martes, 8 de mayo de 2012

GUIA PARA GAYS NOVATOS Y SUS DESCONSOLADOS PADRES

GUIA PARA GAYS NOVATOS Y/O SUS DESCONSOLADOS PADRES Acabas de hacer el gran descubrimiento y dudas entre dar patadas al destino o atarte una piedra al cuello y tirarte al charco más profundo que tengas a mano. Imagina qué cosa tan espantosa, ser diferente, no estar destinado a la paternidad responsable ni irresponsable y ser para siempre, indefectiblemente, un personaje incómodo, de esos que las anfitrionas nunca saben dónde sentar a la mesa, si al lado de una casadera o de un campeón de culturismo. No te precipites. Para amargarte y deprimirte dispones de mucho tiempo... o sea, toda la vida. Vas a ver o experimentar tantas perrerías, vas a intuir o sufrir tantas extorsiones de amigos y enemigos, desconocidos y parientes, que más vale que pospongas en tu ánimo los desalientos y consultes en primer lugar esta guía. Nadie te impide leerla de un jalón (yo, más bien te lo aconsejo); pero si eres un culo de mal asiento y vas de presuroso por la vida, elige entre los ítems del índice INDICE Cómo ser gay y triunfar en sociedad. Cómo evitar ser condenado a galeras en la universidad. Cómo sobrevivir a lo bélico. Cómo afrontar las sospechas de tu familia. No se lo digas ni a tu padre. Cómo defenderte de tus congéneres, sobre todo si son amigos íntimos. Cómo vestir para no someterte a la regla de "la mujer del César". La protección de tu patrimonio(frente a la codicia de parientes y otras faunas) CÓMO SER GAY Y TRIUNFAR EN SOCIEDAD. Ahora que ya eres consciente de que la vecinita del quinto es muy mona, sí, pero que a ti quien te va de verdad es su hermano el judoka; si tu convicción es clara y no has recogido al azar una pluma perdida por algún filósofo distraído, de modo que también te has distraído tú; si está claro que lo tienes claro, es probable que te hayas preguntado ya: ¿Y qué coño hago? Porque, sin duda, intuyes las dificultades que vas a encontrar. Desde no tener ni puñetera idea de al lado de qué chica sentarte en las fiestas familiares para que nadie descubra junto a qué chico desearías hacerlo, hasta el desconcierto, o el desasosiego, que te producen los apretujones bienintencionados de tus primos y amigos. Temes traicionarte en tu respuesta a un abrazo o por el gesto, mucho más prosaico, de arrimar una silla como quien arrima el ascua a su sardina. Las miradas de la gente se aplastan contra tu espalda, a juzgar por los alfilerazos que te parece sentir, y no es infrecuente que te flojeen las piernas cuando en una tertulia te imaginas que todos concentran en ti su atención y te señalan disimuladamente. A lo largo de toda la vida que te espera, jamás te librarás de esa impresión, justificada o no, de estar en evidencia. A veces será una alarma débil como una luz mortecina escondida en lo más profundo de tus inquietudes, pero en otras ocasiones será una aparatosa sirena policial tan deslumbrante y sonora, que te paralizará la capacidad de tomar decisiones. No lo consientas; necesitas ejercitarte en la arrogancia frente a los cuchicheos, va en ello tu posibilidad de moverte cómodamente en sociedad y no malograr, por carambola, todas tus oportunidades en lo profesional y en lo sentimental. SITUACIÓN Nº l. Por un milagro que ha pillado desprevenidos a los demonios del paro y la crisis, has conseguido un curre que no mola demasiado y en el que te aplican la reducción de tarifa que se ha inventado la gente madura para hacerte pagar el peaje de tu insultante juventud. Pero tú, más bien pragmático, te has dicho que un curre es un curre y más vale calderilla en mano que sueldo sueco en una azotea sindical, y vas y abordas tu primer día de trabajo con el corazón a cien y los cinco sentidos afanados en quedar como los ángeles para que el empleo te dure al menos el verano. Y..., ¡horror!. Cuando tu cabeza no estaba para más atención que la que lo laboral te exige, descubres, inesperadamente, que la telefonista te ha mirado de arriba abajo con una media sonrisa que es toda una acusación, justo cinco minutos después de haberte pasado la llamada de Pablito, que no ha podido esperar, el tío, a la noche para felicitarte y ha tenido que averiguar, quién sabe dónde, el número de la empresa donde acabas de ingresar. Pablito es un pedazo de pan, alegre y divertido como él solo. Te ha curado del aislamiento que sufrías en el instituto demostrándote que, aun en tus circunstancias, es posible la amistad. De hecho, es el único en quien, por ahora, consigues confiar. Pero, a su pesar, Pablito es un poco sarasa, aunque, paradoja de las paradojas, no es gay y le van las chicas incluso demasiado; insólita afición que es probablemente el origen del leve afeminamiento de sus gestos, como bien saben todos los grandes mujeriegos desde el mismísimo don Juan. La llamada de Pablito y la consecuente mirada de la telefonista van a amargarte tu primer día de currante (y quién sabe si las próximas tres semanas), a menos que realices el ejercicio siguiente. EJERCICIO Nº 1. Ni se te ocurra caer en una sospechosa defensa de Pablito, disculpando las plumas de su voz y tratando de convencer a la telefonista de que, a pesar de las apariencias, es un buen gallo de corral y de clueca no tiene más que el cacareo. De ninguna de las maneras. La vieja sentencia latina que dice que "una justificación no pedida es un reconocimiento de culpa" se aplica a la vida gay más que a cualesquiera otras vidas. Resiste la tentación de abogar, inspira tres o cuatro veces para que no vaya a darte un vahído y, como quien no quiere la cosa, dedica a la telefonista una caída de pestañas alo Hugh Grant. Ella te mirará de nuevo ya sin la media sonrisa acusadora, para confirmar que te estás sugiriendo. Remacha la faena y haz que loo crea del todo, con la mirada, la sonrisa y todos los gestos que se te ocurran, menos con un compromiso verbal. Entrénate en el lenguaje de las apariencias gestuales, para ser capaz de transmitir los mensajes que te convienen, pero no caigas en la mentira verbal que pueda luego volverse en tu contra, porque ya sabes que se pilla primero a un mentiroso que a un cojo. Por consiguiente, trata de conseguir que la secretaria se sienta deseada por ti, porque así espantará la mosca que la llamada de Pablito ha puesto tras su oreja, pero no le digas que la pretendes porque puedes encontrarte con una de estas dos indeseables consecuencias; A) que tengas que salir con ella una vez y lo que era una sospecha se le convierta en certidumbre; B) que te sientas obligado a iniciar una relación destinada, sin remedio, a ser engañosa, a convertirse en un cúmulo de disimulos fatigosos y falsedades amontonadas, y a intentar desarrollar tu memoria hasta dimensiones elefantinas imposibles de alcanzar, con objeto de no contradecirte y que tus embustes no queden al descubierto. La comodidad de tu recién estrenado empleo te exige una pequeña e inocente argucia. No te cortes y realízala. No ya el triunfo social, sino la simple convivencia de un modo natural y, ¿por qué no?, placentero, es una pretensión que exige mayor esfuerzo y laboriosidad a un gay que al común de la gente. Puedes clamar al cielo por lo injusta que es la discriminación, pero clamarás en el desierto y no conseguirás modificar la realidad asentada sobre casi dos milenios de prejuicios judeocristianos, prejuicios que en cuanto se escarba un poco se demuestran cimentados, antes que en ninguna otra premisa, en el miedo del prejuicioso al riesgo de parecer un poco mariquita o, el mucho más temible, de descubrir en el más oculto pliegue de la propia conciencia el impulso de correr hacia la dulzura, perpetuamente añorada, de aquella amistad entrevista en la adolescencia, aquel amigo a quien lleva años eludiendo porque el paraíso perdido que representa podría tender una sombra amenazante sobre la confortable, aunque insulsa, realidad cotidiana. Tú estás obligado a convivir con los prejuiciosos, por mucho que te repatee el hígado y por mucho que insistan los supuestos "liberados" en que debes ignorarlos. En un gravísimo error aislarte en un gueto, porque de eso ya se encargan los demás, y no es posible vivir de un modo razonable si se permanece aislado de la mayor parte de la sociedad. Exhibir conductas marujiles es un derecho que tienes, si así te gusta, pero debes estar advertido de que tales conductas te encierran en un coto. El destino casi inevitable de un coto es ser un espacio para la caza; en este caso, para los inquisidores, que haberlos haylos, que a pesar de todo lo que te digan –hasta las leyes- aún disfrutarían quemando vivos a los "culpables del vicio nefando". Otra cosa es que por tus circunstancias familiares, o ambientales, te hayan salido plumas que ya no puedes arrancarte si no es con un dolor agudo. Con plumas "asumidas" según la conseja militante, verás limitadas tus oportunidades profesionales a aquellos oficios, casi siempre degradantes, en los que la sociedad heterosexual se siente capaz de tolerar a los afeminados. Naturalmente, hay quien no puede esconder la pluma ni bajo una tonelada de caspa cuartelera ni detrás de diez metros cuadrados de tatuajes patibularios. O sea, que hay plumas que emergen rebeldes y tenaces aunque sean sepultadas en el pozo del disimulo más refinado o aunque sean escondidas detrás de una barba de lija y una pilosidad de oso asturiano. Recuerda el ejemplo del travestido, padre de seis o siete hijos y con el pecho como una piel de visón, así como una voz de sargento consumidor de cazalla, cuyo plumerío brilla esplendoroso y rutilante eclipsando todos sus virilísimos rasgos. Si tal es tu caso, tendrás que apañarte con los oficios ya citados, y con el rol consecuente, e interpretarlo con la mayor dignidad que te sea posible. Pero si eres como la absoluta mayoría, simplemente un chico normal a quien le atrae más Pablo Puyol que María Barranco, te conviene zafarte de las plumas para que nadie te discuta el derecho a disfrutar de lo que tan legítimo es para ti como para todos los demás. SITUACIÓN Nº 2. La segunda jornada laboral en el recién estrenado empleo, luego de haber sorteado con éxito la amenaza que la sospecha de la telefonista representara el primer día, te sientes un poco más confiado y, horror, te das cuenta de que, mientras hablabas con tu compañero de trabajo de un asunto que -bajo la óptica de tu inexperiencia- te ha parecido muy arduo, abrumado, has sacudido la melena y se te ha caído una plumita que, con los ojos de tu incurable estado de guardia permanente, ves caer con suavidad, mecida por una brisa desesperantemente floja, mientras tu compañero continúa hablando aunque con un tono que ahora te parece ralentizado y, tal vez, suspicaz. Tú no te sientes, apenas, capaz de prestarle atención. Todo en él te resulta alerta, desde la chispa que has creído descubrir en sus ojos hasta la sonrisita que parece dedicarte, en la que sospechas ver retratada más que la ironía, la saña, esa saña con que te han tratado desde la más cagada infancia todos los supuestos heterosexuales de tu bloque. Proponte un esfuerzo de memoria. Piensa en aquel artista con setenta veces siete más plumas que tú, que aceptó el hipócrita consejo eclesial y juega a respetable padre de familia. Bueno, el artista juega a tal cosa aquí, sólo aquí y no en otros lugares, puesto que son célebres en la comunidad gay de allende los mares los ballets rosados de atletas, camioneros, marineros y otros tales, que organiza en determinada ciudad testigo de sus grandes y merecidos éxitos artísticos. Piensa en este caso y recuerda que la sociedad tradicional digiere bien la hipocresía evidente, por muy clamorosa que sea, y sin embargo es incapaz de tolerar la valentía de la ausencia de disimulo, porque esa valentía es percibida como osadía y muchas veces como desafío agresivo. . Mas tu compañero de oficina continúa mirándote con atención, y ahora ya no te cabe duda de que se está haciendo la pregunta. Te propongo este sencillo ejercicio. EJERCICIO Nº 2. No vayas a caer en la tontería de sobarte la bragueta con un ademán supuestamente viril de descargador del puerto. Ni mucho menos escupas en medio de la oficina como si fueras un teniente chusquero norteamericano destinado en Bagdad, o un chino en cualquier calle de España. Tampoco recurras a la mentira oral ahora; no afirmes que ayer le has echado un polvete a una imaginaria vecinita de tu escalera que está buenísima, porque las mentiras son desmemoriadas y un día tu compañero puede descubrir que vives en una casa unifamiliar. No te plantees siquiera la posibilidad de contar un cuento lleno de correrías de puticlub compartidas con camaradas puteros que ni en la más febril de las fantasías podrían cuadrar contigo. El aceite y el agua ligan mal y tú no aparentas ligar con tal clase de sujetos ni aunque te disfrazaras Harry el Sucio. Continúa entrenándote en el lenguaje de las apariencias gestuales. Apoya masculinamente el mentón en tu puño cerrado y desvía los ojos con intensa atención simulada hacia la telefonista, que se halla cruzada de piernas provocativamente, acaso porque pretende remachar la seducción presentida ayer. Por mucho que lo desees, no dejes de mirarla hasta que tu compañero se impaciente. Esa impaciencia despejará por completo la sospecha, porque le habrás obligado a no pensar en ella, Esto de obligar a la gente a pensar en otra cosa es algo que tendrás que hacer durante toda tu vida. Es preferible ese pequeño esfuerzo, repetido hasta que se convierta en uno más de tus reflejos, que la frustración, reeditada hasta el infinito, que te ocasionaría sentirte acusado y, por ende, obligado a justificarte. Porque esa es otra verdad válida para siempre. Todos, hombres y mujeres, se sientan en el estrado del juez en cuanto sospechan que pudieras preferir un apretón de mano de Eduardo Noriega a un revolcón con Julia Roberts. Una vez allí arriba del estradote su fantasía, y revestidos con la toga imaginaria que les otorga sentirse respetables por figurar entre quienes no se apartan de la "normalidad", tienden a impregnar su opinión del dato gay, de modo que todo lo que eres y pudieras ser queda coloreado, y a veces disminuido o anulado, por tus preferencias sexuales Tengo un amigo, maravilloso poeta, cuya lengua es más filosa que una navaja de afeitar y cuyas opiniones son más peligrosas que una piraña en un bidé; cada vez que otro conocido poeta surge en la conversación, mi amigo se refiere a él y a su grupo como la "mafia del esfínter". No suele hablar en primer lugar de las rimas sublimes del otro ni de los galardones internacionales que se ha ganado a pulso: mi amigo, buena y entrañable persona pero calado hasta el tuétano del prejuicio judeocristiano, siente que debe dejar establecido, y muy claro, ante cualquiera que sea su interlocutor o su auditorio que él no forma parte de esa fauna dudosamente viril en la que encuadra a la mayoría de los demás poetas. Otra cosa es que, a veces, le traicione alguna vena lírica y las miradas se le escapen, más voluntariosas que discretas, hacia los paseantes piernilargos que pasan bajo sui balcón marcando paquete con sus atuendos veraniegos. Cree, con razón harto discutible, que las miradas jamás podrán confirmar nada. SITUACIÓN Nº 3. Y eso es, precisamente, lo que te ha ocurrido a ti en tu trabajo cuando ya habías conseguido que la telefonista piense que te gusta otra (y no OTRO) y que tu compañero crea que tienes unos ademanes de cuello muy originales, que a lo mejor están de moda y a ver si no conviene imitarlos para no quedarse “out”. Pasados unos días, descubres que el hijo de tu jefe está como un tren y atrae tu atención como el presidente del gobierno atrae la de los periodistas en una rueda de prensa. No sólo está como un tren, sino que el desconsiderado es simpatiquísimo y comienzas a desvelarte en la cama casi todas las noches y, de tanto soñar con él con los ojos abiertos, su imagen está imprimiéndose en el techo de tu dormitorio. Como no podía ser de otro modo a tus escasos años, tu entrenamiento de apariencia gestual no es todavía lo bastante sólido y, a juzgar por su comportamiento, él ha recibido ya de ti un mensaje que ni siquiera crees haberle enviado. Te dices que una mirada errática jamás podrá confirmar nada, pero ello no te tranquiliza, y compruebas que en el desvelo de cada noche la imagen del dichoso niño se funde con la preocupación de que puedas estar arriesgando el empleo. El riesgo, más que probable, lo consideras definitivamente seguro, porque a estas alturas sabes ya que tu jefe es un machista jactancioso de esos que jamás perdonarían un patinazo. No solamente hace gala de su masculinidad, sino que exagera sus perfiles más rudos. Tú no dispones todavía del conocimiento necesario para ver en los tics de tu jefe algo más que baladronada. Aún no eres capaz de vislumbrar la sospecha de que el pobre puede padecer un miedo enfermizo a que alguien decida restregarle por los morros cierto pasaje de su adolescencia. Por ahora, sólo tienes imaginación para anticipar la dimensión de su severidad si supiera lo tuyo. ¿Y qué imaginar sobre la que podría liar si, además, barrunta que su hijo de sus entretelas, el orgullo de su vida, te va una barbaridad? Presientes que, además de quedarte en la calle, podría dejarte con el culo al aire porque lo consideras capaz de delatarte ante tus padres. Esta es, hasta ahora, la más angustiosa de cuantas etapas inquietantes has vivido desde que descubrieras la orientación de tu pasión. Todo se entrecruza. El que, probablemente, es tu primer enamoramiento, convive con el miedo a quedarte desempleado tan pronto y el terror a afrontar el inevitable juicio familiar antes de que estés preparado. Lo de decírselo a tus padres no te lo has planteado de una manera clara e inmediata. Puede que llegues a hacerlo, pero por ahora no te parece urgente. Tu machísimo jefe podría colocarte en el banquillo de los acusados cuando todavía no has tenido tiempo de delinquir, porque una experiencia sexual, lo que se dice una experiencia con todas las letras y todos los suspiros, no has tenido aún. Y una tarde, media hora antes de la finalización de la jornada laboral, el hijísimo se ha sentado en el borde de tu mesa y, mientras conversa sobre alguna nadería, coloca el pie sobre el tablero, se sube el pantalón y, de modo que finge ser inocente, se rasca la abultada, peluda y supersexy pantorrilla. Te has quedado mudo, alelado, con una mezcla en tu pecho de júbilo y descomposición, los ojos fijos en ese retazo de piel oscurecida por el vello que desearías acariciar con toda tu alma. Descose la mirada de esa piel y realiza diligentemente el siguiente ejercicio. EJERCICIO Nº 3. Has bajado la guardia, no te sientes dotado todavía para la apariencia gestual y todos tus temores están a punto de materializarse. El júnior, sin dimitir de su expresión inocente, te observa con una luz irónica en el fundo de sus pupilas. ¿Vas a permitir que el descubrimiento de tu debilidad malogre un empleo que, por ahora, te interesa? Él continúa ahí, a menos de medio metro de tu mano, que volaría gustosa en busca de la pierna exhibida. El muy puñetero está disfrutando de tu turbación con una expresión sádica de macho victorioso, de esos cuya virilidad se siente halagada cuando se saben deseados, independientemente del sexo de quien les desee. Antes que nada, pon cara de palo. Dicen los estudiosos de la psique que con mucha frecuencia el sentimiento sigue al gesto, y así sería posible superar algunas depresiones leves con sólo componer una sonrisa frente al espejo. Sea o no verdad, tú pon cara de palo, pues aunque ello no te alivie la turbación sí puede desorientar al sujeto. Al instante siguiente, mírale fijamente a los ojos, porque lo que él espera es que evites su mirada. Una vez que estés seguro de que su convicción comienza a flaquear, dile que se ha sentado encima de un documento muy importante. Él va a dar un respingo, porque teme más a su padre que a una vara verde, con lo que te habrá cedido la iniciativa. Si, ya de pie, comprueba que no había tal documento bajo sus posaderas y te lo hace notar, no importa, pues tú habrás conjurado el demonio del deseo inoportuno. Respóndele que estabas seguro de que el documento en cuestión estaba ahí, pero que, efectivamente, te habías equivocado y se encuentra en la otra esquina de la mesa. Ahora tienes que curarte en salud para la próxima ocasión que al muchachito se le ocurra tentarte. Como disfrutas de la ventaja de una iniciativa momentánea, que será tan efímera como efímera va a ser su preocupación por un papel que en realidad es insignificante, tienes que actuar con rapidez. Retrépate un poco en la silla y compón una sonrisa autosuficiente. No te será difícil; bastará que imites la suya. Pregúntale cómo le ha ido en el último parcial. Como conoces el chisme que circula en la oficina, según el cual el hijo de tu jefe es más torpe que un recién nacido y falla más en los estudios que una escopeta de feria, hazle la pregunta sin que se te note que estás en el ajo, y aparentando interés genuino. Verás con qué premura elude la respuesta y se zafa de ti. Correrá al despacho de papá, olvidando la sospecha que sobre ti le rondaba la cabeza, al menos de momento. Es probable que reincida, pero la segunda vez te cogerá prevenido y sabrás a qué atenerte; y, sobre todo, y mucho más importante, te sentirás capaz de salir airoso de las situaciones comprometidas, por muy mala leche que pongan a tus pies para hacerte resbalar. No ya el triunfo social, sino, sólo, vivir cómodamente en relación con la gente común (que, como queda dicho, son la mayoría), va a exigirte algunos esfuerzos a continuación del descubrimiento. Pasea la vista alrededor. Contemplarás la más variopinta gama de conductas, tan diferentes entre sí como distintas son las personas. Observarás, en primer lugar, que el gay muy notorio tiene que poseer talentos excepcionales para ser aceptado, como les ocurre a los negros en las películas norteamericanas cuando andan tras las faldas de una linda y burguesa niña blanca a quien sus padres adoran. En estos casos, el negro consigue dejar de parecer negro, de tan indiscutible que llega a ser su prestigio profesional. De igual modo, el gay notorio, aunque no sea confeso, está obligado a conseguir que dejen de verle como un gay recurriendo al deslumbramiento de su portentoso talento. Recuerda el caso de algún escritor de moda o el de tal o cual actor. Fíjate en aquel preboste o en este clérigo. Llevan las plumas encorsetadas con el prestigio abrumador de una carrera llena de matrículas de honor; en estos casos, sus colegas son benevolentes y aunque nunca dejarán de menear condescendientemente la cabeza ante determinados gestos o actuaciones del interfecto, se hacen lenguas de sus virtudes, su cultura y sus conocimientos; lo cual es su modo de purgar el impulso que sienten en lo más hondo de su conciencia de mandar al gay en cuestión a tormar... el viento. Dicen que hay políticos encumbradísimos y hasta obispos que, al salir del despacho, pasean por los oscuros caminos de la prostitución homosexual en busca de consuelo. El consuelo puede llamarse Manolo y tener los brazos más agujereados que un colador, como puede hacerse llamar Mimí y anunciarse en los clasificados de los periódicos como "activa y pasiva". De igual modo, se sabe que ciertos uniformados, sea el uniforme negro sacro o bélico verde, gente más proclive que la mayoría a la "discreción" acogotada, costean los niditos de amor de algún futbolista de segunda, o algún novillero en ciernes, o algún actor emergente, o algún culturista de competición, o, los menos ambiciosos, algún modelo publicitario, quienes, en ausencia del mecenas, se corren la juerga padre con novia y amigos, y nadie podría poner la mano en el fuego sobre si lo hacen preferentemente con la una o con los otros, que los chulos, por definición, por necesidades "profesionales" y sobre todo por autoprotección, son defensores acérrimos de aquello de que "vino un barco lleno de gustos y se marchó vacío". Te asombrarán las variantes posibles de los gustos y preferencias. Comprobarás que es difícil, muy difícil, prácticamente imposible, establecer baremos acerca de los modelos de comportamiento erótico, por muy simples y limitados que te parezcan los modelos de comportamiento social. Estos, de los que te hablaré más adelante, están sujetos a esquemas que admiten pocas diferencias, mientras que aquéllos, las preferencias sexuales o, para ser más preciso, el modo de actuar en la cama, y con quién, pueden estar teñidas con la mayor gama de matices que imaginar puedas. Tales escritores, actores, políticos, clérigos y militares, artistas y deportistas, sobreviven al cianuro social a pesar de sus disimuladas, pero indisimulables, plumas gracias a un extenuante esfuerzo de desarrollo de su talento que no siempre se ve coronado por el éxito. Tengas o no gran talento, si careces de plumas te resultará más cómodo moverte en la sociedad heterosexual, que es, de hecho, la única que existe de modo funcional. Cianuro, vitriolo, curare y los peores venenos destilados por las serpientes sociales te aguardan en todos los caminos. Haz que tanto tu padre como tu madre lo sepan cuanto antes, aunque no sepan con certeza si eres gay. Conviene que ellos comprendan que su pequeña, mezquina y no confirmada frustración de no tener un hijo más macho que el caballo de Espartero, es una nadería comparada con lo que vas a tener que pasar tú. Aunque todavía no hayas hablado francamente con ellos, y aun en el caso de que no pienses sincerarte jamás, necesitas recurrir a alguna argucia para que sepan lo que vale un peine gay. Usa tu imaginación e inventa situaciones tales como una revista olvidada en el salón, abierta por la página donde se publica tal reportaje, o el recorte de periódico donde se informa de un ahorcamiento en Irán, o el libro que te han prestado donde se cuenta lo que hacía la Inquisición con los homosexuales hasta el anteayer que significa el siglo pasado, o enciende la televisión a la hora y en el canal en que sabes que van a ofrecer un debate entre homosexuales y dos señoras sexagenarias de la asociación "Tradiciones Tradicionalistas". Que tus padres comprendan por sí y sin argumentación por tu parte que ser gay no es una elección, que no te has metido en ello por un impulso frívolo, que no eres un hedonista que "ha caído" en eso por vicioso ni un desalmado dispuesto a dar un disgusto de muerte a sus santísimos padres por capricho. Tus padres tienen el derecho, y la obligación, de saber que su misión contigo, a partir de ahora, consiste en estar ahí, dispuestos a darte más cariño y mimos que cuando eras un bebé, dispuestos a no soltar un reproche ni por pasiva ni por activa y dispuestos, sobre todo, a enorgullecerse o avergonzarse de ti por lo que hagas y no por quién sea tu compañero de cama. Se lo digas o lo calles, les vas a necesitar solidarios contigo, pues vas comprenderás pronto que nada llegará interferir en tu vida tanto como el amargor o la dulzura del trato con tus padres. Es que, amigo, el peaje que has pagado en tus primeros días de trabajo en la oficina es una bagatela infinitamente pequeña junto al peaje que todos, parientes, amigos y relacionados van a hacerte pagar durante tu vida. Así que no agraves tu situación poniéndote el cartel en la frente que las plumas representan. Han pasado tres meses desde que comenzaste en tu empleo. Francamente, estás asombrado por lo tranquilo que vives, ya que sorteaste los primeros escollos laborales sin mayor quebranto y en tu casa no está mal la situación. Gracias al trabajo, tu grupo de amigos se ha ampliado y ya no te parece tan indispensable la relación con Pablito, del que te has distanciado un poco, no tanto por tu voluntad como por el peso de las circunstancias. Por otro lado, Pablito resulta ahora menos sarasa que tres meses atrás, porque el tener novia formal es de suponer que le ha obligado a reprimir la pluma. La telefonista no ceja. Movida por aquel aliento inicial, la pobre miope sigue tirándote los tejos ocasionalmente, pero no te incomoda demasiado. Tu compañero se ha habituado a tus gestos, hasta los más imprevisibles para ti, y no te mira de modo especial, así que no estás demasiado seguro de si todavía te queda alguna pelusilla de pluma. El hijo del jefe ha dejado de incordiarte, pero no ha dejado de estar más bueno que Iker Casillas, el tío, con lo que los ojos se te escapan hacia él sin remedio, aunque te has vuelto más discreto y sabes poner freno a tus miradas errásticas. Hasta has aprendido a mirarle sin que lo note, con lo que te das unos tremendos banquetes mentales, que son gratuitos y no pagan impuestos. Tan cómodo te sientes, que no notas que bajas la guardia e inesperadamente ocurre lo que antes o después te tenía que ocurrir. SITUACION Nº 4. Un buen día, comprendes que lo del hijo del jefe no ha sido más que un preámbulo de tus pasiones, un atisbo de lo que habrá de venir, porque entre los nuevos amigos hay uno, Pedrito, ante el que de pronto comienzas a sentir ahogos. Aún no has sido capaz de reconocerlo ni siquiera para tus adentros, pero el caso es que en ocasiones se te quiebra la voz cuando te hace una pregunta, se te pone la carne de gallina si coincidís en el mismo banco corrido del pub, rodilla contra rodilla, piensas en él sin venir a cuento, te sorprendes mirando con ansias asesinas a aquella chica, amiga del grupo, que dedica a Pedrito más sonrisas que a los demás, y de repente todo lo que él opina o manifiesta te resulta extremadamente importante y solemne. Ten cuidado. Esta situación es crítica. Todas las circunstancias son adversas. No puedes evidenciar ni lo más mínimo de lo que te pasa sin arriesgar el favor de todo el grupo, incluido él. Piensa. Lo que tan trabajosamente has logrado los tres últimos meses va a caer por la borda en cuanto el grupo tenga el menor pálpito de tu pasión. Como el grupo forma prácticamente un apéndice de la oficina, también puedes perder el empleo. Todo ello, sin contar el escarnio de que podrías ser víctima, si algunos, o algunas, de los que integran el grupo resultase un poco sádico. Y no te extrañe que uno o varios resulten serlo, porque la mayoría de la gente es sádica cuando descubre en el prójimo flaquezas que, por oposición a las virtudes que todos creemos poseer, le hacen sentir superior. Está en la condición humana desde los albores de la civilización, y seguramente desde que el más antiguo primate se irguió: nos volvemos dominadores en cuanto nos parece que hay quien se deja dominar, de modo que no te conviene dar a nadie la ventaja de conocer tu debilidad; ni siquiera al mismísimo objeto, oscuro, y luminoso a la vez, de tu deseo. Mas, ¿cómo no conmoverte cuando crece en tu ánimo la convicción de que Pedrito siente también gran simpatía por ti?. No es una certeza, pero sí un barrunto; crees que despliega todos los recursos de su simpatía, que no es escasa, particularmente cuando tú estás presente. Es más, el último fin de semana, cuando la mayoría del grupo se encontraba bailando, os quedasteis solos en la mesa que ocupabais en la discoteca y, mientras te hacía una confidencia, te pasó el brazo por los hombros y lo olvidó allí a pesar de que el resto de la conversación no era excesivamente confidencial. Durante unos gloriosos, estremecedores, disolventes e interminables minutos sentiste el casi incontenible impulso de abrazarle, lo que en realidad no hubiera sido más que dar un cortísimo paso más allá que él. Tuviste suerte. Sorteaste el peligro no porque fueras consciente de que lo corrías, sino por falta de osadía. Terminó el bloque de música lenta y los demás volvieron junto a vosotros cuando ya sólo te faltaba una mirada de Pedrito un poco más intensa que las demás para derretirte en sus brazos. Experimentaste, incluso, el espejismo de que Pedrito lo deseaba tanto como tú. Llegados los demás, sin embargo, cogió por la cintura a una de las amigas y se fueron los dos a dar brincos 'arrullados' por Jennylo sin que él diera muestras de turbación alguna. Escenas como éstas has vivido ya unas cuantas los últimos días y cada vez son más frecuentes. Hay momentos que desearías gritar de júbilo, como anteanoche, cuando Pedrito le dijo a una de las chicas que, si deseaba darle un recado, se lo transmitiera por tu mediación. Tu corazón, el pobre, se hace puré con tales minucias y estás perdiendo el control. Tu convicción de que él pudiera participar de la misma tormenta que tú crece de hora en hora, sobre todo cuando te desvelas pensando en él. Llevas ni recuerdas ya cuántas noches canturreando bajito el bolero aquél: "Toda una vida estaría contigo", y no quieres ni pensar en los escalofríos que te recorren la espalda. EJERCICIO Nº 4. Coge el teléfono y llama a Pedrito. No lo has hecho nunca porque, hasta ahora, no ha sido necesario, ya que el grupo se reúne sin convocatoria y por costumbre todos los días en el mismo lugar. Consiguientemente, Pedrito se muestra sorprendido, aunque, ay, su acento parece teñido de una leve emoción que te ha puesto cardiaco. Una vez que consigas reponerte del sofoco, proponle una cita. Es indispensable que lo veas a solas, cuando no haya la menor posibilidad de que el grupo interfiera. Así, nadie os interrumpirá ni, mucho más importante, podrá reaccionar como si te pillara in fraganti. Es casi seguro que Pedrito acuerde encontrarse contigo a solas, porque el corazón no suele equivocarse y si has sentido su simpatía es que existe; de modo que como le caes simpático y no tiene, por ahora, ninguna razón para recelar de ti, acordáis encontraros en un pub distinto al que el grupo frecuenta, desde el que os proponéis, más tarde, salir al encuentro de los demás. No vayas a dedicar media tarde a acicalarte, porque advertiría la diferencia, ni ensayes caídas de párpados ante el espejo. Ejercítate en la naturalidad y no se te ocurra la peregrina idea de imitar el engolamiento de voz y la supuesta elegancia de quienes, a su vez, imitan a ese presentador de televisión cuya virilidad exhibicionista sabe hasta el lucero del alba que es fingida, o a ese autor de libros "best sellers" que todos los humoristas parodian. Recuerda que el engolamiento de voz y la pose mayestática sólo impresionan ya a las marujas menos informadas y que no vas a encontrarte con una rabanera en un mercado, sino con un chico normal como tú, sencillo como tú, con los mismos intereses que tú, al menos en su mayor parte, y con las mismas ilusiones. Armado con lo mejor que tienes, tu juventud y tu naturalidad, acude a la cita con un ejemplar de "Hojas de yerba" de Walt Whitman en la mano, junto con ”Retorno a Brideshead”, y exhíbelos como por descuido mientras le hablas a Pedrito del objeto del encuentro: pretendes que te ayude a organizar una fiesta sorpresa para Marina, que cumple años dentro de dos semanas. Como sabes, "Hojas de yerba" es un poemario maravilloso cuyo tinte homosexual es más que evidente. Por otro lado, "Retorno a Brideshead" no es que tenga tinte homosexual, es que es prácticamente un tratado de filosofía gay de la burguesía inglesa. Mientras conversas con Pedrito sobre la fiesta sorpresa, observa con atención si mira los libros. Si no reacciona y le ves pasear una mirada indiferente sobre ellos, sin volver a examinarlos, necesitas desterrar de ti toda esperanza. Métete a cartujo o misionero mormón; empléate en la conquista de ese vecino de la escalera de al lado que tanto te tira los tejos, aunque el pobre no es demasiado atractivo y estás convencido de que le huelen los pies; lánzate por unos días a la vida disoluta o que te enyesen el brazo imitando a Onán. Pero si reacciona, es decir, que mira los libros con interés y, para colmo, te comenta lo buen poeta que es Whitman, planea de inmediato un fin de semana con él en un motel con el pretexto de una visita a un safari park, pongamos por ejemplo. Lo demás no dependerá de ti, sino de los dos y… la química. Triunfar en sociedad va a exigirte esa clase de artimañas. De renunciar a ellas por escrúpulos o por incapacidad, podrías servirte de la desfachatez y el descaro de quien cree que no tiene nada que perder, que, total, son dos días, y el que venga detrás que arree aunque tengas que morderte las uñas en todas las callejuelas de la vida y dar por inevitables las angustias de tu padre y el llanto de tu madre. Naturalmente, con un tocado de plumas y cubierto de lentejuelas y de lamé puedes aspirar al empleo dignísimo de travestí cabaretero, que los hay buenísimos, ciertamente divertidos y verdaderos artistas, que uno sintió debilidad por Otxoa, pongamos por caso; o al cuento del futurólogo, complaciente vaticinador de maravillas a entretenidas ociosas. Pero sabes de sobra que no hay suficientes cabarés en este mundo ni sobran las cadenas de televisión dispuestas a ser cómplices de los delirios que algunos insatisfechos se montan durante los insomnios, y por lo tanto tendrás que optar a los curres más tradicionales, como cada quisque de tu escalera, tu bloque o tu barrio, porque tú eres exactamente como ellos. Y con ese objeto, ser como todo el mundo porque así es en realidad, te verás obligado a un esfuerzo ligeramente superior al resto de la gente, que no creas que para los demás la vida es fácil; y deberás recurrir a las artimañas, que en el fondo son muy inofensivas, vivir entre el quiero y no quiero querer, ser astuto para atajar los dimes y diretes y, sobre todo, desarrollar una actitud arrogante de olímpica ignorancia frente a los cuchicheos, que serán tanto más frecuentes cuanto mayor sea tu edad. A los cien años, todos calvos, dice el refrán, y nadie más calvo que un gay calvo. Un amigo mío, muy gordo, dice que nada hay peor para un gay que ser gordo. Yo creo que peor que ser gordo, o calvo, es ser suspicaz y excesivamente sensible a la opinión de los demás. De todos modos, mejor aun que ser insensible a los juicios ajenos es no dar lugar a que nadie sostenga opiniones indeseables sobre ti, por lo que pesan en determinadas circunstancias. Si has leído este capítulo con atención, sabrás cómo lograrlo. CÓMO EVITAR SER CONDENADO A GALERAS EN LA UNIVERSIDAD. Ha terminado el verano, has ahorrado lo que necesitabas para tener un año lectivo desahogado y te sientes algo mejor armado que cuando estabas en el instituto. Ahora ya no hay dudas. Nunca va a conmoverte Remedios Cervantes. Quien lo logra, en cambio, es Eduardo Noriega por no hablar de Jesús Vázquez. No ignoras que, a tus dieciocho años, hay ya en tu entorno quien se pregunta por qué sigues saliendo con un grupo en lugar de dedicarte a una chica en particular. Pero no son muy numerosos: al fin y al cabo, apenas acabas de alcanzar la edad de votar y todavía, y durante algunos años más, van a serte perdonados muchos deslices, incluidos los que, bajo el punto de vista de los demás, huelen a chamusquina gay, porque la sociedad heterosexual tradicional cree a pies juntillas que "ya se le pasará, son cosas de juventud". Un buen día, se topan en el vestíbulo del adosado con una”drag” cubierta de lentejuelas a la que no saben por dónde agarrar, y se lían a dar cabezazos contra las paredes de su ignorancia, recriminando a sus propias conciencias no haber atajado a tiempo el asunto cuando tuvieron el primer atisbo. "Que ya te lo decía yo que el niño era un poco mariposilla, y tú, ni caso". A estas alturas, sin embargo, todavía se encuentran en el estadio de "sale poco con chicas". Has sorteado con fortuna las ocasiones en que has estado a punto de sincerarte con tus padres y te alegras, porque todavía no has llegado a convencerte de que eso pueda beneficiarte; n sea que llegue a resultar doloroso en exceso para ellos. Es que, ¿sabes?, no es casual que literariamente la ignorancia sea calificada a veces de "bendita". Conozco infinidad de casos de gays cuyos padres permanecen toda la vida en esa bendita ignorancia, aunque lleven veinte o treinta años con el salón lleno de locas revoltosas todos los fines de semana, cada vez que ese hijo "solterón" se reúne con sus amigos, "que son tan graciosos". Porque todos los signos más gráficos, todas las evidencias más descaradas, todas las situaciones más escabrosas, no bastan para convencer a un padre y a una madre de que su hijo es aquello que ellos no desean que sea. Hace unos años, vimos cómo una madre ensalzaba la reciedumbre moral de su hijo, notorio, condenado y archidemostrado bandolero asaltante de las arcas públicas. Enfrentar, mediante una confesión solemne, a la gente en general y a tus padres en particular con tu condición de gay, antes que otra cosa va a producirles desasosiego y en vez de librarte de nada habrás levantado entre tú y ellos una barrera intangible, la barrera de la perplejidad del desconocimiento de lo que es y no es conveniente en casos como el tuyo. Eres inteligente y algo en tu interior te induce a dejar la confesión para más adelante, a ver qué pasa. Entre tanto, y sin apenas percatarte, has pasado el filtro inhumano de la selectividad y has obtenido plaza sólo para una carrera que no te interesa lo más mínimo, cuando lo que tú quisieras estudiar es para ser David Villa, Luis Tosar o Miguel Bosé. Desde el primer momento te sientes como ave en corral ajeno. No hay razón objetiva para que te creas en evidencia, pero el hecho innegable es que así lo sientes y así lo tienes que afrontar. Los grupos de adolescentes son, preferentemente, mixtos. Y tú vas sintiéndote cada vez menos inclinado a relacionarte con chicas, ya que sueñas a tu pesar con formar parte del equipo de atletismo, no porque te creas dotado para ninguna disciplina, sino por el morbo que te produce imaginarte compartiendo vestuarios y duchas con esa colección de monumentos. Sabes que, irremediablemente, algunas miradas se te escurren hacia las entrepiernas de tus compañeros, más por curiosidad que por deseo, y que sólo es cuestión de tiempo que acaben dándose cuenta. Has tenido ya atisbos de la infinita crueldad de que se es capaz a tu edad. Parece tan dilatada la vida que se abre ante los adolescentes, que ellos consideran lícitos los desmanes y abusos, ya que "hay tiempo de rectificar". Bajo este supuesto, cometen desde el riesgo abrumador e inútil que corren todos los conductores jóvenes de coches que tanto engorda las estadísticas de muertos en las carreteras, hasta el escarnio y la saña gratuita hacia quienes parecen diferentes, consista la diferencia en lo que consista, pues cuanto más joven se es, menos dotado se está para la tolerancia. Tú no tienes la certeza, pero pudiera ser que el grupo que más sdestaca en tu curso por la exuberancia de su comportamiento haya comenzado a sospechar de ti. Se trata de los más escandalosos. Han formado un clan de manera espontánea y no es de extrañar: son todas y todos guapos, altos y, por las trazas, con desahogo económico. Estaban, indefectiblemente, predestinados a congeniar. Varios de ellos visten a la última y, ay, el pantalón apuñalado de uno muestra a través de los desgarros parte de su glúteo izquierdo, los dos muslos y la mayor parte de las pantorrillas. Ni que decir tiene que tú te has quedado mirando por entre los rotos medio fascinado, antes de caer en la cuenta de que el rubio de melena rizada que aparenta ser el líder te estaba observando. Has desviado la mirada de modo patentemente forzado, ya que no has dispuesto de tiempo para recomponerte, y ahora tienes la seguridad de que el tal, que David se llama, ha leído en tus ojos como en un libro de mates. Calculas un ciento por ciento de probabilidades de que David le haya ido con el chisme al resto del grupo. SITUACIÓN Nº l Te encuentras en los aseos. El incidente con David y el del pantalón revelador ocurrió hace ya varios días y apenas lo recordabas. Mientras intentas reventarte un barrito, uno más, que te has descubierto junto al labio inferior, ves a través del espejo que ha entrado David, quien te lanza una mirada de soslayo. Y, sí, estás seguro de que sonreía cuando cerraba la puertecilla del excusado. No imaginas qué demonio te retiene, en lugar de marcharte para eludir el encuentro inevitable. Ves sus pies por el espacio que hay entre la puertecilla y el suelo; permanece de pie, así que sólo está orinando y vas a cruzarte con él en seguida a menos que eches a correr. No lo haces, ignoras por qué, y ya está. David ha salido del reservado y se dirige hacia los lavabos: elige el que está al lado del tuyo, a ver con qué intención. Te lleva poco tiempo comprender que, probablemente, eres víctima de una encerrona, pues ha llegado también el del pantalón roto, acompañado de uno flaquito que es de todos ellos el que menos vibraciones negativas te produce. David se ha acercado a ti; sin dejar de observarte a través del espejo, finge estar acomodándose sus genitales, para lo que se ha bajado el pantalón hasta medio muslo y el slip hasta descubrir todo el pubis. Es evidente que se está tomando mucho más tiempo del necesario para una operación que a ningún hombre le lleva más de unos segundos, así que ya no te cabe ninguna duda de que está tentándote, aunque desconoces sus intenciones finales. Y no sólo las suyas, lo peor es no imaginar cuáles puedan ser la intenciones de los otros dos, que permanecen un poco retrasados, atentos a la información que sobre David y tú les transmite el reflejo del espejo. Te encuentras luchando entre tu primer impulso, que hace unos minutos era el de mirar descaradamente lo que visto de reojo aparenta ser una más que notable dotación de David, y el de huir porque intuyes que el cariz que está adquiriendo la situación es peligroso. EJERCICIO Nº 1 No huyas. Como dijo Talleyrand (no el Gallo), "lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible". Si no te ha engañado el olfato y vienen a por ti, no van a darte ocasión de escapar. Son tres; uno, más alto que tú, casi pegado a tu hombro izquierdo; y los otros dos, apenas a dos metros detrás de ti. No tienes la menor opción. Tampoco se te ocurra desmoronarte. Si dejas que el miedo te domine, tu voz sonará en falsete, padecerás un intenso aleteo de la nariz, tus piernas parecerán flanes y te sudarán las manos. Sujeta el miedo, inspira hondo, traga saliva para asegurarte de que controlas tus cuerdas vocales y sonríe al reflejo de David antes de preguntarle si puede prestarte los apuntes de esa clase a la que hace tres días no pudiste asistir. Ignoras si él estuvo, pero no importa. No muestra visos de ser un empollón y tal vez ni hace apuntes, pero es un albur que no tienes más remedio que correr. Es lo último que David espera escuchar de ti, una osada petición de ayuda, de modo que se tomará unos segundos tanto para encajar la salida de su esquema, como para decidir si va a tomar en consideración lo que solicitas. Aprovecha la pausa para bajarte el pantalón con desparpajo. Imita su actuación con todas las íes y sus puntos respectivos, sóbate la perinola lenta y descaradamente y, a ser posible, sugiere que no estás a la zaga de nadie en volumen y funcionalidad. Tras lo cual, y luego de recomponer tu atuendo, sal de los aseos sonriendo mientras emplazas a David para que te dé una respuesta esa misma tarde, como si se tratara de hacerle un favor. No te apresures ni siquiera cuando hayas rebasado a los dos que aguardaban detrás de ti, porque no te basta con librarte de ésta, sino que debes armarte para las demás ocasiones, y para ello es útil dejar claro que no te apabullas. Te conviene saber que la práctica totalidad de la gente de tu edad tiene tantas dudas como tú; no las mismas, faltaría más, que gracias sean dadas a la diosa Naturaleza cada uno es del pelaje de su madre y su padre. Todos vivimos y morimos llenos de dudas (y algunos, de deudas), y la única diferencia durante la adolescencia es que las dudas son más abundantes. Ni siquiera David, tan gallito él, está libre de vacilaciones y a lo mejor su actitud es, más que un desmentido, una prueba; porque es frecuente que la gente trate de vencer su inseguridad recurriendo a actitudes agresivas y ese pudiera ser el caso de tu compañero que, por otro lado, y visto más detenidamente, está como un camión. Porque ésa es otra. Una vez que te has librado, momentáneamente, del peso en la boca del estómago de imaginar sus cuchicheos y los de su grupo, has caído en la cuenta de que únicamente no te atraía porque te causaba temor y que, ahora que no le temes tanto, resulta que el chico cruje de buenorro. Acabas preguntándote si David no representará una posibilidad, ya que comienzas a desarrollar ese sexto sentido gay según el cual si presientes que alguien es un buen candidato, tiene un noventa por ciento de probabilidades de serlo en efecto. Recuerda el caso aquél del artista gráfico que trabajaba por su cuenta. Uno de sus clientes era una combinación de Cristiano Ronaldo y Cristian Gálvez que quitaba el sentido. Sobre todo, le atraían sus manos, morenas y levemente peludas, cuadradas y viriles, presentidamente cálidas; siempre que tenía que reunirse con él, miraba las manos con fruición, sintiendo en su interior el impulso irrefrenable de tomárselas. Pero se refrenaba, qué remedio, porque al corazón sólo le gana en sensibilidad el estómago y el hombre tenía que ganarse el caviar de cada día. A veces, asomaba el comentario de que, a la primera ocasión, le propondría como modelo si surgía alguna fotografía de manos masculinas, y con tal pretexto llegaba casi a rozárselas con la excusa de examinárselas con mayor detalle. El cliente no presentaba síntomas de sospecha, pero tampoco de complicidad y sonreía con evidente expresión de no estar, ni por asomo, tomándose en serio la oferta. El artista gráfico sintió muchas veces el presentimiento de que había una posibilidad, pero lo desechó siempre, porque el cliente poseía una virilidad de catálogo con su voz como la de Constantino Romero, su cara angulosa y firme como la del Alain Delon de sus buenos tiempos, sus hombros y pelaje tipo Jaime Cantizano y la evidencia de que todas las mujeres de su empresa se morían por él casi literalmente, ya que algunas parecían a punto de desmayarse cuando les daba una orden. El artista gráfico penó algún tiempo y el paso de los meses fue atemperando la atracción que sentía y, aunque el cliente le demostraba una simpatía que rebasaba los límites estrictos de la relación profesional, él no quiso dar pábulo al presentimiento. Mas resultó que un día se dio de cara con él en uno de esos locales especializados. Bueno, especializados es un decir, porque en el bar en cuestión es gay hasta el número de la calle. No acostumbraba frecuentar esos sitios porque se sentía fuera de lugar, a causa de una remota formación militar familiar (pero esto es materia para una anécdota que contaré más adelante), y por sorprendente que te parezca, fue el artista gráfico quien se sintió cogido en falta, pues el otro se comportó con forzada naturalidad y comentó que iba con cierta frecuencia a ese bar... ¡porque le gustaba la música que solían poner! Ahora, artista y cliente son bastante más amigos que antes. Tú tienes ese presentimiento que en adelante te va a asaltar con periódica frecuencia, pero, por ahora, lo que te interesa es evitar que el espeso ambiente universitario te condene al exilio del ostracismo o, todavía peor, a las galeras de la burla, la befa y el escarnio. Vives la etapa que va a determinar tu futuro. Casi todo lo que hagas ahora va a repercutir en el resto de tu vida, y también, y sobre todo, en tu vida como gay. SITUACION Nº 2 De lo que se trata ahora es de prepararte lo mejor que puedas profesional y humanamente. Recuerda que, sea tu condición de gay una sospecha o una certeza para los demás, en cualquiera de los dos casos y siempre que no recurras al disfraz de un matrimonio convenido, y siempre ominoso, que les haga desechar el barrunto, te van a exigir más talento y profesionalidad que al común de la gente. Te encuentras tan absorto en esa necesidad, que no eres capaz de ver ni tres en una Harley Davidson. Estás currando tela. Llevas el curso si no brillantemente, por lo menos con una media más que aceptable, y te has involucrado tanto en los estudios, que no te queda capacidad de atención ni para lo bueno ni para lo malo. La vida continúa alrededor y los demás sí tienen ojos para verte, pues a pesar de tus resquemores estás dispuesto a reconocer que no estás nada mal. Hay profesores que se jactan de serlo por vocación y, sin duda, vocación tienen, lo que no se puede asegurar es de qué. Porque seguramente has oído hablar de aquel catedrático, buen profesor a rabiar, cuya afición primigenia era, sin embargo, engatusar a sus alumnos, porque no me negarás que estás en la edad en que la figura del maestro se sublima y se confunde con la del padre y el amante socrático, y eres completamente vulnerable a los encantos de alguien a quien no temes como a tu padre y que, no obstante, es tan impresionante como él y está, además, dispuesto a escucharte con atención y tomarte en serio. El tal catedrático llegó a tener una especie de academia platónica en la terraza acristalada de su dúplex, en la que siempre había algún rezagado dispuesto a "profundizar" más en la relación con el profesor. Un día, la sociedad, que en cuanto se le rasca un poco le sale de dentro un Torquemada disfrazado de Terminator, tuvo conocimiento de los guisos que ocasionalmente se cocinaban en aquella terraza y estuvo a punto no sólo de expulsarle de la cátedra, sino de someterle a la vejación de una especie de juicio público de la junta escolar. Se impuso el buen sentido, ya que nadie pudo demostrar que algún pupilo hubiera quedado traumatizado por compartir con su profesor una experiencia con la que todos y cada uno de los habituales habían disfrutado, y el catedrático solamente recibió un apercibimiento que fue rápidamente arrinconado por el consejo. Hoy, ejerce con total libertad, si bien que se ha vuelto un poquitín más prudente y sólo frecuentan la susodicha terraza algunos escogidos. Tú estabas tan ensimismado, que la constatación de que le haces tilín a tu profesor de historia te ha caído como un chorro de agua de Lanjarón. No sólo no se te había pasado por la cabeza mirar al sujeto con esas intenciones, es que ni por asomo has oído cuchicheos de tus compañeros al respecto. Ni siquiera la revoltosa pandilla de David lo comenta. Así que, como todo lo inesperado, el interés de tu profesor por ti te deja patidifuso como un Almodóvar de sus tiempos más movidos. Ten cuidado. Recuerda la anécdota aquella que se le atribuye a don Jacinto Benavente, y según la cual respondió a un periodista, que le interrogaba sobre "cómo había llegado a maricón", que "así, hijo mío, preguntando". No vayas a preguntar a ninguno de tus compañeros sobre qué sabe acerca de las preferencias del profesor, ya que eso puede volverse en tu contra al encender la sospecha del otro en relación con ambos; con el profesor, porque tu pregunta le quita la venda si es que la tenía; contigo, porque el interés por un chisme de esa naturaleza suele reflejar las preocupaciones más íntimas. Te basta con tu constatación, que ya es casi una evidencia. Ahora bien, tu preocupación está justificada. La nota que obtengas en Historia es importante para la media y los designios de los profesores son en la práctica inapelables. Por otro lado, el profesor no es una piltrafa, pero a ti no te mola la gente de su edad, lo que imposibilita una transacción que, con alguien que fuera más de tu agrado, no sería imposible. Por último, está el riesgo de que los demás descubran la preferencia, y por aquello de "la ley de Mahoma, que tanto es el que da como el que toma", den por consumada la relación, lo que no te interesa por muy variadas razones, la primera de las cuales es tu elección de ser discreto durante toda la vida y no dar pábulo a las opiniones que no te convengan. EJERCICIO Nº 2 Averigua la dirección del catedrático. Sorprendentemente, o no tanto, vive con gran desahogo. Su piso se encuentra en la zona más exclusiva de la ciudad y es un ático. Durante una semana, dedica todo tu tiempo libre a empollarte a fondo sobre los reyes godos. Como no dispones de demasiado tiempo, elige los tres o cuatro que te atraigan más y empápate de todos los datos que seas capaz de memorizar. Fechas de nacimiento y muerte, edades en sintonía con sus hechos más relevantes, lugares, minucias geográficas, tíos, primos, hermanas, sobrinos, esposas y concubinas, padres e hijos, asociados y oponentes, enemigos y aliados, camaradas y traidores. Hasta te conviene averiguar sus características físicas, si logras encontrar alguna referencia al respecto. Fija también en tu memoria todo cuanto en relación con ellos o su época haya de arte en los museos. Si es necesario, prepara algunas chuletas que podrás consultar con la excusa de ir al baño. Una vez que sepas de esos cuatro reyes hasta los olores, dirígete al ático del profesor de historia armado del socorrido pretexto de ir a consultarle cualquier bobada de la última clase. Como él se habrá alegrado a rabiar por tu inesperada visita, no le dará tiempo a admirarse demasiado ni a hacerse cuestionamientos inoportunos. Después de que te haya respondido la pregunta que, hipócritamente, has dicho que ibas a hacerle, trae a colación tus reyes godos y durante todo el tiempo que te lo permita, despliega cuanto recuerdes, que no será poco, y finge ser tan plomizo, reiterativo y pedante como te sea posible. No hay nada que detraiga más la líbido de un maestro que un alumno redicho y empollón. De resultas de la visita, el catedrático habrá dejado de verte como un objeto de deseo y, más bien, te escurrirá el bulto. No obstante, te respetará y no mostrará ninguna malquerencia en tu contra, así que no tendrás que temer por sus notas. Tu etapa de formación y aprendizaje profesional va a estar acompañada de la búsqueda de respuestas sobre tu condición. De la universidad puedes salir condenado a galeras, es decir, cubierto con un sambenito degradante para siempre; sambenito que no consistirá sólo en cómo te vean los demás, sino, sobre todo, en cómo te veas tú mismo, en cómo percibas en tu interior la calidad de tu personalidad. Pero si eres listo, y nadie duda que lo seas, evitarás lucir ante los demás y ante ti un sambenito, esté confeccionado de plumas o de maldades que en ocasiones aparentan ser aún más etéreas que las plumas, y te graduarás en ambas asignaturas, la de la profesión y la de la vida, con summa cum laude. Para ello, habrás desarrollado la entereza para salir airoso de las trampas y de todas las celadas, y la astucia para devolver todas las piedras que echen sobre tu tejado. Que va a haber quien te eche no piedras, sino camiones de gran tonelaje, y no siempre del "otro" bando, ya que con mayor frecuencia de lo imaginable encontrarás a muchos gays, embozados o no, dispuestos a hacerte putaditas sin cuento, para que pagues cara tu condición, al menos tan cara como ellos la pagaron en su momento. Tanto en el mundo heterosexual que, como queda dicho, es el único que hay, como en el estrecho marco del "ambiente", tienes que moverte alerta y con la garantía de una moral alta, curtida en el entrenamiento que hayas realizado durante tu etapa universitaria, es decir, en tu tiempo de formación humana y profesional. Y, fíjate, ni siquiera necesitas convertirte en un sujeto insensible ni cínico, como el individuo aquél que se muestra impaciente ante cualquiera que le cuenta una depresión y que, cuando un amigo gravemente angustiado le dice, como si le pidiera auxilio, que está considerando el suicidio, llega al extremo de exclamar "¡joder!, suicídate de una vez". Recuerda a aquel jefe de relaciones públicas de cierto ayuntamiento. Había ganado el cargo luego de destilar, en favor del partido mayoritario en el municipio, lisonjas a granel desde su modesta columna del modesto periódico provinciano donde trabajaba. Vamos, que se acabaron las pelotas de todas las tiendas de juguetes del municipio. Tal como ansiaba, su untura fue premiada con el nombramiento "de libre designación", con lo que se aseguró un chollo no despreciable durante cuatro gloriosos años en los que se vio aupado al primer plano de la actualidad local. Nadie ignoraba su condición de gay, y él era el único que se creía sus propias invenciones, con las que intentaba disimularla sin advertir que a nadie importaba un pimiento que fuera gay, tuberculoso o coronel de la policía montada del Canadá. Como habrás deducido ya, el sujeto era vomitivo y cada uno de sus actos confirmaba su carácter emético; se le vio más de una vez jugando a intrigante de pacotilla, cuando iba a su antiguo a periódico a tratar de impedir la publicación de noticias que perjudicaban al alcalde a quien servía, para lo que recurría a la amenaza de desvelar interioridades de la redacción, conocidas durante su etapa de redactor, que podían resultar, de publicarse, muy perjudiciales para el periódico en una comunidad tan estrecha como la suya. Solía acudir al único bar gay existente en la ciudad embozado tras unas grandes gafas de sol que eran casi más populares que la cara del alcalde, que ya es decir, pero él usó esas gafas durante años segurísimo de que daba el pego y nadie le identificaba. Ocurrió que un día conoció allí a un chulo recién estrenado, que, el pobre, no era mala persona sino todo lo contrario; acababa de llegar a la ciudad en busca de trabajo, porque en su aldea apenas había labor durante la vendimia y el resto del año, ni eso. Nada más llegar a la estación de autobuses, trabó conversación con un chico en la cantina, quien le puso al corriente del "gran negocio". Le abrió la discretísima entrada del bar gay y allí se encontró el vendimiador, con más miedo en el cuerpo que hambre, deslumbrado por el ambiente del local y apocado a causa de sentirse a años luz de los parroquianos, y con esa actitud abordó su primera chapa que, como era de esperar, resultó fallida por el gatillazo. El relaciones públicas municipal fue su segundo intento, y aquí sí que no hubo patinazo ni gatillazo, sino estocada en todo lo alto, ovación y vuelta al ruedo. El amanecer siguiente encontró al relaciones públicas con los ojos fuera de sus órbitas, incrédulo de que eso le hubiera sucedido a él, y envuelto en una nube rosa que le hizo dimitir de su conducta habitual y volverse humano durante un momento, a lo largo del cual "confesó" al vendimiador el trabajo que desempeñaba y le ofreció, sinceramente, su ayuda, porque lo cierto es que deseaba anhelantemente no perderlo de vista. Media hora más tarde, sentado ya en su despacho del ayuntamiento, se convulsionó durante horas por los escalofríos que le producía imaginar que el vendimiador se hubiera tomado en serio el ofrecimiento, a pesar de que la carne le vibraba como un diapasón cuando rememoraba la noche pasada. Como es lógico, el chico creyó que se le habían abierto las puertas del cielo; su nuevo amigo, que tan importante era, obtendría para él un magnífico empleo y cuando llegase la próxima navidad, iría al pueblo, a pasarla con su familia, y llegaría conduciendo un coche aunque fuera de quinta mano y vestido con esa cazadora de cuero negro con la que llevaba dos años soñando. No pudo esperar al día siguiente. Necesitaba materializar su sueño cuanto antes, de modo que decidió visitar al relaciones públicas. Cuando a éste le anunciaron que le esperaban, sin decirle quién, un presentimiento le avisó de quién se trataba. Se aseguró de no ser visto cuando fue a comprobarlo por la rendija de la puerta entreabierta y, al confirmar que era el vendimiador, dio un respingo y permaneció más de un cuarto de hora dominado por el terror, con la imaginación bloqueada. Cuando la secretaria llegó a decirle por tercera vez que el muchacho estaba aguardando, mandó que un policía municipal fuera a interrogarle, "dado que no espero visita ninguna". El chico se aturulló, no supo explicar a qué iba y, antes de tomar conciencia de lo que ocurría, se encontró en comisaría firmando una declaración de medio folio después de ser fichado, y ni aún entonces le pasó por la cabeza la idea de desvelar dónde y con quién y de qué manera había pasado la última noche. Cuando lo soltaron, volvió de inmediato a sus viñas. No es de esta clase de dureza de lo que te vengo hablando, sino de la entereza que proporciona sentirse capaz de driblar las "entradas" de tirios, troyanos, las acometidas de heterosexuales y gays, las zancadillas de adversarios e íntimos y las puñaladas traperas de parientes y relacionados, Te hace falta la entereza únicamente para que no estés a punto de desmoronarte cada vez que a cualquier hijo de quien sea se le ocurra agredirte con actos o palabras, que de éstas tendrás más que de aquéllos pero jamás estarás a salvo de los unos y las otras. Hay muchos gays que se han entrenado en el cinismo para defenderse del sufrimiento, que tú ya sabes lo que vale este peine, pero es más que probable que no sea ésa la mejor defensa, pues, como decía el filósofo, las corazas protegen del dolor tanto como aíslan del placer. Y sin embargo, verás con profusión gente que se ha convertido en témpanos y, con frecuencia, llegas a una discoteca gay y te envuelve al entrar un aliento helado que no hay quien soporte, cuando lo que se va a buscar a esos lugares es un poco de calor. Te recuerdo el caso aquél del actor de teatro que alcanzó con creces su propósito de ser "fuerte" para que nada le hiriera. La verdad es que su propósito estaba justificado, porque había obtenido su primer papel, línea y media de texto, tras pasar por un veintena larga de camas. El siguiente papel no le costó tanto; le bastó con una docena de pasadas por las sábanas. Tuvo cierto éxito con éste y para el siguiente ya no necesitó revolcarse, si bien que, durante los ensayos, descubrió que la primera figura y a la vez parte financiera del invento, le tiraba unos tejos apremiantes que no admitían negativa, de modo que en vez de revolcarse durante unos días en varios lechos diferentes, tuvo que revolcarse en un solo lecho durante todo el tiempo que permaneció la obra en cartel, sin contar las humillaciones a que la "parte financiera" le sometía durante los ensayos o en algunos mutis, cuando por cualquier razón había vacilado. Fue adquiriendo fama y, con el tiempo, las circunstancias le situaron en el rol de otorgar en vez de recibir favores, y no fueron escasos, sino todo lo contrario, los que se acercaron a él con tal fin. A esas alturas, y después de haber interpretado a algún que otro cruzado, se había acostumbrado a llevar armadura a todas horas, dentro y fuera del escenario, dentro y fuera del teatro, en la ficción y en la realidad. Pasaron los años y la ruina se apoderó de su cuerpo helado. La fama puede permanecer, pero el físico no, y los papeles fueron raleando, haciéndose cada año más escasos, hasta que llegó el día en que el actor no estaba ya para otorgar ni para solicitar favores. Refugiado bajo su coraza y en el ático de dos dormitorios, salón, cocina, baño y terraza de veintidós metros llena de geranios y azaleas, hoy comprende que ha envejecido sin conocer el amor y que, tal vez, debió dejarse querer por aquel meritorio que, a su juicio de entonces, tanto le hacía la pelota, o por aquel conserje de hotel de provincias que tanta admiración le demostraba y a quien ridiculizó reiteradamente ante toda la compañía, cuando el interfecto tenía unas piernas, unos brazos y un no sé qué que le dan mareos cuando lo recuerda. No conoció jamás el amor, porque no bastan las ocasiones: hay que saber aprovecharlas. Y, como dejó escrito García Lorca, "abrirse del todo frente a la noche negra". Tu paso por la universidad ha sido provechoso, pues, para la vida tanto como para lo profesional, pero has conseguido mantener funcional tu músculo cardíaco y sólo te has acorazado justamente lo necesario. En ese tiempo, pueden haber pasado por tu vida muchos otros Pedritos, o pudiera ser que Pedrito se haya convertido en Pedro junto a ti. En cualquier caso, lo natural es que hayas madurado en todas las cosas útiles y también en el amor, que no es que sea útil, sino indispensable, más para un gay que para cualquier otro. Dice el prejuicio que el gay es un ser perpetuamente insatisfecho, incapaz de amar porque suele desear gente inalcanzable, a causa de su inmadurez, pues según tal visión un gay es un adolescente perpetuo y ya se sabe que en la edad adolescente se es maniáticamente perfeccionista, de modo que, aunque se alcance lo que se desea, jamás satisfará porque decepcionará inmediatamente después de ser obtenido. Escucha. Eso es una chorrada. Hay gays inmaduros y maduros, rubios y morenos, activos y pasivos, tristes y alegres, altos y bajos, dolicocéfalos y braquicéfalos, frecuentadores de saunas y bares y señores de su casa. También los hay brutos cubiertos de bellotas y excelsos intelectuales. No prestes oídos al prejuicio, porque ésa es otra carga que tendrás que soportar y de la que hablaremos más adelante. Los hay que les gusta hacer vainica mientras cantan por la Piquer, y también abundan los que pasan casi todas sus horas dedicados al estudio y la exploración del intelecto. Seguramente, tú, que has llegado hasta esta página, te sientes más identificado con estos últimos. De modo que hablemos de amor. Nadie es más capaz de amar que un gay, digan lo que digan. Así como nadie saborea el agua con más fruición que el que acaba de atravesar el desierto, nadie puede valorar tanto el amor como aquel a quien los reflejos condicionados de la cultura tradicional le niegan el derecho a amar. Y esto es, en el fondo, o no tan en el fondo, lo que hace la mayoría de los estamentos "respetables". El amor engloba casi todo lo que el prejuicio heterosexual te niega, muchas veces con la complicidad del prejuicio establecido en extensas capas de la comunidad gay, según el cual "hay que darle al cuerpo todo el gusto que se pueda, entrar en todas las camas que sea posible, porque... ¡la relación de pareja es tan difícil!". Este posicionamiento, que conduce inevitablemente a la promiscuidad, se encuentra cuestionado por el miedo al sida, pero no creas que no sigue vigente. Con el socorrido "póntelo", los centros de ligue continúan llenos, y sobrevive, y sobrevivirá, la práctica del sexo apresurado y la relación efímera con que se pretende sustituir el amor inaccesible. Pero, precisamente porque los unos y los otros te discuten el derecho, tienes que convencerte de que, como a ti no te han castrado y como tu corazón late como el de cualquier hijo de vecino, el amor debe ser tan accesible para ti como para los demás. Mira a tu alrededor. Descubrirás muchas parejas, más de las que puedas imaginar, de gays que llevan eternidades juntos. Cierto que, en muchos caso, y al negárseles socialmente el derecho legal a funcionar como cualquier matrimonio, su relación ha adquirido claves que se dan casi exclusivamente en el ambiente gay, como, por ejemplo, embozar la relación afectiva con una asociación productiva. En algunos casos se trata de una tapadera, con la que han querido cerrar vías a las murmuraciones y justificar ante los demás su vínculo: pero en otros, es algo que ha ocurrido de modo espontáneo, porque, como dice el viejo refrán, "quienes duermen en el mismo colchón se vuelven de igual opinión", y no es extraño que dos amantes acaben compartiendo aficiones e intereses si es que no los compartían desde el principio, resultado que es más esperable en una pareja gay al tratarse de dos personas del mismo sexo que, por consiguiente, están dotados de caracteres más semejantes. Al margen de si te gusta o no re crearte en los vestuarios, practica todo el deporte que puedas. Vas a verte obligado a ser muy fuerte durante toda tu vida, y es mucho más fácil ser fuerte de carácter cuando el cuerpo es fuerte y bello. Cuando acabes tu formación y emprendas el recorrido por la vida que te aguarda, una vez abandonada esa especie de tregua que la universidad supone, necesitas tener muy claro que no hay nada en ti que te prive del derecho y la facultad de amar. CÓMO SOBREVIVIR A LO BÉLICO No has encontrado un empleo decente y te has alistado, y he aquí que te encuentras en la cola que espera el reparto de uniformes. Acabas de traspasar la puerta del mundo viril por antonomasia y la exacerbación suprema de lo macho, no de lo masculino, que no siempre es lo mismo. Huele a sudor levemente rancio, un olor al que tendrás que habituarte durante los próximos años. De vez en cuando, uno de los que te preceden colabora en la condensación aromática del aire dándose unos pedos sonoros, pues es falso eso de que los que suenan son inofensivos. Los del tal desparraman por el vestíbulo del furiel nostalgias de alubias de La Bañeza. El asombro se te ha ido anestesiando, pues ninguno de los que están entre él y tú muestra el menor enfado y no deseas desentonar. Dice la conseja antigua que el "ejército hace hombres" y, como para corroborar la afirmación, la antigua mili duraba lo mismo que un embarazo. Así que comienzas a enfrentarte con eso que, todavía, tu abuela considera que va a hacerte mucho bien ya que, sin decirlo, piensa que si es cierto que eres un poco rarito, el cuartel se encargará de reintegrarte al bando de los "normales". Y no sólo ella. También tu madre lo cree en el más recóndito de los pliegues de su conciencia, pues aunque no lo ha exteriorizado jamás, tiene un barrunto inequívoco, según el cual un día, víspera de tu cumpleaños, se encontrará indecisa entre comprarte un jersey o una bata de organdí. Está dispuesta al sacrificio de tener que aceptarte como quiera que seas, pero la verdad es que preferiría no verse en esa tesitura. Tu padre, en cambio, es un poco más escéptico. El sí hizo la mili y tiene dudas sobre el carácter didáctico de lo militar. Por otro lado, no ha olvidado las bromas compartidas en la ducha colectiva y algunas escenas sorprendidas, a veces en cierta garita remota y, otras, en el mismísimo dormitorio de la sala de guardia. Sobre todo, recuerda, pero quisiera no recordar, aquella vez que participó en la novatada que le gastaron los veteranos a un recluta, quien fue obligado a practicar el cunilinguo a una hilera en la que él se encontraba. Cierto que el recluta dejó de debatirse en cuando tuvo en la boca el primer chupete y que, como quedó claro después, su inclinación venía de antiguo; pero no menos cierto es que tu padre se desveló luego durante varias noches reviviendo el contacto de aquellos labios, con una mezcla desconcertante de repugnancia y fascinación. Así que tu progenitor no considera que el cuartel vaya a volverte más macho. Pero, eso sí, se guardará mucho de comunicártelo, porque hay cosa de las que no se puede hablar con los hijos. Ha llegado tu turno y recibes el petate con tu equipaje de los próximos años y no atiendes, casi, a lo que el furriel te dice, porque el pensamiento se te va hacia el que estaba dos puestos por delante de ti en la fila, que se ha vuelto a mirarte un porrón de veces durante la espera, no imaginas con qué intención. Cuando llegó tu turno, ya lo habías perdido de vista. SITUACIÓN Nº l No has tenido que esperar mucho para volverlo a ver. Te ha tocado una litera debajo de la suya. Al contemplarlo más de cerca y con mayor detenimiento, te dices que no te habría llamado la atención si no fuera por la insistencia de su mirada, porque es muy corriente, ni guapo ni feo, ni agradable ni desagradable, ni sexy ni papafrita; ni siquiera hubieras reparado en él por gay, porque no aparenta serlo ni de coña, aunque ya sabes de sobra que eso no es ninguna garantía. Algo simpático sí que es. Tiene una risa franca, de ésas que exhiben toda la dentadura, y te mira directamente a los ojos cuando te habla. Te ha dicho que se llama Santiago con un tono cordial pero íntimo, como si para los demás se llamase de otra manera. Os habéis ayudado mutuamente a poner en orden el espacio que vais a compartir y luego, en seguida, os han llamado a formar, de modo que todavía no has llegado a ninguna conclusión. La verdad es que los discursos, en primer lugar del cabo primero y luego del sargento, te han sonado un poco lejanos y, acaso, el desinterés tiene que ver con las preguntas que estás haciéndote, relativas a la inmediata convivencia con Santiago. Pese a tu distracción, sin embargo, se te han quedado grabadas algunas frases, sobre todo del sargento, un hombre rechoncho que aparenta unos cuarenta años, las cuales magnificaan de modo muy exagerado y algo grotesco la condición masculina de la tropa. De pronto, dejan de extrañarte las noticias sobre novatadas infames, porque lo que ha dicho el sargento te parece una incitación a la brutalidad. Estás seguro de que en esta opinión pesa más tu formación universitaria que tu condición de gay, pero intuyes que tendrás que tragarte la opinión por lo que pueda pasar. La instrucción no ha durado mucho, por la hora y por tratarse del primer día, así que te das de cara con Santiago en las duchas y, ahora sí, os lanzáis mutuamente el mensaje y ya está. Él sabe que lo eres y tú, que él lo es. Mientras te vistes, piensas que es muy pronto. Apenas el primer día de cuartel y ya te encuentras enfrentado a tu hecho diferencial y ante la disyuntiva de si es conveniente o no sincerarte con Santiago y aliarte con él. Ciertamente, hasta ayer mismo habías estado planteándote que algo así tenía que ocurrirte en el cuartel, lo que no presumías es que pudiera ser tan a las primeras de cambio. Temes, con razón, que una alianza de tales características va a ser un cante. Conoces por experiencia que al sinceramiento sigue inevitablemente la relajación de los controles, porque algunos reprimen en su juventud hasta las ganas de toser por si se le aflojara un esfínter inoportuno, y has visto ya a más de uno que, tras reconocerte su condición, ha empezado a soltar más plumas que en una lucha de dormitorio en una película muda. No las tienes todas contigo en cuanto a que tu vecino de litera no vaya a transfigurarse en un remedo de folclórica con peineta, un segundo después de la gran confidencia. Tienes clarísimo que tú y Santiago empezaríais a ser señalados dentro de pocos días y no pasaría mucho tiempo antes de comenzar a ser víctimas de los escarnios más inimaginablemente sádicos. Te han hablado y has leído sobre casos que te ponen los vellos de punta. A pesar de llevar aquí sólo unas horas, ya has visto cómo un veterano le señalaba a un recluta, primo suyo, el agujero producido en cierta pared por el impacto de una bala, después de atravesar el pecho de uno que no vio más salida que pegarse un tiro tras padecer una novatada que nadie ha conseguido averiguar en qué consistió, pero se sabe que su machismo estaba en cuestión antes del suceso. Los meses que te esperan pueden ser infernales. Y aunque sea un infierno con fecha de caducidad, recuerda que te pueden quedar secuelas muy importantes a pesar de lo formado que te supones. Desde luego que tú no te sientes carne de suicida, faltaría más, pero no te apetece lo más mínimo vivir de sobresalto en sobresalto. EJERCICIO Nº 1 No esperes a mañana. Coge a Santiago por las solapas bajo cualquier soportal apartado del cuartel antes del toque de retreta. No puedes dar lugar ni siquiera al coqueteo inevitable que se produciría entre que os acostáis y que no, una vez que os hayáis quedado en calzoncillos y queráis comprobar si esa tarde la ducha, por fría y por concurrida, no os había bajado excesivamente los ánimos. Sustráete al encanto de la sonrisa de Santiago, pues podría desbaratarse tu plan. Plantéale de entrada, sin preámbulos, que eres gay y que sabes que él lo es. Hazlo de modo terminante, que no admita réplica ni le dé ocasión a protestar de su virilidad, lo que, de cualquier modo, sospechas que no haría, pues te huele a experto desinhibido. Es la primera que vez que haces algo así, hablar de ello tan en frío, y te sientes tan jubiloso que, por un instante, se te va el santo al cielo y titubeas. Date prisa, no le des oportunidad de que tuerza sin querer tu propósito. Háblale con claridad de lo que os espera según lo ves tú, y de lo conveniente que es que no se os vea juntos, al menos al principio. Puede que proteste un poco y te hable de lo bien que le caes, y las buenas migas que podríais hacer, pero tú estás prevenido y le harás saber que padeciste una sífilis de la que parece que no te has curado del todo, y que, por precaución, no piensas practicar el sexo durante los próximos meses, no sea que... Si él abrigaba alguna esperanza sobre una relación contigo, la descartará de inmediato, y en cuanto a una amistad no comprometida, no estará ya tan inclinado, por lo que tú podrás, o no, reabordar su trato más adelante, según te convenga. Si tu tiempo de universitario era trascendental para tu formación, esta etapa de ahora es determinante. Se remolonea tanto en los cuarteles, se tiene tantísimo tiempo libre, tiempo infructuoso y casi siempre tedioso, que entre bocadillo de mortadela y bocadillo de atún se practica el trato social más que en ninguna otra época de la vida. No te extrañe descubrir dentro de muy poco que recuerdas más nombres y apellidos completos que en ninguna otra circunstancia pasada, que eres capaz de asociar sin vacilación cada uno de esos nombres con la cara respectiva y que conoces suficientes vidas y milagros como para superar los conocidos antes del cuartel. Jamás volverás a experimentar algo así y, ya lo verás, dentro de algunos años continuarás recordando muchos de esos nombres y cartas. En los cuarteles nacen con frecuencia amistades que duran para siempre, porque se practica esa clase de solidaridad que sólo es posible entre quienes padecen. Un tipo de solidaridad que sólo han conocido, además de ti y tus compañeros, quienes participaron en una guerra. Hasta es posible que sientas cierta nostalgia en el futuro. Llevas un par de semanas en el cuartel y lo comienzas a notar. Te soliviantan las mismas cosas que a los demás y te sacan de quicio las arbitrariedades que ciertos mandos practican, preferentemente con los más débiles. Unos de los oficiales en cuestión te trae a la memoria lo que te contó un ex capitán que conociste recientemente, cuando intentó ligarte en un pub a donde solías ir con Pedrito. Había tenido que dimitir para no ser expulsado con deshonor y se hacía llamar Chencho. Sospechaste desde el primer momento que no era el diminutivo de su nombre, sino un seudónimo con el que trataba de proteger a su familia, ya que alguien te comentó que los galones y las estrellas abundaban entre sus parientes más que en la bandera norteamericana. A ti te atrajo Chencho inmediatamente, y ahora te preguntas si no idealizaste su atractivo a causa de su biografía, pues era de ésos cuya frente acaba en la coronilla y todavía no has descubierto el aquél de los calvos. De modo que te dejaste ligar a ver qué pasaba. Cenasteis juntos cuatro o cinco veces y pudo ocurrir cualquier cosa de no ser por tu temprano descubrimiento de que le iban los muy jóvenes, prácticamente niños, y que tú te encontrabas justo en el límite máximo de edad que él se sentía capaz de admitir. Le hablaste de tu descubrimiento apoyándote en las miradas muy obvias que le habías sorprendido y no sólo no lo negó, sino que pareció liberado y te trató desde entonces no como a una conquista, sino como a un camarada. La noche que te habló de sus aficiones pedófílas había bebido demasiado, lo que hacía con frecuencia. De modo que no tienes razones para creer que fuera sincero sino, simplemente, que el alcohol le soltó la lengua. Te contó que cuando todavía ejercía el mando, vivía en un estado de tensión permanente, incapaz de controlar sus nervios, porque tenía que mantenerse en vilo para no exteriorizar su atracción por determinado o determinados reclutas, reclutas siempre, porque dejaban de interesarle en cuanto se convertían en veteranos. Conseguía intimar con algunos, pero no con todos los que llegaban a interesarle, pues la mayor parte de las veces podía más el miedo que la promesa de placer. Así que, con el paso del tiempo, y de reemplazo en reemplazo, el carácter fue agriándosele y cuando mandaba su compañía vivía una situación casi de catarsis permanente de su tempestad interior, que se traducía, cuando menos, en el placer de dar bofetadas o palizas con una fusta de mimbre que le gustaba llevar y, cuando más, en verdaderos rosarios de abusos de poder, desde las arbitrarias retiradas de permisos de pernocta o de fin de semana, hasta los arrestos más injustificados que se hubieran visto nunca por allí. Dejó entrever, así mismo, que había protagonizado alguna orgía sádica, pero no habló de ello con claridad. Paradoja de las paradojas, los mandos superiores no le llamaron al orden en aquella época, tal vez porque eran otros tiempos o, acaso, porque Chencho había implantado un estado de terror tal, que era como un agujero negro del que ni un rumor escapaba. Fue llamado a capítulo en su etapa más serena. Cuando llegó el recluta Miguel Marcos, Chencho no imaginaba que ése iba a ser su último año de capitán. Miguel, pese a sus diecinueve, no aparentaba más de quince años, tenía ojos azules, pelos castaño claro ensortijado y un talle en el que las cartucheras desentonaban más que un rock and roll en un velatorio. Chencho se derritió nada más verle y el chico, una versión masculina de Lolita, se dio por enterado al instante y le asintió de lejos. El oficial no sólo se volvió más humano, sino que se convirtió en gelatina. La conquista sólo le tomó tres o cuatro días y la consumación fue tan gratificante, que le transportó hacia grados de tolerancia y comprensión extraordinarios con los que se convirtió en un buen jefe, dado que nunca le habían respetado sus subordinados tan genuinamente como en esa época, cuando se volvió permeable a los argumentos, y las cosas comenzaron a funcionar en su compañía de modo racional. Pero la relación de Chencho y Miguel llegó a oídos de los mandos. Chencho fue advertido de lo inconveniente de su sentimiento y de que estaba en capilla, pero se encontraba viviendo el amor más grande de su vida y no fue capaz de romper. Por fin, fue llamado a un conciliábulo que sólo era un anticipo del consejo de guerra que le iban a organizar. Chencho abandonó la reunión con la dimisión firmada, pues tal era el único medio de sortear la humillación pública que iba a sufrir su familia por su causa. El mando que te ha hecho recordar a Chencho no llega a tales extremos, pero consigue revolverte las tripas cada vez que le da un bocinazo a un chico que no parece regir bien. Esta mañana, lo ha puesto firmes no recuerdas cuántas veces en la teórica, cuando el chaval, que se llama Ángel, no paraba de meter la pata con sus respuestas, que producían la hilaridad de todo el pelotón. A eso de las once y media, te has liado la manta a la cabeza y has salido en su defensa sin meditarlo. Tuviste suerte. Has sabido usar un lenguaje con el que no diste la impresión de estar reprochándole nada al brigada, así que no te lo ha tomado en cuenta, pero has conseguido parar la sarta de burlas y desmanes que Ángel estaba sufriendo, al menos esta mañana. En cambio, Ángel, tan limitado él, sí ha entendido que le protegías y en el comedor se ha pegado a ti como una lapa. En el cuartel se habla de Ángel prácticamente desde el primer día. Es el cuarto o quinto hermano de la misma familia que ingresa en la mili; todos los que le han precedido fueron reenviados a su casa al completarse el primer mes de instrucción, con la licencia en la mano, pues ninguno de ellos rebasaba el límite del cociente intelectual que marca la normalidad. Según un vecino de su pueblo que también está en el mismo reemplazo, todos los hermanos se dedican a la prostitución homosexual entre cosecha y cosecha, en una localidad turística cercana al cortijo donde viven, desde que al mayor de todos lo tomara como criado con derecho a pernada un anciano pintor inglés, hará de ello unos diez años. Dice el tal vecino que, tras de Ángel, aun hay dos hermanos varones más pequeños que ya andan descarriados por las saunas y bares gay de tal localidad, aunque ninguno de los dos ha cumplido los dieciocho años. Es sólo cuestión de días que Ángel sea reexpedido a su domicilio, pero, por ahora, está en todos los comentarios burlones del cuartel por sus limitaciones, por sus antecedentes, por su "profesión" y porque ha quedado muy claro en las duchas cuál es la característica familiar que les convierte a todos los hermanos en candidatos para ejercerla: una dotación de dimensiones equinas. SITUACIÓN Nº 2 No sólo durante el almuerzo, A lo largo de toda la tarde, Ángel no te ha dejado ni a sol ni a sombra. No quiere apartarse de ti un momento y, como tales cosas ocurren muy rápidamente en los cuarteles, ha corrido como la pólvora el rumor de que te quiere devolver "el favor". A ti, la verdad, el chaval te inspira ternura y no te gusta ni pizca la idea de darle de lado obligado por la presión ambiental. No te atrae sexualmente y su principal "virtud" sería un handicap para ti, pero te conmueve su inocencia, te produce compasión su desamparo, que a él no parece afectarle gravemente, y te sientes inclinado a intentar una especie de mecenazgo con él y tratar de ayudarle a aprender un poco, aunque no sean más que conocimientos elementales. Mas cuando llega la noche, lo de Ángel se ha convertido ya en acoso y os rodea un clamor de risitas maliciosas. Comprendes que, aunque no lo hayas hecho voluntariamente, has bajado la guardia y puedes malograr lo que tan bien comenzaste cuando lo de Santiago, organizarte un paso sereno y sin contratiempos por el ejército. EJERCICIO Nº 2 Con una persona de las características de Ángel no valen sutilezas. No te es posible, tampoco, recurrir a la sinceridad llana e inapelable que empleaste con Santiago. Alguien como él, sólo es capaz de representarse mentalmente las imágenes más simbólicas por sintéticas. Llévatelo aparte sin dejar por un instante de demostrar la actitud amistosa y cordial que te atribuye para con él, que, de todos modos, es genuina. Explícale con pocas palabras que te propones dar un susto al mando que le estaba atosigando esa mañana. Que, para ello, nada mejor que ponerle en evidencia. Cuéntale que andabas imaginando qué podías inventar cuando, en un cuartillo de la cantina, que sirve de vestuario cuando el local es usado como teatro un viernes de cada mes, has descubierto dos trajes de gitana, uno de lunares verdes y otro, de lunares rojo fuego. Dile con toda seriedad y sin que te aflore a los ojos la carcajada que grita en tu pecho, que quieres que, a la mañana siguiente, él y tú acudáis a la instrucción vestidos de gitana para que el mando se lleve un sofoco. Ángel es un poco retrasado, pero no idiota. Así que te mirará un momento a ver si estás de cachondeo, mientras digiere el asunto. Tú te mostrarás tan circunspecto, que él llegará a la conclusión de que estás más majareta que él y descenderás vertiginosamente de la peana donde ha ido aupándote a lo largo de la jornada. Esa noche, la mañana siguiente y todos los días hasta que lo licencien por anticipado, te rehuirá. Está a punto de cumplirse el primer mes. La verdad es que no estás nada descontento. A fin de cuentas, el cuartel no es lo que tu abuela cree, pero tampoco es tan desastroso. Te has adaptado mejor de lo que calculabas y aunque las iniquidades te soliviantan igual, consigues mantenerte en calma, por lo menos aparente. Ángel vuelve a su casa mañana y vuestro pelotón le va a ofrecer una fiesta de despedida esta noche. Santiago, tras descartarte, encontró un compinche con el que ha hecho muy buenas migas y, tal como supusiste que ocurriría contigo, todos en el cuartel dan por hecho que comparten confidencias y sábanas. Ellos no son incautos, y todavía nadie les ha sorprendido en plena faena, pero todo se andará. A ti te divierte sobremanera advertir el modo torpe y apresurado como Santiago te elude. Él cree estar esquivándote por miedo a que le contagies tu supuesta sífilis y tú, entre tanto, has comprendido que, de haberlo conocido fuera del cuartel, jamás hubieras congeniado con él. Has descubierto que, si no sonríe, tiene una manera sumamente desagradable de torcer las comisuras de los labios, una hacia arriba y la otra hacia abajo, siempre que quiere enfatizar una frase. Además, debe de tener hongos en los pies, porque su olor a queso de Cabrales peregrina ya por todo el pabellón de dormitorios. Entre tus compañeros no abundan los intereses intelectuales ni artísticos, pero hay excepciones. Dos, que se han enganchado en un paréntesis de su preparación de oposiciones, son cabos primeros y otro, natural de Melilla, te ha enseñado catálogos de tres exposiciones de pintura que ha realizado, dos colectivas y una individual. Los dos aspirantes a funcionarios te parecen bien, pero no como candidatos a amantes, sino como simples camaradas. En cambio, el melillense, un moreno de ojos como la luna, sería una posibilidad de no interponerse tu determinación de ayunar profiláctica y previsoramente en el cuartel. Y, para colmo, y por tratarse de un chico de Melilla, has recordado con un escalofrío algo que te contó no estás seguro de quién. No tienes la menor idea de dónde ocurrió, pero, sin duda, se trataba de un cuartel que ocupaba un edificio que debía de ser muy antiguo. Coincidieron destinados allí, y en el mismo reemplazo, dos chicos que eran naturales de Melilla pero que, caso insólito, no se conocieron hasta llegar al cuartel. Debió de suceder en una época pasada, ya que, como has comprobado, aparte de que ya no hay mili, ahora no se dan con tanta frecuencia situaciones como las que propiciaron lo que les sucedió. Era costumbre en aquel cuartel que el sargento de semana saliera cada tarde en pos de los que remoloneaban por los patios, y elegía al azar a unos cuantos para limpiar los rincones más cochambrosos del cuartel. Cuando el sargento aparecía por un recodo, había siempre una desbandada general y llegaba a producirse un espectáculo muy estrambótico, con el suboficial corriendo escobas en ristre en persecución de la tropa. Narciso y Agustín, que así se llamaban los melillenses, aprendieron pronto a escabullirse del sargento del mismo modo que habían usado allí los más audaces y atléticos desde tiempo inmemorial, encaramándose a las enormes vigas falsas, de estilo neomudéjar. Se trataba de maderos muy anchos colocados entre el remate de los muros y el triángulo de madera trabajada del techo. Se ocultaron allí arriba muchas veces. Aunque la viga que habían elegido como propia era ancha, no lo era tanto como para cobijar dos cuerpos adultos con holgura, así que debieron permanecer en muchas ocasiones demasiado rato apretujados el uno contra el otro, hasta que el peligro pasaba. Las escapadas y la complicidad del refugio les fue uniendo cada vez más estrechamente, tanto en el sentido figurado como en el literal, de modo que cuando, un día de tantos que permanecían apretujados en su escondite, se encontraron besándose y abrazándose, ninguno se sorprendió demasiado. El descubrimiento fue simultáneo y les arrebató el júbilo. Ninguno había amado previamente y lo que sentían no era la urgencia propia, y tolerada, de quien permanece demasiado tiempo aislado de las mujeres, sino verdadero amor. Tan enamorados llegaron a sentirse, que su relación se hizo notoria. Comenzaron a circular chanzas por el cuartel, seguidas de un clamor que les tenía como cantinela, pues en estos sitios se justifican y comprenden las agresiones sexuales de las novatadas e, inclusive, verdaderas violaciones del peor y más perverso carácter homosexual durante las guardias, siempre que no intervengan los sentimientos. Si hay amor, amigo, ése es otro cantar; una situación inadmisible e imperdonable, porque en el mundo de la exaltación obsesiva de la masculinidad los sentimientos sí que son cosa de mujeres, y no un polvete que se echa por descuido, y pronto fue evidente para todos, tropa y mandos, que Agustín y Narciso se amaban locamente. Nadie tenía, sin embargo, constancia de que practicasen el sexo, hasta que uno señaló las vigas. Lo maquinaron durante semanas. Lo materializaron durante un permiso de viernes a domingo que Narciso y Agustín consiguieron simultáneamente. Alguien se encaramó a la viga y la serró casi completamente, a excepción de la lámina más superior, el lado que ellos verían cuando subieran. Disimularon con masilla el corte, lo pintaron con anilina y aguardaron a que los amantes se llevaran el susto de su vida cuando, en plena "faena", la viga se partiera y ellos cayeran con los culos al aire. Y así acaeció. Sólo que la realidad fue más exuberante que el propósito y ambos se rompieron el cráneo al caer. El pintor melillense te va, sin duda. Aquel sexto sentido cuyo desarrollo comenzaste a notar en la universidad, y según el cual tienes escasas probabilidades de equivocarte cuando presientes que alguien funciona en tu misma sintonía, te dice que Carlos, que así se llama el pintor, no sólo es una posibilidad, sino que está claro que le interesas. Al mismo tiempo, y una vez cumplido tu segundo mes de enganche, tu determinación de sobrevivir a esta etapa entero y sin magulladuras se ha fortalecido, porque vienes comprobando día a día su utilidad, así que comienzas a otear en el horizonte un contratiempo, porque se están haciendo muy numerosos y muy reveladores los mensajes que intercambian las miradas que cruzas con Carlos. Por otro lado, tienes muy cerca el ejemplo de Santiago, tu vecino de litera. Está pasándolas canutas, ya que todos en el cuartel les eluden a él y a su amigo, y les han encerrado en un círculo no ya de murmuraciones, sino de maledicencia. De creer lo que se dice, Santiago padece "furor uterino" y acostumbra ir a las saunas todos los fines de semana, donde se ofrece con el trasero en popa sin preguntar ni mirar a quien se le acerca, y de tal guisa aguanta hasta veinte acometidas, lo que, además de parecerte fisiológicamente imposible, consideras que es una fabulación que revela una mente enfermiza y peligrosamente orientada hacia la perversidad en quien ha inventado el chisme, y no en Santiago. Mañana y tarde presencias crueldades sin fin dirigidas a Santiago y su amigo. Y no sólo de los reclutas, porque el rumor, que ya es un clamor, ha alcanzado a las demás compañías y sus mandos respectivos. Sientes la tentación de la solidaridad. Hace dos noches, te desvelaste pensando en Carlos y las implicaciones posibles de cuantas iniciativas puedas adoptar al respecto, y escuchaste a Santiago llorar de modo contenido, pero incesante, durante todo el tiempo que tardaste en dormirte. Ayer, mientras formabais para pasar lista, notaste que se está demacrando, que ya no ríe del modo franco que lo hacía al principio y que rehuye mirar de frente a los compañeros. Sientes en tu interior una contradictoria mezcla de impulsos. Por un lado, crees que debieras hacer algo por él y su camarada, pero no se te ocurre qué; por otro, temes que cualquier cosa que intentes en su favor pueda volverse en tu contra, lo que, a juzgar por lo que ves a diario, es seguro. Una palabra o un gesto, bastan en un cuartel para convertirte en un candidato a la lapidación. Y, curiosamente, tal cosa ocurre sólo en relación con la homosexualidad. A los que en la vida civil son chorizos reconocidos y ahora, en el cuartel, viven unas simples vacaciones, no les ponen pegas y, con mucha frecuencia, todo lo contrario, se les reviste de un halo mítico, como aquellos bandoleros buenos y generosos de las fábulas, que se oponían a los poderes opresores. Según has comprobado, nadie somete a un cerco a varios notables camellos que figuran en tu promoción, quienes, además, son los más pródigos de rus compañeros; jamás habías visto a chicos de tu edad gastar tanto ni tan descontroladamente. Y, claro está, no sólo se les tolera, sino que se les aclama, porque invitan a beber en la cantina a pelotones enteros. Sabes de algunos que, a los tres o cuatro días de llegar, ya andaban de juerga con ciertos mandos de poca monta en un puticlub de una carretera comarcal cercana. Tampoco escarnecen a uno que recibe, casi todas las tardes, la visita de una señora que, al principio, creíais que era su abuela y que llega en un BMW conducido por un chofer con gorra. Ahora ya sabe todo el cuartel que no es su abuela, sino su mantenedora. Al mantenido nadie le ha colgado un sambenito de oprobios ni le ha sentado en la picota de la mala leche colectiva. A lo más que han llegado es a motejarle festivamente como "el follaviejas". Los casos de biografías comprometedoras son abundantes. Hay una extensa colección de delincuentes potenciales, delincuentes confirmados, chulos de modesta categoría y de altos vuelos además de varios drogadictos irrecuperables que, sin ninguna duda, matarían a su madre por un pico. Nadie practica con ellos el tormento social pasivo del cerco ni el tormento activo del escarnio permanente. Con cualquiera cuya virilidad esté en entredicho, sí. Santiago es uno de éstos, pero no el único. Con tal panorama, lo de Carlos el pintor melillense te parece cada vez más arriesgado y, por muy gratificante que pudiera llegar a ser, estás decidido a no correr riesgos. SITUACIÓN Nº 3 Ha llegado la confirmación definitiva, por si te quedaba alguna duda. Carlos se te acerca a todas horas, te sonríe de lejos cada vez que se cruzan vuestras miradas y tú le sonríes a tu vez, faltaba más, y comenzáis a parecer Romeo y Julieta para vuestros propios ojos. Sólo es cuestión de tiempo que lo seáis también para los ojos de los demás, con las consecuencias que llevas tiempo temiendo. Por último, ayer tarde, en las duchas, ha tenido lugar una escena que revives secuencia a secuencia, como si pasaras una película a cámara lenta. Te duchabas despreocupadamente hasta que se cruzó tu mirada con la de Carlos, que lo hacía en la hilera de duchas que forma ángulo con aquella donde tú te encontrabas. En el instante de la comunicación visual, Carlos se cubrió los genitales con las dos manos, como si sintiera vergüenza de ti. Lo hizo sólo unos segundos; a continuación, demostrando dominar una lucha interior, levantó hacia ti de nuevo los ojos que había bajado y, como si te asintiera, sonrió y retiró las manos de su entrepierna para ofrecerse a tu contemplación si así lo deseabas, al tiempo que te miraba fija e intensamente. Luego, pareció pedirte permiso y deslizó su mirada por tu cuerpo hasta parar en tu masculinidad: tal como te suele ocurrir cuando te observan con alguna intención, comenzaste a tener una erección y te diste la vuelta para distraerte y evitarlo. Después, recapacitaste y caíste en la cuenta de que, al mostrarle tus posterioridades, pudiera Carlos haber recibido un mensaje que no le habías enviado, y te volviste de nuevo de cara hacia él, que, en seguida, y tras componer otra vez esa expresión suya tan gráfica que parecía un asentimiento, se dio la vuelta para darte, también, oportunidad de contemplarle entero, como entendió que habías hecho tú. Anoche, poco antes del toque de retreta, y en medio del apresurado bullicio de tus compañeros de cuarto, Carlos se te acercó por detrás y te musitó al oído su confesión de amor sin mirarte a la cara. También esta mañana ha eludido mirarte. Además de comportarse así por timidez, comprensible dado que procede de una ciudad no muy grande donde esa clase de sentimientos son ocultados en todas las circunstancias, y dado también que se trata de alguien que no parece haberse movido jamás en un ambiente gay, es evidente que ahora aguarda un gesto tuyo y que, por respeto hacia él y porque le correspondes, no tienes más remedio que realizar ese gesto. Llevas en tensión toda la mañana y los dedos te parecen huéspedes, pues comentarios sin importancia, que habitualmente consideras inofensivos, hoy hacen que te pongas en guardia.