jueves, 27 de septiembre de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA 9, Luis Melero

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA 9, Luis Melero

BAILE DAS BONECAS


El estado de expectación de Luis no se correspondía con lo que anticipaba que podía resultar de una visita a Rio de Janeiro que no llegaría a cuarenta y ocho horas. Llevaba más de una semana sintiendo una clase extraña de tensión que le agarrotaba las clavículas y parte del cuello, como si una mano sobrenatural intentara comunicarse con él obligándolo a sentir la angustia de las preguntas sin respuesta. Con lo que su mente le inspiraría cualquier clase de desvarío.

Por mucho que le dijera la razón que iba a ser un fin de semana algo más agitado de lo común, pero sin más, los intersticios de su cuerpo no paraban de generar alguna hormona que le ponía en tensión extrema, como si escalase la ladera de un volcán sabiendo que está a punto de estallar. Recordaba vagamente que las tradiciones familiares hablaban de algún familiar que había emigrado a Brasil, a Río, pero no recordaba de quién se trataba ni, por tanto, tenía su dirección. No había posibilidad alguna de contactar con alguien que pudiera revelarle cualquier cosa especial o prodigiosa ni tendría tiempo de visitar algo más que el centro de Río y, si acaso, el Corcovado. Mientras que su razón se negaba a esperar, los ahogos y sacudidas del cuello le inspiraban deseos inconcretos e imposibles.

Aunque en la primera conversación telefónica con Wilson había quedado acordado que se presentaría ante su puerta el sábado después de las 9 de la mañana, el profesor carioca le había llamado dos veces a lo largo de la semana, para aconsejarle llevar ropa de baño o con pretextos semejantes, cuando lo que Luis sospechaba era que Wilson trataba de confirmar la visita. Después de cada una de estas llamadas su tensión emocional se había exacerbado hasta el punto de no permitirle dormir. Al despertar, sabía vagamente que había soñado quimeras, pero no le dejaban el menor recuerdo. Daba vueltas en la cama humedecida por el sudor, mientras el duermevela le inspiraba nombres que nunca habían pronunciado en su presencia. Nombres o palabras en un idioma primitivo, tal vez en desuso o, quizá, que nunca había existido.

Los compañeros de la agencia no paraban de hablar del carnaval; las “fantasías” cubiertas de pedrería y oropeles; los desnudos casi integrales, tanto de mujeres como de hombres; los bailes acompasados de millares de personas, mientras desfilaban con una disciplina difícil de entender en un pueblo tan indisciplinado como el brasileño; las trifulcas y voceríos por tocamientos no consentidos; los enfrentamientos a navajazos con resultado de sangre o cosas peores; la facilidad de las relaciones sexuales y también la participación en grandes grupos orgiásticos; pero prefería no meterse en las conversaciones para no agravar el agarrotamiento de sus miembros.

De tal modo, que aunque antes de emprender el viaje se tomó un somnífero que su colega suizo Max Shety le regaló, no conseguía dormir en el autobús que lo conducía a Río. Tras los primeros kilómetros de avisos y recomendaciones del conductor por la megafonía, las luces se apagaron y todo quedó en silencio. Las respiraciones acompasadas y algunos ronquidos demostraban que casi todos dormían, pero Luis notó que su compañero de asiento, un flaco adolescente mulato, se le arrimaba más de la cuenta, con mucho disimulo; a cada giro del autocar, fingía una inercia que lo obligaba a echársele encima.

Luis se encogió todo lo que pudo en su lado del asiento, con las piernas torcidas hacia el lado contrario de su vecino, porque la pastilla comenzó a hacer efecto. Tras vislumbrar algunos bellos edificios neoclásicos, tan inesperados que creyó soñar, fue durmiéndose muy poco a poco, entre llamaradas de consciencia que, en vez de tranquilizarlo, renovaban la tensión de toda la semana, porque volvían las palabras incomprensibles.

La inmersión en el sueño fue como sumergirse de niño en una ola de las playas de Málaga. Se dejó llevar por el vértigo amoroso e irresistible de la marea, y entre azules y verdes surgió una figura que sólo podía ser un hada o una diosa. Vestía de escamas de nácar, su pelo era de coral y espuma, las manos se transparentaban mientras las agitaba hacia él y su rostro relucía de luna llena. Parecía querer comunicarle algo, una cosa inaplazable, pero la voz era vencida por el fragor del rebalaje. En los ojos de la diosa asomaron lágrimas de impotencia que el agua revuelta no arrastraba; se movieron los labios de un modo singular; lentamente y como si vocalizara en una escuela de arte dramático y Luis la entendió: Encontraría en Río una pista inesperada, que debía seguir hasta el final, sin miedo ni reservas de ninguna clase.

La inercia de un giro muy pronunciado del autobús le hizo despertar.

Estupefacto, descubrió que le habían desabrochado el cinturón y corrido el pantalón hasta más abajo de las ingles. Trataban de penetrarle. No supo si había despertado del todo, porque le pareció que lo que lo intentaba era algo grande como una caliente berenjena gigantesca, que pellizcó con saña y toda su fuerza aunque sus dedos patinaban por su turgencia. Apenas oyó el grito contenido, porque mientras el ariete se retiraba se precipitó de nuevo en el sueño de inmediato.

Le despertó la megafonía de la estación de autobuses, cuando el autocar daba el último frenazo. El pantalón desajustado y el cinturón suelto revelaron que no había soñado el intento de violación. Volvió la cabeza hacia su vecino, el oscuro adolescente delgado como la mojama de pintarroja. Al notar el giro de cuello de Luis, el mulato volvió la cabeza bruscamente en la dirección contraria y Luis ya no consiguió ni verle la cara mientras iban abandonando el autobús.

Eran las seis y media de la mañana. Le asombró ver desde la ventanilla del taxi muchos grupos de alicaída gente disfrazada, que caminaba acompasadamente aunque no sonara música. Los grupos eran particularmente numerosos en Botafogo, donde las aceras estaban cubiertas de grandes montones de confetis y serpentinas. También vio muchos hombres caídos en el suelo; supuso que serían borrachos echados a dormir en cualquier parte, aunque uno en particular le pareció que derramaba un riachuelo de sangre. Dejó de mirar, porque sintió que su ánimo pasaba de la curiosidad al horror y no quería desalentarse ante la expectativa de su primer carnaval de Río de Janeiro.

Llegó ante el portal de Wilson a las siete y veinticinco de la mañana. ¿Qué hacer durante hora y media? Miró hacia atrás y descubrió que la playa relucía con el amanecer a unos cien metros de distancia. Cruzó una avenida llamada “Nossa Senhora de Copacabana” antes de llegar a la vía que ceñía la famosa playa. Le pareció muy difícil describir la playa de Copacabana con una ingeniosa frase corta. El arco de edificios de altura bastante pareja mediría unos cuantos kilómetros, orlando un arenal dorado, demasiado lleno a esa hora de la madrugada. Celebrantes carnavalistas que no habían encontrado todavía el fin de la noche y continuaban el baile ahora con cierto aire tribal, excursionistas carentes de albergue, turistas de medio pelo dormidos sobre sus mochilas, borrachos derrengados por doquier y algunas parejas haciendo sexo sin inquietarse por la luz que iba abriendo el paisaje con una pátina de oro. Luis se preguntó si esa playa aparecería tan llena durante las horas de sol, aunque notó que había instaladas unas estructuras que parecían porterías de fútbol, lo que indicaba que, de día, habría también partidos con sus veintidós jugadores en cada caso.

Daba igual. No tendría tiempo de echarse a nadar un rato ni tomar sol en aquella arena incitadora. Las treinta y nueve horas que iba a pasar en Río de Janeiro serían insuficientes para ver todo lo que quería ver.

Después de desayunar un batido de papaya y un café con un bollo cubierto de fruta confitada, vio que ya había sonado la hora de ir a casa de Wilson. Para su sorpresa, el profesor de español lo esperaba ante el portal de su casa y le sonrió ampliamente bajo una mirada adormecida.

-Hola, Luis. Benvindo. Te estoy esperando aquí, para que no llames a la puerta, porque hay más de veinte personas durmiendo en las alfombras de mi apartamento y no puedes despertarlas, puesto que nos hemos dormido hará unas dos horas.

-Entonces… -fue a decir Luis.

-No te preocupes –repuso Wilson adivinándole el pensamiento-. La próxima noche no serán tantos, y encontrarás un hueco para ti.

Luis contuvo más comentarios. La escalera se parecía a las de las casas de la clase media de Málaga, pero eran mucho más anchas. La puerta del apartamento tenía empaque casi de lujo. Wilson la abrió con mucho sigilo; poco más allá del dintel, las cabezas de dos hombres se le mostraron antes que la totalidad de sus cuerpos semidesnudos. Estaban abrazados; un abrazo no casual, sino muy libidinoso y como de sexo interrumpido. Wilson no apartaba un dedo de su boca indicándole silencio. Tuvieron que saltar por encima de muchos cuerpos, algunas de cuyas caras le resultaron familiares a Luis. Deseaba preguntar quiénes eran, pero Wilson reforzó su petición muda de silencio.

El profesor carioca abrió despacio la puerta del que debía de ser su dormitorio. Había dos mujeres y un hombre en la cama, y otros dos hombres dormidos sobre una de las alfombrillas. Wilson indicó seguir hasta el otro lado de la cama, donde quedaba libre la otra alfombrilla, donde se sentó con la espalda apoyada hacia la cama, invitando a Luis a imitarle.

-Ve haciéndote a la idea –susurró Wilson en el oído de Luis- de que después del baile de esta noche tendrás que dormir más o menos así.

-No te preocupes. Si estorbo, iré en busca de una pensión.

-¿Estás “doido”? No encontrarías una habitación libre en cien kilómetros a la redonda de Río. Algunas de estas personas, tienen bastante fama en la tv y ya ves.

-Sí, algunas caras me han parecido conocidas.

-Está Geraldo Vandré.

Luis sintió una convulsión. Una de las caras que le habían resultado familiares, era el famoso cantante, antaño perseguido con enorme saña por los fascistas de Brasil, exiliado constante y la persona que más admiraba en el país. No sólo iba a saludarlo dentro de algunas horas, sino que estaba durmiendo en el suelo del apartamento de su amigo, y quizá durmiera la noche siguiente cerca de él.

-Lo admiro sinceramente –musitó al oído de Wilson- ¿Debería prepararme para alguna sorpresa más?

-Probablemente –murmuró Wilson tras una sonrisa enigmática, al tiempo que hacía ademán de reclinar la cabeza para dormirse.

A Luis no le costó demasiado conciliar el sueño. El mulato con su batata-remolacha y los frenazos y sacudidas del autobús le habían impedido descansar del todo. Ahora, aunque ardía de impaciencia por conocer a los durmientes, cayó en un sueño absorbente, como si se precipitase por un pozo encantado.

Cuando despertó, sentía agujetas por todas partes, principalmente en el cuello. Tenía la cabeza apoyada en la cadera de Wilson, que roncaba de un modo casi musical. Tenía hambre, pero daba la impresión de que todos seguían durmiendo, porque no se escuchaba el menor ruido, aparte de algún ronquido. Se alzó con todo el sigilo que pudo y fue evitando cuerpos hasta encontrar la cocina, donde también había dos muchachas jóvenes dormidas en las sillas del office, con las cabezas apoyadas en los azulejos de la pared. No era una manera cómoda de dormir, por lo que debían de haber sido vencidas por la borrachera. Las dos estaban disfrazadas, con una especie de sarong ajustado a la cintura y un sujetador pequeño y transparente. En el cuello, frondosos collares de estilo hawaiano, que debían de haber sido la precaria cubierta de sus pechos.

La nevera estaba muy llena. Fruta, postres confitados, leche, huevos. Una papaya más grande que un melón grande le llamó la atención. Wilson podía interpretarlo como un audacia intolerable, pero Luis cortó una tajada muy grande, buscó el depósito de la basura, donde con la ayuda de un tenedor fue echando las abundantes semillas negras, y finalmente comió con una cuchara la mayor ración de papaya que hubiera comido nunca. Con mucha fruición, terminaba con la tajada cuando despertó una de las muchachas.

-Oh. Hay papaya.

-Sí –respondió Luis-. Me llamo Luis, ¿quieres que te corte una tajada?

-Sí, por favor. Me llamo Chus. ¿Eres el español del que tanto habla Wilson?

Sorprendido por el comentario, Luis respondió:

-Ignoro lo que te habrá dicho, pero creo que sí, soy ese español.

-Todo lo que ha dicho Wilson de ti es muy bueno.

Luis calló, algo sonrojado, sonrojo que disimuló bajando la cabeza mientras cortaba otra raja grande de papaya. Había quedado reducida a la mitad.

-Oh, es demasiado –dijo Chus-, pero creo que me lo voy a comer todo. Tengo mucho apetito, porque anoche casi no cené. Me fui a la fiesta cuando volví del templo, sin pasar por casa.

La mención de un templo hizo que Luis se pusiera en guardia. Quizá estaba conversando con una evangelista o testigo de Jehová, que tan molestos contertulios solían ser. Examinó a Chus despacio, mientras ella “devoraba” la papaya. Contrariamente a la mayoría de los brasileños, parecía no tener ni un poco de mulata. Resultaba completamente europea, tal vez del norte de Italia o el Tirol
No era bonita en el estricto sentido académico de la palabra, pero sí era muy sensual y atractiva. Hacía tiempo que las mujeres lo dejaban indiferente, pero se encontró contemplando los pechos casi desnudos con algo de pasión. Sintió deseos de tocarlos, deseos que Chus descubrió en sus ojos.

-Tócame si quieres, Luis. Estoy en ayunas desde ayer.

Luis dedujo de qué clase de ayuno hablaba, por lo que obedeció de inmediato. Eran tocamientos muy placenteros, pero no advirtió que su pene se diera cuenta. De pronto, entró un joven algo menor que Luis, y sin decir palabra, hizo un guiño en dirección a sus ojos y también se puso a tocar, los pechos y más abajo, con evidente experiencia. Ahora, Luis tuvo una erección imperiosa, al tiempo que su mente derivaba del estupor al desconcierto. ¿Qué iría a pasar? Toda la vida se había reprimido de un modo cruel, sin dejarse llevar ni en las ocasiones más obvias. Tal vez no había vivido en realidad. El otro chico era un brasileño algo moreno, muy guapo y atlético. Acercó sus labios al oído de Luis para preguntar:

-¿Quieres metérsela por detrás o por delante?

Luis se encogió de hombros.

-Te dejo lo más fácil. A mí me van mucho los culos. Si quieres, también te la meteré a ti.

Luis negó con la cabeza, mientras el otro giraba a Chus, que se dejaba manipular como una muñeca. Impensadamente, Luis sintió que ella le descorría la cremallera y se introducía el pene de modo imperioso. El desconocido buscó desde atrás la boca de ella y forzó a Luis a unirse en un beso triple, mientras éste era sacudido por un relámpago precoz e inoportuno. Los otros dos lo notaron y, al unísono, apartaron a Luis con cierto desdén, y siguieron sus afanes.

Luis tuvo que sentarse para no caer al suelo. No recordaba nada parecido en su pasado; la intensidad del orgasmo superaba a cualquier otra que hubiera vivido. ¿Cómo tendría que abordar el sexo en lo sucesivo?

Los jadeos de los dos le anunciaron que también habían alcanzado el clímax. El chico llevo en volandas a Chus para sentarla y se acercó a Luis.

-Me llamo Xico. ¿Sabes quién es Pitanguy? –Luis asintió-. Pues Chus es la recepcionista de su clínica, así que ya lo sabes, por si quieres hacerte la estética… Pero no te hace falta; eres muy guapo. Espero que nos veamos más, porque me gustas mucho.

-Oh, gracias. Yo soy Luis. No podremos volver a vernos porque vivo en São Paulo.

-Yo también. Toma mi número de teléfono. ¿Hasta cuándo te quedas?

-Sólo esta noche. Tengo que trabajar el lunes en São Paulo, por lo que no tengo más remedio que irme mañana a las 10 de la noche.

-Yo también debo trabajar el lunes, con mi padre. Pensaba viajar mañana después de comer, en mi coche, pero voy solo y es muy aburrido conducir tantos kilómetros sin compañía. ¿Quieres viajar conmigo?

-Tengo ya el billete de vuelta en autobús.

-Tíralo, no importa. Es mucho más cómo viajar en mi escarabajo.

Luis apretó un poco los labios. No sabía qué decir. Xico le atemorizaba y no quería comprometerse a un acompañamiento que a lo mejor le hacía arrepentirse.

Los durmientes fueron despertando. De todos modos, persistía en el apartamento un aire de fiesta momentáneamente interrumpida, y a ello contribuía el fuerte olor a alcohol y vómitos. Algunos se marchaban en cuanto despertaban, probablemente a la playa porque salían en bermudas o, directamente, en tanga. Otros, entraban en el baño y, por no aguardar colas, se duchaban en grupo. La cocina estuvo ocupada con las preparaciones de diferentes comidas la mayor parte de la tarde; Luis reconoció entre quienes se prepararon el almuerzo a dos actrices segundonas de televisión, un cantante medianamente conocido en los cafés cantantes de São Paulo y a un actor de teatro con cierta categoría. Cuando empezaba a anochecer, quedaba poca gente en el apartamento. Sesteaban sólo cinco personas, entre las que se encontraban Xico y Wilson. Este preguntó a Luis:

-¿Tienes disfraz?

-No tengo; ni se me ocurrió la idea…

-Yo puedo dejarle el que me puse anoche –dijo Xico a Wilson.

-Buena idea.

-Me sentiré ridículo –objeto Luis-. Nunca me he disfrazado. ¿Qué representa el disfraz que dices?

-No representa nada –dijo Xico muy sonriente- Ya lo verás. Nunca te habrás sentido tan sexy.

Luis notó que se sonrojaba. Le había pasado varias veces a lo largo de la tarde, por los piropos de Xico quien, además, recibía zalemas, besos, caricias y alabanzas de varias de las mujeres. Una de ellas hizo alusión a los atributos sexuales del joven paulista, que sólo se cubría con un breve pantaloncito de seda blanco. Era un tipo desconcertante.

Antes de las nueve de la noche, Wilson invitó a los cinco que quedaban en el apartamento, todos hombres:

-Hora de disfrazarse.

Los otros cuatro hombres se desnudaron sin ninguna clase de remilgos. Viendo que Luis no les imitaba, lo miraban de soslayo o francamente a la cara, como reconviniéndole. Xico evitó que Luis se ruborizada demasiado dándole el disfraz que debía ponerse. Luis lo examinó con enorme reparo. Se trataba de un ajustadísimo pantalón de lamé de plata, que dejaba expuesta gran parte de los muslos por delante y los dos glúteos completos. Para el pecho, Xico le entregó una pieza también de lamé, pero profusamente cubierta de bisutería muy colorida, parecida a un collar faraónico.

Sintiéndose completamente en evidencia, Luis salió tras los cuatro hombres, sin hacer ningún comentario porque los otros iban mucho más desnudos que él. El coche fue aparcado poco después de Botafogo, y tuvieron que ir caminando un largo trecho. Luis no se fijó en la decoración del local, sino en el hecho de que era un cine, cuyo patio de butacas había sido desmontado del todo. Era un cine de gran tamaño. Todo el patio de butacas era una enorme pista de baile, atestada de danzarines que bailaban siguiendo un círculo que iba circulando alrededor. Todos entraron casi a presión en el baile, y sólo cuando ya se encontraba danzando abrazado por la cintura, entre Xico y otro de los amigos de Wilson, se dio cuenta de que todos los danzarines eran hombres.

-Sólo hay hombres –gritó al oído de Xico.

-Claro. Este es el baile das bonecas. Danza y goza.

Luis fue incapaz de gozar. No podía rescatarse a sí mismo del alerta permanente, porque no paraban de palparle el pene bajo el ajustado “pantalón” y también los glúteos.

viernes, 21 de septiembre de 2012

NOVELA QUE TRATO DE CULMINAR… EL POLLA

El Polla
Luis Melero
,
Los sabios tienen sobre los ignorantes
las mismas ventajas que los vivos sobre los muertos.


Capítulo 1
Las rechiflas acabaron formando un recuerdo vago, del que era incapaz de distinguir lo real de lo imaginado:
Tenía seis años, pero participaba poco de los juegos escolares, ya que no consideraba amigos a sus condiscípulos a causa de sus burlas. El colegio ocupaba una parcela semi rural y el clima de la ciudad era muy benigno, por lo que los retozos infantiles semejaban una excursión. Una característica suya que no conseguía identificar le hacía sentirse distinto de los demás. El tiempo del recreo lo pasaba mirándolos como si los viera en la televisión, con un sentimiento de extrañeza nunca aclarado; se sabía diferente, aunque no sabía por qué. Su juego solitario consistía en interpretar las formas de las nubes o contemplar los insectos, y cuando sentía ganas de aliviarse, entraba en el apestoso retrete colectivo del colegio, seguido de inmediato por un grupo numeroso; iba a orinar, para lo que no tenía necesidad de abrirse la bragueta del pantalón. En el mismo instante, alguno de los otros chiquillos gritaba:
-¡Atención! El Dioni va a sacar la bicha.
Los demás niños, ninguno mayor de siete años, se arremolinaban alrededor de Dionisio en el momento que extraía el pene por debajo del pernil del pantalón corto. La salida de la “bicha” ocasionaba exclamaciones y risotadas, que terminaban con algo parecido a un aplauso cuando acababa la meada. Él sonreía beatíficamente, sin comprender la razón del revuelo, ya que todo lo suyo le parecía natural y de lo más corriente, aunque persistiera el sentimiento de no ser como ellos.
No recordaba situaciones parecidas del resto de su niñez, pero sí de cuando la adolescencia comenzó a manifestarse con salacidad incontrolable. Casi todas las muchachas de su vecindario se lo dijeron alguna vez:
-Tu porvenir es meterte a chulo.
Al cumplir Dionisio los diecisiete sin que su infame trayectoria escolar prometiera nada, su padre fue más específico. Estaban desnudándose a la vez en una caseta de playa; cuando el chico se bajó el calzoncillo hasta las rodillas, su padre se quedó inmóvil, alelado, mirando con ojos maravillados hacia su entrepierna. Tras unos instantes de mudez y mucho desconcierto de los dos, el padre se bajó el calzoncillo, lo que confirmó la idea de Dionisio de que lo suyo no era tan especial. Salieron ambos con cara de circunstancias y en silencio hacia las tumbonas, donde el resto de la familia había montado ya una especie de campamento tuareg con las neveras portátiles, las toallas, flotadores, sombrillas y los cestos y bolsas de comida.
Después de comer, Dionisio notó que su padre procuraba echar la siesta en la hamaca situada junto a la suya. Sobre la algarabía de la comilona mezclada con arena y risas, y a despecho de las miradas lascivas hacia las muchachas que aquella tarde habían decidido hacer “topless”, en las mejillas de Dionisio perduraba aún el sonrojo del momento desconcertante de la caseta, y cuando su padre –tumbado ahora boca abajo, impaciente y al tiempo dubitativo, y mirándolo de reojo- denotó que iba decirle algo que por su actitud parecía importante, la rojez de las mejillas del muchacho aumentó. Dionisio reprochó con ojos resueltos la mueca burlona de los labios de su padre, pero dijo con tono de rabieta:
-¿Qué quieres, papá?
El padre vaciló unos segundos aunque tenía de sobra elaborado el discurso:
-Oye, niño; no tienes cabeza para los estudios ni apuntas condiciones artísticas. Pero tienes… un don. ¿Sabes de lo que hablo?
Con un arrebol volcánico, Dionisio asintió.
-Pues ya lo sabes, niño. Lo tuyo es de otro mundo. Volverás locas a las mujeres y… también a algunos hombres. Te harías rico si te atrevieras a chulear.
-Tú…tienes lo mismo que yo y…
-Sí, niño; pero yo hice la tremenda tontería de enamorarme de tu madre cuando tenía tu edad. No cometas el mismo error y sácale partido a esa entrepierna sobrenatural.
El consejo, sumado al clamor de sus vecinas, le martilló las sienes durante el resto del verano. Llegado septiembre y ante la pregunta de sus padres de si iba a continuar la tarea imposible de estudiar o qué se proponía hacer con su vida, meditó un montón de días sentado en el muro de canalización del torrente. Pasaba las horas muertas mirando el pedregoso y seco lecho, inmóvil.
Pensaba con frecuencia creciente en la primera muchacha que penetró. Sus gritos, convulsiones y alaridos. El miedo a que alguien la oyese y creyera que él la maltrataba. El susto y la impotencia de casi un año, que pasó evitando el acercamiento a cualquiera de las que se le sugerían, por temor a que se repitiera aquella escena; sin embargo, la renuncia alentó el clamor que corría de boca en boca por el barrio. La supuesta “maltratada” les contó a sus amigas el don incomparable de Dionisio, de modo que se convirtieron en multitud las que ansiaban comprobarlo.
Lo que para las chicas con las que tenía escarceos era una lisonja más que una broma, para él fue tomando cuerpo a partir de la conversación con su padre en la playa. Aguzó el oído para tratar de averiguar si se trataba de algo que pudiera estar al alcance de sus aptitudes y situación, e inclusive consultó a los vecinos con los que tenía mayor intimidad.
-Fonsi, ¿tú crees que yo…podría meterme a puto?
-¡Cómo no! Con lo que te cuelga, ¿qué quieres que te diga? Yo no lo pensaría. Puedes hacerte rico con tu polla, que te lo digo yo. Fíjate en el Bibi, que no tiene ni la mitad que tú, y se lo rifan las ricachonas y los pudientes de Marbella,
Mediado el otoño, alcanzó el convencimiento de que eso era lo que deseaba hacer con su vida. Con objeto de llegar a imaginar un método para lograrlo, dedicó muchas tardes a leer las revistas de “información rosa” que su madre y sus dos hermanas leían con fruición. Al principio, creyó que todos aquellos noviazgos, rupturas y adulterios eran reales y se asombraba sobremanera, algo escandalizado; pero poco a poco se fue convenciendo del obsceno tejido de mentiras e invenciones pagadas que contenían tales publicaciones.
Estudió las caras, las ropas y las actitudes que ocupaban tanto las revistas como los programas especializados de televisión; para su sorpresa, n poco tiempo se convirtió en un experto capaz de reconocer a todos los famosos, sobre todos a los más descarriados. Hasta se si ntió capaz de descubrir tras los oropeles aparentemente honestos a las que se prostituían bajo el influjo de una famosa madame que decía que no lo era.
Buscaba inspiración tanto en los hombres como en las mujeres, “modelos” que nunca salían en publicidad ni en pasarelas, pero a quienes los periodistas no hallaban ningún otro eufemismo con que nombrarlos. Ellas lo llevaban con mayor naturalidad; no se inventaban ocupaciones paralelas, reían aparatosamente siempre, componían posturas que resaltasen sus atractivos y acostumbraban a emplazar a los fotógrafos para “una gala que protagonizaré el viernes en la disco”. Ellos, en cambio, se comportaban con una seriedad que, en opinión de Dionisio, escondía timidez; solían declarar que ejercían profesiones generalmente raras y muy difíciles de comprobar; o manifestaban estar estudiando “por libre”. Todo los bellos muchachos de las fotografías y los noticiarios rosa de televisión demostraban avergonzase de su verdadera profesión y era patente su determinación de ocultarla. Determinación tan fuerte, que llegaba a convertirse en muy obvias afirmaciones.
El que mejor lo llevaba era el hombre más hermoso que conseguía imaginar que hubiera en el mundo sin llegar a parecer afeminado. Tenía pómulos prominentes bajo cuencas oculares muy oscuras y misteriosas, lo que le daba cierto aire de héroe del “far west” Su pelo era tan negro que parecía teñido. No daba la impresión de ser demasiado alto, aunque poseía proporciones muy armónicas y vestía de manera espectacularmente elegante, no tan ostentosa ni estridente como sus iguales, pero todo lo que usaba parecía muy caro. Casi siempre lo fotografiaban en Marbella, que no distaba demasiado de la casa de Dionisio. Nunca parecía avergonzado ni tímido, ni se esforzaba por hacer creer que no era lo que era. Con frecuencia aparecía al lado de grandes estrellas, actrices de cine –tanto españolas como estadounidenses-, célebres banqueros y nobles, y hasta estrellonas de las revistas cordiales que habían llegado ya arriba, escalando eficazmente de cama en cama. Dionisio se pasó meses obsesionado con él, buscando sus fotos y acechando sus apariciones en televisión, que por fortuna eran frecuentes. Decidió encontrar el modo de rogarle que fuera su Sócrates, porque era el mejor sin ninguna clase de duda. .
Una vez que le pareció haber pergeñado una estrategia, Dionisio decidió buscar su camino hacia lo indeclinable.

jueves, 13 de septiembre de 2012

NUESTRO SOMETIMIENTO A LOS SEVILLANOS Y LA MARGINACIÓN DE LA JUNTA DE LOS SEVILLANOS A MÁLAGA, HAN HECHO QUE SE ABANDONE TODA INVESTIGACIÓN DE NUESTRO PASADO REMOTO.

Hay que realizar prospecciones arqueológicas serias en el Cerro del Villar, el Cerro de la Tortuga
y, también, en TODA LA LADERA NORTE DE LA ALCAZABA-ALCAZAMBILLA (derribando los tres o cuatro edificios que quedan), donde deben de haber profusos restos del MUNICIPIO FLAVIO MALACITANO, incluido algún monumento importante.

VIVA MÁLAGA LIBRE DE LA TIRANÍA SEVILLANA

domingo, 9 de septiembre de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA

Estoy terminando los números 9 y 10.

9- Baile das bonecas.

10 - Ahora que caigo...

jueves, 6 de septiembre de 2012

El Ocaso de los Druidas

lunes, 3 de septiembre de 2012

domingo, 2 de septiembre de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA, Luis Melero "TRES NO ERAN MULTITUD"

8-CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA Luis Melero

TRES NO ERAN MULTITUD

Durante varios meses, apenas tuve tiempo de pensar en mi vida, mi pasado ni lo que había ido dejando atrás, desperdiciándolo. Estaba descubriendo en mí una pétrea capacidad de concentración; me aislaba con facilidad del ambiente “fabril” del enorme estudio de Alcántara Machado, a fin de reflexionar con intensidad en los anuncios que trataba de crear, que cada día me los celebraban más. Mis compañeros del estudio recibían los encargos mediante órdenes orales de los directores de arte o del jefe del estudio Jordi Lapuyade, pero a mí me entregaban con frecuencia creciente los briefings, sobres que contenían toda la documentación de referencia, sobre que únicamente solían recibir los directores de arte, asignados por el departamento de tráfico.

Ya el día del desfile de la reina de Inglaterra ante la fachada de la agencia, había intuido que mi cotización estaba escalando posiciones, porque me habían acomodado entre empleados relevantes en el despacho presidencial. Algo, algún trabajo concreto o un comentario de Lapuyade, lo que me habría parecido muy raro, había hecho que la altas instancias se fijasen en mí. Tanto el achinado Rubén como los demás compañeros del estudio, parecían haberse resignado a la idea de que yo iba a sobrepasarles pronto, porque ya no me dedicaban los agrios reproches del principio, como si temieran que pudiera tomarme revancha.

Sin mediar mi voluntad ni realizar esfuerzos especiales, al menos conscientemente, fui ganando prestigio y recibiendo encargos cada día más comprometidos profesionalmente. Story boards que debía casi inventar, campañas gráficas completas partiendo sólo de titulares proporcionados por los redactores, logotipos, hasta tiras de humor donde disimuladamente entraba la marca Volkswagen, que en Brasil era como la Seat en España. Creé un personaje para tales tiras (que se hacían pasar por verdaderas humoradas de los periódicos) que se llamaba el “Caidinho”. Cuando hubo que producir los artes finales, Volkswagen ordenó que los hiciera el mismo dibujante que los había diseñado, por lo que según los acuerdos sindicales de los publicitarios brasileños, los más avanzados del mundo, tuve que hacerlos como “freelance”, porque como diseñador me estaba prohibido realizar artes finales dentro de la agencia.

Durante los diez meses siguientes, esas tiras de humor que yo dibujaba libremente, partiendo de guiones muy imprecisos, me hicieron ganar más del doble de mi sueldo. Sin darme cuenta, mi cuenta corriente se puso a crecer de un modo desmesurado.

Jordi Lapuyade me trataba de modo casi deferente y me invitaba con frecuencia a reuniones creativas a las que sólo asistían directores de arte y él mismo, el jefe de estudio. Cuando me atrevía a decir algo, todos me escuchaban y yo creía que su silencio era solamente una manifestación de buena educación, y no debido a verdadero interés por lo que yo dijese. En ocasiones, al darme cuenta de que todos en torno a la gran mesa me miraban y valoraban mis palabras, comenzaba a titubear a causa de un residual sentido de poquedad. Pero este molesto sentimiento fue atenuándose con el paso del tiempo.

Comenzaba a tomar consciencia de una diferencia esencial entre las costumbres americanas en general y las europeas, o las españolas en particular. Allí se concedía muchísima importancia al talento, sin concurrencia de otras cuestiones, como recomendaciones o llamadas de “amigos”. En España, el talento era un verdadero obstáculo para medrar en cualquier actividad, por los celos que causaba a las mentes mediocres de la mayoría de las personas “instaladas”. Sólo mi primer empleo en España lo había conseguido por mis capacidades, pues había competido con ciento cuarenta y nueve muchachos en una convocatoria, mediante un anuncio en La Vanguardia, de Oeste Publicidad, la decana de la publicidad española. Tuve otros dos empleos efímeros en la publicidad de España, pero en ambos casos primaron recomendaciones, que en los países americanos nunca hubieran sido necesarias. Nadie acostumbraba a hacer o pedir tales intervenciones.

Siempre a lo largo de mi corta vida, había intentado planificarlo todo, para dejar poco espacio a la casualidad o los imprevistos. Por esta razón, mi salida imprevista e intempestiva de España me había causado tanto desconcierto. Pero durante los meses de mi ascenso profesional en la agencia brasileña estaba confiando a ciegas en la benevolencia de mi ser natural y la propia Naturaleza, a la que sólo le pedía una tregua del desconsuelo que siempre me había acompañado en mi vida antes de Buenos Aires. Tenía que hacer arduos esfuerzos por no dejar hundirse en el olvido la gloria y el éxtasis de mi experiencia bonaerense. Meses después de la “aventura” del viaje entre Argentina y Brasil, Pepe había alcanzado el estatus de espina que, a causa de la permanencia del dolor, acaba por ser casi olvidada. No es que olvidara a Pepe, de modo alguno, pero ya no me dolía tanto recordarlo.

Hacía varias semanas que los compañeros del estudio hablaban mucho del carnaval. Tanto, que no me fijaba en que ya apenas me hacían preguntas ni reproches sobre mi evidente promoción profesional, que sólo para mí no era del todo obvia. Resultaba llamativa la anticipación y el tiempo que dedicaban a hablar de carnaval; hasta Edison Barreto, el primero que me había tratado como amigo, hablaba constantemente con mis primeros “enemigos”, incluido aquel antipático Rubén, para poder conversar de carnaval, del cual yo no sabía nada.

Al mes de comenzar a trabajar en Alcántara Machado, Edison Barreto me había dicho un viernes por la tarde:

-Luis, ¿te gustaría salir mañana, conmigo y con mi novia, a recorrer un poco São Paulo?

Me vinieron a la cabeza un montón de dichos españoles sobre ir de non con una pareja. Durante mi adolescencia en Málaga, uno de mis mejores amigos se llamaba Chencho y era hijo de un moro marroquí y una murciana. Como todos los jóvenes musulmanes, era claramente bisexual a causa de las restricciones del Islam contra el sexo prematrimonial con mujeres, de modo que a diario, mediante gestos o claramente con palabras, Chencho me invitaba a compartir la cama con él. Como siempre lo rechazaba, mediante invocaciones a la “perennidad” de nuestra amistad me forzaba a salir con él y una chica llamada Pilar, que estaba enamorada de él sin ser correspondida. En tales ocasiones, les acompañaba a medias, ruborizado, situándome unos pasos tras ellos cuando íbamos por la calle.

Objeté a Edison:

-¿Salir con vosotros dos? ¿Contigo y con tu novia, en medio de los dos?

-¿Qué tiene de extraño?

-¿Qué quieres decir? -intervino otro compañero con el que empezaba a intimar, un barbudo suizo llamado Max Shetti.

Callé un momento. Las costumbres brasileñas se me estaban revelando muy distintas de las españolas, mucho más que las bonaerenses, que en esencia eran un reflejo aproximado de las malagueñas. ¿Salir con una pareja? Hasta ese momento, creía que Edison se interesaba sentimentalmente por mí, porque me tocaba mucho. Pero empezaba a darme cuenta de que los brasileños poseían una sensualidad exagerada, muy a flor de piel y muy desprejuiciada, sin disimulos y sin punto de comparación con ningún país europeo. Sensualidad fácilmente derivada hacia apasionamientos que no discriminaban a hombres y mujeres, al parecer. Muchas mujeres argentinas decían que sus hombres eran todos bisexuales; ¿qué opinarían las brasileñas al respecto?

-Algún día –insistió Max-, también te invitaré a salir con Desiree, mi novia, y yo. Lo pasaremos de escándalo, ya verás.

-¿Qué has visto ya de São Paulo? –me preguntó Edison. Esperaba mi respuesta con verdadero interés.

Hice un inventario bastante pormenorizado, porque había visto muy poco en realidad.

-¿Has oído hablar del ofidiario?

-Muy bien, Edison –volvió a intervenir Max-. Según su personalidad e intereses, a Luis le entusiasmará.

-No –respopndí a Edison-, ¿qué es?

-El instituto ofídico de São Paulo es el mayor y mejor del mundo. Y el más prestigioso. Elaboran antídotos para los venenos de todas las serpientes del mundo y vienen con frecuencia científicos estadounidenses, ingleses, alemanes y suizos a copiar los métodos y las fórmulas.

Acababa de entender. Edison me proponía ver serpientes. En Málaga, no nos gustaban y las llamábamos bichas. Recordaba con espanto una excursión con el colegio; nos llevaron a un barrio del noroeste de Málaga llamado Campanillas, donde pervivían grandes extensiones de campo virgen. Yo llevaba alpargatas con suela de esparto. Durante el descanso para la siesta, me senté a leer a la sombra de un algarrobo. Como solía, absorto en la lectura perdí del todo el contacto con la realidad, hasta que noté algo sobre mi pie izquierdo. Al mirar, vi con terror que una culebra estaba pasando por encima del pie y sentía su tacto frío a través de la tela de la alpargata. Paralizado por el miedo, no me atreví a moverme para no provocar a la bicha. Pasó lentamente, en lo que me parecieron larguísimos minutos, y cuando abandonó mi pie eché a correr sin resuello, hasta donde esperaba el autobús, sin atender las llamadas de los maestros.

Edison y Max se pusieron a hablar casi al unísono sobre las maravillas del Instituto Ofídico, tan rápido que no podía seguirles del todo. Llegó la hora de salida sin que yo me hubiera pronunciado, pero a la mañana siguiente Edison se presentó con su novia en la pensión donde yo vivía.

La novia de Edison era una chica guapísima, casi mulata, curvilínea, sensual y de voz profunda, con toda la exuberancia que dictaba el prejuicio sobre las brasileñas, que me trató con una deferencia que me pasmó. En seguida tomó mi brazo y, poco después, me pasó la mano por la cintura mientras caminábamos, lo que agravó mi desconcierto. Si no estuviéramos en Brasil, habría podido creer que se me estaba insinuando en las propias narices de su novio. Pero no. Los dos derrocharon cordialidad y caricias durante toda la mañana. También Edison me cogía de la cintura; en ocasiones, tras intercambiar un beso con su novia, le decía:

-Dale también un beso a Luis.

El desconcierto acabó por despejarse y, pasado un par de horas, me sentí entusiasmado con los dos. Y amparado por su cariño más que exhibido. Menos mal, porque cuando llegamos a la entrada del instituto ofídico, me invadió tal desazón, que pensé decirles que no iba a entrar. Por suerte, no lo hice, porque meses más tarde descubrí lo muy a pecho que se toman los brasileños los desaires. Pero se me instaló en las entrañas un miedo atávico que me nublaba el raciocinio; recordé el suspense de la escena de la gran serpiente en la película “Conan”.
Pensar en el tiempo que habíamos tardado en llegar y el costo de las entradas, me hizo recordar que habían realizado un esfuerzo considerable en mi honor. Pero negar el sentimiento no lo hizo desaparecer. Mientras nos adentrábamos en el recinto, noté sudor frío, escalofríos en la espalda y alguna vacilación de las piernas. Entré un poco detrás de ellos y, al pronto, el lugar parecía un parque cualquiera, con palmeras como las que abundaban en Santos y, en general, con la vegetación achaparrada del Mato Grosso. Sólo el sonido lejano de crótalos de las serpientes de cascabel obligaba a darse cuenta de dónde estaba uno.

Aparte de muchos terrarios de cristal y jaulas muy tupidas, había grandes pozas circulares con paredes muy lisas, donde sesteaban multitudes de enormes serpientes. Me producía desasosiego asomarme a cada una de ella, atendiendo las amables y pormenorizadas explicaciones de la pareja a dúo. Llegamos a un punto donde había una especie de médico, con bata blanca, haciendo demostraciones; cogía una serpiente coral muy cerca de la cabeza y la obligaba a hincar los colmillos en la tela que tapaba unos vasitos pequeños; de tal modo, vaciaban todo el veneno. A continuación, el médico ofrecía la serpiente para que alguno de los presentes la cogiera, porque según él ya no era peligrosa. A pesar de mi desasosiego, durante la mañana yo había pasado del recelo a un estado de euforia por el trato que me prodigaban los dos, de manera que sin atender mis miedos atávicos, dije en seguida:

-Yo, yo.

El médico me enseñó por señas cómo cogerla y la puso en mi mano. Tomé consciencia del disparate que había cometido cuando vi la lengua bífida que parecía querer lamer mi muñeca. Sin avisarme, la novia de Edison disparó su cámara fotográfica.

El lunes siguiente, Edison me trajo una copia de esa foto. Yo aparecía con el brazo extendido hacia fuera tanto como me era posible, casi desencajado del hombro; tenía los labios apretados en un rictus indescriptible. Comparándome con el resto de personas que aparecían en la foto, se notaba la lividez de mi cara.

Edison lo había advertido y debió de comentarlo con su novia, porque los siguientes dos o tres días me prodigó abrazos y besos sin venir a cuento. Sin embargo, al aproximarse la gran fiesta multicolor de disfraces, casi había dejado de hablar conmigo y, en cambio, conversaba constantemente con Rubén y otros compañeros. Aunque la razón me decía que era lógica tal actitud por mi ignorancia carnavalesca, sentí cierta desazón porque creí estar a punto de perder un amigo. El primero de Brasil.

Max y Edison no paraban de dialogar sobre “escolas de samba” y “fantasías” en lo que parecían argumentos para que yo los escuchase. En sus palabras, el carnaval era la cosa más linda del mundo y su música, lo más fantástico. Hablaban de disfraces entrando en detalles como si fueran mujeres; es decir, el tipo de comentarios que en España hubieran sido mal interpretados en bocas de hombres: “Llevaba los muslos tan apretados que parecía llevar el pene desnudo”; “Iba como una reina”; “Al garoto se le señalaba el culo tan apretado que parecía una garota”. Etc.

El lunes anterior al carnaval llamé a Wilson, aquel profesor de español carioca que había conocido en el autobús que me trajo desde Buenos Aires.

-Sí, el carnaval más importante de Brasil es el de Río –respondió mi pregunta-, pero yo creo que el más atractivo es el de Bahía.

-Pero Bahía está demasiado lejos.

-Recuerda que venir a Río te costaría una noche de viaje en autobús.

-De todos modos, si a pesar de todo viajara, ¿podría dormir en tu apartamento, aunque fuese en una alfombra?

-Hum… yo… -noté que Wilson titubeaba haciendo cálculos mentales durante un rato; finalmente, continuó: -Bien, Luis, vente, pero van a ser lo menos dieciocho amigos en mi apartamento.

Los periódicos y noticiarios de televisión hablaban todos los días de los millones de turistas que esperaba recibir Río.

-Bueno, no importa, Wilson. Ya me las arreglaré.

-¿Y dejar pasar la oportunidad de conocer el Carnaval de Río? No, garoto, tú ven, que ya lo solucionaré. Solamente, avísame de tu llegada un día antes. ¿Cuándo crees que podrás venir?

-Yo tengo que trabajar el viernes hasta última hora.

-Eso significa que te perderás la primera noche; en ese caso, llegarías a Río el sábado de madrugada. Ni pensar en que yo pueda ir a la rodoviaria, a recibirte. Anota mi dirección. Para que el taxista no te tome por un turista ignorante, recuerda que mi apartamento está en Copacabana, recién ultrapasado el Túnel Novo. Tendréis que pasar por el Aterro da Gloria y Botafogo. Aprende estos nombres, para que el taxista crea que no puede estafarte. Es mejor que ya lo consideremos definitivo. Te espero el sábado. No llames a mi puerta antes de las 9 de la mañana.

Toda la semana me dominó un estado de expectación nuevo para mí. Una clase de intuición desconocida me hizo creer que toda mi vida futura estaría determinada por ese fin de semana en Río de Janeiro. Se trataba no de un pálpito ni una premonición, sino de algo más indefinido; un color del ánimo, un agarrotamiento eufórico del cuello con el corazón momentáneamente paralizado, un manto de armiño echado sobre mis hombros por una gloria ni siquiera presentida conscientemente. Un duende, un hada, una diosa antigua esperaba mi visita en Rio y yo recibiría su luz…

Pero sería tarea muy ardua disfrutar el carnaval y conocer la ciudad, al menos panorámicamente, disponiendo sólo de dos días y una noche, porque debía llegar de nuevo a la agencia el lunes a primera hora. Río de Janeiro, según las postales, era una ciudad entre el mar y la montaña, como Málaga, pero asomada a una bahía mucho mayor que la malagueña. La bahía de Guanabara parecía en los mapas un mar interior bastante grande, y la mayor parte de su extensión la abrazaba Rio. Si se trataba de condicionar el resto de toda mi vida, parecía inverosímil.

Por otro lado, ¿qué podía resultar de esa breve estancia en Río de Janeiro? Por mucha gente que conociera a través de Wilson, a nadie podría tratarlo más de unas horas, sin trascendencia ninguna.


sábado, 1 de septiembre de 2012

MAÑANA PUBLICARÉ MI OCTAVO "CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA"

LA ÚLTIMA NOVELA POR LA QUE ME ESTAFÓ ROCA EDITORIAL

Europa posee las grandes manifestaciones artísticas más antiguas producidas por seres humanos. Las cuevas de Altamira y Lascaux, en España y Francia, han sido llamadas con razón “Capillas Sixtinas prehistóricas” y fueron pintadas más de diez mil años antes de la construcción de las pirámides de Egipto. Los increíbles megalitos europeos como Menga en Málaga, Carnac en Francia, o Stonehenge en Inglaterra, son tal vez los monumentos más antiguos de la Humanidad, anteriores a las pirámides y los zigurats. La civilización celta, aunque posterior a los constructores de dólmenes y menhires, fue durante más de dos milenios una especie de Comunidad Europea desde Finlandia a España y desde Turquía a Irlanda, un fraternal reino de reinos que compartían signos, dioses, sentido de la vida y, probablemente, lengua. Una realidad continental que, pese a los afanes de Bruselas y Estrasburgo, todavía nos costará varias generaciones restaurar del todo. Esa civilización, amante de la Naturaleza y practicante ferviente de la armonía de los hombres con su medio, debió de alcanzar conocimientos muy profundos de física y química, y su cultura era lo bastante funcional como para que clanes muy distantes en el tiempo y el espacio la conservasen durante muchos siglos. Pero agonizó lentamente a lo largo de más de un milenio, bajo la presión de los invasores orientales (fenicios/cartagineses y griegos/persas) y el Imperio Romano. Finalmente, fue diluyéndose en el olvido en un continente a medias cristiano y a medias musulmán, cuyos practicantes más fervientes, en rara sintonía, perseguían y aplastaban toda manifestación de conocimiento que repugnase a quienes tan pocos conocimientos poseían. Como, según el tópico, la Historia la cuentan los vencedores, los europeos actuales apenas recordamos ni reconocemos nuestro verdadero origen cultural común, el celta, mucho más determinante que el fenicio, el griego o el latino en nuestros modos y maneras generales, y en el entendimiento paneuropeo de la vida. Tan grande es nuestro olvido, que la ciencia seria no emprende estudios profundos, a escala continental, que pudieran encontrar explicación al misterio de una civilización tan extensa y homogénea en épocas de tan difíciles comunicaciones, para restablecer un mínimo de nuestra memoria colectiva, deliberadamente eclipsada no se sabe bien por qué o por quién. Nadie explica de manera razonable, por ejemplo, la existencia de topónimos como GALicia, GALacia, GALia, y GALes, todos con significación celta comprobada, en lugares tan distantes como Turquía y Gran Bretaña. El espíritu celta y manifestaciones abrumadoras de su cultura y sentido de la vida han pervivido en las tradiciones, el folclore, la música, los rastros arquitectónicos y hermosos objetos de orfebrería. Y además, está impregnada de celtismo toda una tradición literaria que llega prácticamente hasta el presente. Sin pensar en su origen celta común, difícilmente se podría comprender el espíritu ecológico y de comunión con la Naturaleza que satura los relatos de los hermanos Grimm (alemanes), Giovanni Bocaccio (italiano), Hans Christian Andersen (danés), Charles Perrault (francés), Lewis Carroll (inglés) o Jonathan Swift (irlandés) e inclusive los fabulistas españoles Félix María Samaniego y Juan Eugenio Hartzenbusch. Sin considerar nuestros orígenes celtas, resultaría inimaginable el surgimiento en la Europa judeocristiana de ideas como las de Jean-Jacques Rousseau (suizo). Aceptamos como un dogma haber sido “civilizados” por Sumer y otras naciones orientales, como si lo que antes existía en el continente fuese tan sólo un hatajo de salvajes infrahumanos, bárbaros, brutos e incapaces de crear arte, belleza ni cultura, lo que es contradicho clamorosamente por los numerosos rastros, tan superficialmente investigados, que dejaron los celtas y que incluyen la que es probable que sea la más antigua forma de escritura alfabética, a pesar de que un tabú religioso les impedía escribir sus leyendas e historia, lo que es una de las causas de nuestro olvido. En esta cuestión tan crucial, la ciencia ha dejado en manos de desvaríos especulativos la investigación de algo que nos concierne a todos los europeos, un patrimonio comunitario que tenemos derecho a conocer con profundidad y sin frivolidades. Europa experimentó un tiempo en que los celtas manteníamos con la Naturaleza una alianza mutuamente provechosa. Entonces, el Edén estaba aquí. Con todo el espíritu celta de que he conseguido imbuirme en lugares que amo intensamente, narro a continuación una aventura que pudo suceder.