estómago vacío, se había sentado a llorar en un banco de la plaza de Benavente. El pudor y la contención de su carácter, tan proverbiales y destructivos en el pasado, no le bastaron para reprimir ese llanto con el que sentía que estaba haciendo el ridículo. Sabía que tenía la cara roja de vergüenza y aun así fluían las lágrimas por su rostro, incontenibles, atrayendo hacia él miradas que aumentaban el sonrojo, compasivas algunas pero molestas y reprobadoras las más.
Una anciana, al pasar, echó a sus pies una moneda de veinte duros. Carlos tardó unos segundos en comprender que se trataba de una limosna, y empleó unos pocos más en la lucha consigo mismo sobre si debía o no recoger el reluciente y tentador disco dorado, con el que podía pagarse un café con leche y, acaso, un pedazo de pan. Pero al ir a agacharse para recoger la moneda, cayó repentinamente sobre sus hombros el peso de su biografía y le dio un puntapié, con el que rodó hacia un alcorque. Pensó en el último de los regalos de Yolanda que había rechazado. ¿Cuántos millares de monedas como ésa habría pagado su ex esposa por aquel ostentoso diamante de dos kilates?
Echó a andar sin ver la plaza de Santa Ana ni la calle del Príncipe. Cruzó la hermosa y recoleta plaza de Canalejas con el semáforo en rojo, entre bocinazos e improperios que no oyó, porque no conseguía escuchar más que los lamentos de su alma y tenía los ojos irritados por el llanto; casi no veía, o no quería ver.
Cuando afirmó ante sí mismo la resolución irrevocable de convertirse en ciego, tenía delante uno de los paisajes urbanos más hermosos que conocía, el que se abre en Madrid al bajar la suave cuesta de la calle de Alcalá hacia la Cibeles, donde, enmarcada entre las siluetas del Banco Central y el Banco de España, resplandecía en aquellos instantes la plaza con el edificio de Correos y el Palacio de Linares, rematada al fondo por la Puerta de Alcalá embrujada por el contraluz del sol a esa hora de la mañana.
Empujado por sus errores y fracasos y por la imposibilidad de seguir adelante, iba a negarse a sí mismo ese esplendor dentro de muy poco, en cuanto reuniera valor y descubriera el medio más eficaz.
Sintió un mareo, como si las entrañas quisieran salir de su cuerpo. No se trataba de pánico por la decisión que había tomado; el mareo, una especie de colapso de sus facultades y un cortocircuito de cuanto podía crear su mente, era por algo tan prosaico como el hambre de cinco días. Tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol. No sabía si había cerrado los ojos o si ya se había producido espontáneamente la ceguera a causa del ayuno, pero sí advertía que más allá de sus pupilas sólo había oscuridad, una bruma densa teñida de púrpura.
Y en ese púrpura sin contrastes ni matices, un torbellino turbio donde con los dolores y terrores presentes se mezclaba la memoria confusa de inquietantes ritos animistas del pasado, en los que la gente, casi todos mulatos aunque también había españoles y otros europeos, fingían o creían sinceramente que eran poseídos por espíritus irredentos. Bailaban una danza arrebatada por el alcohol y el humo de enormes cigarros puros y gritaban o gemían como si fuesen de verdad almas en pena en espera de redención. Y en el horror púrpura, densamente teñido de sangre seca, la sarta interminable de sus propias equivocaciones.
Le tomó muchos minutos recuperarse.
Poco a poco, después de pasar como un torbellido por esa bruma enrojecida casi treinta años de risas y lágrimas, las piernas volvían a sostenerlo y de nuevo había claridad más allá de sus párpados.
Al abrir los ojos, lo primero que vio fue la palabra "Brasil", impresa en un cartel de propaganda de una modesta agencia de viajes que estaba sujeto con cinta plástica al tronco del árbol. Como le pareció un sarcasmo, sonrió con amargura.


























Capítulo I
1968
La salida de España treinta años antes, había sido impremeditada. A punto de aprobar el primer curso de arquitectura, las algaradas estudiantiles de mayo de 1968 lo pillaron en el meollo de una manifestación que iba a terminar en Moncloa, pero que acabó en la propia Ciudad Universitaria, con numerosos heridos entre estudiantes y policías, muchos detenidos y un Carlos Alfaro fugitivo.
Carecía de convicciones políticas, pero se le atragantaban las cortapisas a su libertad de expresarse. Desconocía otro estilo de vida puesto que pertenecía a una generación nacida bajo la dictadura, carente de nociones de la vida en libertad y acostumbrada a obedecer sin rechistar. Su rebeldía no la inspiraba una familia disidente ni la elaboración intelectual; era la intuición la que le sugería que tenía derecho a opinar y discrepar, conforme iban creciendo sus conocimientos y aumentaba el desagrado por la pasividad que observaba alrededor.
Acudió a la manifestación asombrado de su osadía, con el ánimo de quien va a una gira campestre. Los corros en los pasillos se formaron sin que nadie los convocase y tenían aire de fiesta, como si los estudiantes acabaran de aprobar un examen y quisieran celebrarlo. Salieron al campus con la misma actitud con que festejaban el paso del ecuador durante el bachillerato, con las mismas caricaturas y humoradas escritas a mano en cajas de embalar desplegadas, con los mismos lemas resueltos en pareados y estribillos chistosos. Empujado por el entusiasmo de sus compañeros de facultad, la estatura descollante de Carlos y su voz atronadora mientras coreaba las consignas le atrajeron la atención de Amancio Prados, que lideraba la protesta, y se encontró en la cabecera cuando el grupo alcanzó la barrera formada por la policía.
-Aguanta, Carlos -le aconsejó Prados, que antes nunca le había dirigido la palabra a causa de su juventud, discordante con la edad media del curso-. Los grises no van a atacarnos. Hay entre nosotros demasiados niños bien.
"Niño bien", hijo de padres acomodados y afectos al régimen franquista, cosa que Carlos no era. Primogénito de una familia que sobrevivía con apuros, había conseguido ingresar en la universidad gracias a una beca ganada de manera arrolladora, tras un bachillerato plagado de sobresalientes y en el que había llegado a aprobar dos cursos en uno. Se la otorgaron poco después de cumplir diecisiete años, caso que destacó el periódico toledano en una nota. Ahora, a veinte pasos de la formación policial, sabía que arriesgaba el porvenir, porque perdería la beca si su participación en los desórdenes llegaba a oídos del decano.
Vio en los ojos de un policía joven que la línea de uniformados iba a cargar contra los estudiantes. Ignoraba por qué fueron aquellos ojos verdeamarillentos los que atrajeron su atención, tal vez había en ellos un brillo de odio un poco más intenso que en los demás. Su mirada, esa mirada que treinta años más tarde se dispondría a velar voluntariamente para siempre, entabló un diálogo inconsciente con la del joven policía antes de verlo arremeter contra él blandiendo el fusil.
-¡Sal echando leches! -oyó que le gritaba Amancio Prados.
Pero estaba paralizado por la mirada. El policía le había elegido a él como objetivo, sin duda. Iba a recibir en el rostro un golpe con la culata del arma, un golpe que lo derrumbaría en el suelo y al que seguirían muchos otros. No había peleado nunca con sus compañeros de juegos infantiles, carecía de experiencia para la lucha cuerpo a cuerpo. El instinto de supervivencia le permitió eludir la primera embestida. El joven policía trató de machacarle la cara con la culata y, perdido el equilibro por la finta de Carlos, estuvo a punto de caer al suelo. Ahora, el furor impreso en su rostro era mucho mayor. Se lanzó contra Carlos con expresión enajenada y el fusil dispuesto para chocar contra su vientre. Carlos encontró la agilidad necesaria para eludir otra vez la acometida y aprovechó el desconcierto y la nueva pérdida de equilibrio del policía para arrebatarle el fusil. Durante unos segundos que parecieron horas, Carlos Alfaro se preguntó qué hacer a continuación.
Un arma en sus manos, cuyo peso era inmenso. Nada en el transcurso de sus casi dieciocho años le dotaba de referentes para el uso de un arma. La modesta economía de su padre no era el marco apropiado para desarrollar la afición por la caza, tan extendida por las cercanías de su ciudad, y nunca había tenido cerca ni siquiera una escopeta. Jamás había cogido un fusil, ignoraba cómo funcionaba, sólo tenía idea de su potencia letal. Sintió pavor.
Todo se desarrollaba como en una película a cámara lenta. La fiesta había pasado de la comedia al drama, los estudiantes corrían entre gritos ensordecedores, los policías gritaban también. Había cuerpos caídos en el pavimento. Sonaban disparos que sobresalían del estruendo de las voces. Más allá del policía, Carlos vio la sangre que brotaba del hombro izquierdo de Amancio Prados, caído en el suelo y retorciéndose por el dolor mientras su voz y su mirada como un alarido le pedían a él, expresamente a él, que lo sustituyese en el liderazgo, que se convirtiera en adalid de los estudiantes desarmados contra la sinrazón de un grupo armado que parecía dispuesto a masacrarlos. El alud de odio que lo envolvía forzó la voluntad de sus manos, fue el odio que solidificaba el aire lo que movió hasta la horizontal el fusil en el momento que el policía, casi tan joven como él, se lanzaba a recuperarlo. En estado de trance, sintió que el cañón detenía la embestida y la detonación reventaba la tela del uniforme, se hundía en la carne y abría otra fuente roja, más que el hombro ensangrentado de Amancio Prados, que le gritó desde el suelo:
-Vete, Carlos. Lo has matado, te van a linchar. ¡Escapa!
Como si el acero estuviera al rojo vivo, tiró el fusil y abandonó a trompicones el pequeño parque, deambuló por la calle Princesa y la Gran Vía aplanado por el terror, recorrió varias veces la calle Mayor con un vendaval en la cabeza, jadeó cuesta abajo en Lavapiés como si subiera las cumbres de Sierra Nevada y cuando, muchas horas más tarde, reunió ánimos para volver a la pensión, entró subrepticiamente y se encerró en el dormitorio intentando librarse de la parálisis del pulso, absorto en el momento inminente en que sería encerrado en la cárcel por asesinato.
El periódico de la mañana siguiente no mencionaba la muerte del policía. Dedicaba unas líneas a los "desórdenes organizados por el comunismo internacional" sin referirse en concreto a los del día anterior, pero la llegada de dos inspectores que acudieron temprano a interrogar a los alumnos le convenció de que el policía había muerto y alguien lo delataría. Aconsejado por sus condiscípulos, escapó de la facultad; tomó el tren para Toledo, le contó a su padre lo ocurrido y éste fue al banco, extrajo todos los ahorros que tenía en la libreta y esa noche volvió con él en taxi a Madrid.
Su padre le dijo en el aeropuerto:
-Tienes un primo en Brasil -le entregó un papel con la dirección escrita-. Él te ayudará hasta que sepamos qué hacer.
Para abandonar España inmediatamente, sin dar tiempo a que comunicasen su nombre a los funcionarios de fronteras, no esperó el vuelo directo a Río de Janeiro que salía horas más tarde. Tomó uno que lo llevó a Bogotá, donde consiguió enlazar con otro que, en vez de a Río de Janeiro, se dirigía a São Paulo.


Se trataba del vuelo Los Ángeles-Ciudad de México-Bogotá-São Paulo de la compañía brasileña VARIG. Aturdido por el giro imprevisto de su vida y ansioso de evasión, Carlos se asombró de lo fácilmente que comprendía el portugués que hablaba la azafata, aparentemente lleno de palabras españolas, y lo comentó con el hombre que viajaba a su lado, que le aclaró:
-Te parecen palabras españolas, pero todo lo ha dicho en portugués.
-¿Está seguro?
-Sí. Soy profesor de español en la universidad paulista.
-Pero... entonces, el portugués es casi igual. Sólo varía el acento.
-El acento brasileño es más inteligible para un español que el de Portugal. Nosotros estamos rodeados de países que hablan español y hasta tenemos que dar en la universidad muchas clases con libros en español, porque la industria editorial en portugués es modesta. La influencia de tu idioma es fuerte en mi país; toda la gente culta se maneja bien en español y nuestros cantantes graban con frecuencia canciones mexicanas, españolas o argentinas. Además, las raíces de las dos lenguas son las mismas; hablamos idiomas mucho más semejantes entre sí que otras lenguas latinas, como el italiano o el francés.
-Éso es evidente -concordó Carlos-. Nunca había comprendido con tanta facilidad a gente que utilizara un idioma extranjero.
-Hablas un español muy bueno. Sé de lo que hablo porque he estado tres veces en España. Me llamo Milton, ¿y tú?
-Carlos.
-¿A qué vas al Brasil, Carlos?
Éste examinó a su vecino de asiento. Tenía unos treinta y cinco años y aspecto distinguido. Su condición de profesor de español y las visitas a España eran datos que le hacían temer que simpatizara con el franquismo. Todavía aplanado por el horror de lo que había hecho el día anterior, creyó peligroso hacerle confidencias.
-A buscar trabajo -respondió.
-¿Tan joven?
-Mi familia tiene dificultades. Y, además, me atrae la aventura.
-Tú no tienes aspecto de aventurero ni de emigrante. Los españoles que viven en el Brasil son en su mayoría personas menos cultas que tú. Estoy seguro de que no te resultaría difícil abrirte camino en tu país.
-Es que... -Carlos forzó la imaginación-, me he metido en un lío. Una chica dice que la he dejado embarazada, pero estoy seguro de que no fui yo. Nunca lo hice con ella.
Milton sonrió.
-Eso sí tiene sentido. ¿Qué clase de trabajo crees que podrías hacer en el Brasil?
-No lo sé. Estudio arquitectura.
-Entonces, sabrás dibujar y ese talento puede ser tu salida. Dibujar es una de las pocas cosas que se pueden hacer sin dominar la lengua del país donde trabajes. Yo asesoro a una empresa de publicidad muy importante de São Paulo, adaptando al español las campañas para países hispanos. Puedo hablarles de ti.
-Muchas gracias -dijo Carlos, animado por la posibilidad de valerse por sí mismo sin pedir ayuda a su primo.
-Pero te conviene conocer algunos trucos para aprender a desenvolverte en portugués cuanto antes. La sintaxis es semejante a la española, los verbos son casi los mismos y sólo difieren algunos tiempos. Casi todo el vocabulario es idéntico, con un porcentaje de excepciones que no llega al veinte por ciento. Para reconocer las palabras, fíjate en los matices o en algunas diferencias mínimas. La hache española se convierte en una efe en el portugués, la jota pasa a ser una elle, que se representa con una ele y una hache, y muchas palabras que en español acaban en "ción", acaban en portugués con la sílaba "ção", que se pronuncia "saon" con la ene muy nasal.
Milton mantuvo durante el resto del viaje un tono igual de didáctico, con destellos de amabilidad que desconcertaban a Carlos, porque los únicos profesores de universidad que conocía eran los de la facultad, muy distantes y arrogantes, con quienes se había sentido intimidado durante todo el curso. El profesor brasileño hacía que se sintiera cómodo y valorado, a pesar del terror que le agarrotaba el aliento. Cuando llegaron a São Paulo, Milton le indicó dónde buscar hospedaje.
-La rúa Aurora es la calle de las prostitutas -le advirtió-. Por eso, es fácil que alguien te alquile una habitación barata, porque también aquí hay vecinos que no quieren tratos con ese mundo y tienen dificultades para alquilar a la gente decente.
La despedida de Milton le produjo alivio; gracias a él iba a encontrar alojamiento barato y tal vez le proporcionaría el empleo para pagarlo, pero su amabilidad le desconcertaba. En cuanto se instaló en un cuarto modesto pero muy grande, escribió una carta al primo Manuel, a la dirección de Río de Janeiro.
Le costó dormir. Aparte de no poder quitarse de la cabeza el cráter rojo en el vientre del policía, nadie le había hablado de los trastornos físicos que causan los cambios de horarios al atravesar el Atlántico, y achacó el insomnio a las trifulcas que las prostitutas organizaban en la calle. Cuando la dueña de la pensión le avisó de que lo llamaban por teléfono, antes de mirar el reloj notó por la luz que había dormitado hasta media mañana.
-¿Carlos? Soy Milton. He hablado ya con la empresa de publicidad. Puedes ir esta tarde a visitarlos. Anota la dirección. Una advertencia: no digas que sabes dibujar un poco, sino que sabes dibujar, y punto. En el Brasil se valora mucho la osadía y no nos gusta la gente que parece poco segura.
-Muchas gracias, Milton. No sé qué decir...
-No tiene importancia. Eres demasiado joven; en el avión, te noté desorientado y sé que correrás riesgos en mi país si no organizas en seguida tu vida. Aunque de momento no te conviene tratar con españoles, porque te será más fácil aprender el portugués si te fuerzas a hablarlo a todas horas, tengo dos buenos amigos en el Centro Republicano Español que te agradará conocer. Te los voy a presentar, pero eso será más adelante.
En el avión, temía que Milton fuese simpatizante de Franco. Había matado a un policía franquista, lo que le obligaba a mantenerse en guardia. Ahora, el brasileño le hablaba de algo igual de temible. Imaginaba un "centro republicano español" como un lugar lleno de conspiradores al margen de la ley. Decidió no aceptar esa invitación cuando se produjera.
Pasó unos días desorientado. Sus sentidos se negaban a asimilar que habían sido transplantados de repente a otro continente y a otro hemisferio; salía temprano con el deseo de desayunar porras madrileñas antes de comprender que estaban fuera de su alcance; echaba de menos la comodidad y la rapidez del metro cuando sudaba en un autobús empantanado en el delirante tráfico paulista; se le saltaban las lágrimas ante un pequeño estanque del parque de Ibirapuera cuando su corazón le apremiaba a asomarse al lago del Retiro.
Empezaba a sentir la añoranza de sus raíces que llegaría a ser tan lacerante como la de cualquier emigrante, pero todavía no sabía que ese dolor era nostalgia; creía que se trataba del desconcierto sumado al horror de saberse un asesino.
Pero una semana más tarde comenzó a trabajar en publicidad y fue sintiendo cierto alivio, asombrado por el reconocimiento de su habilidad artística. No comprendía que le pagasen por hacer algo con lo que disfrutaba tanto. El propósito de contactar con el primo Manuel dejó de ser cuestión de supervivencia para convertirse en un simple deseo de satisfacer la curiosidad de conocerlo. Pero no respondía sus cartas. Aunque le escribió cada dos meses, nunca recibió contestación, mientras crecía la necesidad de reencontrar a través de él las raíces que había perdido tan repentinamente.



Capítulo II
Invierno de 1998

Carlos Alfaro tenía cuarenta y nueve años cuando llegó a Madrid una gélida mañana de invierno. Sentía vértigo, porque España había conseguido organizarse a esas alturas de fin de siglo, y de milenio, como la sociedad europea civilizada que era, y carecía de la extensión suficiente para que un fugitivo de las empresas de crédito pudiera esfumarse en el anonimato. Los bancos se lanzarían furiosos en su persecución si no encontraba a tiempo el medio de hacer frente a las deudas pavorosas que había dejado en Toledo. Compró un periódico de ofertas de trabajo y entró a tomar un café en un pequeño local de la Puerta del Sol, mientras repasaba los anuncios. En el otro lado del ángulo de la barra, le miraba con insistencia un hombre casi viejo, de aspecto próspero bajo su anticuada melena blanca cortada al estilo de los Beatles. Carlos correspondió la mirada con una sonrisa amable, lo que alentó al hombre a acercarse.
-Te había confundido con Ramiro Oliveros, disculpa -dijo el canoso.
-Pues no soy ese amigo suyo, ¿señor... ?
-Sí, de cerca he visto que eres más alto y más joven que él. Ramiro no es amigo mío, sólo lo conozco un poco. ¿No sabes quién es?; se trata de un actor famoso. Me llamo Jon Goico.
-Carlos Alfaro, mucho gusto.
-No eres español, ¿verdad, Carlos?
Todavía se producía de vez en cuando esa confusión. Algunos lo tomaban por canario, pero era más frecuente que le creyesen sudamericano.
-Sí lo soy, pero estuve emigrado algún tiempo.
-Veo que lees el Segunda Mano. ¿Buscas trabajo?
-Sí.
-¿De actor?
Carlos sonrió. El sujeto estaba delirando.
-No, de publicitario.
-¿En el Segunda Mano? No es el medio adecuado. La publicidad es un negocio muy encerrado en sí mismo. ¿Qué sabes hacer en publicidad?
-Creatividad.
-¿Eres bueno?
-Hace tiempo, era muy bueno.
-Pues lo que tienes que hacer es hablar con las agencias; las grandes no son más de veinte o treinta, y están casi todas alrededor de la zona de Azca.
-¿Me puede indicar usted dónde está ese sitio que ha dicho?
-¿Por qué me hablas de usted, tan viejo soy?
Carlos sonrió de nuevo, mientras intentaba deducir las razones de su amable familiaridad. El canoso era lo bastante viejo como para tratarlo de usted.
-No, claro que no.
-No entiendes, ¿verdad?
-¿De qué? -preguntó Carlos.
-No, ya veo que no. Es una pena que no entiendas. La panda de la Puerta del Sol podría volverse loca por ti.
Ahora sí comprendió Carlos. Volvió a sonreír, negando con la cabeza.
-Azca es un lugar lleno de rascacielos, inconfundible -informó Jon-. Tienes que buscar en el Metro la estación de Nuevos Ministerios. ¿Vives lejos?
-Todavía no vivo en ningún sitio, acabo de llegar a Madrid. ¿Sabes dónde puedo encontrar una pensión muy barata?
-¿Cómo de barata?
Carlos calló con los labios apretados, suponiendo que Jon soltaría una carcajada si respondía su pregunta.
-Oye, Carlos, no quiero parecer indiscreto, pero intuyo que tienes dificultades. Tu físico y tu estilo no se corresponden con la tristeza que se adivina bajo tus sonrisas ni con esa camisa tan arrugada que llevas. Cuando vayas a pedir trabajo a una agencia de publicidad, debes presentar mucho mejor aspecto. ¿Necesitas ayuda?
-Creo que sí, pero...
-No estoy hablando de una "chapa", Carlos.
Inesperadamente, Carlos se oyó relatar a un desconocido un resumen pormenorizado de su vida, cosa que no había hecho jamás ni con un extraño ni con amigos que no fuersen Milton Gomes o Rolemberg Giggio. Comprendió que la miseria ablandaba el carácter. Notó la expresión de recelo de su interlocutor al oír la escena de la Ciudad Universitaria, su incredulidad cuando describió los esplendores entre los que había vivido en Brasil, su consternación cuando detalló lo ocurrido en Toledo al dar por terminada su etapa de emigrante. Durante los doce minutos de monólogo, Jon mantuvo la mandíbula sujeta en el puño, con el codo apoyado sobre la barra. Lo miraba intensamente a los ojos y Carlos notó que trataba de deducir si era un farsante muy imaginativo o el colmo de la mala suerte.
-Tendrías que escribir un guión con esa historia -dijo Jon Goico-, y sé muy bien de lo que hablo. Verás, dirijo un programa de televisión dedicado al cine. Todavía me permiten dirigirlo, aunque me falta un cuarto de hora para la jubilación. Tengo alquilado un pequeño almacén, porque el archivo de referencias de mi programa, que es de mi propiedad, no cabe en mi casa. A lo mejor nos hacemos un favor mutuo. A mí me preocupa que puedan entrar a robar y da la casualidad de que tengo allí varias camas que no caben en mi casa y hay un pequeño baño. Si no eres muy remilgado, podrías vivir allí mientras consigues mejorar tu situación, y así me servirías de guarda nocturno y tal vez se te ocurra poner un poco de orden. Sólo te pediría a cambio que me des una fotocopia de tu carné de identidad.
Carlos asintió. Ese hombre no imaginaba dónde había dormido los últimos tres años.
-Otra cosa no puedo hacer por ti, porque no nado en la abundancia -Carlos consideró que mentía, porque llevaba encima más de un millón de pesetas en joyas; pero halló lógicas sus reservas-. Bueno, alguna ropa sí que podría ofrecerte, pero con tu tamaño un pantalón mío no te serviría ni de calcetín. Ojalá que consigas trabajo, porque a pesar del desastre de tu ropa se ve que no eres un mendigo.

















Capítulo III
1969

Llevaba nueve meses en Brasil cuando, empezando el carnaval, Carlos no resistió la tentación de conocer la fiesta carioca. Era un buen pretexto para visitar Río de Janeiro y encontrar por fin al esquivo primo Manuel.
Pasó toda la noche del viernes en un autobús que llegó a Río al amanecer del sábado de carnaval. Multitudes de forasteros asaltaban Río de Janeiro con prisas de última hora; una masa bullanguera desalojaba los autobuses y, sin que sonara música, le pareció que marcaban pasos de samba al andar.
Localizó en un plano la dirección de su primo y descubrió que era en Copacabana.
Aunque ya amanecía, en las calles por las que circulaba el autobús había multitudes de gente disfrazada bailando, sonaban tambores por doquier y el pavimento era invisible bajo los confetis y serpentinas. Muchos hombres dormían la borrachera allí donde el alcohol les había vencido. Pasado el Túnel Novo, bajó del autobús cuando el conductor le avisó de que la dirección por la que le había preguntado se encontraba muy cerca, pero descubrió en seguida que, presionado en el aeropuerto por la prisa de verlo libre de la amenaza, su padre había escrito una dirección equivocada. Manuel no había recibido sus cartas. Se preguntó qué hacer. Ya había visto lo difícil que era conseguir en Río una habitación en carnaval y disponía de poco dinero; descansaría un rato en la playa, que había entrevisto a unos ciento cincuenta metros, y esa misma noche tomaría el autobús de vuelta a São Paulo.
Un hombre estaba colocando maletas en la baca de una ranchera. Carlos encontró en él algo reconocible que no supo en qué consistía, lo que le animó a preguntar:
-Não tem o número cento e um nesta rua??
-¿Eres español?
Carlos asintió sin darse cuenta de que no le había preguntado en portugués. El hombre parecía cordial.
-Esta calle no tiene el número ciento uno. Éste es el ciento diez. ¿Buscas a algún español? Yo soy español y conozco a todos los paisanos que viven por aquí.
-Busco a Manuel Alfaro.
-¡Tú eres Carlos!
Encontró a su primo por casualidad cuando lo creía imposible. Manuel había recibido las cinco cartas, y se disculpó por no haberle contestado "porque tengo tanto trabajo...". Carlos disimuló su incredulidad.
-Es una pena no haber sabido que venías -dijo Manuel-. No me gusta Río en carnaval y voy a pasar estos cuatro días con mi familia en Cabo Frío. Pero será imposible conseguirte una habitación, así que te daré la llave del apartamento. Sin embargo... ¿qué puedes hacer tú solo en el carnaval de Río, sin conocer a nadie? Verás lo que vamos a hacer... Primero, ven que te presente a mi familia.
Manuel descargó lo que había colocado ya sobre la baca, introdujo los bultos en el portal, que cerró, y franqueó a Carlos la puerta de su apartamento en la misma planta baja. El número 101. La dirección escrita por su padre rezaba: Ministro Viveiro de Castro, 101, apartamento 110, en un baile evidente de números.
-¡Machús! -dijo Manuel a una mujer de aspecto turbador-. Éste es mi primo Carlos, el que me escribía desde São Paulo.
-¡Você chega num momento muito mal! -reprochó la esposa de su primo en portugués, aunque Carlos sabía que era gallega.
Había llegado en un momento inoportuno, pero era poco hospitalario reprochárselo en vez de darle la bienvenida. Carlos la examinó; un rostro anguloso y duro pero con mirada evasiva en pupilas vidriosas. Comprendió que ella era el motivo por el que Manuel no había respondido sus cartas, pero presintió algo más; esa mujer poseía un halo extraño, muy inquietante, y su actitud parecía la de alguien temeroso de ser descubierto en algo reprochable, muy grave tal vez. Fue presentado también a la hija adolescente y a la suegra de su primo. Tras un breve cruce de saludos carentes de cordialidad y sin que nadie lo invitara a sentarse, Carlos sintió alivio cuando dijo Manuel:
-Escucha, Machús; vamos a dejar el viaje a Cabo Frío para mediodía. En estas seis horas, trataré de encontrarle a mi primo alguien que le pueda ayudar a pasar un buen carnaval.
-Pero... -Machús no disimuló su contrariedad. Su marido le interrumpió.
-Voy a llevar a Carlos a recorrer el centro, para que sepa orientarse. Iremos a la oficina y desde allí llamaré a los amigos, a ver si a alguien le sobran boletos para las fiestas y los desfiles.
Consciente de la tensión que había causado su llegada, Carlos salió tras Manuel con una sonrisa de disculpa para las tres mujeres. Las calles de Río de Janeiro registraban todavía escaso tráfico de vehículos, pero la riada humana había crecido. Tocados egipcios y pelucas empolvadas al estilo de María Antonieta sobresalían entre miriñaques, kimonos y ampulosas vestiduras cubiertas de lentejuelas, plumas, terciopelos y pedrería de oropel. Todos parecían llevar dentro de la cabeza un pequeño receptor de radio, porque bailaban al andar aunque no sonara música.
-¿Por qué no te gusta pasar el carnaval aquí? -preguntó Carlos.
-Ya has visto que mi hija es todavía una niña. El carnaval de Río es un desenfreno, hay agresiones, violaciones y muchos asesinatos. Tú también debes tener cuidado.
Durante dos horas, Manuel llamó por teléfono a todos sus amigos. Nadie disponía de boletos sobrantes.
-Mala suerte, chico. Tendrás que apañarte y disfrutar lo que puedas por tu cuenta. Es una pena, porque lo más interesante del carnaval no es la calle, descontando los desfiles de escolas de samba en la avenida Río Branco. Lo espectacular son las fiestas de los clubes, como el Canecão o el Monte Líbano, o el Copacabana Palace. Y sobre todo, el concurso de fantasías del Municipal, que es la fiesta de la aristocracia carioca. Tu primer carnaval en Río no va a ser gran cosa. Lo siento, no puedo hacer más.
-No te preocupes, Manolo. En España está prohibido el carnaval, así que me bastará lo que pueda ver por la calle. Creo que será suficiente.
-Vamos a tomar unas caipirinhas.
La mezcla de cachaça, azúcar y zumo de lima resultaba demasiado fuerte para Carlos, pero su primo tomaba los pequeños vasos de un sorbo. Iban por el tercero Carlos y por el séptimo Manuel cuando éste propuso regresar.
-Son casi las doce. Volvamos a casa. Toma la llave, antes de que lleguemos. No quiero discutir con mi mujer.
La personalidad extraña y la actitud de la esposa de Manuel le incitaban a rechazar la hospitalidad y volver a São Paulo en seguida, pero era más fuerte el deseo de conocer una de las fiestas más famosas del mundo. Decidió ser muy cauto en el trato con Machús, en lo que no tendría que esforzarse durante los próximos cuatro días.
Cuando entraban en el portal, salía un hombre de poco más de treinta años. Manuel lo saludó de modo poco confianzudo, pero al siguiente paso se paró en seco, reflexionó un instante y lo llamó:
-¡Rolemberg!
El hombre se detuvo cuando estaba a punto de abrir la portezuela del coche.
-¿Sí?
-Este é o meu primo Carlos. Tem cegado da Espanha há pouco.
-Muito prazer -dijo el vecino mientras estrechaba la mano de Carlos-. Meu nome é Rolemberg Giggio. ¿E vocé?
-Carlos Alfaro.
Cuando Manuel le puso al corriente de la situación y tras examinar unos instantes al joven, del que le llamó la atención que flexionara un poco las piernas como si temiera apabullar con su estatura a sus interlocutores, Rolemberg pronunció una frase que iba a cambiar la vida de Carlos:
-Deixa ao seu primo da minha conta.
Carlos supo que era ayudante de uno de los cirujanos plásticos más famosos del mundo, Pitanguy, que él también practicaba la cirugía estética y era una de las personas mejor relacionadas de Río. Por coincidencia, Rolemberg disponía no sólo de entradas para Carlos, sino también de disfraces, cuatro diferentes. El cirujano había programado con un grupo salidas para las cinco noches de carnaval, en un plan que incluía la asistencia a tres o cuatro fiestas cada noche, con todos los hombres y mujeres disfrazados igual, como si se tratara de una comparsa. La noche del viernes había ocurrido un accidente.
-Casi todos los cines de Río organizan bailes de carnaval -informó Rolemberg-. Quitan los sillones del patio de butacas y ahí se baila. Pero los cines que tienen segundos y terceros pisos, dejan las plantas superiores con los sillones instalados. Puedes imaginar que la gente baila hasta encima de los asientos. Anoche, un chico de mi grupo tuvo la ocurrencia de ponerse a saltar encima de los apoyabrazos, en la primera fila del piso de arriba del cine donde estábamos. Perdió el equilibro y cayó abajo, al patio de butacas. Imagina. Se ha roto el fémur derecho y la clavícula izquierda. No es grave, y si no fuera porque es buen amigo mío, me dan ganas de reír. La cuestión es que ha quedado disponible un disfraz para ti cada día, y un montón de boletos para las fiestas más divertidas del carnaval de Río. Ahora tengo que hacer algo que no puedo postergar y no puedes acompañarme. ¿Te hospedas en casa de tu primo?
-Sí -respondió Manuel, anticipándose a Carlos.
-Perfecto. Vivo en el apartamento 301. Sube a llamarme a las cinco y media. Para entonces, tendré las cosas que necesitas.
La despedida de la mujer de Manuel fue tan gélida como la acogida. La dureza se acentuó en su rostro mientras le informaba de que tendría que dormir en el sofá del salón. Carlos, de todos modos, se mostró muy afectuoso en un intento inútil de que se dibujara un gesto de cordialidad en el rostro de la gallega. Decidió que la siguiente vez que visitase Río de Janeiro no pediría alojamiento a su primo.

Ya a solas, intentó dormir en el sofá, para reponerse de lo poco que había dormido en el autobús, pero una pregunta lo desveló.
En el momento de recostarse, notó que brillaba una débil luz bajo la puerta situada frente al sofá. Supuso que Machús había olvidado una lámpara encendida y fue a apagarla. La puerta estaba cerrada con llave. Revisó todo el apartamento en busca de un llavero. Recorrió el cuarto conyugal y otro con dos camas; Machús le había asegurado que no tenía un cuarto para él aunque había un tercer dormitorio; ¿por qué se había mostrado tan hostil, cuando era inevitable que descubriera que había tres habitaciones? No encontró la llave. Sentado en el sofá sin recostarse, observó largo rato la luz. No se trataba del resplandor de una bombilla, porque vacilaba. Le preocupó que pudiera tratarse del comienzo de un incendio; pero esta sospecha no tenía sentido; en el tiempo que había empleado en buscar las llaves el fuego tendría que haberse propagado, y la luz era igual de tenue desde que la descubriera. No quería forzar la puerta; causaría desperfectos injustificables si su alarma era infundada. Permaneció más de una hora con la mirada fija en la rendija iluminada. Incapaz de dormir, decidió dar un paseo por la playa.
El paisaje de Copacaba era idéntico a la tarjeta postal. La arena dorada, el pavimento con dibujo ondulado, las palmeras y los cuatro kilómetros de edificios formando una media luna. Había mucha gente durmiendo en la playa, junto a morrales por cuyas bocas asomaban disfraces; turistas que disfrutaban el carnaval de Río y no disponían de alojamiento. A pesar de lo ameno que resultaba el bullicioso espectáculo, no consiguió sacudirse el temor a un incendio en el apartamento, y volvió.
La la luz permanecía igual; cualquiera que fuese su origen. Sentado en el sofá con la mirada fija en la rendija, se dijo que a lo mejor se trataba del reflejo de la luz solar de una ventana; las vacilaciones podían deberse a la sombra de vehículos que pasaran por la calle. Esta idea no lo tranquilizó. Cuando llegó la hora convenida, salió peocupado por la sospecha de que dejaba un peligro irresuelto.
-Esta noche, nuestra fantasía es de hawaianos -le informó Rolemberg, después de saludarle con la cordialidad de un viejo amigo.
Media hora más tarde, Carlos se miró sin reconocerse en un gran espejo situado junto a la salida del piso. Un sarong muy corto que casi no le cubría las nalgas, el pecho desnudo con un collar de flores de plástico y el pelo empolvado con purpurina dorada.
¿Cuántos años tienes? –preguntó Rolemberg, que le contemplaba a través del espejo.
-Dieciocho.
-Durante los próximos veinte años, tendrás que defenderte a tarascadas de la gente que querrá encamarse contigo –alabó el cirujano, mientras Carlos sentía bullir en su cabeza preguntas muy inquietantes.
Componían el grupo seis mujeres y seis hombres. Los doce disfraces eran idénticos, salvo que las mujeres llevaban un pequeño sujetador bajo el collar de flores. A Carlos le asombraba tanto la desinhibición de todos en la calle, que olvidó la inquietud por el temido incendio en casa de su primo. Abundaban los pechos femeninos precariamente velados por tules o collares, sin sostén, y los cuerpos masculinos apenas con taparrabos. En Albacete, aquellas personas serían llevadas a la cárcel. Según avanzó la noche, vio que se producían fugaces desnudos totales en las fiestas y también en la calle; muchas mujeres se despojaban de los sostenes en la agitación del baile y algunos hombres se bajaban el tanga con eufórica comicidad.
Arrebatado por la música, sólo a ratos dejó de sentirse desconcertado. Le habían asignado como pareja a la más joven del grupo, Marcia, que aparentaba unos veinticinco años y ella fue quien tuvo que rescatarlo muchas veces a lo largo de la noche de su estupor y, en ocasiones, de sus reacciones airadas cuando alguien lo sobaba en las apreturas del baile. Comprendía que parecía mojigato, pero todo lo que veía distaba años luz de sus puntos de referencias de Madrid y mucho más de las costumbres toledanas, donde prohibían que los hombres y mujeres se bañaran juntos en la piscina.
De vuelta a casa, Carlos introdujo la llave en la puerta del primo Manuel mientras se despedía del grupo. Marcia aferró su mano.
-¿Pensa dormir sozinho? -le dijo, sonriendo-. Vente con nosotros. Nadie duerme solo en carnaval.
El mensaje de su mirada era explícito y Carlos llevaba ocho meses tratando de compartir la cama con una brasileña, sin conseguir descifrar el método que conducía a esa clase de relaciones en un país tan diferente del suyo. Aceptó la invitación de Marcia, que pocos minutos después de envolverlo en la cálida y perfumada magia de su piel desnuda, dijo:
-Que doce… parece um menino. Acho que terei que ser a sua professora.
Despertó entre sus brazos tras haber aprendido más que en toda su corta biografía erótica y habiendo descubierto en su propio cuerpo desconocidas fuentes de placer.