lunes, 28 de mayo de 2012

RELATOS DE MI BIOGRAFÍA, por Luis Melero LA EXTRAÑA CIUDAD

Los seis meses que llevaba en Buenos Aires no me habían servido todavía para librarme del todo de mis obsesiones, pero era mucho más feliz de lo que jamás creí poder serlo. Un extraño escenario para el subconsciente de un muchacho asustado. Una ciudad extraña donde todos parecían amarse. Donde la gente preguntaba “¿qué te pasa” si te mostrabas mustio. Donde para invitarte a comer sólo te decían “ven tal día a mi casa”. Donde los llamados “colectivos”, los autobuses, iban atestados y era frecuentísimo que algún hombre me empalase contra el pantalón con su pene erecto, sin que yo pudiera evadirme porque íbamos como anchoas en lata. Donde te miraban sin disimulo, a los ojos, de frente, hubiera lo que hubiese en la mirada, que en ningún caso les avergonzaba. Una ciudad extraña, donde parecía no ser delito ni condenable amar a quien a uno le diese la gana. Nunca había sentido la menor paz de niño ni de adolescente; mis recuerdos conscientes e inconscientes estaban llenos de miedo; miedo constante, insuperable, perpetuo. Ni en Barcelona ni en Milán había conseguido librarme de tales sentimientos profundos. Miedo a salir a la calle, miedo a volver a mi casa, miedo a querer participar en los juegos callejeros y que me expulsaran, miedo a los ojos grises de mi padre, miedo a las indirectas y bofetadas de mi hermana mayor, miedo a los insultos y las ironías directísimas de su marido gitano, miedo a morirme cada noche a causa de mi asma ignorada sobre el colchón lleno de gusanos que había heredado de mi bisabuela muerta, que antes de morir se meaba en la cama. El miedo era lo único seguro en mi biografía infantil No poseía recuerdos amables, como los juegos de niños o los cuidados de mi padre; de mi padre sólo recordaba sus puños y sus patadas, y de mis amigos, las burlas y el escarnio; únicamente algo desconcertante me producía una amarga alegría: el beso que me había robado un primo mío algo mayor que yo, que ya de adulto supe que era un pedófilo casado. Mi madre no me permitía jugar con otros niños, aduciendo un soplo en el corazón que nunca me han detectado de mayor, pero sí permitía las palizas sudorosas de mi padre, que con frecuencia ella provocaba. Una de las frases más aterrorizantes de mi niñez era cuando ella me decía: “Verás cuando se lo diga a tu padre”. No importara lo que hubiera hecho, que en ningún caso recuerdo; lo importante era que ella recibiera pruebas de amor de su marido adúltero público, y las palizas despiadadas de mi padre a su único hijo varón eran para ella pruebas de amor. Ahora, salvo la lucha por conseguir trabajar sin tener permiso de emigrante, mi vida en Buenos Aires era plácida y muy satisfactoria. Era una ciudad extraña, no sólo porque no la conociera; era realmente extraña, en su lenguaje, en sus costumbres y en sus expresiones. La que más gracia me hacía era “la concha de la lora”. Ignoraba el significado de “concha”; pocos días después de llegar, me asaltó por la calle arbolada un ataque primaveral de asma; media hora más tarde, tuve que tirar el pañuelo empapado y entré en una especia de mercería a comprar otro. Para mi sorpresa, la dueña me identificó en seguida como español, aunque mi acento malagueño era muy distinto del castellano. Admirado, le respondí que sí y ella comentó: “Yo nací en San Sebastián, pero me trajeron aquí con tres años”. Y comenté: “Es una ciudad preciosa, edificada a la orilla de una bahía casi circular que se llama la Concha; y se llama la concha porque tiene forma de concha”. Esto último lo ilustré juntando las dos manos para escenificar la forma. La dueña y una clienta me miraron con gesto extraño, pero no me reprocharon nada. Cuando supe el significado, me harte de reír. El lunfardo no se usaba en los sitios donde yo me movía y dudo que se usara en alguna parte. Ya entonces se había convertido en objeto de estudio académico; yo todavía no había descubierto conscientemente mi gusto por las palabras, pero un impulso me obligó a asistir a tales conferencias. Aprendí el sentido de muchísimas letras de tango que no entendía y supe que el más lunfardo de todos era “Percanta”. Percanta que me amuraste en lo mejor de mi vida, dejándome el alma herida…” Yo no sabía cuán herida estaba mi alma, pero la sentía cicatrizar. Durante esos seis meses, Buenos Aires, extrañamente, había ido cicatrizando mi alma sin tener que recurrir a los servicios de los incontables psicólogos que se anunciaban por todos lados. La mayoría de costumbres y gestos contribuían a la cicatrización: las tertulias con universitarios donde tanto conseguía brillar sin proponérmelo, cantando copla como espontáneo en ciertos locales de afluencia de españoles, jugando al fútbol en el Bosque de Palermo con los compañeros de la publicitaria, bañándome en la playa de la Costanera, donde uno salía del agua convertido en estatua de arcilla. Una mañana de domingo, estaba recostado en la playita con un grupo de amigas y amigos cuando me fijé en alguien que venía; al parecerme mi amigo Chencho me levanté de prisa y eché a correr hacia él, antes de recordar que no podía ser porque estaba a muchos millares de kilómetros de Málaga. Era una ciudad tan extraña, que un día caí en la cuenta que tenía más amigos y amigas de los que podía contar a lo largo de toda mi vida. Tenía amigos que no me despreciaban ni se burlaban de mí. Jugaba al fútbol con ellos. Iba de excursión para remar por el Paraná, donde competía contra muchachos que me parecían hercúleos comparados conmigo, aunque muchos elogiaban mi físico. Acampaba en el Tigre bajo una nube inclemente de mosquitos, de cuyos ataques me defendían ellos, al oírme gritar, corriendo a rociarme con aerosoles. Como no entendía del todo sus expresiones, creía que todavía nadie me había invitado intercambiar fluidos. Una vez, una chica me dijo que la visitase al día siguiente en calle Ayacucho; por su pronunciación, yo escribí “calle Achacucho”. Participaba en tertulias, algunas con personajes tan interesantes como Julio Cortázar o una joven y muy bella poetisa judía llamada Renata Sussheim. Un local de la calle Corrientes, llamado “Los inmortales”, me fascinaba. A veces, reunía dinero durante una semana para poder ir a Los Inmortales a comerme una pizza de cebolla y queso a la piedra. Siempre que iba, alguien entablaba conversación conmigo desde la mesa vecina; de modo que tuve que ir dominando mi recelo y estupor faciales en tales ocasiones. Muchos de mis mejores amigos los había conocido de improviso en ese local. Inesperadamente para mi acomplejado espíritu, hacer amigos era sumamente fácil en Buenos Aires. Participaba en paseos colectivos por La Boca, salidas nocturnas a las cuevas de tango, paseos gastronómicos por los quioscos de la Costanera… Era tan frecuente mi participación en tales eventos, que ya había dominado del todo el poso de miedo que sentí durante los primeros meses. Ya había conseguido tratarlos como iguales, y dejado de sentir el deseo de esconderme que me había acompañado toda mi vida. Tan extraña era Buenos Aires, que hasta yo tenía cabida en ella. Había más de treinta teatros, en uno de los cuales, el Avenida, había asistido a un recital de Carmen Sevilla, respaldada por un “ballet” de chicas argentinas a quienes les habían enseñado a mover los brazos imitando el flamenco, pero apestaban a coristas de cabaret; con este subterfugio, el empresario se había ahorrado el costo de traer un ballet flamenco de España. Me pareció que la propia Carmen miraba de reojo a su “cuerpo de baile”, sintiéndose en evidencia. En cambio, había asistido también, en el Odeón, a una versión en español de Hello Dolly, protagonizada por Libertad Lamarque. Me entusiasmó. Estos extras estaban económicamente fuera de mi alcance, pero mis “tíos” me preguntaban, cada vez que me veían, “¿te falta algo? Y aunque respondieran que no, me metían un billete en el bolsillo. Esos regalos me proporcionaron acceso a cosas que no podía costear, como ir al Teatro Colón o comer de vez en cuando en La Hacienda. Las torturas e insultos de mis padres, hermana y cuñado me habían hecho sentir incapaz y feo, pero en Buenos Aires mucha gente opinaba que yo era muy guapo, lo que me desconcertaba sobremanera. Pero la alusión frecuente a mi ignorada apostura comenzaba a hacerme cuestionar la opinión que sobre mí mismo me había insuflado mi familia. Resultaban sorprendentes algunas anécdotas, como la ocurrida con un compañero de trabajo. Éramos varios jóvenes en el estudio de publicidad y, uno de ellos, llamado Gutiérrez, me parecía el chico más guapo que viera nunca; una tarde, otro de los compañeros me invitó a tomar un vino a la salida; en realidad, en cierto sentido me invitó a llevar una vela, porque a los pocos minutos se presentó su novia, que era ya casi su esposa. Tomamos vino, comimos empanadas chilenas y salteñas, y una media hora más tarde, cuando yo comenzaba a buscar un pretexto para dejarlos solos, ella comentó: “Mirá, Tino; siempre consideramos a tu compañero Gutiérrez como una gran belleza, pero al lado de Luis resultaría muy antiguo; Luis es una gran belleza moderna, como de actor de cine”. Me quedé patidifuso y olvidé mi prisa por marcharme; en cambio ella se fue quince minutos más tarde. A su salida, Tino me propuso: “Venite conmigo a casa”. “Vives en Quilmes”, objeté yo. “¿Qué importa? Si se te hace tarde para volver a Martínez, te quedas a dormir en mi casa”. Este tipo de invitaciones, que se daban mucho en el cine de jóvenes de Estados Unidos, a mí nunca me habían sucedido en Málaga. Yo vivía en Martínez, lo que ocasionaba muchas confusiones en la agencia de publicidad donde trabajaba, porque se trataba de una de las urbanizaciones más lujosas de la provincia de Buenos Aires, seguramente por albergar la residencia presidencial. Pero mi situación era de “arrimado” junto a la esposa de uno de los primos de mi madre, una siciliana a quien no le gustaba nada mi presencia. Mi hospedaje había ocurrido de un modo no muy natural, sino bastante forzado. A mi llegada a Buenos Aires, me quedaban tres mil pesetas en el bolsillo, lo que no iba a bastarme ni para sobrevivir un mes. Tenía imperiosamente que buscar a los parientes de mi madre. Fui al Banco Español de Rio de la Plata a preguntar por el único pariente cuyo nombre recordaba completo; me trataron muy bien porque él había tenido un cargo importante, pero ya se había jubilado. Fui a la dirección que me proporcionaron, dentro de la ciudad de Buenos Aires (o sea, dentro del espacio que delimita la Autopista General Paz, más allá de la cual todo es provincia) Se trataba de varios edificios cercanos a la avenida Santa Fe, muy lujosos. El inquilino actual me informó de que mi pariente le había vendido la propiedad y no conocía la nueva dirección. “Creo que es en la provincia, por Vicente López”. Y allá que fui. Como el apellido era muy poco corriente, confiaba en que no tardaría en dar con él, pero me costó casi un mes encontrarlo. Fue el 22 de diciembre. Mi pariente me trató de “sobrino” y me presentó a todos sus vecinos y un montón más de gente. Era un hombre muy afable, llamado también Luis, de quien yo había heredado el nombre, tal como intuí por lo que me fue contando con el tiempo. Después de mucha celebración, un par de rondas de mate y visitas inacabables de sus hijos, nueras y nietos, a quienes iba llamando por teléfono, me pareció que era hora de marcharme. “Vente el 25”, me dijo al salir de su casa. Demoré algo durante la vuelta, porque me apeé del tren al apreciar un insólito atardecer por la ventanilla. Ni siquiera retuve el nombre dela estación, pero recuerdo aquel atardecer tras un cielo emborregado como si lo tuviera dentro de mi cabeza. Yo ocupaba un cuartillo de una mísera pensión situada en calle Carlos Pellegrini, en pleno centro. El día 25, tomé un baño a media mañana y vestí la ropa que me pareció más favorecedora y presentable, incluyendo una chaqueta liviana aunque hacía un calor infernal. Comí unos macarrones muy pasados en un bar cercano y, cuando me pareció que ya podría llegar con cierta dignidad a casa de mi tío Luis, fui a tomar el tren en la estación de San Martin. Cuando llamé a la puerta pasaba de la una. La mujer de mi tío me abrió con un reproche. “¿Cómo has tardado tanto?”. Tras ella, aprecié una multitud de unos treinta parientes cruzados de brazos, que me esperaban para la gran comilona navideña que me habían preparado. Me disculpé como pude, pero no le dieron mucha importancia. Se pusieron a comer como salidos de una guerra. Todos habían aportado algo; pejerreyes, pizzas, ensaladas griegas, estofados españoles y asado argentino en cantidades imposibles de chorizos, morcillas, mollejas, chinchulines, asado de tiras y demás. Comieron durante horas, hasta que llegó un momento en que yo había digerido ya los macarrones y sentí un hambre considerable. Acabé comiendo al mismo ritmo que ellos hasta las cinco y media de la tarde. Durante la interminable sobremesa, entre mates y copitas de licores varios, me bautizaron como Luisillo, porque Luis tenía un hijo a quien llamaban Luisito. Ese diminutivo de mi nombre produjo un efecto curioso; me sentí más parte de una familia y querido que nunca antes, de modo que acabé contando cuáles eran mis circunstancias verdaderas, que hasta entonces había tratado de disimular. Un hermano de Luis, llamado Manuel, me preguntó “¿Vives de verdad en esa pensión? La conozco, porque está cerca de mi ferretería; es un lugar infecto. El domingo próximo, ven a comer en mi casa; tenemos que hablar”. Acudí el domingo mucho antes de la hora sugerida, por mi temor a llegar tarde. Me encontré a la esposa de Manuel regando el jardín; me recibió con un gesto algo adusto, de modo que para congraciarme con ella, le pedí que me pasara la manguera, que yo continuaría regando. Durante el almuerzo, pareció que continuaran una discusión interrumpida esa mañana. Mi tío Manuel dijo: “Bueno, estamos de acuerdo en que Luisillo se venga a vivir con nosotros, ¿verdad?; ocupará la habitación de Enrique”. Enrique era su único hijo, que estudiaba en una escuela militar fuera de Buenos Aires. Así me encontré residiendo en una hermosa casa de una urbanización burguesa, lleno de gente burguesa que me trataba como igual, y junto a una mujer que no ahorraba los gestos de hostilidad. De manera que me habitué a estar en casa el menor tiempo posible. Si carecía de dinero como para ir al centro, visitaba a alguno de los supuestos amigos-vecinos, o caminaba durante horas por esa urbanización y las avenidas General San Martín y Maipú. A veces llegaba hasta Vicente López, donde, además de Luis, vivía otro primo de mi madre llamado Guillermo, homosexual confeso, dedicado a la costura, que siempre me hacía mucha fiesta cuando lo visitaba. En su casa probé por vez primera el dulce de tomate, que ignoraba que pudiera hacerse. Una de las extrañas costumbres bonaerenses que más me entusiasmaban era la programación de “trasnoche” de los cines, porque así tenía el pretexto para no tomar el tren a Martínez hasta horas de la madrugada. Se trataba de una costumbre bastante extendida, pues eran muy numerosas las salas que programaban esa sesión, y no sólo los fines de semana. Una noche de jueves, antes de la media noche, me preguntaba qué hacer hasta la madrugada. Recorrí varios cines de trasnoche hasta dar con uno cuyo programa doble me interesó: Una película española, “La tia Tula” y otra italiana, “Addio, fratello crudele”. Atendía la taquilla un hombre mayor, que al escuchar mi acento, me miró fijamente y, tras examinarme unos segundos, me dijo: “Espera un poco”. Sumamente extrañado, decidí esperar a ver. Unos minutos más tarde, el taquillero me llamó y me preguntó: “Sabes qué clase de cine es éste”, con acento castellano viejo. Negué con la cabeza. Poco después, salió de la taquilla y me empujó un poco hacia un rincón. “Ven, que voy a abrir para ti el anfiteatro. Tú no puedes entrar solo en el patio de butacas”. En efecto, abrió para mí un empinado graderío vacío. Ocupé una butaca de la primera fila y cuando me acostumbré a la penumbra, percibí abajo el motivo por el que el hombre me había hecho el favor. Todos abajo eran hombres y muchos se estaban metiendo mano. A partir de ese día, el dueño vallisoletano del cine, que era dueño de otras seis salas, me trató como parte de su nutrida familia. Durante un asado en Mar del Plata me contó que “En Buenos Aires todos los hombres se comportan de manera Bisexual. Aunque estén casados o tengan novia, si se presenta la ocasión se acuestan con sus amigos sin ninguna clase de remordimientos”. Tuve ocasión de comprobarlo con el tiempo. Mi compañero de trabajo Tino me asaltó en diversas ocasiones, hasta delante de su novia. Varios de los nietos de mis tíos me invitaban a salidas en dúo solitario, y fuera en un cine o una cabaña del Tigre, acababan metiéndome mano. Y así fue de manera habitual, hasta que conocí a Pepe. Pero Pepe es mi mejor y más extraña historia en el extraño Buenos Aires: ya hablaré de él.