sábado, 15 de octubre de 2011

ARACENA, SIERRA PATA NEGRA



Sensualidad y sensibilidad entre prados floridos, bosques,
dehesas, callejuelas con embrujo y castillos legendarios.


Una querida amiga venezolana, Tiqui Atencio, campeona de concursos de hípica y antaño reina rutilante de la jet-set caraqueña, no consentía que en sus saraos dejase de figurar el jabugo junto al caviar beluga, el salmón noruego y los huevos de codorniz. Aseguraba que "no existe en el mundo nada cuyo paladar pueda compararse ni remotamente con el jabugo". Hablaba con suficiente conocimiento de causa, porque Tiqui, emparentada con Eugenia de Montijo, es invitada habitual en las mesas más aristocráticas del planeta.
Un amigo holandés iba un poco más lejos en sus alabanzas; habiendo vivido toda la niñez en Asia -el continente de los sabores y los aromas arrebatadores-, decía que meterse en la boca una lonchita de jabugo era una de las experiencias más sensuales que había experimentado jamás en cualquier parte.
Cuando Elizabeth II de Inglaterra visitó España, nuestros Reyes, cuyo buen gusto se combina con el casticismo, mandaron poner ante su prima británica una fuente de jabugo magníficamente cortado. Dicen que a la señora de Windsor, tan flemática ella, los ojos le hacían chiribitas mientras lo saboreaba con deleite y aunque en aquel entonces no se nos permitía exportar productos de cerdo a la corte de San Jaime, Elizabeth, que para algo es reina, se llevó en la maleta dos jamones de Jabugo con tanta complacencia como si Drake le presentara dos cofres de doblones de oro sacados de un galeón español.

El paisaje donde la alquimia de la Naturaleza hace posible que las bellotas, corriendo por las asaduras del más denostado de los animales, acaben destilando este jamón de sabor hipnótico, no tiene más remedio que ser especial: Un reborde amable, no muy abrupto, casi femenino, en la esquina suroeste de la meseta, asomado a la cuenca del Guadalquivir, peineta airosa de terciopelo turquesa que se impregna de las brisas húmedas llegadas de las marismas y las playas onubenses, para condensarlas en encinares interminables, alcornocales de tonalidades mutantes, castañares umbríos y jarales vestidos de faralaes multicolores como para bailar en una feria.
Fuera de Andalucía, no muchos imaginan que la Sierra de Aracena sea una espesura arbórea tan rica entre tapices tan verdes; ni que pueda haber en el luminoso Sur bosques tan frondosos, cuyas penumbras favorecen la afloración de los hongos quizá más numerosos y sin duda menos explotados de la península; ni que el máximo santuario del cerdo ibérico, nuestro "sus mediterraneus", esté tan lleno de pastizales como Asturias o Cantabria. Ni que en la vorágine del trepidante siglo XXI español nos quede un rincón con tanto silencio, tanto sosiego, tanta calma para desdeñar los relojes y sustituirlos por los latidos de la tierra. Apartada de las grandes rutas peregrinas de las llanuras de Huelva, la provincia española con más romerías por kilómetro cuadrado, lejos de las extensiones sonrojadas de las fresas, a salvo de los bochinches turísticos, libre de autopistas estruendosas y de grandes metrópolis, la Sierra de Aracena es uno de los últimos reductos españoles de bucólica ruralidad, curiosamente combinada con un entendimiento culto de la diferencia, donde la gente, paciente pero más astuta que un lince, ha organizado una eficicaz economía agraria sumamente respetuosa con el paisaje, sin dejar por ello de vivir con todas las comodidades modernas en poblaciones que parecen pintadas para un telón de los hermanos Álvarez Quintero. Salpicada toda la sierra de treinta pueblos blancos, son menos cegadores que los de Málaga o Cádiz, porque la cal de sus paredes se alterna con el ladrillo visto y la piedra, en revueltas llenas de misterios y en recovecos donde viven toda clase de leyendas y donde el musgo escala altas verticalidades.

Una de tales leyendas asegura que el fortín que corona la capital de la sierra, Aracena, es un castillo templario. Pudiera ser, aunque tal vez no, quién sabe, pero lo indudable es la inmensidad de los paisajes tapizados de pasto que desde sus almenas se contemplan, como si el que puso la primera piedra hubiera necesitado ver hasta el más allá. Sea cual sea la realidad, algo esotérico tiene que haber en el origen de este castillo que ya existía antes de los moros, porque fue erigido en una cumbre bajo la que el agua, tenaz escultora de eternidades, ha tallado en los últimos millones de años una gruta que no en vano se denomina "de las Maravillas". Aunque los pruritos localistas tienden en todas partes a exagerar las bellezas del propio terruño con nombres desorbitados, en este caso el nombre está más que bien puesto: en los poco más de mil metros de recorrido que permiten visitar, hay que llevar la mirada reposada para poder asimilar tantas maravillas, tanta belleza refulgiente, tantas incrustaciones de apariencia diamantina en ramilletes que son como una blanca floristería petrificada, tantas ilusiones de lagos de cuentos de hadas donde, si nos empeñamos, veremos de reojo barcarolas llenas de traslúcidos seres alados bajo la varita mágica de Campanilla y el liderazgo de Peter Pan. La ciudad de Aracena, por sí sola, justificaría un viaje, porque al castillo con su iglesia de estilo gótico tardío y a su Gruta de las Maravillas, hay que sumar el luminoso y alegre pintoresquismo de sus calles y plazas, el interés del museo geológico y el de las esculturas expuestas al aire libre, sin olvidar una gastronomía tentadora basada en el cerdo y la miel.

El signo más notable de la inmutabilidad y la buena conservación de toda la Sierra de Aracena es la morfología de sus pueblos: casi todos ellos son como ciudadelas medievales, enroscadas las calles en torno a una fortaleza o a un castillo, o a una iglesia abacial, con ejemplos de veras espléndidos, como la propia Aracena, Cortegana, Santa Olalla del Cala o Aroche.
Abundan por todas lartes los monumentos románicos, islámicos, góticos, almohades, mudéjares, neoclásicos y barrocos. Naturalmente, es éste último el que se manifiesta con mayor frecuencia en las construcciones más populares, pero hasta pueden encontrarse restos romanos, incluyendo algunos mosaicos.
Como la sierra es, lógicamente, montuna, pero no vertiginosa, se puede viajar suave y plácidamente entre bosques y dehesas, entre colinas y prados, para descubrir a cada paso un pueblo nuevo, igual pero diferente a los ya conocidos, y recorrer en un día unos cuantos, porque tampoco hay un tráfico abrumador que sortear. En algunos, dan ganas de permanecer algo más que un suspiro, una tapita de jabugo y una fotografía, pero todo dependerá del tiempo de que se disponga, porque siempre queda mucho, muchísimo que ver. Para unas vacaciones largas, abundan los alojamientos llenos de sabor y se podrían programar circuitos de medio día en cada pueblo, sin olvidar las visitas temáticas a los secaderos de jamones y las tiendas de miel y jalea real. Para unas vacaciones medianas, recorriendo Zufre, Santa Olalla del Cala, Almonaster, Cortegana y Aracena es posible deducir una perspectiva bastante general de la sierra y su sociedad. Para unas vacaciones deportivas, hay varias rutas senderistas con diferentes grados de dificultad, pero todas igualmente atractivas. Para un fin de semana, Aracena y Jabugo podrían bastar y, será, desde luego, una grata experiencia de los sentidos.