lunes, 23 de mayo de 2011

Entregas 1, 2,3,4,5, 6, 7, 8, 9,10,11,12,13,14,15,16,17,18y19---REGRESO A ILICI

Tal como prometí, comienzo la publicación de esta novela sobre los iberos.
Cada día, sacaré 10 páginas del original, e iré añadiendo otras 10 cada día, de manera que completaré las 295 páginas del relato en un mes aproximadamente.

PRIMERA ENTREGA, 23-v-2011


REGRESO A ILICI

PARTE I
Comenzaba la primavera y lo percibían mejor los sentidos que el pensamiento de Adín, uno de los jóvenes varones más destacados de la matriarcal sociedad ilicitana. La sangre le hervía como un volcán, lo que se manifestaba con impulsos muy desconcertantes y sueños sensuales deliciosamente placenteros, pero tenía la mente demasiado ocupada con los malhumores como para disfrutarlos.
Había acudido al taller en busca de solidaridad y consuelo, por lo que le impacientaba que Istolacio se mostrara atento a su trabajo y no a lo que le estaba diciendo, como si no le oyera o creyese que no existía. El artista esculpía un exvoto para el enterramiento de la dama Sanibelser, muerta e incinerada hacía un mes, y arrancaba a la piedra las formas creadas en su mente con un golpeteo rítmico del escoplo, el cincel y el martillo, mostrando mucha concentración y sin apenas dedicarle a él una mirada. Para desahogar la rabia aunque tan sólo fuese un poco, necesitaba que Istolacio no se limitase a oírle como quien oyese el viento soplar.
-… y le dije a la Madre Mayor Nespaiser que no soy un apestoso extranjero de pelo amarillo ni un salvaje profanador cartaginés raptor de damas. Que soy natural de Ilici y ello me enorgullece. Aunque me enorgullecería muchísimo más si no tuviera que estar a todas horas pidiendo permiso hasta para darme pedos.
Istolacio sonrió, pero permaneció en silencio. Comprendía los enojos y la impaciencia de Adín, porque él también había pasado por eso antes de lograr que le consintieran demostrar lo bien que podía esculpir. Pero tal cosa había ocurrido hacía una eternidad, lo menos tres o cuatro años, y ahora ya era un adulto con muchas responsabilidades, que había ganado cierto respeto del Gran Consejo de Madres que gobernaba el reino. Miró de reojo hacia Adín. Su inmadurez le incapacitaba para disimular el malhumor, pero ya podía pasar por adulto, puesto que era un muchacho más fornido de lo común, con brazos muy bien torneados y piernas enérgicas que asomaban del todo bajo la breve túnica. Si las Madres no fuesen tan estrictas con sus prioridades de trabajo, le gustaría retratar a Adín en piedra. En realidad, lo mismo que a otras muchas personas de Ilici, pero no se lo permitían.
Para el Consejo de Madres, lo primero era siempre lo primero, y lo primero era lo que ellas decidían que debía estar en primer lugar, sin discusión posible. Y mucho menos, una discusión con hombres, pues las damas en general y la Madres del Consejo en particular consideraban una indignidad discutir con cualquiera de ellos, porque involucrarse en un debate con varones significaría rebajarse.
También Istolacio tenía motivos de quejas contra el Consejo de Madres, pero hacía tiempo que había conseguido que nadie se lo notara. El arte del disimulo y la sonrisa bobalicona eran en Ilici recursos muy útiles en el acervo masculino, lo que siempre debía acompañarse con el realce de los atractivos viriles hasta la exageración; aunque hubiera que recurrir a artificios, en lo que algunos se pasaban pues transitaban con clámides abultadas en la entrepierna como si hubieran robado una cabra. Así eran las cosas, así habían sido siempre y así había que aceptarlas. La igualdad de sexos que era, en el fondo, por lo que Adín suspiraba, era una pretensión imposible; un sueño tan quimérico como parar el Sol.
Adín volvió la cabeza hacia el refulgente mar que se presentía más que se veía a lo lejos, tras los numerosos pinos que coronaban la colina. La Gran Dama Reina, haciendo uso de una de sus limitadas preogativas directas, había asignado personalmente al escultor ese lugar tan excepcional, en el extrarradio de Ilici, con objeto de que las chácharas de las damas jóvenes, que aspiraban a ser retratadas a pesar de la prohibición, no distrajeran demasiado a Istolacio. Aún quedaban tres enterramientos de damas del año anterior sin exornar como merecieron en vida, según la alta consideración en que las había tenido el clan.
La colina era un lugar demasiado privilegiado para ser destinado en exclusiva a un hombre, que además no estaba casado con ua noble ni tenía relación familiar con ninguna dama de postín, pero las Madres habían hecho una excepción por tratarse de un escultor que, aunque joven, había dado muestras de talento y además, porque necesitaban con urgencia sus esculturas.
-Con tantos aspavientos y rabietas, pones cara de loco, Adín –bromeó Istolacio-. Espero que no sea más que la cara.
-Tú no puedes comprenderme. Como para ti todo es tan fácil…
-¿De veras lo crees? ¿Has olvidado los ríos de sudor que tuve que verter hasta conseguir que me permitieran esculpir?
-Pero es que ellas me dicen a mí cosas que me sacan de quicio, amigo. El plan de traída de agua para el riego, del que te hablé la semana pasada, hizo que me llamasen “tonto pretencioso y alocado, que vive en el delirio de los sueños imposibles”. Y luego, de modo un poco menos insultante, aunque ya me había insultado de sobra, va y me dice Neispaser, en el aparte que le pedí, que el Consejo no puede ni considerar el plan porque es demasiado original y no conocemos ni hemos oído de ningún pueblo que se le haya ocurrido el desatino de experimentar algo parecido. ¿Te das cuenta, Istolacio? Tenemos que ser monos de repetición. ¡Nos prohíben hasta el derecho a la originalidad! Nos paraliza la mediocridad.
Istolacio frunció un poco los labios. Trataba con ello de contener el asentimiento que había estado a punto de escapársele, puesto que las damas del Consejo le rechazaban todos los bocetos donde dejaba libre su capacidad creadora, libre de los rígidos cánones de más de quinientos años de tradición. Concordaba en muchas furias con Adín, pero no quería alentar las rabietas ni los cómicos mohines de su joven amigo.
-¿Has hablado con Irsecel últimamente? –preguntó, porque sabía que la mención de la hermosa muchacha haría que Adín desechara los demás pensamientos.
-¡A todas horas, Istolacio! Cuando ella está y cuando no, porque hasta en sueños le hablo. Pero como es hija de quien es…
Istolacio asintió. Adín había ido a poner los ojos precisamente en quien menos le convenía. Acabaría siendo objeto de burlas. Y no sólo por parte de las damas, sino también de los hombres, porque el peor enemigo de un hombre era en Ilici cualquier otro hombre.
-Cuanto más te impacientes con Madre Mayor Nespaiser, más difícil vas a tenerlo con su hija. Debes elegir.
-¿Elegir, Istolacio? ¡El qué! ¿Renunciar por amor a todo lo demás? ¿Aceptar ser un muñeco sin criterio ni inventiva, a cambio de que Irsecel me ame?
-No es discutiendo con Nespaiser como podrás conquistar a Irsecel. ¿No te das cuenta?
-¿Y qué hago? –preguntó Adín con un sollozo en la garganta.
-Afilar tu ingenio, Adín. Recuerda que la paciencia y la docilidad son en Ilici virtudes indispensables para la supervivencia de los hombres. Tienes que mostrarte apetecible, domeñado, realzar tus atractivos viriles de modo exageradísimo para que les pique la curiosidad y hacer circular el bulo de que resistes cinco acometidas sexuales todos los días. Así, no dudes que prosperarás y encontrarás pronto una dama que decida protegerte y cuidarte.
-¡O sea, que debo resignarme a ser un zángano y un objeto sexual toda la vida!
-No necesariamente…
-No te comprendo.
-Piensa, piensa, amigo. Y habla con tu abuela sin perder los nervios; ella es más sabia que nadie y tiene más experiencia que todo Ilici en conjunto. Fíjate en cuántas damas jóvenes hacen cola ante su casa todos los atardeceres, para oír esas charlas suyas que son como las lecciones de Platón. No hay una dama joven en Ilici que considere que pueda alcanzar ninguna meta ni alcanzar una alta alcurnia si no ha digerido las enseñanzas de tu abuela. Si te apearas de tus rabietas infantiles y decidieras pedir consejo a Bastugitas, podrías sacar conclusiones útiles, y actuar en tu provecho en vez de patalear y encorajinarte como lo haces. Piensa. Eres muy joven. Conseguirás tus metas con el tiempo si afilas tu ingenio y aprovechas las enseñanzas de tu abuela, ya lo verás.

II
Bastugitas creía que había vivido más de lo conveniente. Hacía dieciséis años que a la madre de Adín, su hija Umarbeles, que tenía una hija de diez años ya, se le había ocurrido la idea peregrina de quedarse embarazada de nuevo, con la mala suerte de que llegó un varón. Umarbeles murió al nacer Adín y el zángano atolondrado del padre (un macho tan bien dotado de todo, que hubiera podido ejercer de prostituto en el lupanar de la playa) desapareció cuando el chico tenía sólo cinco años, metiéndose en la aventura absurda de viajar a África en un barco de esos cartagineses salvajes que llevaban más de una generación causando problemas en los reinos de Iberia. ¡Tontas ideas de hombre! El barco naufragó y ella, que había sido Madre Mayor la mitad de su vida, y que había vigilado con suma exquisitez la educación de su nieta Agirnesser, porque esperaba que fuese algún día su heredera, se encontró rebajada al papel de cuidadora de un niño. ¡De un varón!, como si tuviera la capacidad imposible de entender el pensamiento abstruso e insondable de los hombres.
Había servido al reino cerca de veinte años. Tiempo en el que vio pasar por el trono a dos Grandes Damas Reinas. La actual hubiera sido la tercera de no haber abandonado voluntariamente el cargo de Madre Mayor antes de que a ella la coronasen, uno de los hechos más sorprendentes que recordaban las damas encargadas de registrar las crónicas políticas de la ciudad. Según demostraba la historia y según, también, los proverbios favoritos de las damas ancianas, nadie que ostentase el poder lo abandonaba por su voluntad. Todo lo contrario. Se sabía de madres mayores que habían recurrido a toda clase de engaños y artimañas para conseguir el nombramiento. Por el poder se mentía siempre y había habido una vice-Madre Mayor durante la generación anterior, que era llamada “la cabra loca”, por el penacho de pelo que lucía habitualmente, semejante a un mechón de chivo loco, y gustaba de mujeres en vez de hombres, cuyas mentiras llegaron a ser tan clamorosas, que hasta los miserables hombres que no habían conseguido ser protegidos por ninguna dama se reían de ella. Se decía que “la cabra loca”, además de mentirosa y fabuladora sin imaginación, mandaba habitualmente incendiar las casas de damas que destacaban e, inclusive, mandaba matar a alguna que le pareciera que ambicionaba el poder o amenazase el de la Madre Mayor a quien servía. En razón de la norma no escrita, obtenía el cargo del poder efectivo, el de Madre Mayor, una dama cuyo clan fuese en ese momento el de mayor influencia en el Consejo y en el reino, pero en ocasiones las fuerzas estaban tan igualadas, que se recurría a tretas que muchas veces superaban lo lícito y hasta llegaban a caer en monstruosidades, de perversidad inconcebible para la gente común, aunque en tales casos siempre miraban todas para otro lado. Porque el poder, sobre todo el poder de pisotear y aniquilar a las enemigas, revestía a la Madre Mayor recién proclamada de un halo de dignidad e impunidad que velaba hasta los actos más innobles. Conspirar, asesinar, mentir y robar eran cosas que todas sabían que las poderosas hacían habitualmente, y se consideraba natural.
Las murmuradoras más cotillas contaban de una Madre Mayor de un siglo antes, apodada “la sandalera” porque su madre tenía una industria de fabricación de sandalias, que para conseguir el cargo, cuando se aproximaba el momento en que el Consejo debía adoptar su decisión hizo incendiar el granero colectivo de la ciudad, dejando por todos lados pistas que hacían sospechar del clan al que pertenecía la Madre Mayor cesante. A continuación, manipulando el boca a boca, consiguió exaltar los ánimos para que las damas más poderosas acudieran en manifestación ante el salón del Consejo de Madres, donde fueron proferidos toda clase de insultos contra la Madre Mayor saliente y contra su heredera, que se daba por seguro que iba a resultar elegida.
El incendio y la manifestación trastocaron las previsiones más clarividentes y, por primera vez en la historia del reino, fue designada una Madre Mayor que no estaba respaldada por el clan más influyente; para ello, firmaron una alianza tres clanes minoritarios, muy antagónicos entre sí, y de ese modo alcanzó el cargo supremo de gobierno quien de veras había prendido el incendio.
Bastugitas hizo una mueca, ya que le repugnaba pensar en ese caso, cuya autenticidad había confirmado gracias a una exhaustiva investigación que ordenó poco después de ser investida. La sandalera había infringido todas las normas, pero había sabido mentir muy bien haciendo creer al pueblo que quienes mentían eran sus oponentes. Que Bastugitas abandonase el cargo sin que nadie la forzara había originado toda clase de murmuraciones, y algunas comidillas adversas acompañaron los últimos recorridos que hizo entre su casa y el salón del Consejo.
Nadie sabía ni a nadie reveló el motivo. El corazón era en Ilici un órgano acorazado para toda dama que se preciase. Y ella, después de veinte años de gobierno honrado, justo y pragmático, había caído en el desvarío de sentir amor ¡por un hombre! Jamás se había enterado nadie, ni siquiera Beles, su criado mayor, que también era el principal de sus confidentes. Tristemente, el hombre, cuyo nombre se negaba a representarse siquiera mentalmente, había muerto tres años más tarde.
Liberada a los cuarenta y cinco años de las responsabilidades de gobierno del reino, sólo había disfrutado tres del amor y ahora contaba cerca de sesenta. Demasiado para una sola vida, y once de esos años perdidos en la educación sin utilidad ni porvenir de un varón, que últimamente había comenzado a crear muchos problemas. Adín era excepcional, pero también era excepcionalmente incordio. A todas horas llegaban a sus oídos rumores sobre las ideas demenciales de su nieto y también de sus rabietas maleducadas, pero ya estaba demasiado torpe para darle las palizas que merecía. Adín era un prodigio físico, poseía una belleza poco frecuente, casi sobrenatural, y ella sabía muy bien a quién se parecía y de quién había heredado tantos dones. También su cuerpo era un prodigio desusado, que generaba peligrosas envidias entre los muchachos de su edad, porque todos reconocían que nadie podría competir con él si decidía seducir a la dama más poderosa del reino. Porque, además, ella lo había bañado algunas veces de niño y sabía que habría de llegar el momento en que se le pidieran moldes de su virilidad para mejor representar los exvotos de las tumbas.
Le habían aedvertido de sobra y enviado toda clase de señales de advertencia, mediante personas interpuestas por su buen criado mayor Beles.
¿Iba a verse obligada a adoptar medidas más drásticas?

III
Bastugitas vio llegar a su nieto Adín desde la ventana. Pobre tonto. Con el cuerpo fastuoso que estaba desarrollando, sus movimientos ágiles y sensuales, lo que abultaba su túnica y la belleza casi femenina de su rostro, podría conseguir de inmediato el favor hasta de las damas de mayor alcurnia, aunque tuvieran consortes… si el muchacho no tuviera la enojosa osadía de pensar en cosas que no estaban a la altura de una mente masculina. Su pretensión de usurpar iniciativas que no le correspondían a ningún hombre iba a malograr lo que pudiera, de otro modo, ser una regalada vida de consorte de cualquiera de las damas más poderosas de Ilici. Debía tratar de corregir a ese díscolo muchacho antes de que se torciera como el árbol mal plantado que nunca su tronco endereza.
-Abuela…
Antes de poder continuar, Adín recibió una fuerte bofetada en los labios.
-¡Insolente! ¿Es que ya has olvidado las buenas maneras que te enseñé?
Adín tragó saliva. Se inclinó ante su abuela en profunda reverencia y mantuvo al enderezarse la cabeza gacha, en silencio, a la espera de que ella le hablase. Bastugitas lo hizo como si la escena previa no hubiera tenido lugar:
-Adín, hijo de mi hija Umarbeles, ¿vienes a honrar a la madre de tu madre?
Adín volvió a inclinarse mientras respondía:
-A la madre de mi madre y a todas sus antepasadas, honor.
La anciana sonrió con aprobación. Todavía no se había vuelto del todo un salvaje, aún recordaba sus lecciones, aunque le hubiera obligado a abandonar la casa al cumplir quince años. Ignoraba dónde dormía, cuestión que no debía preocuparla puesto que su aspecto era aceptable. ¿Sería capaz todavía de gobernarlo y dirigirlo de lejos, por su bien, aunque ya era un adulto?
-Últimamente, hemos oído cosas muy desagradables de ti –dijo Bastugitas, afectando en su tono severidad extrema-. ¿Tienes algo que alegar en tu descargo?
-Quien malas palabras os diga, madre de mi madre, mal os quiere. No es por maldad sino por amor a Ilici por lo que trato de contribuir con mis ideas. Vos me ensañasteis que el afán de superación es buena cosa.
Bastugitas asintió en su pensamiento, pero no permitió que el asentimiento se reflejase en su cara. En realidad, en el fondo el muchacho tenía razón y ella era culpable de haberle inspirado ideas inapropiadas para un hombre. Adín había crecido a la sombra de una dama acostumbrada a cavilar y a tomar grandes decisiones pero ya jubilada del gobierno y, por ello, proclive a sacralizar las cosas más nimias de la vida cotidiana. Sin darse cuenta, había educado a su nieto, en muchos sentidos, como si hubiera de ser una dama de gran alcurnia. Sentía por ello cierto remordimiento. Aunque fuese un varón y hubiera decepcionado al nacer todas sus expectativas, era su deber ayudarle a corregirse para adaptarse a la realidad de los hombres de Ilici.
-Acerca aquella esterilla y siéntate junto a mis pies, hijo de mi hija.
Adín obedeció. Bastugitas era el ser más venerable que podía imaginar y no le importaba sentarse a su pies. Podría, si se lo pidiera, arrodillarse y postrarse ante ella hasta tocar con su frente el suelo.
-Escucha… Adín. Cometí el error de enseñarte a pensar más de lo que te conviene, y temo que esa facultad no puedo extirpártela a estas alturas. Eres un hombre de dieciséis años ya, y deberías estar a punto de asegurar tu porvenir junto a una dama que te proteja, vista y alimente. En vez de ello, me dicen que recorres Ilici y sus campos como un errático y alucinado espíritu maligno, en busca de modos de incordiar hasta al mismísimo Consejo de Madres. Puesto que piensas, tendremos que intentar que pienses bien y de acuerdo con tus conveniencias. ¿Estás conforme?
Adín bajó los ojos para asentir. Trataba de evitar que su abuela descubriera en su mirada la hipocresía del sí.
-Lo primero es buscarte un buen partido, para que tu porvenir se aclare. ¿Ninguna te ha requerido yacijas? –Adín negó-. ¿Y alguna que te guste?
Adín asintió, rojo de rubor.
-¿Quién es ella?
-Irsecel, la hija de Madre Mayor Nespaiser, vuestra sucesora.
-¡Oh, no!
Involuntariamente, Bastugitas apretó los labios, pero volvió la cabeza hacia el espléndido paisaje que recortaba el cuadrado de la ventana. No deseaba que su nieto notase su turbación. Adín había ido a poner los ojos en la Luna. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado con ese muchacho?
Evocó el día del relevo de su sucesora al frente del gobierno de Ilici, sólo un peldaño por debajo del rango de la Gran Dama Reina y con mucho más poder efectivo que nadie en el reino. Recordaba con claridad la indisimulada sonrisa de triunfo de Nespaiser, entonces una joven dama insolente que llevaba tres años intrigando en su contra en todas las reuniones del Consejo de Madres. La había odiado con incontenibles impulsos asesinos, y estaba segura de que ella lo sabía, e intuiría aún que llevaba quince años odiándola con igual encono. Aunque fingía no oírlos y contenía la risa para que nadie pudiese murmurar que animaba las lenguas de la perfidia, sabía que circulaban por Ilici toda clase de chascarrillos sobre ambas, en los que Nespaiser era descrita habitualmente como la Medusa que, en vez de petrificar, podía ser petrificada por la mirada de Bastugitas. La vieja dama sonrió; en efecto, los grandes rodetes enjoyados del aparatoso peinado de Nespaiser le habían parecido siempre una evocación exacta de las serpientes que formaban el pelo de Medusa.
Tenía que pensar rápido, o podía verse involucrada en un conflicto cuyo alcance no estaba en estos momentos en condiciones de calcular.
-Escucha, Adín –dijo, apeándose de los formulismos-. Estás metiéndote en un lío de consecuencias tremendas y posiblemente muy peligrosas. Puesto que ya no puedo evitar que pienses, debo, al menos, protegerte de ti mismo. Haremos algo que será muy criticado en Ilici, pero no hay otra salida. Volverás a dormir aquí durante esta temporada y me consultarás todos los días, antes de tomar a tontas y a locas iniciativas tan perjudiciales para ti. Y olvida el plan de riego y todas esas zarandajas.




Segunda entrega
24-V-2011


IV
Había barrido la plaza ante su casa. Se había bañado desnudo cuatro veces en el estanque masculino de un rincón del llano, donde oficialmente ninguna dama iba pero todas espiaban disimuladamente; para tal ocasión, Bastugitas le exigió que tratara de pensar en sus amores y las fantasías eróticas más desenfrenadas para que, al quitarse la túnica, todo resaltase más. Había realizado inifinidad de encomiendas y recados muy indiscretos que, más bien, le correspondían a Beles, el criado mayor y, para muchos, el amante más o menos oficial de la ex gran Dama. Había aceptado que una de las amigas de Bastugitas, impertinente y sobona como una dama sin consorte e insatisfecha, de cuarenta años, maquillase su rostro con afeites egipcios, aunque a él no le agradaba ponerse esas máscaras de pintura en la cara que el noventa por ciento de los hombres lucía. Aunque Bastugitas se empeñara, él no necesitaba enamorar a ninguna ni provocar los deseos de nadie, porque su corazón había optado ya hacía una infinidad de tiempo, desde que tuvo la primera prueba de que su virilidad se había completado. El día que, durmiendo, manchó generosamente el catre por vez primera, estaba completamente seguro de que había soñado con Irsecel toda la noche.
De todas las cosas extrañas que le había exigido hacer su abuela durante la semana que llevaba viviendo de nuevo en su casa, Adín consideraba que la de hoy era la más rara de todas. Aunque mencionar a la hija de Nespaiser era uno de los asuntos innumerables que le había prohibido, acababa de ordenarle hacía pocos instantes que le pidiera visitarla. Pero debía exigirle acudir a la casa con toda clase de precauciones, disfraces y disimulos, de manera que nadie pudiera tener la ocurrencia de correr ante la Madre Mayor a murmurarle que su hija Irsecel visitaba a Bastugitas.
¿Cómo iba él a atreverse a exigir nada a Irsecel? Para complacer a su abuela no tenía más salida que intentarlo; aunque podía incurrir en osadía que tal vez la muchacha interpretase como ofensa, encontraría el modo de que ella entendiera que debía comportarse con la discreción que Bastugitas ponía como condición.
Le hizo una señal cuando Irsecel salía de la academia de canto y oratoria, suplicándole con la mirada que le siguiera; esa academia era otra barrera que se alzaba un poco más cada día entre los dos, porque en ella únicamente estudiaban las damas de importancia suprema, destinadas a ingresar algún día en el Consejo de Madres.
Irsacel compuso una mueca de extrañeza, pero cayó en seguida en la cuenta de que él debía tener razones muy poderosas para un acto tan grave de insolencia, que en determinadas circunstancias podía ser castigado con azotes, públicamente, en la Plaza del Sol abarrotada de gente.
Adín se puso en marcha sin mirar en ningún momento hacia atrás. Doblada la primera esquina, se permitió una mirada de reojo, para comprobar que, en efecto, Irsecel seguía sus pasos. Las pocas veces que habían hablado siempre lo hacían en la primera revuelta del íber y no lejos de la orilla, donde el bosque de encinas y zarzas era tan denso que pocos se atrevían a recorrerlo. Pero Adín lo conocía hasta en los menores detalles, porque ese territorio era uno de los fundamentales para su proyecto de acometida de riego. Eran ya siete las veces que había conseguido que Irsecel aceptara hablarle en ese lugar, a salvo de las miradas fisgonas de las correveidiles, porque en Ilici eran los murmuradores como arietes capaces de derribar muros de piedra. Supo que ella había comprendido a dónde se dirigía y por lo tanto ya no volvió a mirar atrás. En realidad, se apresuró con objeto de ganar la máxima distancia posible de la muchacha, para que nadie con quien se cruzara pudiera relacionarlo con ella.
La esperó agachado tras una adelfa cargada de capullos y flores fucsias a medio abrir. Cuando ella llegó, tuvo que sobreponerse a su turbación. El corazón se le había desbocado, sudaba con profusión y tenía la garganta seca. Se estiró la túnica para tratar de disimular lo que ocurría. De acuerdo con las reglas y los convencionalismos, se alzó, pero con la cabeza agachada, esperando que ella hablase primero.
-Te saludo, hijo de Umarbeles. ¿Qué me pides?
La voz de Adín se rompía en falsetes a causa de la sequedad que le producía en la garganta la cercanía de Irsecel. Trató de sumergirse en su mirada, a ver si en el fondo del mar de sus pupilas lograba descubrir un mínimo de correspondencia a lo que él sentía por ella despierto y dormido, de día y de noche, cerca y lejos. Pero la muchacha estaba siendo educada con rigor en todas las disciplinas que debía dominar una gran dama ilicitana, y la primera, el arte del hieratismo. No resultaba de buen tono que una dama de alcurnia dejase traslucir sus emociones. Por lo tanto, Adín notó con desolación que no había en el fondo de ese mar un fulgor que iluminase las sombras de su ánimo.
Con exquisito cuidado, y usando todos los recursos retóricos que había aprendido de su abuela, le contó el requerimiento de Bastugitas y la exigencia de embozos y disimulos. Empleó todos los detalles que consiguió recordar, resaltándolos a fin de conseguir convencerla, pero no habló de la razón que, con toda lógica, debía de motivar la petición.
-¿No te ha dicho qué me quiere?
-No, Irsecel. Te suplico perdón por mi ignorancia y mi descuido, al no preguntárselo como debí hacer. Sólo me ha dicho que desea hablar contigo.
La muchacha recorrió con los ojos la figura de su interlocutor de abajo arriba. Involuntariamente, fijó la mirada en su inflada entrepierna un instante más de lo discreto. Luego, remontó el torso como si pudiera acariciarlo. Sentía los primeros deseos de su corta vida, pero nadie iba a notarlo, y mucho menos él, a pesar de que el impulso de echársele encima era casi incontenible..
-Bien –respondió-. Dile que mañana me honrará visitar su casa a la hora del sol alto. Tú no puedes estar en la casa. Todo lo contrario. Debes festejar, cantar y hacerte notar por la Plaza del Sol y los ardedores, de manera que todas se den cuenta de te encuentras lejos de mí.

V
Bastugitas examinó a la joven dama. Tenía mucha suerte. Con un poco de esfuerzo, podría lograr no parecerse nunca a la arpía de su madre.
Hubo de reconocer que se trataba de una joven hermosísima, con una melena castaña dorada por el sol que rebasaba su cintura, ojos del color del mar, boca trazada con la simetría y la perfección de una imagen de Afrodita y movimientos llenos de elegancia. A pesar de su corta edad, sus pechos se querían escapar de la clámide, vaporosa como el aire, que revelaba la perfección afrodítica de sus curvas. Difícil de olvidar, y por ello recordó haberse cruzado con ella en alguna oportunidad, en que habiéndole llamado la atención se preguntó quién podía ser. Ahora que lo sabía, celebraba no haberla requerido nunca para preguntarle el nombre.
Conociendo como conocía de sobra a Nespaiser, estaba segura de que debía de haber pintado ante su hija a su antecesora en el cargo como el monstruo más espantoso del mundo. Sabía que entre sus íntimas retrataba a su antecesora como una especie de maga capaz de paralizar con los ojos. Así ocurría siempre con los monstruos, que se volvían ciegos para su propia monstruosidad y sólo la veían o creían verla en las demás.
-¿Cómo te llamas, hermosa?
-Irsecel.
-¿Cuántos años tienes?
-Quince.
-¿Has hablado con alguien de esta visita?
-No, gran Dama. Y, sobre todo, no lo sabe mi madre, si es lo que os preocupa.
Bastugitas asintió muy levemente. En efecto, tal como presentía, Nespaiser había enlodazado el nombre de su antecesora sobre todo ante su hija, para desviarla de la tentación de acudir en busca de su sabiduría, cosa que hacían la mayoría de las jóvenes damas de Ilici. Preguntó:
-¿Dónde supone ella que te encuentras ahora?
-Recogiendo moras para el licor que gusta de elaborar el padre de mi madre, Suicetarten. No os preocupéis. Ya he completado este cesto con la ayuda de una amiga, ¿veis? Disponemos de tiempo para hablar, si es lo que deseáis.
-¿Qué opinas de Adín, hijo de Umarbeles?
-Ignoro el significado de vuestra pregunta.
Bastugitas contuvo una sonrisa. La chica era inesperadamente discreta y lista, si se tenía en cuenta la espantosa educación que debía haber recibido de Nespaiser.
-¿Te parece hermoso?
-Sí, es muy hermoso.
-¿Lo encuentras sensual y atractivo?
-Todas dicen que lo es.
-¿Te parece deseable?
-No sería discreto responderos afirmativamente.
Ingeniosa forma de decir que sí, pensó Bastugitas. Ahora, sonrió abiertamente.
-¿Consideras que podría, tal vez, en el futuro, ser un buen candidato para convertirse en padre de tus hijas?
Irsecel miró fijamente a los ojos de Bastugitas. No podía responder esa pregunta ni afirmativa ni negativamente.
-Os ruego me excuséis, gran dama Bastugitas. Sabéis que aún me quedan dos años para poder responder esa clase de preguntas.
Bastugitas contuvo una risita. Vaya con la niña.
-¿Qué opinas de sus… iniciativas, esas locuras de las que habla a todas horas?
-Como podéis imaginar, no hemos tenido oportunidades de hablar con extensión de esas ni de otras cuestiones. Pero no todas sus ideas me parecen verdaderas locuras. El problema…
Irsecel se mordió el labio.
-El problema es que esas ideas las haya tenido un hombre –completó Bastugitas.
Irsecel asintió, desviando un poco la mirada.
-¿Tú crees que si convenciese a una intercesora, habría alguna posibilidad con… tu madre? ¿Consideras que existe algún medio de convencerla?
Irsecel miró a los ojos a Bastugitas, con una media sonrisa.
-¿Intentáis que os descubra intimidades de mi madre?
La anciana estuvo a punto de reír con un aplauso, pero se contuvo y afirmó:
-¡Líbreme nuestra diosa Isbel de tentaciones de esa naturaleza! Nunca te sonsacaría para forzarte a caer en indiscreciones. Y mucho menos, para que traiciones a tu amada madre.
Irsecel sonrió muy levemente. Creía a Bastugitas capaz de todo eso y de tramas y urdimbres muchísimo más graves. Era una leyenda en Ilici el pozo sin fondo de sus recursos, artimañas y habilidades.
-En última instancia, ¿considerarías justo tratar de ayudar un poco al hijo de mi hija Umarbeles?
Irsecel contuvo la respuesta unos instantes. Tal vez se había enredado ya, con sólo visitar a Bastugitas; un lío cuyas consecuencias podían perjudicar su porvenir, pero si era sincera consigo misma, sí deseaba que terminase el cerco de burlas y la maledicencia que se estaba generando en torno a Adín. No tenía del todo claro por qué sentía ese deseo.
Ella era en esos momentos la joven dama más envidiada de Ilici. Y a la que más gestos de sensualidad provocadora dedicaban los jóvenes varones. Muchas veces durante el último año había tenido ocasión de probar el acíbar de competidoras envidiosas, y en Ilici la envidia de una joven y pretenciosa dama llegaba a manifestarse con moras impregnadas de cicuta. Por otro lado, muchos varones de familias muy destacadas le enviaban casi a diario dibujos representando sus atributos, e inventarios minuciosos de los bienes que sus madres se disponían a entregar como dote a la dama que los convirtiera en sus conyuges.
-¿Conocéis a la dama Tibas, gran dama Bastugitas?
-De lejos –respondió Bastugitas, un poco desorientada-. Era aún más joven que tu madre cuando yo presidía el Consejo, demasiado como para intimar con una dama tan joven que, además, era tan amiga de…
Bastugitas se mordió el labio.
-¿De mi madre?
La anciana asintió.
-Tibas puede mediar a favor del hijo de vuestra hija, gran dama.
-¿Consideras que se podría arreglar?
-Sí.
-¿Qué sería necesario que yo haga?
-Preparad un obsequio para ella. Sin revelarle que yo quiero que venga, conseguiré que acuda a hablar con vos. Pero sois vos quien debe conseguir inclinarla a vuestro favor.

VI
El Consejo de Madres era el núcleo central de un complicado juego de influencias que se organizaba en círculos concéntricos según el grado de las respectivas capacidades persuasorias, los parentescos, la capacidad de chantajear a las políticas y los argumentos y triquiñuelas que cada una fuera capaz de maquinar para presionar o, inclusive, extorsionar de un modo sutil.
Naturalmente, no se le llamaba extorsión ni chantaje, que eran dos de las muchas palabras malsonantes según los rigurosos códigos ilicitanos, sino capacidad de seducción o, todo lo más, inducción. No se llamaba mentira a los embustes evidentes y clamorosos de Neispasser, sino “faltas a la verdad”. No se la llamaba perjura por haber jurado fidelidad a la Reina, mientras a todas horas se jactaba de su republicanismo. No se la llamaba traidora por mandar misiones de negociación con los cartagineses, cuando había jurado ante el consejo que jamás negociaria con ellos si no dejaban antes las armas. Un siglo después de su mandato, continuaban comentándose los disparates y traiciones de “La Sandalera”, que siempre, siempre, presentaba prouyectos y peticiones al Consejo disfrazándolos de manera que habitualmente parecían otra cosa, más insignificante de lo real, y así eran aprobados todos los disparates que La Sandalera era capaz de imaginar. Luego, siempre conseguía convencer al pueblo de que había cumplido con su deber y eran los otros quienes mentían. En realidad, las formas perniciosas de gobernar durante el último siglo habían sido consecuencia e imitación de las locuras y abusos de La Sandalera.
Las palabras “corrupción” y “cohecho” permanecían erradicadas del lenguaje coloquial de Ilici desde hacía muchas generaciones de políticas, y cuando afloraban actos monstruosos de cohecho tan obvios que no podían ser ocultados, las encargadas de tramitar los juicios ante la Reina –de las que se sabía que cobraban más de los infractores que del tesoro de Ilici- remoloneaban de modo ominoso a fin de que, caducado el plazo que las leyes establecían, el delito prescribiese y no se pudiera impartir justicia.
La justicia era en la política de Ilici un gran mercado de compraventa. Todas lo sabían y todas callaban, inclusive Bastugitas, porque durante su gobierno ella no había sido capaz de enfretarse a las burócratas encargadas de tan espinosa, vergonzante y corrompida cuestión.
Perpetuamente, había una hermana, una hija o la madre de una dama del Consejo sensible a los obsequios, cuya accesibilidad intercesora podía ser comprada, palaba, asimismo, erradicada. Tampoco se le llamaba “compra”, pues era habitual recurrir a eufemismos como “transacción” o “convenio”. Si una madre arreglaba las cosas para que sus hijos varones no participaran como tropa en una guerra con mal cariz, no compraba ni untaba a la generala; simplemente, lograba su avenencia mediante la donación de abundantes pertrechos bélicos.
Cuando una dama de relieve pretendía alzar su residencia con vistas al río o a la Plaza del Sol, o al hermoso edificio del Consejo, a su donación de grandes y numerosos sillares de piedra no se le denominaba “corrupción pétrea”, sino cooperación generosa y voluntaria para el engrandecimiento de Ilici.
Siempre había sido igual, siempre se habían producido críticas por parte de las opositoras aspirantes a Madre Mayor, sobre todo las pertenecientes a un grupo de minúsculos clanes rurales unidos bajo la denominación de “Siniestra Junta” que, llamándose a sí mismas progresistas, eran en realidad un monolito inconmovible, opuesto a toda iniciativa que significarse prosperidad y desaqrrollo. Todas acababan, al final, incurriendo en lo mismo, porque se trataba de una conducta mucho más incardinada en la naturaleza humana que la idea utópica de un gobierno honrado y sin mácula.
El juego y el tráfico de las influencias, la justicia injusta y el soborno eran en Ilici institucionesn tan firmes y estables como el trono de la Gran Dama Reina y el Consejo de Madres, o quizá más.

VII
Pocos días después de la visita de Irsecel a Bastugitas, Adín advirtió por casualidad los movimientos en torno a Tibas tanto de la muchacha como de su abuela. Vio que la amiga más íntima de su adorada se dedicaba ahora a cortejar y lisonjear a Tibas con mucha frecuencia y grandes aspavientos, y que la ayudante de mayor confianza de Bastugitas también la cortejaba. Siempre muy bien informado, por la deformación casi femenina que Bastugitas le había insuflado durante su educación, sabía que Tibas era la primera de las confidentes de Neispasser, a quien lisonjeaba de un modo tan exagerado, que había que ser estúpido o la propia Neispasser para creerse sus adulaciones. Era fea como para asustar a una hidra, razón por la cual jamás habría tenido la menor posibilidad de convencer a nadie para apoyar su candidatura al consejo. Sabía que no podría escalar posibiciones por sus propios méritos, porque además de su fealdad pavorosa se le atribuía un fuerte retraso mental, y sin embargo sabía adular de modo tan untuoso y arrastrado a la Madre Mayor, que recibía el favor de ésta. Lo que probaba en buena manera el tamaño del discernimiento de Neispasser, pero el poder jamás era cuestionado en Ilicvi y, por la tanto, nadie, salvo la propia Bastugitas, se atrevía a pensar siquiera que la Madre Mayor actual podía ser un estúpida muy solemne, más solemneaún que las galas que tanto le gusta lucir aunque no fuesen necesarias.
Tibas estaba siendo cortejada para alguna clase de influencia.
¿Qué estarían tramando Irsecel y su abuela? Con toda probabilidad, se trataba de algún subterfugio, probablemente inventado por Bastugitas, en el que había conseguido involucrar a Irsecel.
Ahora que ella, su adorada, podía hallarse implicada en asociación con Bastugitas, temía más que nunca por lo que hubiera de pasar a continuación, ya que a todos sus temores se unía el de perderla.
Lo comentó con el escultor Istolacio.
-Lo hacen por ti, Adín. Me extraña que, con lo mucho que cavilas a todas horas y sobre todas las cosas, no te hayas percatado.
-¿Por mí?
-Pero hombre, ¿es que no te das cuenta? ¿De quién es Tibas la mejor amiga íntima, de toda la vida?
-De Madre Mayor Nespaiser.
Istolacio asintió como dándole la razón a su propio pensamiento. Contempló el rictus de ansiedad que Adín presentaba en su hermoso rostro. Siempre tenía reparos de alentar demasiado alguna de las pretensiones del joven, porque tendía demasiado a comportarse como si hubiera de llegar a ser una dama muy influeyente. Era sólo un hombre, nada más que un hombre, por lo que su educación en el meollo de la teoría política de Ilici iba a ocasionarle muchas decepciones y sufrimientos a lo largo de su vida.
-Y, casualmente –contradijo Istolacio-, ¿de quién es Tibas prima hermana?
-No lo sé. ¿De quién es prima hermana Tibas, Istolacio?
-De Torio, el consorte de la Gran Dama Reina. Pocas damas de Ilici podrían tener tanta capacidad como tiene Tibas de influir, desde fuera, en los acuerdos del Consejo de Madres, aunque sea más tonta que un pez bobo. Tibas padece retraso infantil, todas lo saben, pero tú y yo –y tal vez tu abuela- sabemos que Neispaser no sería aceptada en las academias de Atenas.Algo se está tramando y creo que por ti. Si se tratara de que Irsecel o Bastugitas anduvieran dorándole la píldora por separado, no habría motivos para cavilaciones; pero haciéndolo en conjunto, significa que están maquinando algo a tu favor. Prepárate, chico. Seguramente, un día de estos te llamarán para que hables de tus proyectos ante el Consejo de Madres.

TERCERA ENTREGA 26-V-2011

VIII
Bastugitas oyó distraídamente a su nieto, que le contaba con entusiasmo infantil que había sido mandado llamar por la Madre Mayor. El alborozo le producía incomodidad y, en el fondo, impaciencia. Algunos días desearía que Adin fuese una mujer y otros, como ahora, sentía ganas de mandarlo capar y venderlo como esclavo a un serrallo cartaginés.
El joven le causaba más quebraderos de cabeza que ninguna otra cosa, aparte de desconcertarla a cada paso. Era tan bello que podía doler la vista de tanto contemplarlo, y sin embargo asomaban bajo su corta túnica dos piernas robustas y sinuosas como las de un hortelano. Por su lógica y la justeza de su discernimiento, hubiera actuado muy bien como una dama de alcurnia, digna heredera suya. Pero todas esas virtudes en un mozo, inclusive su belleza, podían convertirse en gravísimas rémoras. ¿Qué iba a hacer con él cuando las decepciones fueran amargándolo, si antes no había conseguido convertirlo en cónyuge de una dama de prestigio?
No había muchas cosas que pudiera proyectar para él, y cada vez más se convencía de la necesidad de castrarlo y venderlo como objeto sexual para un rico africano. Por otro lado, sabía positivamente que en Ilici sería muy mal visto que una dama de su alcurnia vendiera a un nieto. Todas sabrían de sobra que no lo hacía por necesidad económica, pero todas aprovecharían la ocasión para fabular y difamar sobre esa cuestión, principalmente las partidarias más acérrimas de Neispasser y las socias de los tres grupúsculos de Siniestra Junta, aunque conocieran sobradamente la dimensión de su fortuna. Aunque tal vez sería, precisamente, lo muy indiscutible de su patrimonio económico lo que generaría las mayores calumnias. No podía vender a Adín, o al menos no podría venderlo públicamente. Si llegaba a hacerlo, sería Beles el encargado de su emaculación y el que llevaría el peso de la negociación secreta con algún poderoso y rico cartaginés.
No paraba de preguntarse si lo que había obsequiado a Tibas se vería justificado por los resultados, pues se trataba del muy envidiado collar de conchas y caracolas de nácar heredado de la madre de su madre, a quien se lo había legado una antepasada que lo había recibido de otra antepasada, hasta el origen del tiempo.
Le había costado gran esfuerzo desprenderse de esa joya.
A cambio, ¿escucharía el Consejo de Madres la descripción de los proyectos de Adín con verdadero interés o escenificaría una audiencia de puro trámite? Estaba convencida de que el grupo de Siniestra Junta actuaría como con todas las cosas que significasen prosperidad y mejora de la vida ilicitana, hablar en vano de justicia social y progreso, para torpedear e impedir toda innovación. Lo habían hecho siempre y lo harían perpetuamente, porque no sólo su filosofía era un disparate, sino que la educación de todas ellas era muy deficiente. El grupo de Nespaiser, aunque fingiese interés, seguramente sabotearía cualquier conato de aprobación por el solo hecho de que Adín fuera nieto de quien lo era. Del grupo que ella había auspiciado cuando ostentaba el poder, sólo quedaba una integrante del consejo, Tresbalasser, sentada también a la izquierda de la Gran Dama Reina como las dos del grupo de Siniestra Junta. Por lo que le rumoreaban, Tresbalasser apenas hablaba en las sesiones de debate, para no ser acusada de connivencia con la anterior Madre Mayor, con lo que podía decirse que el consejo tenía, en realidad, sólo cinco miembros en lugar de las seis que se sentaban de tres en tres a izquierda y derecha de la Gran Dama. .
En realidad, lo único que a Bastugitas le importaba era asegurarse de que su nieto se calmara mientras decidía qué hacer con él, y además de mejorar un poco el oscuro porvenir que tenía, la librase a ella del entredicho en que se hallaba por culpa de sus excentricidades.
Para solucionar de una vez la que había sido su mayor preocupación de las últimas lunas, Nespaiser era la clave, por mucho que detestase reconocerlo. Trató de evocar todos los detalles del primer encuentro que tuvo con ella.

IX
Como la actual Madre Mayor era una mujer perfectamente olvidable, Bastugitas no estaba del todo segura de que hubiera sido la primera ocasión en que ella y Nespaiser se hablaron directamente, pero fue sin duda la que se fijó en su memoria para siempre, porque la antipatía entre ambas había nacido en aquel instante, cuando la joven dama demostró sin tapujos ni disimulos aspirar a ocupar cuanto antes su puesto Le había parecido algo estúpida de lejos, pero en cuanto habló ya no tuvo ninguna duda. Ni de su perfidia imposible de disimular.
¿Cuántos años tendría entonces Nespaiser? Daba igual, puesto que consideraba que esa dama no tenía edad reconocible, ya que para comparar su rostro con el de un caballo había que pedir disculpas a los caballos. Tambiénm para comparar su expresión con la de una raposa, habría que cuidarse de los enfados de la raposa. Pero era seguro que Nespasser tenía entonces la edad suficiente para ser tenida en cuenta cuando se produjesen las deliberaciones sobre quién debía sucederle en el cargo, acontecimiento que no tardaría en ocurrir porque durante la luna anterior había manifestado su voluntad de dejar el Consejo.
Curiosamente, al notar cuánto empeño ponía Nespaiser en conseguirlo sintió ganas de continuar, pero ello habría supuesto un escándalo, dado que jamás en veinte años como Madre Mayor se había contradicho a sí misma ni había mostrado dudas. Se hubiera dejado cortar un brazo antes que fallar en algo que hubiera prometido, cosa que de suceder no hubiera extrañado a nadie, ya que desde el gobierno de La Sandalera el paciente pueblo de Ilici daba por supuesto que su mayor gobernante mentía de modo habitual, y que ello debía de ser natural. A lo hecho, pecho, se dijo, mientras maquinaba cómo conseguir que la joven de rostro caballuno malograse por sí misma las posibilidades que tuviese, cuestión que Bastugitas no había indagado porque el espionaje de otras personas le parecía una actividad indigna y muy desagradable, costumbre que también había implantado en su momento La Sandalera, que mandaba espiar inclusive a quien no tenía ambiciones de gobierno. Bastaba que cualquiera destacara en Ilici por su actitividad, para que La Sandalera exigiese a sus colaboradoras informes que de alguna manera incriminasen al espiado, a fin de tener en sus manos la posibilidad de extosionarla o presionarla.
El proyecto de dejarla hacer para que ella misma se estrellara en sus ambiciones desmesuradas, le rondó la cabeza. Lo meditó durante una semana, evocó ahora con una sonrisa. Había pedido ayuda e inspiración a varias de sus íntimas e inclusive a su consorte. Cuando creyó que el plan estaba maduro, mandó llamar a Nespaiser.
-Decidme, Madre Mayor –dijo la joven aspirante con descaro intolerable, sin esperar a ser preguntada.
Bastugitas apretó los labios e inspiró hondo por la nariz, para mantener el control. A continuación, trató de componer su mejor sonrisa.
-He decidido prepararte para ser mi sucesora, dado que tanto lo deseas.
Tras una efímera expresión de sorpresa, notó la mirada pretendidamente incisiva de Nespaiser, en busca de una verdad que no estaba a su alcance discernir pero, sin duda, sospechaba de su generosidad.
-Porque tú, Nespaiser, ansías ser Madre Mayor, ¿no es cierto?
Las mejillas de Nespaiser se encendieron. Bastugitas mantuvo los labios cerrados para que no aflorase la sonrisa sarcástica que estallaba en su boca.
-¿Me equivoco, Nespaiser?
La joven carraspeó.
-No, Madre Mayor Bastugitas. No os equivocáis. ¿De veras creéis que yo…
-Oh, desde luego. Posees una de las condiciones indispensables. La ambición.
Nespaiser sonrió sin percibir ironía alguna en la frase de Bastugitas.
-Y… ¿creéis que estoy capacitada?
-Es lo que trato de ayudarte a conseguir. Primero, tenemos que calibrar el temple de tu carácter, porque no creas que el cargo conlleva sólo regalías y privilegios. Lo más duro es lo que hay que aguantar.
-¿Aguantar?
- Oh, sí. Pero no te inquietes demasiado. Si tienes ambición, no me cabe duda de que también tendrás aguante para, por ejemplo, aceptar que tu consorte dé las órdenes en tu casa y la dirija, en vez de hacerlo tú.
Notó el desconcierto en los ojos de Nespaiser. Que ocurriera tal cosa en su hogar quedaba fuera de lo imaginable. Pero reconoció que hasta ese momento no se le había ocurrido pensar que el tiempo para ejercer de Madre Mayor tendría que detraerlo de otras actividades.
-De manera –continuó Bastugitas- que convendría que te entrenases en obedecer a los varones, por tu interés.
-¡Qué decís, gran dama! ¿Obedecer a los varones?
La expresión de Nespaiser era de escándalo y repugnancia extrema.
-Naturalmente –continuó Bastugitas-, hay que hacerlo de modo que no se note y, sobre todo, que nadie pueda notarlo. Es una cuestión de entrenamiento, te lo aseguro. Pero no es eso lo más arduo.
-¿Ah, no?
-Es mucho más peliagudo organizar una guardia de la que puedas fiarte. Y ten en cuenta que no me refiero a las capitanas ni a la generala. Hablo de la tropa masculina, ¿comprendes?
-No, gran dama.
Bastugitas, que tenía que hacer esfuerzos para no soltar la risa, cabeceó simulando un gesto de impaciencia admonitoria.
-Tendrás que amarrar la fidelidad absoluta de cada uno de los varones que aceptes como miembros de tu guardia. Para ello, piensa en los recursos que podrías usar, porque pensándolo es como atinarás con los medios mejores. Yo lo hice mucho antes de ser proclamada Madre Mayor y si quieres un consejo leal, deberías empezar a hacerlo ya desde estos momentos, sin esperar siquiera a que tu nombramiento comience a ser debatido.
-¿Estáis segura, gran dama?
-¿Acaso dudas de mí?
La duda de Nespaiser duró sólo un instante antes de responder que no con un enérgico movimiento de cabeza, pero fue lo suficientemente larga como para que Bastugitas la detectara. La aspirante a sucederle no sería muy lista, pero tampoco era estúpida del todo. Si se descuidaba, iba a comprender de un momento a otro que estaba burlándose de ella y tratando de persuadirla de hacer todo lo que no le convenía. Por ello, fingió la expresión más dulce y afectuosa que pudo para decir:
-Me pareces tan idónea para el cargo…
Confirmándose su convicción de que no había nada que ablandase más una voluntad que una lisonja a tiempo, Nespaiser sonrió enternecida y tragó saliva, como si la emoción de ese reconocimiento pudiera ahogarla.
-…que no querría verte indefensa ni un momento más –continuó Bastugitas-. Debes procurarte un grupo de varones leales en seguida, antes de que te salga una competidora en el Consejo que vaya a correr más que tú.
La idea de tener que competir con otra pareció alarmar a Nespaiser más que cualquier otra cosa,
-¿Qué tengo que hacer, Madre Mayor?
Bastugitas sonrió. Ahora, Nespaiser había aflojado del todo sus defensas. Podía convencerla de incurrir en consentimientos y regalos con varones, que con la ligereza de todos los hombres se apresurarían a jactarse en el mercado y en las tertulias de la Plaza del Sol, de manera que antes de media luna las murmuraciones habrían acabado con todas las posibilidades de Nespaiser.
Los varones ociosos eran los seres más chismosos de Iberia. Principalmente, los consortes que vivian regaladamente, protegidos por las damas de quienes dependían. Exento de trabajos penosos, holgaban la mayor parte del día en conversas y basños remolones, donde trataban de exhibir sus atractivos de modo que los demás viesen por qué eran tan bien tratados por sus damas. En el estanque del baño y en las tertulias se pronunciaban las exageraciones y los embustes más alucinantes de Ilici. No teniendo nada más de que enorgullecerse, todos pugnaban por asombrar a los demás con proezas sexuales que nadie creía. Pero un rumor relativo a una aspirante a Madre Mayor sería, al menos, comentado clamorosamente de calle en calle.

X
Pero no ocurrió de ese modo, rememoró Bastugitas con un rictus de contrariedad.
Durante el cerco de rumores y burlas que se produjo a los pocos días de aquella conversación, Nespaiser demostró una capacidad maniobrera tan formidable, que pudo sobrevivir y realizar todas sus ambiciones.
No sólo dio sexo a los varones de su guardia; también regalías en oro, de manera que ellos se lanzaron a una campaña de safíos y retos a lo largo de la plaza, para que las burlas y rumores cesasen. Y efectivamente, Nespaiser recogió con la discreción el fruto de sus iniciativas.
Confirmó con ello sin ninguna duda que la sociedad civil, sobre todo las damas más pudientes y acomodadas, cultivaban afanosamente la mediocridad. Con el sistema, tan viejo como el género humano, de tapar el desnudo las impudicias de otro con la esperanza de ser tapado algún día en justa reciprocidad, se producía una especie de pacto de las mediocres en que todo fulgor de talento o de inteligencia superior naufragaba irremisiblemente.
Las mediocres conchabadas se lanzaban con ferocidad contra el brillo de cualquiera que, iluminándolas por contraste, pudiera desvelar sus mediocridades. Difamaban, calumniaban y zancadilleaban para que nadie pudiera deslumbrarse.
Nespaiser supo aprovechar el pacto no escrito de la mediocridad. Se agenció una corte de aduladoras infames que esperaban ser premiadas en su mediocridad por la mediocridad gobernante. Siempre se armaba un revuelo cuando salía de su casa, al recorrer el pasillo de las lisonjas que pronunciaban para ella una multitud que exhibía los desechos mejor disfrazados de la ciudad: damas cuarentonas que habían perdido toda esperanza de destacar; desdentadas malolientes que no conseguí que ningún varón quiesiera no ya convertirse en su conyuge; ni siquiera que se la llevara al iber una noche; contrahechas que, habiendo perdido toda esperanza de consuelo, habían buscado el consuelo de amigas tan infradotadas como ellas mismas.
Pasó Nespaiser durante varios días entre los aplausos de esa corte de monstruas, pero, de lejos, se escuchaban las aclamaciones pero no se veía bien quién las realizabas, de manera que fue extendiéndose por Ilici la idea de que Neispaser era muy venerada por el pueblo.
Ganó las votaciones del Gran Consejo de Madres, la Gran Dama Reina dio su consentimiento y, finalmente, el pueblo casi en pleno la aclamó en la plaza sin que nadie comprendiese que fomentaban la autocomplacencia de una mediocre sin remedio.
Pero Bastugitas tenía que reconocer que, poco a poco, había llegado a comprender que, a pesar de todo, Nespaiser poseía varias de las virtudes esenciales de toda gobernante:
Obsesivo espíritu de supervivencia; capacidad de dar codazos hasta en el vientre que la parió; resolución de romper todas las dentaduras que tratasen de morderla; decisión de matar a sus propias hijas si fuera necesario para mantenerse en el poder. Y, sobre todo, la más demente y fanática de las egolatrías.
Sabía reconocer esas virtudes, porque ella también las había poseído. Ahora, era ya lo suficientemente mayor para darse cuenta de que cuando dejó de ejercer como Madre Mayor, al abandonar el poder, se había convertido en mejor persona.

XI
Se encontraron de nuevo en el recodo más umbrío y frondoso del íber. Adín la vio llegar con un ciclón en el corazón y la respiración suspendida. Lo que sentía por


cuarta entrega 26-V-2011

sólo el deseo carnal, que tan bien describía Istolacio cuando le ayudaba a aclarar sus dudas acerca de lo que ocurría casi todas las madrugadas con su cuerpo. Sabía de algunos pueblos del litoral que hablaban despreocupada y sinceramente de amor, pero en Ilici ésa era una palabra malsonante. Mas, si no podía llamar amor a lo que sentía por Irsecel, ni resultaba posible englobarlo solamente en el deseo carnal, ¿cómo sería lícito denominarlo? Le ocurría algo que no podía definir cuando pensaba en lo que había dentro de su pecho; era como sentir una nostalgia muy poderosa de algo que no sabía lo que era. A veces, le acudía a la mente la idea de que acaso los hombres, de conseguir liberarse, gobernarían de un modo más compasivo que las mujeres, pero la desechaba de inmediato porque le parecía que ofendía a Irsecel con sólo pensar tales cosas. Sin embargo, el desconcierto no podía sacudírselo. Experimentaba una forma muy especial de soledad. Su abuela, que era su referente familiar más inmediato y poderoso, poseía unos entramados de ideas y teorías que no tenían nada que ver con las suyas. Las muchachas a las que podía hablar sin demasiado protocolo, abundaban en lo mismo; pero si se acercaba a varones de su generación a explicarles que la enorme desigualdad de sexos de Ilici ni podía ser beneficiosa y que deberían pensar en organizar un movimiento de liberación masculina, los muchachos primero reían nerviosamente y, en seguida, se burlaban de él, y ellos habían sido sus principales difamadores, los que difundían por el reino el convencimiento de que no solamente era raro, sino que llegaban a afirmar que Adín estaba loco.
Esa calumnia había ido ganando terreno durante el tiempo que había vivido fuera de la casa de Bastugitas, un lapso que podía considerarse el de su maduración como hombre. En lactualidad, sentía el vacío que se producía constantemente a su alrededor. No le evitaban descaradamente, porque al fin y al cabo pertenecía al clan tradicionalmente más poderoso e influyente de la ciudad, pero tampoco le tocaban palmas.
Ahora, escondido tras la adelfa gigantesca, que ya estaba enrojecida del todo por la profusión de flores abiertas, tenía ganas de correr hacia Irsecel y abrazarla, naturalmente, sin sometimiento a los ritos absurdos que la tradición había tejido. Tal profanación sería inadmisible, y lo sabía de sobra, pero ¿quién podía poner freno a su corazón hambriento?
Aunque fuerte y resuelta, Irsecel se movía como si pudiera levitar, etérea y grácil como la mariposa más bella de Iberia. Se preguntó si llegaría a parecerse con el tiempo a su madre. Nespaiser era regordeta, andaba sin ninguna majestad, a saltitos, y cuando reía, lo que no hacía de modo espontáneo jamás, era como si el cazador de patos hiciera sonar estridentemente su pito de engaño. La hija nunca iba a parecerse a la madre. Esa idea le resultó inadmisible; el cuello de Irsecel era como el asta de una bandera, el soporte firme y esbelto para la algarabía de colores y belleza que era la bandera de su rostro. Su cintura era capaz de las cabriolas más elegantes y donosas que hubiera contemplado jamás y sus piernas eran como el resumen de todas las músicas de danza del mundo. Como varón, no le estaba permitido optar; estaba obligado a esperar que una dama lo eligiera para consorte. Pero ya no tenía remedio. Sin pretenderlo, había incurrido en uno de los atrevimientos más castigados en Ilici; se había enamorado de una dama sin haber sido requerido por ella.
Salió del escondite y, como mandaban las reglas, rindió un poco la cabeza en señal de sometimiento y respeto, esperando que Irsecel le hablase. Ella sonrió suavemente y dijo:
-Salve, Adín, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas.
-Que Isbel vele por ellas y por ti y tus antepasadas–respondió Adín.
-¿Has decidido ya de lo que hablarás al consejo?
Adín quiso detectar en la pregunta una inquietud sincera e intensa de la muchacha en cuanto a su futuro.
-Todavía no –respondió-. A lo mejor debería exponerles un proyecto sencillo, que no represente demasiado trabajo ni muchos cambios en la vida diaria de Ilici. ¿Crees que sería buena idea hablar de calzado?
Irsecel afectó indiferencia. Nunca conseguía decidir claramente cómo retratar a Adín en su mente. Todas en la ciudad criticaban su audacia y afeaban sus pretensiones, notables aunque él las disimulase bien, pero cuando el muchacho se aproximaba a ella los rumores y murmuraciones sobre una supuesta osadía inadmisible quedaban opacados por lo que parecía pusilanimidad. Le resultaba muy complicado conciliar la imagen que todas tenían de él con la que ella percibía. La hermosa cabeza del muchacho se elevaba un palmo por encima de la suya y tenía hombros de cantero y brazos y piernas de púgil; la quijada se le había aguzado recientemente, los pómulos se habían vuelto montañas en sus mejillas y su voz ganaba profundidad día a día, entre algún que otro falsete causado por el descontrol de la infancia residual. Un poderío físico tan notable quedaba disuelto bajo la mansedumbre sumisa con que siempre se le acercaba.
Y luego estaba esa costumbre suya de morderse los labios con reiteración, como si se lo comieran los nervios por no tener qué decir.
Adín se mordió los labios de nuevo. Irsecel estaba posponiendo demasiado su respuesta y tenía que aguantarse las ganas de insistir, lo que no sería de buen tono. Siempre tenía que hacer lo mismo ante ella, contenerse para no desairarla. Reprimirse para no espantarla de su vera. Callar para que ella no enmudeciera.
-No creo que tu idea de calzarnos de un modo tan complicado les guste demasiado a las damas del Consejo, porque no resuelve ninguno de los problemas que percibimos a diario y que de verdad afectan a nuestra vida. ¿Quién necesita calzado más elaborado y primoroso que estas esteras de esparto anudadas, si casi siempre vamos descalzos? Es mejor que pienses en otro proyecto.
-La traída de agua…
-Saltas de lo pequeño a lo demasiado grande, Adín. Todas en Ilici han oído ya sobre ese proyecto y se han reído por ello. Hasta los varones se ríen.
En realidad, eran los varones quienes reían públicamente, pero se burlaban con un ensañamiento del que Adín no había conseguido todavía resolver el porqué.
-Sólo es grande por los resultados que podría traer, Irsecel.
-¿Qué quieres decir?
-Que no representaría demasiado trabajo. No habría que paralizar las actividades de Ilici para llevarlo a cabo.
-¿Estás seguro? Por las murmuraciones, parece que te propusieras convulsionar el mundo y las vidas de la gente.
-Así sería por los resultados, Irsecel, pero no por los esfuerzos que deberíamos hacer.
-¿Estás, de verdad, convencido de que es así?
-Puedo asegurártelo y demostrártelo.
-Entonces, trata de que al describírselo a las Madres no parezca tan grande.
-¿Cómo puedo hacer eso, Irsecel?
-Imitando a las damas del consejo. Habla mucho diciendo lo menos posible.
Adín no sonrió la humorada. Irsecel se dijo que estaba demasiado exaltado y no encontraba el modo de atemperar sus ímpetus.
-¿Has visto –continuó Adín- lo que ocurre cuando sembramos en el meandro del íber, donde tanta humedad llega a las raíces de las plantas? Allí, todo crece mucho más que en nuestros huertos. Lo mismo sucedería si traemos agua en abundancia para regarlos, sin tener que acarrear en cántaros unas gotas que casi nada favorecen los sembrados, a pesar de los esfuerzos que nos cuesta.
-Pues habla de otra cosa más insignificante.
-Todos los demás proyectos que acaricio son bastante más penosos de realizar y requieren grandes medios, Irsecel. Si regásemos los huertos con abundancia, produciríamos cinco o diez veces más de todo. Sólo por eso es grande.
-Sí, ya lo veo. Pero trata de que no lo parezca tanto. Sé de lo que hablo. Los cambios en Ilici no pueden ser tan drásticos, porque todas sentiríamos miedo. Es lícito y honorable temer los cambios demasiado revolucionarios; es ley natural. Puesto que Tabis ha convencido a mi madre que, a su vez, ha convencido al consejo, no llegues de buenas a primeras aparentando que quieres ponerlo todo patas arriba, de manera que te echen como a un perro.
Irsecel detectó el fuego que ardía en el pecho de Adín. Temió que no sólo pudieran expulsarlo a patadas como a un perro sarnoso, sino que le ocurriera algo peor.


XII
La sala del Consejo era la estancia más imponente de Ilici, mucho más que el recargado y recoleto recinto real, semejante a un pequeño templo, donde, aunque muy raramente, la Gran Dama Reina recibía en audiencia privada entre millares de exvotos ofrecidos a la diosa Isbel por sus visitantes. El recinto real parecía a la vez santuario, mausoleo y sancta sanctorum; los candiles que ardían perpetuamente habían depositado su olor rancio durante siglos, por lo que el ambiente era sofocante para cualquiera que no estuviese acostumbrado. La Gran Dama Reina se había adaptado tanto al olor como a la sensación de que en esa estancia sólo vivían los muertos, y los vivos tenían que vivir un poco en suspenso para aguantar. Allí, ocupaba un sitial construido con hermosas piedras de colores, semipreciosas; un lugar alto donde a cuantos se les permitía entrar parecía una diosa encarnada en una mujer inmóvil. Ahora, en su papel mudo de símbolo y diosa viviente, se encontraba sin embargo sentada casi a la misma altura que las madres del Consejo, tres de ellas a cada uno de los lados de la pequeña tarima cubierta de esteras sobre la que reposaba el ampuloso y dorado trono real.
El hieratismo y la inmovilidad de estatua de la Gran Dama Reina eran inherentes a su majestad, pero en buena medida también los imponían las galas que la tradición le obligaba a vestir en las sesiones solemnes del Consejo. Era tan grande el peso de las joyas entreveradas con el peinado que, luego de varias grandes damas desnucadas, la tradición artesanal ilicitana había ideado una especie de percha en el respaldo del trono real, donde se podía apoyar disimuladamente el cogote para evitar los esguinces y las roturas de cuello. Porque además de los festones y colgantes dorados de la mitra, de por sí muy pesados, las dos trenzas inmensas iban enrolladas a ambos lado de la cabeza, formando rodetes casi metálicos de tan profusamente que iban recubiertos de peinas, fíbulas con colgantes y cadenas de oro.
Pero no sólo en la cabeza era aplastante el peso. En torno al cuello, y tapándole casi todo el pecho, llevaba tres collares de oro macizo que, según las comidillas vecinales, representaban en conjunto un cuarto del tesoro real de Ilici. Del primer collar colgaban los amuletos, talismanes y símbolos distintivos de la Gran Dama precedente; del segundo, los de la madre de la Gran Dama presente y del tercero, los propios. Representaban pequeñas ánforas, caracolas y muchos otros objetos, evocadores sólo para los sentimientos y emociones de cada una de sus propietarias.
El vestido también era harto pesado, y no sólo porque llevase hilos de oro y plata entretejidos con el lino, sino porque, además, portaba una infinidad de colgantes, prendidos con fíbulas, cada uno de los cuales representaba sin excepción a las diferentes familias destacadas de Ilici.
El remate, y también el colmo, era el manto, un compendio de cuanto significaba lujo y ostentación en el reino, pues todas las familias influyentes habían ganado cierta parte de esa influencia aportando joyas con forma de flores, barcos, frutos e imágenes, todo de oro, para engalanar el recargado tejido teñido de púrpura, cuyo festón de bordados llenos de piedras de colores y cascabeles pesaba, por sí solo, más que la oronda anatomía de la Gran Dama Reina.
Por todo ello, resultaba comprensible que no hubiera movido ni un músculo de la cara, ni tan sólo una pestaña, cuando condujeron a Adín a su presencia. No se dibujó en sus labios la más leve sonrisa, y al joven le pareció que ni siquiera le sería posible mover los ojos bajo el peso abrumador que soportaba. Era como una estatua encarnada de la diosa Isbel, pero no le inspiraba respeto ni le impresionaba; en realidad, además de ganas casi incontenibles de reír por sus esfuerzos de mantenerse erguida bajo la montaña de oro, lino y lana, sintió por ella algo de compasión.
El Consejo de Madres estaba formado por seis consejeras, incluida la Madre Mayor, que se sentaba a la derecha de la Gran Dama Reina, en el sillón contiguo. Los siete asientos formaban un semicírculo, una media luna en cuyo eje había un sencillo poste de piedra, que era el lugar más temido y al mismo tiempo más ambicionado de Ilici. Todos soñaban con tener algún día una razón para ser escuchados por el Consejo, y a la vez, todos temían tener que presentarse en ese mismo sitio a responder de acusaciones y denuncias.
Curiosamente, Adín no se sintió intimidado en los primeros instantes. Junto a las cavilaciones sobre los cálculos de cómo hablar de su proyecto de riego, tenía el pensamiento alborotado. Conservaba en el pecho un exaltador ramalazo del acelerón que su corazón había experimentado cuando, para desearle buena suerte, Irsecel le había acariciado con mucho disimulo el mentón, un momento antes de entrar.
Ahora, notó los ojos de águila de Nespaiser, clavados en sus labios como si no pudiera soportar cruzar la mirada con él. Junto a ella, las madres Saxibelser y Estorpel lo examinaban con igual dureza, pero directo a los ojos. Saxibelser tenía el pelo como la estopa, intrincado y enredado pero dentro de un peinado con forma de jamón de jabalí que no podía imaginar Adín de qué forma podía podía haber sido compuesto. Por su parte, Estorpel miraba con un ojo el Consejo y con el otro el paisaje de la ventana.Lo suyo no era estrabismo, si extrabizquera. Al joven le era imposible mirarla, porque le causaba desazón no poder determinar si le estaba mirando o no con cualquiera de sus ojos.
Adín sonrió disimuladamente a Tresbalasser, sentada a la izquierda de la Gran Dama; era la antigua pupila de su abuela, de quien esperaba gestos y palabras de apoyo.
A continuación de ésta, se sentaban las dos últimas y más temidas madres del consejo, Oricumel y Usarbael, las representantes del clan denominado Siniestra Junta quienes, según le había advertido con mucha insistencia Bastugitas, serían las más exaltadas y firmes opositoras de su proyecto, “porque se expresan muy retóricamente y hablan de progreso, y se denominan a sí mismas progresistas, pero llevan tres generaciones oponiéndose encarnizadamente a cuanto haría que nuestro reino progresase”. Era una verdad que todo Ilici conocía; las madres de Siniestra Junta usaban toda clase de recursos discursivos para presentarse a sí mismas como amantes fervientes del progreso, y todos sabían que se negaban y oponían con denuedo a toda obra que significara progreso. Usaban la prosopopeya más afectada y grandilocuente para señalarse a sí mismas como las representantes máximas de todos los anhelos de avance y modernidad para Ilici, pero a la hora de votar el suyo era, invariablemente, el voto del no. Si a una Madre Mayor le daba por considerar más seguro para la ciudad que se derrumbase una hilera de construcciones para reforzar la muralla y despejarla, las madres de Siniestra Junta peroraban hasta la extenuación sobre que esas construcciones eran indestructibls por sus valores históricos y por su “significación” para la cultura de la ciudad. Dado que ellas daban prueba a diario de no tener la menor cultura y de ignorar la historia, casi nadie les prestaba oído. Todos preveían que en uno o dos consejos desaparecerían, ya que su pérdida de influencia y número no paraba de decaer en las dos últimas generaciones, lo cual les daba de todo modos, lamentablemente, oportunidad de continuar perjudicando a Ilici durante uno o dos consejos más. .
Adín hizo recuento. Salvo que el obsequio de Bastugitas a Tabis hubiera valido para que ésta predispusiera a Nespaiser en su favor, consideró que sólo podía contar con Tresbalasser para que abogase en su favor. Pero la expresión de ésta, con la boca entreabierta y ojos alelados no le produjo mucha esperanza.
Fue Nespaiser quien tomó la palabra, según las rígidas normas del ceremonial:
-Tres importantes damas de Ilici nos han solicitado que te escuchemos, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas. Cualquiera que sea el proyecto que tengas intención de presentarnos, debes recordar las tres guerras tan cruentas que hemos sufrido el año pasado. Dos de ellas, las de los salvajes de pelo dorado de las montañas, las superamos sin excesivos quebrantos gracias al heroísmo de nuestras generalas, pero la última, el intento de invasión de los bestiales y contumaces cartagineses, costó demasiado no sólo en vidas de muchos consortes y sus hijos, sino también en oro. El tesoro de Ilici flaquea desde entonces, como todo nuestro pueblo sabe bien. Padecimos tremendas pérdidas hace muy poco tiempo y, por lo tanto, este consejo confía en que no nos pidas lo que no podemos darte.
Adín estuvo a punto de rebatir esta observación, puesto que su proyecto no requería de oro, pero recordó a tiempo que no le estaba permitido hablar todavía. Recitó mentalmente uno de los consejos que más le había repetido su abuela: “Durante la presentación ante el Consejo, no olvides en ningún momento que las gobernantes tienen muchísimo interés por exponer sus puntos de vista y muy poco, prácticamente ninguno, por escuchar los de los demás. Neispaser y las otras cinco madres se apresurarán a explicarte en términos políticos, que es la forma más confusa de explicarse, todo cuanto conoces y conocemos de sobra, pero no tendrán ninguna prisa por enterarse de detalles novedosos y desconocidos de tu proyecto. No tengas prisa por hablar; déjalas agotar todas las flechas que lleven en cada carcaj, y toma la palabra sólo cuando te pregunten y consideres que a ellas no les quedan armas”.
Nespaiser señaló con un gesto de la mano a la madre sentada al final de la fila opuesta, que asintió al recibir licencia para hablar.
-Creemos que eres muy osado y de que es muy grande tu osadía –dijo Usarbael, una mujer cuyas ojeras oscuras hacían pensar en los más temidos monstruos legendarios del bosque y cuyos errores semánticos se afeaban más por la voz cascada con que los pronunciaba-, y mayor todavía es tu descaro, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas. El tema es grave. Son muchas, muchísimas, las damas de Ilici que se han presentado ante nosotras para presentarnos quejas por tu insolencia, ya que defiendes con demasiada exaltación y en términos excesivamente enfáticos el tema de esos desvaríos tuyos, sin mostrar consideración ni considerar la dignidad de los oídos que te escuchan ni escucharlas con veneración ni mostrarles el respetuoso respeto que les debes mostrar por el tema de su alcurnia.
Mientras hacía un esfuerzo enorme por no burlarse de la abominable forma de hablar de la representante de Siniestra Junta, Adín consideró que “muchísimas” era una palabra desmesurada. Según sus conjeturas, solamente dos damas podían haber expresado esa queja, y se trataba de dos ancianas conocidas de sobra por sus excentricidades y traspiés, ya que agotaban personalmente todos los años las reservas de vino de sus haciendas. Poco respeto habían de merecer quienes tan pocos méritos juntaban a su crepuscular dignidad heredada. Pero tampoco a la fea, inculta y ríspida jefa del clan Siniestra Junta podía contradecirla. Aún no le habían autorizado a hablar.
-Entendemos –Adín se alegró, porque ahora Nespaiser había otorgado la palabra a Tresbalasser, la fiel pupila de su abuela- que pretendes ahorrar sudores y trabajo a los varones de Ilici.
Desbaratada de golpe su efímera alegría, Adín se sobresaltó. Quien más debía ayudarle, había nombrado el argumento que más le podía perjudicar, puesto que quienes llevaban todo el peso del acarreo de agua en cántaros y ánforas eran hombres, lo cual no podía ser una de las preocupaciones prioritarias del Consejo de Madres. ¿Qué pretendería con ello Tresbalasser?
Habiendo hablado ya las jefas de los tres clanes representados en el consejo, a partir de ese momento eran libres las intervenciones de las seis madres, sin que Nespaiser tuviera que concederles la palabra. Pensando en los consejos y recomendaciones de su abuela, Adín intuyó acertadamente que soltarían todas las andanadas antes de permitirle expresarse.
-Tal parece –dijo la desagradable Usarbael- que quien te haya educado no te hizo comprender exactamente de cuál es tu posición como hijo de quien eres hijo ni como varón, por si lo has olvidado, que pareciera que sí que te olvidaste, porque ya sabemos lo flaca que es la memoria de vosotros los varones. Tal parece de que quieres usurpar el tema de las funciones y actuaciones propias de damas. Tal parece de que pretendieras apoderarte del tema que concierne a dignidades que no están al alcance de un varón. Tal parece que te has olvidado o ignoras el clan a que perteneces, el tema de tu género y que no deberías tener más ambición que complacer a la dama que se fije en ti y convenga en convertirte en su consorte que le convenga, y no venir a tratar de influenciar con malas influencias a quienes tienen el deber sagrado de servirnos como servidoras.
Usarbael se expresaba de modo tan deficiente y enredado, que Adín no estaba del todo seguro de entender lo que había dicho. Sólo había detectado con claridad la voluntad de poner en entredicho la capacidad educadora de Bastugitas.
Oricumel, la compañera de clan de Usarbael, parecía ansiosa de hablar aunque daba la impresión de que no se le ocurría qué argumentar ni preguntar. Adín miraba en su dirección porque como estaba al lado de Usarbael, no tenía que apartar la mirada del todo del rostro tan sombrío y amargo.
En ese momento, descubrió algo en lo que no había reparado antes. Un ligero movimiento le hizo notar que los pesados cortinajes situados tras el solio de la Gran Dama Reina dejaban una rendija abierta entre los pliegues. Más allá, estaba demasiado oscuro como para distinguir ninguna forma, pero la ilusión más que el presentimiento le hizo suponer que los ojos de Irsecel le observaban. Sí, estaba seguro. Irsecel trataba de que no olvidase nada de lo que tanto ella como Bastugitas le habían advertido, en el sentido de tener calma y paciencia y no dejarse alterar ni por la peor de las patadas en los dientes de su orgullo.
-¿Tienes claro, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas –preguntó Nespaiser-, que no disponemos de oro para tus proyectos y que, por el contrario, disponemos de demasiados testimonios y quejas contra ti?
Como no se le había autorizado todavía expresamente a hablar, Adín bajó la cabeza con humildad.
-Puedes hablar –dijo por fin Nespaiser.
Adín se aclaró un poco la garganta, porque estaba seguro de que su voz iba a sonar llena de falsetes y gallos. Inspiró hondo para decir:
-Gloria, Gran Dama, y honor a la diosa Isbel, que ojalá derrame sobre tu cabeza todas las bendiciones y bienaventuranzas que mereces, por el bien de Ilici. Y a vosotras, madres del Consejo, que todos los dioses os ayuden y materialicen los buenos actos de gobierno que ejecutáis en beneficio y provecho del pueblo ilicitano. Vengo ante vosotras humildemente a hablaros de una inquietud que me corroe desde que era un niño pequeño. Habiendo observado que en los meandros de nuestro íber las plantas y árboles crecen más grandes y vigorosos, comprendí pronto la importancia que el riego tiene para los cultivos. Pero sudamos y nos esforzamos por hacer producir esos cultivos, removemos la tierra y plantamos, tal como cien generaciones de tradición nos han enseñado, pero poco es el agua que podemos añadir a la que la lluvia aporta de manera natural. Aunque todos los hombres de Ilici pasaran todo el día transportando cántaros y cántaros de agua, sería siempre insuficiente. Por ello, llevo pensándolo hace muchos años…
-¡Vaya descaro! –protestó Usarbael-. Tienes tan sólo dieciséis años y tienes la pretensión de llegar ante nosotras pretendiendo engañarnos con el tema de tu edad, pretendiendo hacernos creer que son muchos los años que piensas en ese tema del riego del laboreo de nuestros campos de labor. Propongo al consejo que expulsemos a este varón indigno y mentiroso…

QUINTA ENTREGA 27-V-2011

-Exijámosle que nos pida perdón –atajó Nespaiser, lo que abonó la esperanza de Adín. A fin de cuentas, el obsequio de su abuela a Tibas podía haber ejercido alguna influencia en la voluntad de la Madre Mayor-. Hazlo y sigue tu exposición, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas.
-Pido respetuosamente perdón –dijo Adín con humildad- por dar a entender que reflexiono sobre mi proyecto más años de los que he vivido. En realidad, creo que tendría unos once años cuando pensé en ello por primera vez. Fue cuando descubrí una de esas construcciones asombrosas de los castores…
Notando el murmullo producido por las dudas de las madres, sobre todo las sentadas a la izquierda de la Gran Dama, Adín aclaró:
-Son unos animales muy laboriosos que abundan en las zonas altas de nuestro íber y a veces se aventuran por aquí abajo, cerca de Ilici. Con objeto de construir madrigueras seguras para sus crías, hacen islas artificiales en medio de los íberes, pero para ello necesitan, primero, que las aguas se remansen. Con tal objeto, realizan unas obras que causan admiración; cortan con los dientes ramas y árboles pequeños, logrando que caigan sobre el íber y, de ese modo, crean unos diques que retienen y serenan la corriente. Casi siempre, esas obras ocasionan un pequeño lago. Mi idea es imitar a los castores y poner una barrera de troncos y vasijas de barro llenas de arena, represando las aguas para conseguir que el íber forme un lago junto al meandro más cercano a Ilici. He andado muchas veces el trayecto desde ese lugar hasta nuestras tierras de labor; a lo largo de los tres mil doscientos pasos de recorrido, siempre es un declive suave, sin barreras insuperables ni fuertes desviaciones…
Incapaz de fijarse directamente en sus pupilas por un resabio del que no quería darse cuenta, Nespaiser escuchaba al muchacho con los ojos fijos en sus labios, casi paralizada por la trascendencia de lo que explicaba. Parecía tan sencillo y solucionaría tantos problemas, que no podía comprender por qué no se le había ocurrido la idea a ella o a cualquiera de las madres del Consejo. De llevar a cabo el proyecto, los cambios tanto económicos como sociales en Ilici serían de tal magnitud y tan beneficiosos, que Adín se vería catapultado a una clase de veneración pública que sólo debía corresponder a la Gran Dama Reina y a las diosas. Simultáneamente, su clan familiar y, sobre todo, su enredadora e intrigante abuela Bastugitas, reinaría en el Olimpo. Es decir, si se materializara ese plan, Adín y, principalmente, su hermana Agirnesser se convertirían en una gravísima amenaza para su cargo de Madre Mayor.
-El remanso –continuó Adín su exposición- podríamos conseguir crearlo con muy poco trabajo; luego, ahora sí con un poco más de esfuerzo, desde allí se puede cavar un pequeño canal de un codo de ancho, que nos traería en abundancia, y sin ningún esfuerzo, agua para el riego de nuestros sembrados y también para las necesidades del pueblo ilicitano. Habría un ahorro importantísimo del trabajo de los varones, que podríamos dedicarnos con mayor intensidad a la preparación militar y tendríamos mucha más agua de la que necesitamos…
Adín dejó la frase a medias porque descubrió la descomposición y la ira en la expresión de Usarbael. Parecía que fuese a saltar de su asiento impulsada por santa indignación. El muchacho tragó saliva mientras trataba de identificar exactamente qué palabra o qué frase suya podía haber causado ese efecto.
-¡Eso es blasfemo, irreverente y una salvajada propia de salvajes! –exclamó la fea consejera del clan Siniestra Junta- ¡No sólo te recreas ofendiendo con ofensas y molestando a las viejas damas del reino sino que, además y para colmo de males y desatinos desatinados, pretendes ofender a la naturaleza, creando de manera artificial unos artificios antinaturales que los dioses no nos legaron!
De eso se trataba. Como afirmaba su abuela, el clan de Usarbael llevaba varias generaciones oponiéndose a cuanto significase progreso y desarrollo. ¿Qué ofensa a la naturaleza era quitarle un poco de agua a un íber? Sería para regar un campo donde, para roturarlo, sí que habían violentado la naturaleza, eliminando toda la vegetación silvestre que existía con anterioridad. Tenía ganas de espetarle lo muy miope e intolerante que le parecía, a pesar de su disfraz y sus protestas de progresista, pero no podía permitírselo a sí mismo. Ningún hombre en Ilici estaba autorizado para contradecir públicamente a una dama aunque fuera su propia esposa. Menos podía hacerlo un postulante ante el Consejo de Madres. Pero en verdad que Usarcel le producía una especie de urticaria anímica, tal como le ocurría a Bastugitas.
-Yo… -fue a decir Adín, en busca de un argumento de descargo.
Pero Nespaiser le interrumpió:
-¿Qué esperas sacar de esto, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas?
La perplejidad enmudeció a Adín un instante. La Madre Mayor parecía acusarle de perseguir alguna clase de beneficio personal.
Sin darle tiempo a reponerse del estupor, Nespaiser continuó:
-Perteneces a un clan que lleva muchas generaciones influyendo con afán y con demasiada fuerza en la política de Ilici. La madre de tu madre fue mi predecesora en el cargo de Madre Mayor. Para nadie en nuestro reino es un secreto que Bastugitas abriga grandes esperanzas en relación con tu hermana viuda, Agirnesser. Todos suponemos que Bastugitas la ve como su heredera y sospechamos que manipula toda clase de intrigas para conseguirlo. Y todos están convencidos de que en cuanto alumbre la hija póstuma que su consorte tuvo el descaro de dejarle al morir, la madre de tu madre impulsará su candidatura para que ingrese en este consejo. ¿Vienes ante nosotras, Adín, hijo de Umarbeles, para abrir una brecha a favor de que tu hermana tome el poder, desplazándonos a las veteranas?
Adín se sintió a punto de estallar. Notaba el calor de sus orejas, cuello y mejillas enrojecidos por la ira. Podía sospechar, ahora que había sido mencionada, que la ayuda de Bastugitas tal vez escondía esa intención, pero en su pecho o en su mente no había ni la menor sombra al respecto. Jamás había pensado en Agirnesser en relación con el riego de los campos de Ilici y, en realidad, hacía tiempo que eludía encontrarse con ella, porque al ser viuda y dándose la circunstancia de que él era su pariente varón más cercano, le correspondía sustituirla en los dolores de parto, cuestión que cuanto más se aproximaba menos le complacía. En realidad, todavía no había resuelto cómo eludir esa obligación, elusión que habitualmente podía acarrear fuertes castigos.
Ahora, al ser acusado tan directamente por la Madre Mayor, caía en la cuenta de lo muy condicionada que estaba su vida por pertenecer a su clan. Todos sus actos serían vistos bajo el mismo prisma y ello podía llegar a incluir su amor por Irsecel, si algún día fuese conocido públicamente. Miró hacia la rendija del cortinaje y, ahora sí, alcanzó a ver su rostro, que le estaba aconsejando severamente calma y paciencia. Sin embargo, ya no le quedaba de lo uno ni de lo otro, por lo que dijo:
-Tengo el orgullo de ser hijo de quien soy, porque ello constituye mayor dignidad de la que abrigan ciertos salones de Ilici. Pero esa misma dignidad me obliga, por lealtad a mi propia sangre y a la historia de mi estirpe, a ser fiel, servicial y generoso con el pueblo ilicitano. Jamás ha pasado por mi mente esa intención de la que me acusáis. Mi única pretensión es contribuir a la grandeza de Ilici.
-¡Porque crees que este Consejo de Madres no hace nada por esa grandeza! –acusó Usarbael, ahora afeada más aún por su furibundo aire de reina ofendida.
Nespaiser intervino con tono amargo y gutural:
-Presumes, y así lo has dado a entender con suficiente claridad, de tener tú solo más dignidad de la que hay dentro de este salón, que es el principal de Ilici. Eso representa una ofensa intolerable no sólo para este Consejo de Madres, sino para la mismísima Gran Dama Reina. Sal inmediatamente y aguarda en casa de la madre de tu madre el castigo que decretaremos.
El rostro de Irsecel emarcado por la cortina se ensombreció yu bajó la mirada hasta un punto indefinido.
Adín bajó los ojos y, al mismo tiempo, pareció que sus hombros se hundían hasta hacerle parecer un viejo de treinta y cinco años.

XIII
Irsecel tenía muy claro su papel en la vida y creía decidido su futuro, que no podía ser otro que figurar entre las damas de mayor relevancia de Ilici y, tal vez, llegar algún día a ser una de las seis madres del Consejo. Y, por qué no, convertirse tarde o temprano en Madre Mayor.
Había sido dotada con dones físicos poco frecuentes. A la belleza excepcional de su rostro se unía la armonía de su figura, exuberante en algunos detalles, como el pecho. Danzaba muy bien, cantaba aceptablemente, componía canciones hermosas y su gracia y donosura eran envidiables, pero nada de eso iba a servirle para nada. Lo único de su naturaleza que constituiría un arma para su futuro era la inteligencia. Y la astucia. Su ingenio, muy elogiado también, podría ayudarle, pero no era lo esencial. La preparación militar que había recibido, muy meticulosa y extensa, resultaría fundamental para llevar adelante sus planes. Tenía que fomentar cuento fuera posible su inteligencia y su astucia, porque su destino estaba marcado.
Y, por otro lado, en el camino hacia lo que eran verdaderas metas, solamente había una cosa indiscutible: jamás podría contrariar a su madre. Ninguno de sus objetivos naturales sería realizable si no contaba con suanuencia. Nespaiser era la raíz, el fundamento y parte indispensable de todos sus programas para el porvenir y, por lo tanto, no podía permitir que surgiera en su pensamiento la más elemental idea de rebeldía ni de oposición frente a sus designios.
Por ello, sentir preocupación por la suerte de Adín era un pecado horrendo, que le reconcomía las entrañas y que no debía tolerarse a sí misma. Pero por más que se había esforzado toda la tarde no lo podía evitar. ¿Tal vez sería porque no había en Ilici otro joven más guapo, airoso y arrogante? ¿Estaría asociando sin darse cuenta la grandeza de su porvenir con la necesidad de disponer de un consorte muy destacado y muy especial que le diera astutas y hermosas hijas?
Porque en su entendimiento no cabía otra clase de preguntas. No podía ni representarse mentalmente ciertas palabras. Había damas tontas y sensibleras, siempre de baja estofa, que se dejaban dominar por pasiones tan bajas como esa cosa detestable que llamaban amor, pero a su estirpe le estaban vedadas tal clase de bajezas, por las que ciertas damas, en el pasado, habían sido apartadas con escarnio de los cenáculos que contaban en la ciudad. ¿Dejarse arrastrar por la inclinación irresistible hacia un varón? ¡Nunca! Permitírselo sería firmar su sentencia hacia el ostracismo y la insignificancia. Pero, entonces, ¿cómo librarse de ese pensamiento machacón que había estado acudiendo a su cabeza desde que Adín fuera despedido del Consejo? En el colmo del desatino, había estado a punto de inundarse su pecho de rencor cuando oyó a su madre anunciar un castigo, cuyo carácter aún sin concretar le preocupaba más de lo que debiera. ¿Qué iba a ser de Adín a partir de que se pronunciara la sentencia?
Y si le daba por imitar a su fugitivo padre, y huía lejos, hacia tierras extrañas, en busca de un destino diferente.
¿Y si, enrabietado, se metía en aventuras arriesgadas y moría?
La fuerza con que su maduración lo estaba dotando podía muy bien inclinarlo hacia pendencias peligrosas.
Muy a su pesar, Irsecel temía por Adín y se preguntó qué podía hacer para que no se hundiera más a sí mismo, sin que por ello pudiera ser acusada, ni acusarse a sí misma, de indignidad ni de envilecimiento sensiblero.

XIV
Puntualmente informada por su confidente Tresbalasser de cuanto había sucedido en la sesión del Consejo, Bastugitas mandó llamar a su nieto.
Estaba muy contrariada pero no exactamente por la suerte de Adín ni por la de sus invenciones, sino porque hubiera sido mencionado en el consejo su propio proyecto en relación con su nieta Agirnesser. Era lógico que lo dedujeran, pero ella había esperado siempre que nadie osara mencionarlo en alta voz.
Le producía mayor ira de lo conveniente que pudieran haber sido detectados sus planes sobre Agirnesser. Y, sobre todo, que al conocerlo Nespaiser conspirase contra su realización. Era una cuestión sobre la que había tenido cuidado de no mencionar a nadie y hasta se esforzaba por que no ocupara demasiado espacio en sus pensamientos, de manera que se le pudiera escapar una palabra inoportuna. Pero ése era el único proyecto vital que acariciaba, la única razón para seguir apasionándose y viviendo. La idea de convertir a Agirnesser en Madre Mayor era lo único que le daba aliento, porque todas las demás cosas, incluídas las lisonjas que le dedicaban a todas horas, eras cosas vacías que jamás penetraban su ciorazón acorazado por veinte años de política. En el fondo de sus emociones sólo reinaba la imagen de su nieta convenientemente ataviada y sentada a la derecha de la Gran Dama Reina durante una sesión del Consejo.
Cuando Adín se presentó ante ella, lo obligó a arrodillarse ante su silla y le dio siete sonoras bofetadas.
Bastugitas propinaba siempre los castigos a su nieto sin descomponer el gesto ni pronunciar palabra alguna. El castigado tenía que reconocer su culpa sin que nadie se la señalase; de no ser capaz, ni siquiera merecería un castigo de tan digna mano.
Adín no protestó ni se preguntó el porqué. Se dijo que seguramente había merecido el castigo. Su abuela golpeaba su rostgro con todas las fuerzas de que aún era capaz y, por la progresión, iba a agotar el número mágico de siete que la magia y la tradición consideraba didáctico.
-Has actuado al revés de cuanto te aconsejé –discursó Bastugitas- y has hecho lo peor que podías hacer para perjudicar a nuestro clan familiar. Ni has reducido a la mínima expresión la importancia aparente de tu plan, tal como te exigí, ni has evitado que esa… Madre Mayor, con su miedo de mujer mediocre a perder sus prerrogativas, se dejara dominar por sospechas inconvenientes no sólo para ti, sino para tu hermana, para mí y para toda tu estirpe. Ahora, nos encontramos con un serio problema que hay que atajar cuanto antes. Te prohíbo que hables a nadie de esa idea tuya y de cualquier otra. Te prohíbo que sueñes con emparentar con quien tan graves ofensas ha proferido contra todos nosotros. Te prohíbo que te muestres públicamente en los alrededores del Consejo, de la Casa Real y de la Plaza del Sol, al menos durante dos lunas. Te prohíbo que nombres siquiera a la Madre Mayor o al Consejo de Madres. Hasta que nos notifiquen su sentencia sobre el castigo que te impondrán, desaparecerás de la vista pública. Cuando conozcamos tu condena, hablaremos de nuevo. Procura que para entonces no haya motivos aún más importantes para mi ira.

XV
Antes de que se apagara el último destello del anochecer, Adín se encaminó a hurtadillas hacia el taller del escultor Istolacio. Hallaba tan injusto cuanto estaba ocurriéndole, que le dolía el pecho por la rabia contenida y necesitaba desahogarse haciéndose oír por el único amigo que tenía y en quien confiaba más que en toda la sociedad ilicitana en conjunto.
Istolacio yacía con una dama, con la que no guardaba relación directa alguna. Lo supo por un candil de aceite colgado frente su puerta, que era la señal convenida entre ellos dos y que debía hacerle desistir de entrar. Habían tenido que idear ese juego de señales ya que Istolacio era el hombre de su edad que, no siendo consorte, más trataban las damas solitarias de seducir, tanto las que tenían varón como las que no, porque el escultor era un hombre atrayente no sólo por su apariencia; lo era mucho más por su arte, con el que todas las damas aspiraban a perpetuarse. Conseguir que Istolacio las retratase en piedra era una apuesta en las que todas pugnaban, a pesar de ser pública la prohibición expresa del Consejo de Madres, y Adín sabía por las confidencias del escultor que ciertas damas de suprema relevancia social le ofrecían no solamente su carne, sino objetos de valor incalculable.
No por archisabido resultaba menos sorprendente el trajín que se traían con esa clase de encuentros todas las madres acomodadas de Ilici. Resultaba difícil determinar cuál de ellas se salía de la norma según la cual, como si de un código no escrito se tratase, no resultaría de buen tono ser abnegadamente fiel al consorte. Por consiguiente, y aunque tales asuntos se tratasen con la discreción hipócrita del convencionalismo, la verdad era que no estaba bien visto que una dama de alcurnia no tuviera su “apaño”, que era como se le denominaba a un mantenido en el lenguaje coloquial, y esa carencia originaba en los sanedrines aristocráticos toda clase de murmuraciones sobre el estado de las finanzas o la mezquindad de la dama en cuestión y hasta se le podía atribuir haber caído en la ignominia de amar a su consorte.
A pesar de su juventud, Adín recordaba casos divertidos de apaños muy comentados y las deplorables consecuencias de algunos de ellos. Había algunos mantenidos que se negaban porfiadamente a convertirse en consortes de ciertas damas que los requerían, y todos en la ciudad conocían el porqué de la negativa. Sin premeditación, los mantenidos habían ido agrupándose en el mismo distrito de Ilici, un conjunto de casas de lujo construidas sobre un declive del terreno que, por encontrarse muy alejado de la Plaza del Sol, no era estimado por la gente de orden. Denominaban al barrio popularmente como el “Usitira”, porque, en realidad, ninguna dama permanecía demasiado tiempo fiel a un único mantenido, y se los recomendaban y pasaban entre ellas hasta que sus dotes y características dejaban de constituir una novedad para ninguna de las madres más poderosas. Entonces, eran “usados y tirados” literalmente, cuando ya carecían por completo de posibilidades de convertirse en consorte de alguna.
Se contaba entre murmullos que la mismísima Nespaiser era sometida a extorsión por un mantenido que, creyéndose a punto de ser tirado, había tenido una idea brillante, aunque muy peligrosa. Había aprovechado el esnobismo exagerado de la Madre Mayor, que en todo trataba desesperadamente de ser única. Usaba Nespaiser en torno a los ojos una pomada bermellón que había conseguido hacer comprar subrepticiamente a los salvajes cartagineses, un lujo extravagante que ninguna otra había conseguido, de momento. Por ello, la aureola cárdena de los ojos de Nespaiser era como un sello, como un cuño identificable e indiscutible. Un día que la Madre Mayor había mandado llamar al mantenido en cuestión, que venía sospechando hacía dos o tres lunas que iba a ser relegado sin tardar demasiado, aprovechó los afanes de la poderosa dama y permitió que la corta túnica masculina que ella trataba de quitarle con precipitación, se manchase con la pomada bermellón.
Después, conservó intencionadamente esa túnica manchada durante muchas lunas, hasta que su paciencia se vio recompensada. El día que Nespaiser le dijo que no volviese más, le contó que conservaba esa túnica y la mancha reveladora en un escondite insondable, lejos de Ilici, y que pensaba exponerla donde y en la ocasión en que todo el reino pudiera contemplarla y entender su significado. Recibió un rico obsequio en ese mismo instante y nunca había dejado de recibir algo cada vez que, aún de lejos, conseguía recordar a la Madre Mayor que atesoraba la prenda de su prosperidad. El temor de Nespaiser hubiera parecido incomprensible en cualquier dama ilicitana, pero en ella estaba justificado porque defendía públicamente, con gran énfasis, la necesidad de que las damas se valieran en exclusiva de sus consortes oficiales a fin de tener descendientes que pudieran presumir de igual estirpe y no pudieran surgir rivalidades. Defensa que excluía toda trasgresión por su parte.
A pesar del amargor de su ánimo, Adín sonrió levemente. Se preguntó quién sería la dama a quien Istolacio satisfacía esta vez.
En vez de dar media vuelta y abandonar el jardín del taller, que era lo que habían acordado que hiciera cuando ardiera el candil, Adín se acurrucó al pie de un quejigo, donde masculló su frustración, a la espera de que Istolacio terminara su encuentro furtivo y la dama se marchase satisfecha y complacida.
¡Que amarga e impredecible era la vida! Ayer, a estas horas, su pecho contenía toda la esperanza del universo. En la esperanza brillaban como luciérnagas un futuro junto a

ENTREGA NUMERO 6 N 28-V-2011

Irsecel, una vida plácida en una casa cómoda, con un jardín regado por el sistema que él ideara y poblado de hijos e hijas, iguales ellos como ellas en su consideración, y un respeto público y oficial ganado a despecho de su condición de hombre. Su optimismo era entonces capaz de reventarle las sienes de júbilo. Ahora, por el contrario, todo era negro en su porvenir inmediato.
Apenas quedaba un tono ligeramente violáceo en el cielo cuando oyó que la visita de Istolacio entonaba las fórmulas de despedida. Se enderezó para que le ocultara el tronco del árbol, por lo que la dama, creyendo despejado el camino, no tuvo reparo alguno en pasar cerca de donde se encontraba. Entre la bruma progresiva de la noche recién comenzada, su corazón tuvo un retorcimiento de dolor. El manto, el vestido y la silueta eran los de Irsecel. Sin duda, porque la reconocería aun debajo de diez mantas. Era ella; ni sus ojos ni su corazón doliente le engañaban. Irsecel, la hermosa muchacha que había protagonizado todos los sueños de su adolescencia, se alejaba colina abajo todavía con el calor de los brazos de Istolacio en su piel.

XVI
-¡Adín!, ¿por qué te escondes?
La voz del escultor lo sacó de su pasmo atormentado. La estupefacción le había hecho descuidarse y, por ello, Istolacio lo había descubierto en el momento que dejaba de considerarlo su amigo. Con una losa sobre el corazón y el pensamiento traqueteado por un torbellino, se dirigió lentamente hacia la entrada del taller.
Istolacio sonreía como siempre. Su capacidad de simulación era vomitiba, porque no se adivinaba en su rostro la menor huella de reconcomio. ¡Que hipócrita! Ni siquiera él, que era socialmente mucho menos relevante que Adín, correspondía el cariño que siempre le había tenido. Por lo que había en su expresión y en sus ademanes, la traición cometida por Istolacio contra el que lo consideraba su mejor amigo no afectaba en absoluto su conciencia. Istolacio era tan duro e insensible como la piedra con la que trabajaba. No. En realidad no era insensible como la piedra. Su corazón era piedra, su pecho era la roca monstruosa que decían las consejas antiguas que un gigante había arrancado de la sierra situada en el horizonte de Poniente.
¿Qué iba a hacer? Ya no le apetecía vivir, pero antes de correr a lanzarse a un profundo tajo donde perecer, tenía que acabar con la vida de quien tan gravemente le había traicionado. En un descuido, tomaría cualquiera de sus herramientas, un formón o un escoplo, y le partiría el pecho sin dar ni pedir explicaciones. De tal modo podría contemplar un corazón indigno donde no cabía el menor afecto.
A pesar de la penumbra, Istolacio descubrió la lividez de su rostro y las lágrimas que brotaban de sus ojos. Comprendió que necesitaba consuelo y que estaba obligado a consolarlo, sobre todo por lo que había sucedido en el taller instantes antes y porque detectaba desesperación y muy malos presagios en su rostro.
-He sabido lo que ocurrió en tu presentación ante el Consejo. Me hago una idea de lo mal que tienes que estar pasándolo. Ven, entra, y bebe un jarro de vino, porque es tiempo de que te serenes.
Adín no era capaz de hablar.
Notando su parálisis, el escultor encabezó el retorno al interior del estudio. Se movió con inseguridad, sintiendo los pasos a su espalda pero no era capaz ni de volver los ojos hacia Adín para sonreírle y animarlo. Tenía algo más de edad que él, pero ni haciendo afanosos esfuerzo por recordar lo que se sentía a su edad facilitaba la comprensión de un muchacho tan especial. Porque no cabían dudas de que el nieto de Bastugitas era excepcional y no sólo por ser nieto de la vieja dama ni por pertenecer a ese clan tan lustroso. Adín era excepcional por sí mismo. Quería a ese muchacho como si fuera su hermano, aunque tal cosa no pudiera ni decirla en alta voz, por las diferencias de rango entre ambos, y temía por él. La excepcionalidad de Adín le acarreaba soledad, vacío de los mediocres, que eran la mayoría, como en todas partes. Es soledad, que venía manifestándose sobre todo en el último año, no podía ser buena consejera. Conforme se le fueran cerrando puertas, él tendería a forzar salidas en las que nadie podía pensar, y meterse con ello en problemas insolubles.
-Estás enrabietado –comentó Istolacio mientras servía el vino-, pero no tardarás en superarlo, ya lo verás. No es el primer disgusto que sufres con esta cuestión. Ni el primer desencuentro con Nespaiser. Pero como siempre te digo, es indispensable que te adaptes a la realidad de Ilici y mejor que sea cuanto antes, porque estás madurando cada día más rápido. No olvides que en nuestro reino los varones vivimos mucho más placenteramente que en todos los que conocemos. Habrás oído esas leyendas que hablan de que, en otros lugares, hasta castran a los menos favorecidos por la naturaleza, para dedicarlos mansamente a los oficios de tejedor y cardador, y sólo mantienen enteros a los ejemplares más sobresalientes por belleza y por su dotación física, que pasan a ser reproductores y objetos de placer. Yo te aseguro que no son leyendas, amigo. Mi progenitor, el consorte de mi madre, era un fugitivo de un reino situado al norte, en las montañas, de donde huyó en cuanto alcanzó la edad núbil porque sabía que su destino era el de tejedor con voz aflautada.
Adín sabía que no se trataba de una leyenda, sino de una realidad muy argumentada por fugitivos y demostrada por prisioneros de algunas guerras. Salvo en la costa, donde la dureza de la vida marina había dotado a los hombres de mayor relevancia y, consecuentemente, de casi todo el poder, en los reinos del interior mandaban siempre las mujeres y, en algunos casos, mandaban tiranas enloquecidas que llegaban a hacer esa clase de cosas que mencionaba el escultor. Pero ni aun sí podía considerar ventajosa la sitiación de los hombres en Ilici. Sin genitales o con ellos, los hombres eran seres inferiores, despreciados y desaprovechados. Sólo se les concedía algo de consideración cuando su dotación les convertía en festejados objetos de placer.
Oyendo a Istolacio, mientras maquinaba cómo lanzarse a coger una herramienta y arrebatarle de un golpe la vida que el escultor le robaba palabra a palabra, Adín se dijo que no le habría importado ser el objeto de placer de Irsecel. Ahora, esa posibilidad se había desbaratado, ésa y la de laborar y esforzarse para que Ilici se convirtiera en un reino muy poderoso, ya que contaba con buena tierra que para estallar en riquezas incalculables que sólo aguardaba a que él consiguiera regarla con prodigalidad. Un reino rico y poderoso, el más temido y respetado del Mar del Centro del Mundo, en el que había soñado reinar como consorte de Irsecel si noconseguía antes movilizar a los hombres para que lucharan por la igualdad.
Istolacio, el único amigo que tenía, había borrado con su traición el resto de su vida.
Giró la cabeza hacia el huerto y, más allá, el campo circundante. Un ubérrimo paisaje salvaje sólo presentido en aquellos momentos bajo la oscuridad de la noche, donde abundaban frondosos pinares, encinares, cañaverales, hinojos y borrajas. Ya nada iba a ser transformado por su ingenio, porque moriría esa misma noche, después de matar a Istolacio.

XVII
Bastugitas había exigido que Irsecel acudiera sin que su madre se enterase y cuando nadie pudiera verla, cubierta con un tétrico manto de viudo y oculta por las sombras de la medianoche. A nadie debía comunicar la visita y nadie podía descubrirla.
La vieja dama se debatía entre contradicciones incómodas, una clase de complicación que siempre había rehuido porque le desagradaba sobremanera. No solía dudar, pues sus juicios eran inexorables. Firmeza y seguridad que su experiencia de veinte años de aciertos de gobierno no había hecho más que fortalecer.
Ahora, sabía que no tenía más remedio que persuadir a Irsecel de que desalentase a Adín, pero a ella le gustaba tanto la muchacha y le parecía, a pesar del parentesco, tan digna de ingresar en su clan, que temía cometer un error.
Pero el futuo de Agirnesser no podía ser estorbado por nada.
La incómoda e inaceptada duda creció cuando la muchacha fue conducida a su presencia. La profusión de candiles encendidos para acompañar el insomnio que causaba la inactividad a la ex Madre Mayor, iluminó con un aura dorado el hermoso rostro inocente de la muchacha. Sobre la pregunta de cómo la viscosa bestia inmunda que, en su opinión, era Nespaiser podía haber engendrado tal prodigio, se dijo que pese a todo no tenía otra salida que convencerla de que actuase según lo que convenía a su nieto y a todo el clan, haciéndole creer que también a ella le beneficiaría.
-Acerca ese cojín aquí, a mis pies, que tenemos mucho que hablar.
Irsecel asintió con una leve inclinación de cabeza, pero no sonrió. No tenía ganas de sonreír, después de lo ocurrido en el taller del escultor.
-¿Vas comprendiendo que relacionarte con el hijo de mi hija es demasiado complicado y muy inconveniente?
-Me preocupa…
-A todas nos preocupan siempre esta clase de cosas. Pero a ti no te conviene preocuparte ni, mucho menos, que nadie sepa que te preocupas. Sobre todo, la dama Nespaiser. ¿Has sido tan discreta como te pedí?
A Ircesel le pareció que “pedir” era una palabra muy suave. Lo que Bastugitas le había hecho transmitir era una exigencia.
-Nadie sabe ni podría averiguar que he venido a veros. Digo, gran dama, que me preocupa el castigo que pueden decretar las madres del Consejo y, por ello, esta tarde, he ido a visitar al escultor Istolacio, que acaso sepáis que es el amigo más íntimo del hijo de vuestra hija Umarbeles, a quien los dioses hayan aceptado como hermana.
-¿Con qué propósito has hecho esa visita?
-Sospecho que el mismo por el que me habéis requerido, ¿no os parece?. He solicitado a Istolacio que influya ante Adín para que desista durante tres o cuatro lunas de rondarme, pues su vehemencia e indiscreción han conseguido que sus perseverantes rondas lleguen a oídos de mi madre. Ella cree que han sido siempre inútiles y que yo jamás le he permitido hablarme, lo que si ocurriera sería terrible para él. Sin embargo, creo ahora que tampoco le conviene que sepan las ilicitanas, sobre todo las más chismosas, que aún me desea… porque mi madre tiene oídos en cada muro de Ilici, como sin duda vos sabéis muy bien..
Bastugitas sonrió, muy complacida, mientras reprimía el impulso de comentar que Nespaiser no sólo tenía oídos en cada muro de Ilici, pues su olfato de hiena alcanzaba a toda la podredumbre de la ciudad y muchos de los reinos vecinos.
-Lo malo es lo que ha ocurrido en el taller de escultura, gran dama.
Bastugitas había oído cotilleos sobre que jamás tenían tiempo de enfriarse las mantas del lecho de Istolacio. Sin embargo, le habían dicho que no sólo no forzaba a las mujeres al viejo, y prohibido, estilo campesino, sino que eran ellas quienes lo forzaban a él. Por lo tanto, el rictus de Irsecel debía tener otro motivo.
-¿Qué ha ocurrido en el taller, querida mía?
A Irsecel le emocionó que Bastugitas usara esa fórmula con ella.
-Gracias por incluirme entre vuestros afectos, gran dama. Como os decía, acudí esta tarde al taller de Istolacio para convencerlo de influir en los actos futuros de vuestro… del hijo de vuestra hija, Adín, que tanto nos inquieta a ambas. Rogué al escultor… sí, le rogué que persuada a Adín de olvidarme hasta que yo cumpla los dieciocho años, cuando mi madre dejará de tener potestad sobre mí. Pero el escultor quiere a Adín más de lo que yo suponía. Me ha ofendido muy gravemente, gran dama, culpándome de todas las cuitas que aquejan al hijo de Umarbeles. Os aseguro que yo no…
-¿Consideras que Istolacio debe ser castigado?
-¡Oh, no, gran dama! Sus ofensas no son imperdonables, en privado, porque sus palabras las inspiraba la preocupación sincera que siente por la suerte de Adín. Otra cosa sería que fuesen conocidas públicamente. Pero os aseguro que yo no he jugado nunca con Adín ni con sus pretensiones. Antes de saber quién era, le admiraba, porque sobresale de manera esplendora por su físico entre todos los varones de Ilici, como sin duda vos habréis notado; en realidad, fueron mis compañeras de jardín las que me forzaron a fijarme en él, a causa de las alabanzas con que ensalzaban los atractivos extraordinarios que posee. Creo que las damas jóvenes de Ilici hablan más de Adín y de sus atributos que de todos los demás varones juntos. Por lo tanto, cuando descubrí que me rondaba, me alegró. Pero cuando descubrí quién era en realidad y comprendí el grave impedimento que representa que él pertenezca a vuestro clan, hice todo lo posible por hacerle creer que no me interesaba. Por lo tanto, ni he coqueteado con él ni lo he seducido, como asegura Istalocio que hice. Ni siquiera lo he alentado aunque a veces sienta el impulso de hacerlo. Sólo hemos hablado en secreto tres o cuatro veces, y todas por alguna razón poderosa. Jamás le he robado un beso ni he sobado sus órganos viriles para entrar en cálculos y valoraciones, según hacen todas mis amigas con sus elegidos. Os aseguro que jamás he ofendido la honra de Adín ni he abusado de mi condición superior ni del hecho de ser mujer.
-Tú le amas –afirmó Bastugitas, con sorpresa y evidente repulsión por el término.
-¡Oh, no! –protestó Irsecel-. Sólo es que… creo que me enorgullecería mucho llevar en mi vientre algún día una dama que combinase nuestras respectivas características.
-Ya, ya –ironizó Bastugitas-. Mucha retórica te han enseñado, joven dama, y poco has aprendido a usarla con discreción.
Irsecel se preguntó si Bastugitas, como Istolacio, era capaz de ver dentro de su corazón más que ella misma.
-Cuídate de ese sentimiento, Irsecel, no ya porque puedes perjudicar al hijo de Umarbeles, sino a ti misma. No es digno de nuestra clase mostrar debilidades sentimentales tan inconvenientes; ésas son cosas de la plebe. Viendo lo que veo en tus ojos, querida mía, aún se me desvela como más inaplazable que muestres a Adín la más cerrada e inaccesible de las indiferencias.
Irsecel bajó los ojos al tiempo que asentía muy levemente. Bastugitas descubrió que forzaba el cuello hacia la dirección contraria, seguramente para no revelarle que corrían lágrimas por sus mejillas.
Deser cierto, tendría que abofetearla sin pérdida de tiempo. Una futura gran dama de Ilici no podía permitirse sensiblerías tan deshonestas pero, por otro lado, su memoria lejugó una mala pasada.
Sin razón aparente, revivió en su memoria la imagen del que sin duda era el abuelo de Adín. ¿Qué habría hecho ella entonces si una persona o una situación pudiera haber obstaculizado aquella relación, que fue como un viaje subrepticio al Olimpo? Estaba más en condiciones de comprender a Irsecel de lo que podía reconocer. Pero ningún recuerdo, ninguna nostalgia ni añoranza borraba la realidad. La realidad en Ilici, en esos momentos, era que Irsecel se preparaba para ser, seguramente, la sucesora de su nieta Agirnesser cuando ésta llegase a Madre Mayor, y una dama de tanta alcurnia no podía rozar siquiera el ámbito de lo prohibido. Mientras, su nieto era sin duda el mejor partido posible a que pudiera aspirar una muchacha ilicitana aun cuando pudiera llegar a ser la mujer más poderosa del reino, pero él no podía tomar ninguna iniciativa al respecto. Ni Irsecel podía consentir que se descubriera que sentía amor, ni su nieto tenía otra cosa que hacer al respecto que esperar a ser cortejado y requerido como consorte.




















XVIII
Istolacio acechó los ojos de Adín, convertidos en los de un loco furioso. Situado al otro lado del banco de trabajo, con los ojos vagando sobre el desorden de lajas de piedra y herramientas, apenas estaba prestando atención a sus comentarios sobre las ventajas de vivir en Ilici ni se mostraba impresionado al conocer el destino indeseable de los varones de otros reinos. Algo muy grave le corroía el espíritu.
Adín era la persona más bella que conocía, hombre o mujer; la armonía de sus facciones era tal como la preconizaban los teóricos griegos sobre la perfección de las estatuas. Pero ahora ese belleza estaba eclipsada bajo un rictus que, por nuevo para él, no conmseguía interpretar.
La tristeza que, antes de su llegada, había esperado encontrar en el rostro de su amigo había sido reemplazada por algo peor que no sabía identificar del todo, a pesar de su escrutadora mirada de artista. Había locura pero también algo que parecía rencor. Y odio. ¿Rencor hacia Nespaiser y las madres del Consejo? Sí, desde la perspectiva de sus ilusiones de adolescente con ideas insólitas, tenía razones para ello, pero le decepcionaba que predominara ese sentimiento sobre el amor por Irsecel, también de adolescente. Lo esperaba doliente y se encontraba ante alguien poseído por la demencia vengativa. El movimiento anhelante de las aletas de su nariz exteriorizaba una clase de amargura que nunca se habría atribuído al hermosísimo nieto de Bastugitas.
¿Estaba en su mano ayudarle?
-Apenas me oyes, amigo –dijo con tono de reproche-. ¿Tan profundamente se te ha enconado la espina del rechazo que has sufrido? Lo que yo creo es que tiendes a sacar las cosas de quicio, impulso que hay que comprender a causa de tu juventud. Pero también habíamos establecido que eres más maduro de lo que corresponde a tu edad y, por ello, tienes la responsabilidad de actuar como un adulto y no como un niño. Yo creo que toda tu furia, más que al rechazo en sí, es debida a lo que puede representar para tus demás intereses. ¿Me equivoco? –Adín no respondió e Istolacio vio que tenía que dramatizar más aún sus argumentos, para hacerle volver en sí-. No, no creo que me equivoque. En el centro de todo están tus sentimientos hacia Irsecel. Esa es la verdad. Pero si intentaras ser un poco más sensato, comprenderías que a lo mejor es eso, precisamente, lo que te ha perjudicado ante el Consejo. Os citáis a escondidas, pero con gran descuido por tu parte y como si todo el mundo fuese tu cómplice. Pero son muchas las murmuradoras y, sobre todo, los murmuradores de Ilici que hablan con malas intenciones de tu apasionamiento por Irsecel y, como puedes suponer, los rumores tienen que haber llegado a oídos de Nespaiser. ¿Qué esperabas? ¿Que la Madre Mayor que odia a su antecesora, que es precisamente la madre de tu madre, acepte sin más que su hija pueda llegar a acogerte como consorte? ¡Qué delirio! Claro que no lo aceptará. Lo que tratará por todos los medios es de perjudicarte y quitarte la idea de la cabeza. La de idea de ser consorte de su hija y todas las demás. Intentará tu ostracismo y, si no temiera tanto a tu abuela, también procuraría que fueses vendido como esclavo sexual de los cartagineses. Y ay de ti si llegara a enterarse de que Irsecel te ha prestado alguna atención, porque entonces lo más seguro es que consiguiera que el Consejo te destierre de Ilici, con lo que ni siquiera tendrías la protección de un complaciente amante cartaginés. Por ello, mientras se pronuncian sobre tu sentencia, tienes que redoblar el cuidado, la cautela y la discreción, y extremar las precauciones. Es más. Yo creo que tendrías que abandonar completamente ese cerco que tienes montado a todas horas en torno a Irsecel; ésas no son cosas de hombres; acosar es cosa de damas… de las que pueden permitírselo. Durante varias lunas no deberías mandarle recados ni rondar a Irsecel. Y, en realidad, lo que más te convendría es que ni la mirases.
Adín estaba comenzando a sentir ganas de vomitar. ¿Cómo podía ser Istolacio tan hipócrita, tan desleal y traidor y, sin embargo, actuar fingiendo interés por él, como si su corazón fuese puro? No sólo le había traicionado, sino que tenía el descaro de tratar de convencerlo para que dejara de verse con Irsecel.
Como si cualquiera pudiese controlar de tal modo su corazón.
Istolacio merecía doblemente la muerte, por su traición y por su desfachatez. A Adín le atenazaba la pena por verse obligado a matar al único varón que había llegado a estimar como amigo y por los años de hermosa camaradería que se vería obligado a olvidar, pero consiguió librarse de las cadenas invisibles, emitió un grito sobrehumano que gemía todo el dolor de su pecho y se echó como un torrente sobre el banco de trabajo de Istolacio. A tientas, sin perder de vista al escultor, tanteó en busca del formón o el escoplo que iba a clavarle en el pecho.
Pero la visión de Istolacio poseía las privilegiadas facultades de todos los artistas plásticos. Capaz de identificar sentimientos en los ojos más flemáticos, lo era también de anticipar gestos y ademanes. Que Adín tenía una idea loca en la cabeza hacía ya mucho rato que lo presentía; lo que sólo ahora descubría era su voluntad de hacerse daño. Se había echado sobre el banco para coger una de sus herramientas, seguramente con intención de clavársela a sí mismo en el pecho. Pobre chico. Con razón hablaban de las locuras del amor los exóticos trovadores y rapsodas griegos de los pueblos de la costa. Tenía que proteger a Adín de sí mismo y, para ello, se vería obligado a reducirle aunque tuviera que causarle algún daño.
Mayor y más robusto que Adín, Istolacio poseía el desarrollo físico de quien se veía obligado a ir con frecuencia a las canteras en busca de buenos bloques de mármol, que aunque ayudado por varias bestias, tenía que hacer grandes esfuerzos para llevarlos luego a su taller. Sus miembros nervudos y sus piernas, más robustas de lo común, eran lo que tantas damas apreciaban como complemento deseable que realzaba su condición de escultor que podría retratarlas algún día.
Antes de que Adín localizase a tientas el formón que procuraba, su amigo cayó sobre él y lo inmovilizó.
El cuerpo del escultor reaccionó antes que su propio pensamiento. Saltó encima de Adín y, a horcajadas sobre su cintura, le inmovilizó los brazos forzándolos fuertemente hacia atrás. El muchacho se debatió sólo unos momentos, porque comprendió que no podía deshacer la presa. Había sido un estúpido por actuar ante los ojos de Istolacio. El traidor merecía la traición. Debía haberlo hecho imitándole a él mismo; moviéndose sigilosamente, como una sabandija, protegido por la oscuridad; debía haber fingido marcharse y volver cuando durmiera, para sorprenderlo en su lecho.
-¿Qué locura es ésta, Adín, amigo? –dijo Istolacio, con un principio de sollozo en la voz-. Tienes una vida por delante, una hermosa y prometedora vida. Sería estúpido dilapidar tanto futuro por una rabieta que dentro de poco se te habrá olvidado. Te espera una larga vida que vivir, no seas tonto; y, seguramente, te esperan también muchas más damas amables y dispuestas que disfrutar. No te soltaré hasta que no jures, en nombre de todos los dioses, que no intentarás matarte.
Antes de comprender, el joven se debatió un poco más. Pero tanto el tono del escultor sobre su forma de sujetarlo que, aunque fuerte, era al mismo tiempo una especie de caricia comprensiva, le desconcertaron.
Alcanzada la comprensión, no salía de su estupor. Istolacio no había interpretado correctamente sus intenciones con el conato de agresión. No sospechaba, porque, al parecer, esa idea no cabía en su pensamiento. Creería haber disimulado la traición con la más perfecta mentira. Pero tal creencia no iba a beneficiar al escultor, sino a Adín. Esa era, entonces, su ventaja. Fingiría que sí abandonaba el supuesto propósito de suicidio, dejaría correr las cosas y aprovecharía la primera oportunidad de matarlo.

Irsecel había desaparecido de su vida y su futuro. Ya no era nada. Ya no importaba nada, ni la muchacha, ni su madre, ni el Consejo ni su proyecto de riego. Para su desesperación y amargura, se producía una prórroga a causa de la pronta actuación de
Istolacio. Pero se trataba sólo de un aplazamiento. No se suicidaría esa noche, puesto que no había conseguido matar a su antiguo amigo, el culpable del mayor de sus dolores.
El tiempo de espera le permitiría maquinar el plan de manera que no pudiese fallar como ahora.






















XIX
La sentencia del Consejo estaba retrasándose más de lo común, lo que causaba extrañeza generalizada, además de cierta sorna. Ilici era un mar de murmuraciones y se habían desatado los diablos traviesos de las conjeturas más disparatadas. A despecho de la enemistad pública y notoria entre Bastugitas y Nespaiser, había quien hablaba de complicidad entre todas las poderosas a la hora de la verdad, porque las madres que pertenecían o habían pertenecido al Consejo practicaban el corporativismo más que en ninguna otra actividad humana. Se sabía que los profesionales de cada gremio eran corporativistas de un modo torpe y descarado, y todas habían visto a damas muy encopetadas defender con cinismo cosas que no podían ser defendidas porque todas conocían la verdad. Mas el corporativismo de la política era el peor de todos por su refinamiento, disimulos e invocaciones a la “cuestión de estado”. Y ninguna lo hacía por sí; sabía que levantando una mano en defensa de otra política, aunque fuese enemiga, ocultaban sus propias culpas.
Pero también se llegaba a afirmar que las parientes de ambas damas estaban inmersas en toda clase de intrigas y negociaciones soterradas, para evitar que llegara a producirse un rompimiento de hostilidades que pudiera originar una guerra civil, que no sería la primera en Ilici por tal causa.
Esta tesis se apoyaba principalmente en los movimientos que estaban produciéndose. El criado favorito de Bastugitas, Beles, estaba cabalgando fuera de la ciudad esos días más que en ninguna otra época y, por su parte, varias de las generales consideradas más fieles e íntimas de Nespaiser realizaban también gestiones fuera de la ciudad, que nadie imaginaba ante quiénes podían estar dirigidas. .
Nadie ignoraba en la ciudad el enfrentamiento jamás saldado entre la actual Madre Mayor y su antecesora. Ni las intrigas ede Nespaiser en su momento de aspiración ni las burlas de Bastugitas para impedir que tal aspiración se materializase. Los hechos reales habían sido mitificados y se inventaban humoradas que poco se parecían a los sucesos verdaderos, pero con las que todas reían a carcajadas.
Ninguna dama hablaba de ello directamente, porque sería de mal tono, pero en los saraos y reuniones, a los que no permitían asistir a los consortes, frecuentemente se aludía a “las leonas” con ironía y hasta sarcasmos. Cuando se pronunciaba tal palabra en plural todas sabían a quiénes se referían y cuanto siguiera en la frase tendría que ver con las dos últimas Madres Mayores.
A Bastugitas no le disgustaba ser llamada leona. En realaidad, y en el fondo, le complacía. Su única objeción era que consideraba que a Nespaiser le cuadraría mejor que la denominasen zorra o, cuando menos, perra sarnosa.
Durante el tiempo de la espera de la sentencia, las leonas estuvieron en bocas de todas las damas y en todos los cenáculos, y circulaban apuestas sobre cuál podía estar a punto de ver limar las uñas de sus garras y cuál podía correr el riesgo de perderlas del todo. De cual produciría sangre, pocas dudaban.
Normalmente, los veredictos se pronunciaban a los dos o tres días de invocados en una sesión del Consejo. Pero, por las apariencias, las madres se lo habían tomado en esta ocasión con una calma insólita, si es que no tenían razón las murmuraciones sobre el acobardamiento de Nespaiser por lo que pudiera acarrearle una sentencia demasiado severa.
Quienes aguardaban a ver qué decidían, que eran casi todos en Ilici, sentían aumentar la curiosidad o la tensión según fuera buena o mala su relación con Adín y su clan, y el misterio fue creciendo conforme pasaron los días.
Bastugitas sospechaba el motivo del retraso. La serpiente venenosa que era Nespaiser temía una reacción demoledora de su clan si la sentencia era demasiado rigurosa; pero, al mismo tiempo, temía también que, siendo benevolente, no pareciera suficiente escarmiento, sin olvidar que tal vez se podía darse el caso de que el clan de un sentenciado antiguo se sintiera comparativamente agraviado.
La vida de Bastugitas había discurrido demasiado plana de acontecimientos desde que dejara de ser Madre Mayor. Había pasado de gobernar un reino a gobernar tan sólo una mansión. Pero ese gobierno había sido siempre tranquilo. Ahora, de repente, se encontraba con un cúmulo de preocupaciones, y sin embargo no se sentía apesadumbrada. Más bien al contrario, notaba bullir en su interior ideas y conjeturas múltiples, un hervor vivificante de ideas, igual que cuando todavía ejercía el poder y era quince años más joven.
No se le ocurría pensar en ello, pero las preocupaciones estimulaban todas sus facultades; las exaltaban. Por un lado, estaba el asunto mismo de la sentencia; iba a verse obligada a asumir un castigo que pareciera justo a la población del reino sin que llegase a ser tan severo que no fuese aceptable para la dignidad de su clan. Por otro lado, estaba cuanto concernía la conducta de Adín, a quien había mandado vigilar, pero el muchacho era como un espíritu burlón, escurridizo como un conejo, capaz de esfumarse y desaparecer de la persecución más atenta y mejor organizada. Por último, estaba la proximidad del parto de la hermana de Adín, Agirnesser, y a los riesgos propios de dar a luz un niño se juntaba el de no tener consorte para la ceremonia de los dolores de parto. Muerto el consorte, Adín era a quien le correspondía actuar. Con la voz de la experiencia, Bastugitas temía que con el atolondramiento del muchacho y sus desapariciones no llegase a tiempo cuando le correspondiera estar junto a su hermana.Y se trataba de un asunto de importancia capital, al menos para Bastugitas. Para sus planes y para la historia de su clan.
Ahora que estaba a punto de producirse el acontecimiento del parto y la nueva maternidad, Agirnesser resultaría facultada para encajar en el plan que Bastugitas había soñado para ella toda su vida: convertirla en la próxima Madre Mayor. Que su consorte hubiera muerto era una ventaja añadida para sus designios, porque no encontraría oposición para convencerla de cuál era su deber.
















XX
Mostrando gran consideración hacia la categoría no de Adín, porque siendo varón no tenía demasiada, sino la de su clan, la sentencia fue grabada en una lámina de cobre que colgaron en la columna izquierda de la entrada del salón del Consejo.
El Sol brillaba espléndidamente no soplaba más que una fresca brisa y los pájaros procedentes del sur viajaban hacia los países del norte contentos de volver al hogar, porque la algarabía que armaban era como una fiesta.
En cuanto la sentencia de Adín fue colgada, la gente se arremolinó en pocos instantes y pareció que toda la ciudad desfilaría ante el Consejo antes de que el Sol se aupara a lo más alto.. Un nutrido grupo de damas se afanaron con alzamiento de talones y saltitos, tratando de descifrar el texto que muy pocas sabían leer, pero fueron comunicándoselo las unas a las otras entre murmullos y risas contenidas.
Siempre eran indescisfrable en el reino el valor y el significado de las risas de las damas cuando formaban grupos: podia significar felicidad, que este caso podría deberse a la benignidad del castigo; pero también podía significar revancha, por la envidia soterrada que muchas de ellas sentían hacia el clan más poderoso de la ciudad; y también podía significar simple burla por la ingeniosidad del castigo. En el fondo, que su castigo pudiera producir burla era lo que más espantaba a Adín. Y también a su abuela que, a juicio de quienes la conocían bien, la burla podía constituir una ofensa y un reto, y nadie era capaz de predecir cómo reaccionaría Bastugitas en este caso.
A cierta distancia del grupo de mujeres, los numerosos varones, igual de curiosos que ellas pero menos libres, esperaban a que la curiosidad de las damas quedase satisfecha con objeto de poder satisfacer la suya. Confundido entre ellos, y a pesar de ser el primer interesado, Adín tuvo que esperar también a que las damas fuesen despejando el terreno.
Cuando llegó el momento, el joven se acercó a la placa de cobre renqueando y con la piel blanca de Luna.
“Asistidas e iluminadas por nuestra gloriosa madre Isbel, que vive y reina en todos los niveles del cielo y en los del inframundo, las madres de este Consejo debemos juzgar y castigar los delitos cometidos por Adín, del clan de Bastugitas, un delito de insolencia y otro de ofensas contra los símbolos supremos del reino. Las madres de este Consejo hemos decidido que por el primer delito, Adín deberá cubrirse la cabeza de ceniza y, arrodillado en el centro de la Plaza del Sol, pedir perdón durante dos días con sus noches. Por el segundo delito, permanecerá toda una luna en el bosque, donde será abandonado completamente desnudo, sin armas ni provisiones y sin poder entrar jamás en la ciudad. Nadie se le acercará, nadie le ofrecerá ropa ni alimentos y nadie se compadecerá de él, so pena de ser castigado a secundarle en el castigo. Que así se cumpla. El Consejo de Madres”
Adín sintió escozor en los ojos, pero no iba a permitir que el llanto corriera por sus mejillas. Detrás de él, Istolacio lo observaba con preocupación. Notó la rigidez de sus puños y brazos y, en general, de su pose, reveladora del furor que iba dominándole. Apoyó afectuosamente la mano en su hombro. Adín, que no sabía que hubiera acudido el escultor, volvió hacia él la cabeza con mayor confusión que ira. Deseaba decirle que se marchase y lo dejara afrontar su propia vergüenza, pero no habló porque estaba seguro de que la voz se le rompería en un sollozo.
Alrededor, el corro de hombres que, sin excepción, envidiaban a Adín por todo: su clan, su fortuna personal y su físico, sonreían estúpidamente. Más allá de ellos, algunas damas remolonas también sonreían aunque en el fondo sintieran piedad por el muchacho. Sonreían imaginando el disgusto que Bastugistas iba a llevarse, aunque no fuera lo bastante grave la condena como para obligarla a adoptar medidas.
Adín miró el rostro de Istolacio con el desconcierto de los últimos días. Sentía en el fondo de su corazón que seguía queriendo a su amigo, comprobaba en el rostro del escultor un interés genuíno y sincero por su suerte, pero no dejaba de escamarse por el contrasentido que representaba que se preocupase por sdu ánimo cuando le había producido la mayor herida que nadie podía causarle. Tracionar su amistad yaciendo con Irsecel no sólo era una canallada, también era la medida de su bajeza moral.
Istolacio detectó las sombras que pasaban por el rostro de Adín. Ni se le pasó por la imaginación que él pudiera ser el causante de esas sombras; el castigo del Consejo era razón suficiente para desatar las peores furias del muchacho.
Como más maduro que Adín, estaba obligado a intentar algo.
-Según la costumbre –dijo Istolacio con suavidad-, la sentencia no se pone en marcha hasta el siguiente amanecer de su publicación. Por lo tanto, tienes tiempo hasta el alba. Puedes emborracharte, hartarte de sexo, comer como un titán o, sencillamente, reflexionar. Ven conmigo, amigo, que quiero hablarte.
Adín no tenía ganas de acompañar al escultor a ningún sitio, como no fuera a un desfiladero discreto donde matarlo sin que nadie pudiera sorprenderlo. Pero de yendo tras él podía alejarse del escarnio que representaban las miradas conmiserativas de cuantos había alrededor.
Mientras, oculta bajo el dintel del salón del Consejo, Irsecel compartía con Istolacio la preocupación. El color ceniciento que el muchacho presentaba no era lo peor; el rictus resuelto que presentaba su boca era lo que más temía. ¿Qué podía ocurrírsele hacer? Conocía de sobra las efemérides de Ilici como para imaginar que Bastugitas no tomaría ninguna represalia, ya que el castigo, aunque levemente humillante, no era grave.
Se preguntó si ella podía hacer algo que no fuera interceder ante su madre, iniciativa que no serviría de nada y, ene realidad, agravaría la situación.
Se dio cuenta de que había una herida muy molesta en su corazón y se dijo que tenía que ser capaz de que nadie lo notase.
Cuando abandonaba la plaza tras el escultor, Adín notó de reojo que Irsecel lo miraba desde más allá de la columnata del Consejo, protegida por discreción de la sombra.
¿Estaría disfrutando el espectáculo de su humillación? ¿O habría salido a contemplar a su nuevo amor, Istolacio?




















XXI
-Yo también siento enfado cada vez con mayor frecuencia, amigo –dijo Istolacio en cuanto se acomodaron en el jardín, ante la entrada del taller, y tras ofrecerle un vaso de vino.
Estaba cayendo la noche. Desde la costa llegaban ráfagas de brisa salobre que apenas agitaban las enredaderas de dama de noche y los rosales trepadores. Ya habían empezado a cantar los grillos, adelantándose al verano, y su rítmico pitido se acompasaba con el lejano croar de las ranas del íber. Los pájaros del bosque entonaron un canto desaforado cuando la Luna tiñó de plata los pinos.
Adín no escuchaba apenas al escultor. No disponía de pretexto para entrar en el taller en busca de una herramienta que se sirviera como arma. Cavilaba el modo de consumar su venganza del amigo traidor, tratando de encontrar pretextos con que hacerle ir hacia el interior de la casa. Si no entraban en el taller, no podría aferrar el formón con que partir el corazón de Istolacio.
No pudiendo verse apenas, Istolacio no descubrió la tormenta que había en el pensamiento de Adín. Hacía rato que dedicaba todo su esfuerzo a tratar de hacerle pensar en cosas distintas de su condena.
-Mira el exvoto que me han mandado esculpir, como homenaje supremo a la dama Sanibelser, a quien los dioses hayan acogido como hermana. Atendiendo que formaba parte del Consejo en el momento de morir, todo les parece poco y ninguna extravagancia hallan suficiente. Entre exvotos y símbolos, ya es la quinta escultura que me mandan crear para que repose junto a sus cenizas. Pero ¿tú crees que mis ambiciones de artista se pueden satisfacer con esto?
Adín miró distraídamente la figura a medio esculpir. Su ánimo no estaba para risas, pero en otras circunstancias habría sonreído, porque había visto ya otros dos exvotos semejantes destinados a la misma tumba. Si con un exvoto se pretendía que la diosa curase la parte representada, quién sería la dama insatisfecha del quehacer sexual de su consorte que tanto insistía con que Istolacio tallase en piedra penes descomunales, brotando de figuras minúsculas que simulaban masturbarse. ¿Eran varias las damas poderosas que trataban de que Sanibelser les ayudase desde el otro mundo, intercediendo ante la diosa para que sus consortes recuperasen la potencia?
Sobre los exvotos circulaban toda clase de conjeturas y teorías. Según unas, servían para agradecer una curación que la diosa Isbel había operado, pero para otras se le pedía con ellos un milagro que todavía no había tenido lugar. Por último, había otras que consideraban, introdciéndolo en una tumba, cobraban vida y consolaban a la enterrada si algo en su consorte no la había satisfecho lo suficiente.
-Estoy bastante más que decepcionado con mi trabajo, amigo –continuó Istolacio-. No sé cuánto tiempo voy a resistir, porque cada día aumentan mis deseos de marcharme en busca de otros horizontes. Los griegos son los escultores más extraordinarios de Nuestro Mar y, como sin duda sabes, existen numerosas ciudades que han adoptado estilos y costumbres griegas en el litoral de estas tierras. Cada vez van quedando menos, porque los brutos cartagineses asaltan esas ciudades sin motivo ni propósito aparente, tal vez sea porque les molesta la belleza. Pero quedan algunas. He oído de una que se llama Malaka, una ciudad que por sus costumbres y por su arquitectura parece de todos y al mismo tiempo de ninguno, y dicen que ha conseguido rechazar todos los intentos de dominación y que sobrevive bien sin gobierno superior, de manera que a nadie pertenece y a todos acoge como naturales. Me han asegurado que pasa muchas temporadas allí el mayor genio vivo de la escultura griega, Praxíteles. Imagina, el maestro con que cualquier escultor soñaría. Cada día me apetece más correr en busca de esa ciudad, a ver si consiguiera que el maestro me enseñe una manera más libre de esculpir que estas cosas tan primitivas y carentes de imaginación. Deseo llegar a ser capaz de retratar a la gente tal como es de verdad, Adín, no según las limitaciones de un arte imperfecto. A ti también me gustaría retratarte, y a Irsecel, que sois los dos ejemplares más bellos de Ilici, pero quisiera poder hacerlo sin rigidez y con armonía. Algún día, podría esculpir la dama más maravillosa del mundo, superando todas las representaciones tradicionales de la Diosa Madre. Tengo que ir en busca del arte, Adín, y no debería esperar demasiado tiempo para hacerlo, o seré incapaz de asimilar nuevos modos, verdaderamente artísticos y distintos de nuestra tradición. ¿No te apetece escabullirte para librarte de ese castigo tan injusto al que te han condenado, y acompañarme? Me agradaría tanto que vinieses conmigo.
Adín, que cavilando el modo de acabar con su vida lo escuchaba distraídamente y sin gran interés, lo miró de pronto con desconcierto. ¿Qué significado tenía esa invitación? ¿Se proponía Istolacio obligarlo a marcharse a un país extranjero, alejándolo de Irsecel, para luego abandonarlo sin proporcionarle indicios del camino de vuelta? ¿Regresaría entonces Istolacio a Ilici, a apoderarse de lo que más había amado el que antaño fuera su amigo? ¿Hasta tal punto llegaba su maldad y su perfidia? Tenía que matarlo esta noche, sin más tardar.
-He oído que falta poco para el parto de tu hermana Agirnesser.
-Media luna. Si cumplo al pie de la letra el castigo al que me ha condenado el consejo, no podré participar en la ceremonia. Será lo único positivo que saque de mi condena.
Istolacio cabeceó, algo sorprendido.
-¿Te desagrada ser el protagonista del rito de los dolores de parto?
-¿A ti no te desagradaría?
-La verdad es que no. ¿Qué le encuentras de malo?
-Todo. Me parece ridículo. Vestirme de mujer, simular dolores de parto y permitir que quien de veras los padece me cuide y consuele. Es una estupidez.
-Pues es uno de los fundamentos de las relaciones entre sexos en nuestra cultura, Adín, tan importante es que yo creo que la madre de tu madre no permitirá que el castigo te impida cumplir con tu deber familiar. Seguramente, obtendrá para ti el indulto o, al menos, una tregua, a fin de que cumplas y actúes en el rito de los dolores de parto de Agirnesser.

XXII
En esos momentos, Bastugitas acababa de ser informada de la sentencia y, por ello, mandó en seguida una silla gestatoria para que Agirnesser fuese conducida a su presencia con mucha urgencia, pues según lo avanzado que estuviera el embarazo tenía que hacer cálculos exactos y proceder en consecuencia.
Mientras aguardaba, se mordía los nudillos para refrenar el impulso casi insoslayable de mandar a veinte servidores provistos de falcatas y escudos de metal, para que asesinasen a Nespaiser y tomasen a todo el Consejo como rehén.
Pero ella había sido la principal impulsora histórica del modelo actual de gobierno, mucho más deliberante que en el pasado. Y no había actuado por verdadera convicción exactamente, puesto que su clan era el que había conseguido un siglo y medio antes organizar un reino viable en Ilici, lo que no hubiera sido posible conseguir con asambleas donde todas pudieran opinar, que buenas eran las iberas a la hora de pretender imponer cada una su propio punto de vista a las demás.
Su clan pudo organizar con tanta eficacia el estado gracias a haber sabido combinar la mano dura con la justicia y la razón.
Mas Bastugitas también había sido joven y tuvo que vivir, a los catorce años, su propia experiencia de iniciación. Una experiencia que tenía mucho que ver con su añorada hija muerta, la pobre Umarbeles.
A pesar de la impaciencia por que Agirnesser no hubiera sido llevada todavía a su presencia, sonrió con picardía. Ese episodio de su vida, el de la iniciación, jamás se lo había confiado a nadie, ni a su propia madre.
Recordarlo le hacía suspirar siempre, lleno su pecho de un sentimiento de añoranza que le reprocharían, de ser públicamente comentado. Había conocido a un hombre en la casa de la dama de la costa donde su madre le había ordenado pasar una parte del viaje de iniciación. El hombre, llamado Tilefos, asombrosamente era recibido en la mesa y agasajado a todas horas como si de una dama se tratase, con los máximos honores y consideraciones, porque era un filósofo griego que la dama había contratado para la educación de sus hijas, a un altísimo precio.


OCTAVA ENTREGA 30-V-2011

Pero Tilefos, a sus veintiocho o treinta años, era el hombre más hermoso que hubiera podido jamás imaginar que existiese. En buena medida, a él se debía la belleza extraordinaria de Adín.
Sonrió de nuevo y se pasó la lengua por los labios sin darse cuenta, con un gesto reflejo del que no fue consciente. El primer beso de Tilefos le había sabido a moras e hinojos, y no había sido ella quien lo robara sino él. En un primer instante, bajo la sombra de aquel olivo donde se había recostado a reposar la siesta, sintió el impulso de llamar a la guardia cuando el bello griego la despertó en el momento de posar los labios sobre los suyos. Pero se contuvo, irremediablemente, porque el beso fue como un sorbo de néctar celestial. Pasó los siguientes doce días en estado de hipnosis, como si fuese víctima de un sortilegio. Al primer beso siguieron muchos otros pero fue ella quien dio el primer abrazo y quien palpó primero con una mezcla de curiosidad y anhelo que a Tilefos le divirtió mucho. Él daba muestras de conocer las costumbres locales y había decidido disfrazar sus impulsos, pero esos impulsos habían sido muy contagiosos y ella no estaba dispuesta a reprimirse. Yació apasionadamente con él todas las noches de esos doce días y sólo el riesgo de que su hospedera se alarmase por su vehemencia y comunicara el caso a su madre, impidió que yaciese a todas horas y en todos los lugares. De mutuo acuerdo, buscaban la discreción de la noche más profunda, pero durante los doce días Bastugitas creía no poder respirar si no lo contemplaba, y decidió asistir a sus clases junto con las hijas de su anfitriona.
Así fue como Tilefos insufló su espíritu, además de su cuerpo, cuestión ésta de la que sólo se enteraría casi dos lunas más tarde.
En todas las lecciones, Tilefos desenrollaba un grueso fajo de pergaminos y traducía a sus alumnas varios párrafos de un libro titulado “La república”.
-Platón afirma que para construir Utopía sería necesario retratar a los dioses como seres virtuosos –recitaba Tilefos-, diferentes de lo que Homero y muchos otros rapsodas han escrito sobre ellos, que nos los pintan como incestuosos, vengativos, crueles, asesinos y estafadores. Cree Platón con razón que, en ese caso, la censura y el engaño serían un requisito indispensable para la virtud institucional. Afirma que en ciertas circunstancias, la mentira es útil y no despreciable. Por consiguiente, y de modo consecuente, la idea de Utopía se difumina…
Así, entre miradas hambrientas a los hombros y los ojos de Tilefos, fue asimilando sin darse cuenta ideas y recursos que años después le serían de gran utilidad a la hora de gobernar. Habiendo empleado con astucia los recursos más rebuscados de la retórica y la filosofía de aquel desconocido griego que tanto veneraba Tilefos, Bastugitas había pasado a la historia como la fundadora del reino más libre que jamás había conocido Ilici.
Algo más de una luna después del regreso de su viaje iniciático, a nadie le confió el porqué de sus prisas por contar con un consorte oficial, aceptado por su familia. Se celebró con toda diligencia la ceremonia del acogimiento familiar de un joven prometedor, que sólo contaba dieciséis años y resultó algo tibio de carácter y de todo lo demás. Sin embargo, siete lunas más tarde nació Umarbeles, que a todos asombró desde niña por el color de su pelo, sus ojos, su desparpajo y su inteligencia. Lamentablemente, Isbel se la había llevado mucho antes de cuando le correspondía, sin darle la oportunidad de convertirse en Madre Mayor, tal como Bastugitas había decidido en cuanto nació. .
No consentiría que ocurriera igual con la hija de Umarbeles, Agirnesser. En cuanto supiera con exactitud cuánto faltaba para el parto, resolvería cómo proceder en relación con la condena de Adín.

XXIII
Los dos días que Adín pasó embadurnado de ceniza en la Plaza del Sol no supusieron un tormento insoportable, porque había permanecido casi siempre a solas, sin testigos y sin tener, por tanto, que soportar burlas como las que él mismo había protagonizado como burlón en muchos casos semejantes.
Ignoraba que su abuela había hecho correr el rumor de que cualquiera, dama o consorte, que se mofase de él o, simplemente, se pararse a mirarlo con regodeo, moriría la misma noche y su casa sería saqueada e incendiada.
Para vadear el riesgo de una lógica e irreprimible curiosidad instintiva al pasar, el pueblo ilicitano se ausentó en masa de la plaza; nadie acudió a presentar reclamaciones ni propuestas al Consejo y ni siquiera instalaron el mercado esos dos días, porque también los mercaderes, inclusive los que acudían de otros reinos, fueron amenazados por desconocidos que nadie consiguió identificar.
Durante los dos días del castigo público, que en su concepción pretendía ser escarnio, no hubo público alguno. Muy pocas pudieron entrever, de lejos y por rendijas de las cortinas, el hermoso rostro del muchacho con apariencia de estatua de barro mal cocina por estar cubierto de ceniza. Fue tan completa la inactividad, que Adín, aburrido hasta lo insoportable, anhelo que, aunque se burlase, pasara alguien.
Temía la burla no sólo por lo que tendría de insultante, porque no sabía contener sus furores. Estaba seguro de que si se produjeran las ruedas de estúpido holgazanes riéndose bobaliconamente de su humillación, saltaría hacia ellos y no sería raro que corriera la sangre. Pero ni siquiera hubo ocasión de enfadarse. Sólo aburrimiento total, que ni siquiera Irsecel podría mitigar acercándose con cualquier pretexto, por ejemplo para darle un sorbo de agua. Era más fácil que bajase la diosa Isbel del cielo a socorrer su sed que Irsecel desafiara los designios del Consejo y, sobre todo, los de su madre.
Superó, pues, el castigo con menor consternación de lo esperado y sin que le abrumara la idea de que en lo sucesivo no iba a poder mirar a la cara a ninguno de sus relacionados, que eran muy pocos de todas maneras. .
Lo malo llegó cuando, cumplida la primera condena, hubo de aceptar ser conducido al cercano meandro del íber, donde le destrozaron sin miramientos la túnica y el calzado y fue abandonado completamente desnudo y sin armas.
Desconocía su destino, a dónde podía ir más allá del primer meandro y no se creía capaz de calcular el día exacto en que darían por terminada la condena. Nadie le habló de las innumerables maniobras que maquinaba y estaba llevando a cabo Bastugitas, con su proverbial habilidad para que nadie tuviera pruebas de las intrigas. Adín era el único vecino de Ilici a quien no se le había pasado por la imaginación que su abuela desplegase una actividad tan vehemente, de lo que, sin embargo, todos estaban al cabo de la calle.
Nadie esperaba que Bastugitas permaneciera impasible en ese trance de un miembro de su clan y todos, principalmente las damas mejor informadas, daban por hecho que Adín no estaría a solas en el bosque ni media luna.
A todos les estaba prohibido acercársele y sabía Adín, aunque no pudiera verlos, que había un número desconocido de varones jóvenes, pertenecientes a la guardia real, atentos a que se cumpliesen todos los términos de la condena y vigilándole sin dejarse ver. Conocía la severidad y el rigor un tanto desmesurado de la capitana, por lo que estaba claro que no aflojarían la guardia.
Pero la vista de tales vigilantes no era lo suficientemente aguda para reconocer a cualquier vecino que se disfrazara aceptablemente de extranjero, con quienes la prohibición carecía de virtualidad.
Nadie iba a arriesgarse a usar un disfraz de cartaginés, porque recibiría una lanza en el pecho de inmediato y sin verla llegar.
Pero existían otras muchas posibilidades.

XXIV
Se ocultaba no porque estuviera desnudo, puesto que todo Ilici conocía su anatomía con prolijidad de detalles por lo mucho que frecuentaba el baño público del llano. Lo hacía como una especie de juego, para desorientar y preocupar a los zánganos que habían puesto a vigilarle. Conocedor meticuloso del meandro y su flora, supo deslizarse varias veces para reaparecer en lugares imprevistos que sorprendían a la guardia, mientras le convulsionaba la risa a pesar de su situación.
Pero el juego también llegó a aburrirle. Podía fabricarse un arma si no utilizaba más que sus manos y alguna piedra, pero eso lo podría hacer al día siguiente, cuando comenzara a apretar el hambre. Y de todas maneras, sabía cazar muchas piezas sin necesidad de armas y, por otro lado, había muchos frutos silvestres madurod. No tenía por qué pasar hambre, y no estaba dispuesto a que ocurriera de ninguna manera.
Añoraba sus correrías por el llano que mediaba entre Ilici y el mar. Era un territorio que nunca acbaba de conocerse, por la infinidad de veredas y caminos. Pero si se era discreto y sigiloso, se daba con frecuencia el caso de ver pasar un grupo de soldados cartagineses y contemplarlos a placer, desde el escondite, para estudiar su armamento y la forma de equiparse; cuestiones importantes porque los de Cartago tenían fama de ser los soldados más eficaces del orbe.
Por los sotillos que rodeaban el meandro no pasaba nadie. Sólo percibía la machacona vigilancia de los zánganos, que eran demasiado bobos como para disimular su acechanza. Si tuvieran que convertirse en espías, morirían al primer intento, porque revelaban sus posiciones sin ningún cuidado ni prevención. Él, a pesar de su corta edad, vencería a culauiera de ellos o a varios sin ninguna dificultad.
Durante la tarde dormitó un poco bajo la sombra de la adelfa y masticó varios tallos de hinojos para disttrarse. La idea de pasar tantgo tiempo en ese plan comenzó a desesperarle a lo largo de la tarde.
El hombre barbudo que se le acercó al anochecer se movía de un modo muy raro, con un cómico envaramiento de títere. Tan evidente, que se notaba a mil codos de distancia que estaba escenificando una comedia. Adín temió por él, porque si los espías estaban lo bastante cerca y sospechaban de sus movimientos, en seguida iba a atravesarlo una lanza.
Pero, tomándolo del codo, el de la barba le empujó suavemente hasta situarse ambos bajo la frondosa y umbría copa de una encina. Pronto oyeron rumores de pasos y comprobaron que varios de los guardas pasaban una y otra vez muy cerca, nerviosos, con gran desconcierto y muy trastornados, ya que no conseguían localizarlos.
Por indicación del visitante mediante señas, permanecieron largo rato en silencio, aguardando, hasta que los pasos se alejaron y dejaron de oírse los rumores propios de la vigilancia.
A pesar de la semipenumbra, Adín halló en los ojos del extraño sujeto una chispa reconocible, algo sumamente familiar. Se preguntó si sería Istolacio disfrazado, pero no podía ser él, pues el escultor era mucho más corpulento.
-¿Sabes a lo que te expones acercándote a mí? –preguntó para incitarlo a hablar, pues así reconocería la voz y lo identificaría.
El barbudo asintió moviendo la cabeza. Sin decir nada, hurgó bajo su manto y depositó una falcata en las manos de Adín. A pesar del júbilo, porque esa arma resolvía la mayor parte de sus inquietudes en relación con los próximos días en el bosque, volvió a mirar al hombre con perplejidad.
-¿Quién eres? Necesito saberlo, para que mi familia pueda colmar a la tuya de presentes como agradecimiento por este favor.
Adín notó que la mano con que se cubrió la boca para no exhibir su sonrisa era muy pequeña y pálida. La luz se hizo en su entendimiento y sufrió una convulsión que sacó lágrimas a sus ojos. No podía ser más que Irsecel, disfrazada. Incomprensiblemente, se apiadaba de él después de su felonía en el taller de escultura. La vida estaba llena de sorpresas. Pero sería indigno aceptar su compasión y, mucho más, disculpar su hipocresía.
-Irsecel, ya sé que eres tú. Toma la falcata y ocúltala de nuevo, porque no puedo aceptarla.
-¿No la reconoces?
A tientas, Adín recorrió el arma con la punta de los dedos. Hacia la mediación, más arriba de la hoja doblemente filosa y recién amolada, palpó el repujado de plata que decoraba el resto hasta la revuelta de la empuñadura. Pertenecía a Bastugitas y era uno de los símbolos capitales de su clan.
-Me la ha dado ella, la madre de tu madre –informó Irsecel viendo que la había reconocido-. Quiere que desoigas todos los mandatos del consejo, que te proveas con rapidez de algo para cubrirte, que caces cuanto necesites hasta saciarte y que permanezcas alerta y… te autoriza a que mates a quien sea si es necesario. Dice que no te preocupes por las consecuencias. Sólo te ordena que finjas cumplir la condena con mansedumbre, y para evitar las tentaciones, las tuyas y las de los enemigos de tu clan, debes permanecer oculto sin posibilidad de que los guardias te encuentren. Yo vendré a traerte noticias con la luna muerta y en el cuarto creciente. Ella no cree que dure tu castigo más de media luna, pero si se prolongara un poco más, entonces ya te diría yo cuando volvería a venir. Ahora, debo dejarte, antes de que puedan descubrir mi ausencia, que esta noche provocaría muchas sospechas. Te esperaré aquí mismo, y con este disfraz, el tenebroso día central de la luna muerta.
-Irsecel… -Adín tenía que hacer esfuerzos muy arduos para que el sollozo no desvelara lo que ocurría en su pecho.
-Sí, ya sé. Estás muy enfadado…
Adín abrió la boca, pasmado por su desfachatez.
-Pero las cosas en Ilici son como son, Adín. No puedes pretender que todo cambie como un relámpago.
No comprendía. ¿A qué se refería? ¿Esperaba que se produjeran cambios que posibilitasen a ciertas damas tomar más de un consorte? ¿Quería decir que necesitaba esos cambios para repartir su cuerpo entre él y el escultor?
Se preguntó si ella lo habría amado alguna vez. No, seguro que no. Sólo le había considerado un ejemplar sobresaliente de varón, útil para la reproducción. Casi en todas las ocasiones que habían hablado, ella mencionaba con mayor o menor énfasis los comentarios de sus amigas, que alababan a Adín con expresiones muy subidas de tono, que ella reproducía de pasada y como si fueran humoradas sin importancia.
Él había sido todo el tiempo sólo una pieza necesaria en el plan que Irsecel había pergeñado para su porvenir. Y ahora, incluía también en ese porvenir a Istolacio, para asegurarse de tener hijas bellas y destacadas físicamente y, cuando no, al menos que fuesen artistas.
Pensó en lo que rumoreaban sobre su hermana. Nunca había plantado cara ni había castigado a nadie por tales murmuraciones, porque si Arginesser se complacía en yacer al mismo tiempo con ocho o diez hombres era cosa suya, que a nadie perjudicaba. Pero si en su hermana pudiera parecerle tal conducta aceptable, no podía imaginar que Irsecel aspirase a lo mismo. Al fin y al cabo, Arginesser era muy mayor, lo menos veintiséis años, y era viuda. Ya no poseía nada que tuviera que preservar para el matrimonio y, en cambio, tenía la soledad y una ausencia. Sus orgías sólo habían comenzado una vez superado el luto protocolario, que por un consorte no pasaba nuncade una luna. Luna y media después de enviudar, los mismos que habían participado del festín se encargaron después de divulgarlo, porque los hombres ociosos de Ilici hallaban placeeres casi sensuales en contar sus hazañas más que en realizarlas.
-Las cosas cambiarán, Irsecel –dijo al cabo de un largo silencio-. Yo haré que cambien.
-¿Ya estás otra vez con tus alusiones a una imposible guerra de sexos? ¿No sabes que si los varones alcanzaran la supremacía, las cosas no iban a ser en ningún caso demasiado diferentes? Todo seguiría igual, pero al revés.
-Yo haré que cambien las cosas en Ilici. Sin organizar una revolución tan tremenda como esa que dices. Haré que nuestro íber no vierta inútilmente sus aguas al mar, sino que sirva para hacernos poderosos a los ilicitanos. Haré que las damas con poder no desprecien a los hombres ni desaprovechen sus facultades. Conseguiré que éste sea el reino más rico de Iberia. Y tú…
Iba a decir que esperaba que se convirtiera en una reina famosa en todo el Mar del Centro del Mundo por la riqueza de su reino, con él sentado a su lado como consorte. Pero se mordió los labios porque no podía hablar de ilusiones que la conducta de ella había convertido en quimeras irrealizables.

XXV
-Lo he encontrado con un humor muy raro, gran dama –respondió Irsecel la pregunta de Bastugitas.
La noche había cerrado ya completamente y apenas sonaban rumores lejanos. Se encontraban a solas en el salón de la vieja dama, el más ricamente ornamentado de Ilici. La ex Madre Mayor había ordenado a su criado Beles que nadie las molestase; tampoco debería comentarse quién la visitaba.
-¿Estás segura de que nadie te ha sorprendido ni sospecha de tu encuentro?
-Completamente, gran dama
-Bien. Ahora, el hijo de mi hija Umarbeles tiene su falcata, la que de todos modos iba a heredar algún día. Con eso, obtendrá cuanto necesite. Ya lo verás. Posee más recursos que cualquier varón que yo conozca y más que muchas damas.
Irsecel se dio cuenta de Bastugitas hablaba de Adín con la misma pasión que si se tratase de una dama. Consideró que para la vieja ex Madre Mayor contaba demasiado la pertenencia a su estirpe, pero de todos modos detectó unos tonos de orgullo en su voz que muy pocos podrían comprender en el reino.
-Estoy convencida de ello, gran dama. Adín es un ser excepcional, sin que cuente para nada su sexo. La rama hará honor al árbol prodigioso al que pertenece.
Bastugitas sonrió a los hermosos ojos de Irsecel. ¿Cómo podía ser tan discreta y agradable una hija de Nespaiser? ¿No sería adoptada?
Nada le cuadraba en la hija con respecto a la madre. Sus caracteres eran tan diferentes que sólo recordando que en su origen había intervenido también otra persona, aunque fuera un hombre, se podía comprender que tuviera tanto sentido común e imaginación. Y en cuanto al físico, no podían ni siquiera compararse. Trató de recordar quién era el consorte de Nespaiser. Con mucho esfuerzo, acudió a su mente el recuerdo de cuanto se decía cuando se celebró la ceremonia de acogimiento de consorte. Le parecía que uno de los comentarios afirmaba que él no procedía de ningún clan conocido en el reino. Parecía que era hijo de un riquísimo mercader a quien la madre de Nespaiser conocía y de quien había averiguado la dote que entregaría por su hijo. Sí, Bastugitas recordaba ahora con nitidez que el consorte que había procreado a Irsecel era un hombre especial, que nunca se había querido adaptar a las convenciones de Ilici. Hasta se afirmaba que tenía amantes, lo cual, siendo consorte de Nespaiser, sería perfectamente comprensible aunque terriblemente peligroso. Sonrió al rostro anhelante y la mirada inteligente de la muchacha.
-No vuelvas allí hasta la luna muerta, Irsecel. Hoy no te han descubierto pero si te ausentases de tu casa varios días a la misma hora, tu madre sospecharía y te mandaría vigilar. Mantente a la expectativa pero no hagas nada; yo te mandaré avisar si por cualquier razón considerase con lo necesitas. Entretanto, espera la luna muerta, que sólo faltan cuatro jornadas. ¿Conoces el camino lo bastante bien como para no perderte ni ser descubierta bajo la oscuridad total?
-Sí, gran dama. Lo conozco perfectamente y nadie me descubrirá.
-¿Le has mencionado a Adín mis gestiones en relación con la ceremonia de los dolores de parto de Agirnesser?
-Naturalmente que no. Me lo prohibisteis.
Ambas temían que si se lo mencionaban él pudiese huir. De todos eraconocida la renuencia de Adín a participar en esa ceremonia que debía haber correspondido a su cuñado muerto, y que él era el único de la familia que podía protagonizarla. Los jóvenes varones le habíaan gastado bromas muchas veces al respecto, cuando tomaba baño y mostraba sin recato su desnudez. Todas las bromas abundaban en lo mismo: ¿cómo iba a ocultar su clamorosa virilidad para interpretar bien su papel de parturienta aquejada de dolores terribles? La solo idea les causaba a los muchachos del baño la misma risita estúpida, que siempre era igual y siempre por la misma causa. Últimamente, Adín conseguía permanecer indiferente cuando se lo mencionaban, pero todas recordaban en Ilici sus aspavientos y protestas de hacía tan sólo dos o tres meses. Con ser un hecho trascendental el castigo deshonroso de un miembro del clan, los últimos días de Bastugitas esa fecha del parto de Agirnesser se había convertido en su principal preocupación.
-Muy bien –alabó Bastugitas-. Pero él sabe que debe encontrarse contigo el día central de la luna muerta y también en el cuarto creciente, ¿no es así?
-Sí. ¿Creéis que para una de esas dos fechas se habrá producido el indulto?
Bastugitas se dijo que si tal cosa no se producía y se presentaba la rotura de aguas de su nieta, tendríoa que actuar por la tremenda, con fuerza. Todas en Ilici esperaban que lo hiciera, pero la vieja dama sabía que también su sucesora lo esperaba, porque así tendría razones muy graves para actuar contra ella y todo el clan. Pero había cosas que no se podían tolerar y en Ilici era notoria su limitada capacidad de encaje de ese tipo de ofensas. Sonrió a la mirada escrutadora de Irsecel, que evidentemente esperaba una respuesta, acaso con mayor anhelo de lo que era conveniente.
-En caso contrario, lo que podría producirse en Ilici es una situación sumamente grave y peligrosa para la Madre Mayor –Bastugitas evitó decir “tu madre” o citar a Nespaiser por su nombre.
Irsecel asintió con cierto resquemor. Estaba al tanto de la infinidad de ruegos que llegaban al Consejo de Madres pidiendo ese indulto y, en algunos casos, dependiendo del rango de la dama solicitante, se trataba de verdaderas exigencias. El asunto se había convertido ya en el monotema de todas las reuniones sociales y no tardarían en comenzar las apuestas sdobre lo que iba a tardar Bastugitas en actuar. Suponía sin embargo que Adín podría ser indultado dentro de muy pocas jornadas.

entrega novena 1-VI-2011

XXVI
Adín contempló el estado de la obra con más desaliento que satisfacción.
La falcata había sido esencial para emprendar la obra y para mejorar las condiciones de su exilio. Primero, pudo elaborar un taparrabos de fibras de palmito, para protegerse de los insectos y alimañas, y un arco y flechas con que procurarse alimentos. A continuación, el arma familiar resultó providencial para considerarse capaz de repeler cualquier agresión, deambular sintiéndose a salvo de las grandes bestias del bosque y, lo mejor de todo, empezar a poner en marcha el proyecto.
El íber descendía suavemente atravesando lo que ya sólo eran estribaciones de las montañas lejanas donde nacía. Rozaba la ciudad por el costado de Oriente pero, antes de llegar, la lentitud a que lo obligaba la escasa pendiente hacia que formase numerosos meandros; vueltas y revueltas con incontables pozas y estancamientos, que proveían de amenidad al apaisaje y, sobre todo, gran feracidad. El meandro que mejor conocía distaba poco de la ciudad; sus orillas eran vergeles muy tupidos que envolvían una especie de herradura donde casi no se podía apreciar el movimiento del agua. Traspuesta esa herradura, el iber se estrechaba hasta medir sólo unos quince codos de ancho, por lo que no resultó dfifícil construir la presa en ese extrechamiento.
La laguna que podía formarse lugar almacenaría mucha más agua de la que consumían los huertos de Ilici en un año, teniendo en cuenta, además, que el río jamás dejaba de fluir, por lo que jamás escasearía el agua.
Le satisfacía comprobar que sus cálculos habían sido acertados. Una vez comenzados los trabajos del dique, y tras observaciones meticulosas, rectificó un poco al alza las estimaciones, ya que vio que iba a formarse una laguna de más de ciento cincuenta codos de largo por unos veinticinco de ancho. Agua suficiente para crear un vergel diez o quince veces más extenso que los huertos actuales de Ilici. Pero le enojaba no contar con ayuda y verse obligado a llevar adelante el trabajo con tanto esfuerzo, él solo, cuando una obra doble de eficaz podría haberla completado en sólo dos o tres días con el trabajo de una veintena de hombres. Y aún le faltaba acometer la apertura del canal.
Los álamos de la vera del íber caían con facilidad. Los quejigos eran más difíciles de tumbar, pero también iba a lograrlo. Los álamos sólo servirían para el relleno, puesto que no disponía de vasijas de barro que colmatar de arena, según su proyecto. Pero, en cualquier caso, lo indispensable para sostener con firmeza toda la estructura serían dos o tres troncos de quejigo de corpulencia bastante considerable. En cuanto viera que el embalsado funcionaría del todo cuando apilase suficiente fango contra la estructura, antes de retener la corriente y modificar ligeramente con ello el curso del íber comenzaría a cavar el canal, aunque sólo los primeros codos del recorrido, lo suficiente para demostrar al reino la viabilidad del proyecto, porque abrirlo completo hasta los huertos no sólo era una tarea superior a sus fuerzas, sino que le obligaría a trabajar en campo abierto, sin el cobijo del bosque, y sería denunciado inmediatamente por los espías y, antes de haber demostrado la bondad del proyecto, se celebraría nueva sesión de Consejo y vería aumentar su condena, sin duda.
Tenía que adelantarse a tal posibilidad consiguiendo que llegara agua a una dehesa cercana, para poner al Consejo ante el clamor popular por los beneficios evidentes del hecho consumado.

XXVII
-¿Estás segura? –preguntó Bastugitas con expresión inquisitiva.
-Sí. Cuando la maravillosa Luna llena ilumine Ilici como un falso amanecer – respondió Agirnesser.
Bastugitas torció un poco los labios. ¿Por qué tenía que ser tan cursi su nieta ideando símiles? ¿Con quién habría aprendido esa manera tan pedante y esquinada de hablar, con la que ella y sus íntimas parecían tratar de deslumbrar al resto de la gente? Desde luego no era culpa de la pobre Umarbeles, muerta tan joven. Ésta era una mujer muy pragmática, vigorosa y dinámica, que sí que habría sido una excelente política; no creía que ese modo de expresarse se lo hubiera insuflado a su nieta su hija. Tuvo que ser la influencia de su padre, el descarado que, en cuanto nació Adín, se aventuró en expediciones por África que a ver qué motivaciones profundas tendrían. Porque el padre de Adín y Agirnesser era el hombre más blandengue y carente de virilidad que había visto nunca, un consorte que disfrutaba enormemente con la limpieza y exorno de la casa y pasaba la mayor parte de su tiempo libre tocando la lira y escribiendo poemas.
En vez de reprochar un lenguaje que se le indigestaba, preguntó:
-¿Llevas la cuenta de los días?
-Sí, abuela. Cualquiera diría que me consideras una boba incapaz.
Bastugitas apretó los labios. No sostenía tal opinión sobre su nieta, que encarnaba la principal de sus metas políticas, pero tampoco daba mucho crédito a su inteligencia ni a sus facultades intelectuales. Umarbeles la parió cuando ella ejercía de Madre Mayor, lo que le había impedido vigilar de cerca su educación infanti y la niña habría caído bajo lainfluencia de un padre que se comportaba como un ama de cría. Más tarde, una vez liberada de las tareas de gobierno, se encontró con un hecho consumado: a los diez años de edad, Agirnesser era ya un compendio de todo el esnobismo y la cursilería que podía caber en la cabeza de una pomposa vacuidad absoluta. Por mucho que se afanó desde entonces en corregirla, ya era tarde.
Le apenaba que todo el potencial familiar de iniciativa, imaginación, capacidad creadora, audacia y tesón los hubiera heredado Adín, un varón, lo que era una cosecha perdida. Contrariamente, la máxima esperanza viva de continuidad para la prosapia de su estirpe era, cuando menos, un signo de interrogación.
Sobre todo ahora, con la impedimenta de una panza que abultaba más que toda ella.
Trató de recodar la imagen del consorte que había cometido la imprudencia grosera e intolerable de desaparecer estando su dama preñada de Adín. Creía recordar que era exageradamente voluminoso por todos lados, sobre todo por la zona media, porque dedicaba a la cerveza toda la atención que le sobraba del meticuloso trabajo y cuidado de su hogar. Tenía forma de ánfora de aceite, aunque menos productivo sin comparación posible y mucho menos útil. Fofo como una vaca muerta, sus senormes piernas, carentes de proporciones correctas, parecían las de un bebé agigantado por el encantamiento de una sibila. Pero ni aun recordando el tamaño de ese varón tan despreciable le parecía normal el descomunal abultamiento de Agirnesser.
Era tan enorme que sus pechos reposaban manifiestamente encima de la barriga, que parecía prolongarse hasta las rodillas.
¿Y si fueran más de una? No entraba en sus cálculos ni podía encajar que lo que iba a llegar fuese un varón, otro inútil más en el clan, cuando lo que necesitaban era una damita que diese continuidad al linaje. Pero si fuesen más de una, tal vez resultase mejor que sólo llegase una dama. Así, no sería tan grave que también naciera un varón, que no se enzarzaría en disputas sobre prelación y primogenitura.
-Creo que te llegan gemelas, Agirnesser.
-Oh, espero que no. Sería terriblemente desagradable arrastrar la deformidad de mi vientre más tiempo de lo habitual. Después de parir, estará demasiado próxima la gran fiesta del solsticio, y sabes cuánto me gustaría resplandecer ese día como heredera de nuestra estirpe.
De nuevo la frivolidad y los proyectos vanidosos. Notó Bastugitas que con su expresión le expresase su solidaridad, pero la verdad era que sentía poderosas ganas de abofetearla, cosa que no podía hacer por su estado y porque, de todos modos, no podría reformarla de ese modo. Tenía que inventar un plan, que pondría en práctica después del parto, para modificar todo lo posible el comportamiento de su nieta.
Sonrió sin convicción. La muy imprudente y superficial de su nieta no se daba cuenta de que lo uno no sería posible sin lo otro. Era la maternidad lo que la convertiría en heredera, y la tradición demostraba cuántos sacrificios era capaz de hacer una dama consciente de su condición y alcurnia por embarazarse y parir para poder disfrutar todas las prerrogativas de una madre. Lo que conllevaba física o ambientalmente un embarazo jamás había originado ninguna protesta en ninguna dama de orden. A ninguna le incomodaba la deformación que el parto pudiera conllevar; lo importante era dar a luz y que el bebé sobreviviese.
-¿Cuántos días crees que te faltan, entonces?
-Ya te he dicho que menos de media luna.
-Pues creo que te equivocas. Te aprecio cierto descuelgue de la panza, jadeos que me suenan a nacimiento en marcha y signos en tu rostro que me hacen sospechar que antes de dos días podrías haber parido. No puedes afrontar eso sin un varón íntimo, ya lo sabes, un varón que represente y viva tus dolores. Mañana, haré que regrese Adín y habrá que aprontar nuestras fuerzas por si Nespaiser se opusiera.

XXVIII
Quienes atisbaban y cotilleaban por la Plaza del Sol a todas horas, notaron mucha agitación entre los varones. A Irsecel, que acechaba el anuncio del indulto de Adín, le parecieron demasiado extraños los movimientos por inusuales. Los consortes de damas nobles no remoloneaban a esas horas ni se rebajaban a escandalizar o reír junto a los obreros medio desnudos que zanganeaban a diario entre chistes soeces y barricas de cerveza, pero esa tarde había algunos varones enjoyados y cubiertos de mantos, metidos en cuchicheos entre sí y con los obreros más patanes, como si estuvieran aleccionándolos.
¿A qué se debería?
Estaban comunicándose alguna noticia que les escandalizaba a todos por igual, a los obreros y los zánganos. Hablaban en grupos pequeños, de sólo cuatro o cinco, pero no paraban de señalarse entre sí todos los grupos, como si estuvieran organizando algo. Vio Irsecel que algunos, al oír lo que se les decía, mostraba expresiones de ira y hasta ademanes que revelaban grave y alterada descompostura.
Por un momento dejó de producirse el deambular entre grupos de los que parecían más activos y se fueron reuniendo en lo que llegó a ser una multitud. En esos momentos, permanecían en silencio, pues ningún runrún era perceptible.
Una vez compuesta lo que parecían dos formaciones, y tras un momento de agitación que reflejó de nuevo muy fuerte y general acaloramiento de los ánimos, Irsecel notó con extrañeza que salían de la plaza dos grupos, capitaneado cada uno por varones consortes distinguidos, pero marchando en la misma dirección como si hubieran acordado reunirse en un lugar ya determinado.
Subió Irsecel a la gran torre de Oriente, donde descubrió alarmada que los dos grupos se unían y se apresuraban rumbo al primer meandro del íber.
Sin haber escuchado ni una palabra inteligible de las que proferían con ira, supo con certeza cuál era su destino. Adín decía siempre que el peor enemigo de un varón era en Ilici otro varón, y ahora estaba a punto de confirmarse.
Corrió hacia el que suponía su lugar de encuentro, pero dando un ligero rodeo, a ver si era capaz de llegar antes que ellos a donde Adín se encontrase, gracias a su mejor conocimiento del terreno.
Sin tiempo para buscar la encina donde ya había hablado con Adín en dos ocasiones, y un poco antes de poder llegar a la adelfa gigante que, antaño, era el punto de sus citas, advirtió a lo lejos tres cosas extrañas y muy alarmantes.
Adín trabajaba con despreocupación y temerariamente descubierto, abriendo el estrecho canal de su plan de riego. No se apreciaba presencia alguna de los guardias que habían estado vigilándolo sin descanso casi media luna. Por último, en los dos grupos alborotados, que habían salido de la Plaza del Sol capitaneados por consortes muy destacados y conocidos, no se notaba ya la presencia de éstos, como si se hubieran desprendido de las vestimentas que denotaban su categoría y fuesen medio desnudos, como los obreros menos cualificados, para confundirse con ellos y no poder, de tal modo, ser reconocidos. Por otro lado, todos los varones que formaban los dos grupos iban con la cara cubierta de lo que, desde la distancia que ella los observaba, parecían máscaras.
Se avecinaba algo grave.

XXIX
Aunque estaba ya muy avanzada la tarde, todavía brillaba el Sol lo suficientemente alto para que la tierra amarillenta reverberase. Sin aliento y el pulso alborotado, Irsecel podía contemplar el panorama y los movimientos como si compusieran un juego de mesa. Se habían vuelto a separar los dos grupos; uno iba directo hacia Adín y el otro se apresuraba como queriendo dar un rodeo para acercarse a él por la espalda.
Muy cansado por el esfuerzo que estaba realizando y absorto, como de costumbre, en lo que hacía con tanta pasión, Adín no se dio cuenta de que llegaban las dos formaciones, hasta que un hombre le gritó:
-¡Para esa locura, hijo de la hija de Bastugitas! ¿Pretendes dejarnos sin trabajo?
Lo dijo lo bastante alto como para que Irsecel pudiera oírlo. Junto con su preocupación y nerviosismo, sintió ganas de soltar una carcajada. ¿Cómo podía ser tan obtuiso el varón que hubiera imaginado el reproche? La obra de riego sólo podía beneficiar a Ilici y, en particular, haría la vida de los varones mucho más agradable. Sin embargo, había sido estumalada su indignación con la idea de que la obra podía convertir su existencia en aun más inútiles de lo que ya eran.
Oyendo la reconvención, Adín alzó la cabeza con los ojos medio desorbitados, porque no había comprendido el sentido de la frase. Se dio cuenta de que todos se ocultaban con máscaras, lo que no presagiaba nada bueno. Seguramente, por esa causa no había entendido con claridad las primeras palabras. Pero sí entendió del todo las que siguieron:
-Mierda de onagra enloquecida, paraliza y destruye ahora mismo la obra con que tratas de quitarnos nuestra principal ocupación, la de portear el agua para riego. Con esas intenciones, y por la satisfacción malsana de tu orgullo de clase, te has propuesto quitarnos nuestro medio de vida.
Elque había hablado era gordo y adiposo, por lo que no podía haber transportado cántaros de agua en su vida. Los demás, que parecían obreros en su mayor parte, corearon el reproche y asintieron con murmullos de aprobación. El muchacho comprendió que el hecho mismo de pretender eliminar uno de los trabajos más arduos de los varones no era todo los que les exaltaba; podía haber un conjunto de razsones para su encono y el ataque que, sin duda, habían organizado los obreros no espontáneamente, sino por influencia y estímulo de consortes poderosos. Se preguntó si la marcha y sus eslóganes no estarían inspirados por la propia Nespaiser, que hallaba así la manera de tomar revancha contra el clan que más odiaba porque le hacía presa de la inseguridad.
Adín sintió que le aplastaba el sentimiento de perplejidad junto con la indignación por la estupidez del varón o los varones que hubieran organizado la escena, si no estuviera la política detrás. Los muy zoquetes no se daban cuenta de que librándose de la más penosa y brutal de sus ocupaciones, iban a escalar un peldaño en su dignidad. Sin tener que portear agua con tantos esfuerzos y durante tantas horas, podrían formarse para funciones más importantes e irían consiguiendo el desarrollo de facultades que ninguno de ellos sabía que poseía. Jamás conseguiría convencerles de que un papel más digno de los hombres era posible en Ilici, jamás sería capaz de hacerse seguir en el propósito que Istolacio denominaba “liberación masculina”.
Resultaba patente que tanto las damas como los varones veían con recelo las innovaciones; así era en todo el mundo ibero, según Bastugitas, y así era, sobre todo, en Ilici. Se miraba el progreso más con un miedo visceral a los cambios que con la reflexión serena sobre los beneficios que acarrearía. Sus reclamantes eran víctimas del mismo error.Sabía muy bien que no les quitaba trabajo, sino que estaba facilitándoles la posibilidad de una vida mejor, con mayor dignidad.
Tuvo un atisbo de r4velación sobre la condición humana. El miedo a lo desconocido era, sobre todo, miedo a las novedades y, por encima de otra cualquier consideración, miedo a las innovaciones que pudieran casmbiar la vida con la que se habían acabado conformando.
Si no podía llevar adelante sus proyectos, ¿merecía la pena vivir? Al menos ¿merecía la pena vivir en Ilici?
Uno de los que gesticulaban con los ademanes más exaltados, se acercó a Adín y, alzando una tranca sobre su cabeza, gritó:
-Al quitarnos nuestra ocupación más importante y la que es nuestro medio fundamental de vida, ¿qué buscas, escupitajo de salamanquesa? ¿Quieres que por no haber ocupaciones para nosotros, se les ocurra a las madres del Gran Consejo convertirnos en cardadores de lana y tejedores con voces aflautadas? ¡Antes de que me corten nada, juro por Isbel que te quedarás sin testículos, baba de caracol!
Adín, curiosamente, sentía más ganas de reír que miedo. Bastugitas le habías hablado en ocasiones sobre su capacidad deductiva y la facultad de pensar cosas que nadie pensaba. Siempre había discrepado en el fondo de su pecho. Él no se consideraba especia.; de hecho, no le gustaba nada la idea de ser diferente. Quería ser tan capaz de rir y emborracharse despreocupadamente como cualquiera de los que ahora lo cercaban.
Notó que otro hombre apartaba al que le había amenazado y le quitaba la tranca, como si quisiera evitar que lo matara.
Pero a continuación sintió que le pateaban por todo el cuerpo. Fue como una tormenta, como una ola procelosa, como una inundación impetuosa e inacabable de golpes.
Cuando los hombres se alejaron, Adín había perdido el conocimiento y sangraba por la boca y por múltiples heridas en los costados y en las piernas.
Irsecel se acercó a él y, al no obtener respuesta, corrió de vuelta a Ilici, a la casa de Bastugitas.
-Lo han apaleado de un modo salvaje, gran dama, y aunque respiraba todavía cuando corrí para acá, temo que pudiera estar muriéndose.

DÉCIMA ENTREGA 2-VII-2011


XXX
-¿Podrá participar mi hermano en la ceremonia de mis dolores de parto, a pesar de lo que le han hecho? –preguntó Agirnesser.
Se hallaba maquillada y enjoyada hasta la exageración que ella consideraba que le exigía su rango de clan, coronada por una profusión de peinetas de nácar y plata, tres pesados collares al cuello, la túnica llena de apliques de oro y plata, el manto azul recamado, la mitra y los rodetes de trenzas materialmente cubiertos de colgantes sujetos con fíbulas, y a pesar de todo ello, se encontraba recostada negligentemente en un diván a la espera de romper aguas, pero con una postura muy hierática y el cuello tieso como un álamo. Había dos criados en la cabecera, uno dedicado afanosamente a espantarle las moscas y el otro, abanicándola con una especie de airón muy grande de plumas de faisán.
El resto de la recargadísima decoración lo complementaban algunas de las damas jóvenesmás destacadas de Ilici, enjoyadas y engalanadas como para las grandes fiestas de gala. Además, colgaban por todos lados pesados cortinajes de hermosas telas traídas por los mercaderes que comerciaban con Oriente, más una cantidad incontable de vasijas llenas de flores junto a grandes velones. El olor combinado de flores y cera proporcionaba al ambiente un gran parecido con el que flotaba en la cámara ritual de la Gran Dama Reina.
El criado mayor, Beles, y su equipo de eunucos permanecían discretamente junto a las paredes, medio embozados por los cortinajes, sin hacerse notar mucho pero atentos a las necesidades tanto de la parturienta como de sus invitadas y, sobre todo, de la dueña de la casa.
La abuela de Agirnesser, que había decidido consentirle todas las excentricidades hasta que el parto hubiera concluido de una vez, la miraba con ironía. Las damas de ahora no sabían afrontar con entereza las contingencias naturales. Cuando ella parió a Umarbeles, la madre de Agirnesser y Adín, las cosas fueron muy diferentes. Había resistido hasta el úultimo momentodedicándose a su gran pasión, la política y las intrigas del poder, de pie hasta que llegó la hora, y habría considerado un despilfarro intolerable tener un criado dedicado exclusivamente a espantar moscas. Su consorte sólo había tenido que escenificar los dolores durante unos minutos.
-Naturalmente –respondió Bastugitas la respuesta de Agirnesser sobre su hermano-. Ni siquiera tendrá que fingir Adín los dolores, porque los sufre de verdad, y muy fuertes. Tu hermano tiene el cuerpo lleno de mataduras que forman unos bultos cárdenos que parecen ubres, como cabras negras antes de amamantar a sus crías. Si no supiéramos demasiado bien lo que le ha producido esas pompas, podríamos temer que sufre la peste. Pero no, hija; él es muy digno de nuestro clan. Hay que reconocer que posee en sus huesos una magnífica herencia familiar, aunque sea varón. Ni siquiera acepta todos los cocimientos que mando preparar para aliviarle los dolores, porque aguanta bien, y no se queja aunque casi no puede moverse. Y para colmo de males, ha llegado un edicto del Consejo de Madres…
Bastugitas hizo una breve pausa, divertida por la expresión de su nieta.
-¡Oh! –exclamó Agirnesser, muy alarmada no por la salud de su hermano, sino por la perspectiva de quedarse sin varón para el rito-. ¿Lo van a encerrar en el calabozo del templo?
Tal posibilidad ni siquiera la había pensado. Por su cabeza no podía pasar la idea de que su nieto, un miembro de su clan, fuese arrojado a las brumas húmedas de un calabozo.
-¡No se atreverían! –proclamó Bastugitas-. ¡Antes, rodarían muchas cabezas! Pero en ese edicto amenazan a Adín con el destierro si vuelve a meter mano sin autorización a esa obra de locos que todas opinan que es su plan de riego. Como puedes imaginar, yo haría que ocurrieran cosas terribles en Ilici si la amenaza se cumpliera. Pero a este atolondrado y disparatado varón hijo de Umarbeles, que parece querer alcanzar la categoría de una dama, tendré que pararle los pies para que no se meta en más líos. En cuanto terminemos la ceremonia de tu parto, lo aleccionaré, aunque ya sin demasiadas esperanzas de que respete mi criterio.
Bastugitas apretó los labios. Aún no había tomado decisiones definitivas, a la espera de lo que el Consejo declarase. Mas por sus labios apretados y el ardor de su mirada podía presentirse que no iba a tolerar que se aunara el escarnio a la ofensa que ya habían infligido a su nieto.
Agirnesser soltó un gemido que paralizó al criado que le espantaba las moscas, temeroso de haberle golpeado sin querer con la esportilla de palma. Conocía suficientemente bien el temperamento de la dama como para temer ser condenado a diez latigazos o algo peor.
Las damas invitadas detuvieron su cháchara a la espera de lo que pudiera seguir al grito. Los criados casi embozados desorbitaron los ojos, porque temían que el castigo no sólo se lo hubiera ganado uno. Beles, que tenía suficiente información como para que Agirnesser le temiera, la miró fijamente a los ojos, como pretendiendo paralizarla.
-Pues con la ceremonia habrá que comenzar en seguida, abuela –dijo Agirnesser con voz fingidamente desfallecida-. Siento como retortijones de barriga, de manera que si entendí bien tus explicaciones, el parto está llegando.
Sin cambiar demasiado el decorado ni las actitudes, pudo notarse que algo se ponía en marcha. Tanto las conversas de las peripuestas damas invitadas como los movimientos de los sirvientes cambiaron ligeramente, aunque se mantuviera el ceremonioso ritmo y sentido que lo presidía todo.

XXXI
Adín fingía dormir para no afrontar la mirada de Irsecel. No comprendía sus actos. Ninguno de sus actos. Habiendo yacido con Istolacio y, para colmo de desfachatez, casi ante sus ojos, ¿cómo era capaz de la hipocresía inadmisible de mostrarse tan preocupada por su suerte? La escuchaba hablar y repetir las mismas frases y las mismas expresiones de consuelo, y le costaba gran esfuerzo creer que eran palabras suyas, aunque fuese sin duda su voz.
Todavía no había tenido ocasión de matar a Istolacio ni de preparar su venganza contra la muchacha. Y ahora, convertido en un tullido momentáneo por la paliza, tendría que seguir posponiendo sus iniciativas. Pero cada día soportaba peor la hipocresía de Irsecel, cuyos ojos del color de la hierbabuena metían mariposas en su corazón.
-Ahora, están a punto de llegar las plañideras –decía Irsecel-, las peinadoras, las maquilladoras y la partera, para prepararte para la ceremonia de los dolores de parto de tu hermana. Tu abuela ha mandado a Beles para que te bañemos. Yo querría asistir añ rito, porque es una ceremonia pública, pero no podré hacerlo, como sabes bien, para que a nadie se le ocurra la idea de irle a mi madre con comadreos. Pero, aunque no podría participar en ningún caso, te aseguro que me gustaría mucho verte, Adín. Quisiera estar presente, para hacerme una idea de cómo será cuando tengas, algún día, que participar en mis dolores de parto. Trataría de imaginar cómo te comportarías cuando lo hagas no como iniciación personal ni para ayudar a tu hermana, sino porque nuestra hija esté a punto de nacer.
Adín miró severamente a la hija de la Madre Mayor, de quien sin duda había heredado la facultad de mentir. Iba a ser una buena Madre Mayor cuando le llegase la hora, porque xsabía de sobre engañar, ser hipócrita, prometer en falso y luchas sólo por el mantenimiento del poder, como todas las políticas.
¿Qué significaban sus palabras? ¿Istolacio la había preñado y, pareciéndole un consorte con insuficiente categoría, pretendía que él fingiera ser el padre? Sólo faltaba eso.
-¿Sigue inconsciente?
Era la voz de Istolacio, que acababa de entrar en la sala.
Adín sufrió un retortijón de estómago.
-Pasa por momentos de conciencia –respondió Irsecel-, pero lo que me parece es que duerme sobre todo gracias a los cocimientos que el criado mayor de Bastugitas le prepara a todas horas, porque quiere la abuela que el nieto descanse lo suficiente para llegar con fuerzas a la ceremonia de los dolores de parto de su hermana, de manera que no vaya a dejar en ridículo ni a la familia ni a él mismo.
Istolacio asintió en silencio, pero compuso el ademán de quien ordena que los demás se pongan enmovimiento. Dijo el escultor:
-Pues habrá que despertarlo, porque la gran dama Bastugitas ha mandado en mi busca para que ayude a Adín con los preparativos de la ceremonia del parto de Agirnesser, que por cómo se presentan las cosas dará comienzo con la caída del sol.
-No lo despiertes hasta que yo no me haya ido.
-¿Por qué?
Esa misma pregunta se hizo Adín, que continuaba con los ojos cerrados. Para la mirada de Irsecel, dormía; pero para la agudeza visual del escultor, resultaba claro, por la crispación de los párpados, que sólo lo fingía. No tenía ni idea del motivo, pero ella decidió aprovechar que el muchacho le escuchaba creyendo que ella suponía que no podía escucharle.
-No quiero que sepa que me preocupo tanto, Istolacio –respondió Irsecel la pregunta del escultor-, pues hace días que se muestra sumamente frío conmigo, y no consigo comprender por qué. Tal vez ha puesto sus ojos en otra dama o quizá se trate de que Bastugitas lo alecciona sobre los inconvenientes y zancadillas que pueden surgir para él y para todo su clan si yo llegase a reconocer públicamente que quiero que sea mi consorte. No sé qué pensar.
Istolacio sonrió. También él había percibido consigo la frialdad del que antaño le juraba ser su mejor amigo.
El desconcierto le duraba ya más tiempo que otras veces. Adín, que aún no había madurado del todo, tendía a encorajinarse y sufrir rabietas por la que podía enfadarse sin motivo, aunque el escultor le demostrase su afecto de sobre, así como su incondicionalidad.
-Pues yo sí quiero que se entere de mi preocupación –dijo Istolacio, y miró hacia el rostro de Adín para cerciorarse de que estaba escuchándole-. Es el mejor amigo que tengo en Ilici. El mejor, no. En realidad, es el único, y ya sabes lo importante que eso es para un artista, a quien todos los varones miran con recelo y el estúpido recochineo de los hombres más serviles, que no comprenden que sea posible otro tipo de vida que el que ellos aceptan mansamente. Si te digo la verdad, Irsecel, para mí es como si Adín fuera mi hermano. Y es necesario que se entere. Fíjate en que hasta su abuela conoce la importancia de nuestra amistad. No teniendo su nieto hermano varón, me ha hecho venir para que lo acompañe y ayude, en una ceremonia que aunque sea pública, según la tradición sólo deberían participar directamente miembros de la familia.
-Ahí llegan las que vienen a prepararlo –señaló Irsecel-. Hay que despertarlo, pero espera un instante a que me vaya.

XXXII
Adín despertó con reveladora facilidad en cuanto el escultor tocó su hombro. Se dio cuenta de que había un ligero fulgor de ironía en la mirada de Istolacio, lo que significaba que estaba al tanto de que sólo había fingido dormir. ¿Sería por ello por lo que había declarado con tanto énfasis que era su amigo más querido? ¡Claro que sí! Sabía que escuchaba y por ello intentaba seducirlo con mentiras. ¿Trataba de profundizar y agravar el engaño en que lo envolvía en su contubernio con Irsecel? ¿O era algo peor y menos confesable, por indigno? Puesto que Istolacio provenía de una familia modesta, ¿ambicionaba los privilegios del clan de Bastugitas?
Portando arcas de afeites, espejos, brocados bultos llenos de velos, mitras y joyas y pomos de perfume, entraron más de diez criados, tras los cuales se presentaron las damas encargadas de las galas. Adín se sobrasaaltó por el despligue, aunque conocía de sobre lo que ordenaba el protocolo.
-Tienen que empezar a peinarte, vestirte y engalanarte –anunció el escultor-. ¿Crees que podrás enderezarte un poco?
El joven lo intentó, porque le repugnaba que Istolacio le tocase para echarle una mano.
-Sí. Pero ayúdame –dijo, cuando notó que sus fuerzas no le respondían.
El escultó comprobó ahora definitivamente que el apaleamiento había sido monstruoso. Sintió rabia. Curiosamente, le preocupó más la posibilidad de que la belleza del joven hubiera sido deformada que el hecho, tambien probable, de que se convirtiera en un tullido. Examinó el rostro, los brazos y toda la carne visible y vio que no había heridas de importancia, sólo unos abultamientos negros a causa de los hemagtomas. Sí notó que los pocos días de ceniza y de destierro lo habían adelgazado.
-¿Han conseguido los informantes de tu abuela identificar a los que te atacaron? –preguntó Istolacio, que sentía verdadera rabia. Su impulso en ese momento consistía en salir a apalear a alguien.
-No creo que nunca lo consigan, Istolacio –respondió Adín-. En Ilici, la traición es como el rocío de la madrugada, que está en todas partes pero nadie lo mira con atención.
-Pues creo que Irsecel sí que conoce a algunos…
-¿Cuándo te lo ha dicho?
El escultor se dio cuenta de que había metido la pata. Durante la visita de esa mañana a su taller, Irsecel le había rogado que no se la mencionase a Adín. Las exigencias de discreción de la muchacha eran lógicas, pero aun así le costaba gran esfuerzo satisfacerla, porque carecía de dobleces y actuaba siempre de modo muy directo y franco.
-Bueno…, la verdad es que no se trata de que me lo haya dicho, sino que lo intuyo, porque ella cuenta que siguió desde la Plaza del Sol a los que iban en tu busca. Es lógico suponer que a algunos los conociera de vista.
Adín sintió que su corazón se retorcía, porque percibía con total seguridad que Istolacio estaba mintiéndole.

XXXIII
El engalado salón de Bastugitas tenía en ese momento el aspecto de un salón real de uno de los reinos de Oriente que tanto ensalzaban por su lujo y dispendios. Aunque todos los espacios estaban masivamente ocupados por invitadas y sus respectivos cortejos, más la gente que no queriendo perderse el acontecimiento había hecho uso de sus más cínicos argumentos y armas para colarse, aun quedaban en el centro vacíos los divanes y sillones que habían de ocupar Bastugitas, Agirnesser, Adín, Istolacio como supuesta “parturienta” de Adín, más los respectivos servidores personales. .
La infinidad de velones y candiles iluminaba el ambiente como si el sol no tuviera que volver a lucir, aunque las ventanas y la puerta estaban abiertas del todo.
Las plañideras ensayaban a coro los quejidos con una algarabíaa estridente e insoportable, y como el rango de la familia obligaba a que fueran seis, el ruido era tan intenso que apenas se podía hablar.
A pesar de cuanto recelaba últimamente del escultor, Adín confiaba en el gusto artístico de Istolacio para evitar que las peinadoras incurriesen en desmesuras. Pero aunque el vestidor se encontraba a unos vente codos de distancia del salón, con las estridencias del coro no conseguía preguntarle de viva voz y tenía que entenderse con él por señas. El disco de cobre bruñido reflejaba sólo su cara y su pecho, y ni siquiera se trataba de un reflejo nítido mediante el que pudiese opinar con pleno conocimiento sobre lo que estaban poniéndole. Sentía tanto peso en la cabeza, que muy bien podían estar exagerando. Miraba a Istolacio con las cejas alzadas, pero la respuesta era siempre afirmativa.
Para preguntarle de viva voz tenía que aprovechar las pausas, cuando las plañideras suspendían un momento el ensayo y le pedían a voces que gritase él, a fin de acompasar el coro y conjuntarlo con su voz.
-¿No es demasiado aparatoso el peinado?
Istolacio contuvo la risa, consciente de que tenía que respetar la tradición permitiendo que las cosas se hicieran como siempre y, al mismo, tiempo, intentar que su amigo no lo echara todo a rodar dando un salto para ausentarse.
-Te aseguro que no, Adín. Están imitando muy bien el que tu hermana Agirnesser usa en las grandes ceremonias.
La información alarmó al muchacho. Agirnesser era una de las damas de Ilici que más cosas inútiles se echaba encima cuando se vestía de gala..
-Pesa como si fuera de piedra –declaró con resignación..
-Para que te enteres de lo duro que es ser dama –ironizó una de las peinadoras.
Adín se mordió los labios. Esa cabeza de golondrina de la peinadora ignoraba lo difícil que era la vida en Ilici para un varón que tuviera ambiciones.
-Tienes que aguantarte, Adín –aconsejó Istolacio-. De todas maneras, en cuanto terminen de engalanarte, te recostarás y no te dolerá el cuello por tanta carga, pues la ceremonia comenzará con la caída del sol. Resiste, que aún falta que te cubran con la mitra y te llenen los rodetes de joyas.
No lo quería imaginar. Recordó a la Gran Dama Reina el día de la presentación de su proyecto ante el consejo. La recordaba tan frágil, que ahora le parecía imposible que su cuello hubiera podido soportar tanto peso.
Pero una vez que hubieron terminado con la cabeza, parecía que le hubieran colocado encima el templo de Isbel con todos los exvotos, tanto los de piedra como los de metal. Un batallón de guerreros en la cabeza o, más bien, todos los edificios de la Plaza del Sol. .
Le colocaron una especie de arnés en torno a los hombros y la cintura, para simular que tenía grandes mamas y el vientre dilatado por el embarazo, con rellenos de borra de lana. Cubrieron esa simulación con una clámide ligera, tejida con hilos de plata e incrustaciones de conchas pequeñas, ligera y suelta porque hasta tendrían que levantarle la falda en procura de la cabeza del niño que fingiría parir.
Adín volvió a contemplarse en el disco de cobre. Prefirió entrecerrar los ojos para no acabar de ver bien lo que habían hecho con él. Decidió resignarse y pedir a la diosa Isbel que el trago pasara cuanto antes.
Una vez que las damas que revoloteaban a su alrededor hubieron llegado al acuerdo de que estaba lo bastante hermoso para parecer una dama de gran categoría, se dieron a la tarea de vestirlo. Se trataba de ropa antigua, porque había sido usada por cuatro generaciones de varones del clan sólo para las respectivas ceremonias de los dolores de parto, y pasaban de madres a hijas. Por antiguas, eran pesadas, gruesas y ásperas como esteras de esparto.
Ya sólo con la túnica se puso a sudar.
Notó algo de ironía en la mirada de Istolacio, que no respondió esta vez a su levantamiento de cejas, y no podía preguntarle de palabra porque el coro de las plañideras daba la impresión de que podía ser oído en Fenicia.

ENTRADA DECIMOPRIMERA 4-VI-2011


Pero que el escultor eludiera mirarle directamente a los ojos, al menos con algo de simpatía y solidaridad, era la prueba de que todas las damas que lo travestían habían comenzado a pasarse.
Incapaz de hacer otra cosa, dio un grito tan fuerte y agudo, que consiguió callar a las plañideras, que se asomaron desde el salón, con gran perplejidad.
-¿Qué ocurre, Adín? –preguntó Istolacio.
-Me niego a ser enterrado en vida bajo esta masa de lana y bordados. No sólo no voy a poder moverme, sino que tampoco puedo respirar.
Pero el grito había alertado a Bastugitas, que acudió presurosa, con tiempo de oír la protesta. Le dio una suave bofetada en los labios mientras decía:
-¡Adín! No seas insolente. Deja que estas damas terminen su trabajo y mantente en silencio y quieto, que hemos de comenzar en seguida.


















XXXIV
Profusamente engalanado y enjoyado al extremo de parecer la imagen de la diosa que ocupaba el altar del templo, Adín fue conducido en andas al salón donde aguardaba una multitud que había llenado ya todos los rincones y se desparramaba fuera de la casa. Las ventanas estaban repletas de espectadores encaramados y empujándose entre sí en los pretiles y alféizares y, entre ellos, varias damas apostadoras, que gritaban hacia el exterior incitando a las damas, a las jefas de la guardia y a los zánganos a cruzar apuestas sobre la hora en que se produciría el parto, el sexo del neonato y, sobre todo, la calidad de la escenificación de Adín, cuestión que estaba en boca de todos porque nadie esperaba de su temperamento que fuese capaz de ajustarse a las severas reglas que señalaba la tradición.
La Gran Dama Reina había sido trasladada y acomodada en un trono portátil, que ocupaba la grada donde solía recibir Bastugitas en audiencia, el punto más noble y elevado del salón. Habiendo debido ceder la presidencia de la ceremonia a la reina, la abuela Bastugitas había sido acomodada en un sitial apenas un poco menos brillante, en la cabecera de los cojines amontonados sobre una estera donde Adín fue recostado. Paralelo a esa estera y bordeándola, se encontraba el diván donde yacía la verdadera parturienta, Agirnesser.
Rodeando a los actores principales del acto, habían colocado en el suelo profusión de ánforas panzonas, decoradas con ondas del mar y vegetales estilizados, todo en color arcilla y negro; cada ánfora presentaba un ramo grande de las flores más aromáticas que crecían en los campos de Ilici en esa época. Cerraba el círculo, a los pies de la Gran Dama Reina, una representación bastante grande de la diosa de la fertilidad y de los muertos, imagen que estaba completamente cubierta de figurillas de plata que representaban penes y bebes recién nacidos.
Adín confirmó con la primera ojeada que Nespaiser no había acudido, tal como todos anticipaban que iba a ocurrir. Suspiró, porque la ausencia le libraba, al menos, de uno de los motivos de tensión. Hallándose presente el máximo símbolo viviente de la ciudad, la Madre Mayor no era indispensable, lo que evitaría problemas.
Hubo una exclamación colectiva, como lisonja por la abrumadotra belleza femenina con que habían conseguido disfrazar a Adín. Curiosamente, a éste el “ohhh” no le desagradó; había empezado a considerar, gracias a las recomendaciones de Istolacio, que cuanto menos se amargara mejor se lo iba a pasar.
El escultor trataba de comunicarse con Adín con la mirada para que permanecira estático, ya que estaba agitándose demasiado en su lecho de lujosos cojines.. Había recibido de Bastugitas la orden de realizar esbozos para esculpir un bajorrelieve que guardase memoria del acto para la posteridad. Pero su atención no se debía tanto a ese mandato como a su preocupación por las pasiones de su amigo. Conocía de sobra su personalidad como para temer que pudiera dejarse llevar por impulsos inoportunos.
Que estuviera conteniéndose, de momento, sólo agravaba la situación porque estaba represándose la rabia en su pecho y podía estallar en el momento más inoportuno, lo que pondría a su clan en evidencia y el muchacho recibiría un castigo que sería mucho más severo que el del Consejo.
A una señal de Bastugitas, se hizo poco a poco el silencio. Las seis plañideras tomaron posiciones en torno a la estera y junto al diván de Agirnesser; las damas y los zánganos dejaron de cruzar apuestas, las trovadoras alzaron las liras disponiéndose a cantar y los criados pararon de repartir jarros a todos los presentes, en los que irían escanciando el vino durante el tiempo que durase la ceremonia.
Cuando el silencio fue completo, sonaron las liras en una especie de preludio y todos miraron con atención y concentración a la Gran Dama Reina, que dijo:
-Henos aquí reunidas para disfrutar una fiesta importante para nuestro reino, las diosas permitan que con final feliz. Una ceremonia que nuestro pueblo viene transmitiéndose de damas a hijas desde el tiempo de las abuelas de las abuelas de nuestras abuelas. Un rito que alude a las esencias más importantes de la vida. El nacimiento es gloria para la que llega y las que estamos, es triunfo del maridaje entre las damas y la Naturaleza, es alegría para las antepasadas y seguridad para las descendientes. La gran alegría que me embarga y embarga a mi familia al presidir esta ceremonia es la comunión con la alegría de todas las damas y el pueblo de Ilici. Agirnesser está a punto de traer ante nosotros a una nueva y prometedora alegría y dado que su consorte desapareció de este mundo, es su hermano quien vive y experimenta en su ánimo y en su pensamiento los dolores del parto. Adín, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas, aprende del rito de hoy lo duro que es ser dama, el desgarro que experimenta una dama cuando la naturaleza permite que se prolongue su estirpe en una nueva dama. Todos los varones presentes y ausentes deben entender y asimilar el dolor extremo de la maternidad, el más alto grado de la naturaleza humana y, por ello, el más grande honor a que puede aspirar un ser humano. Puesto que las limitaciones masculinas os privan de este privilegio, aprended los presentes y los ausentes que ser madre es una prerrogativa que se alcanza mediante los dolores más terribles. Siente y sufre, Adín, para que sufra menos tu hermana Agirnesser. Que den comienzo los dolores de parto.
Se hizo un silwencio completo que sólo duró un instante. Como un bólido que cruzara un sereno cielo estrellado, el silencio fue rasgado por un grito agudo de Adín. A partir de ese momento, el coro de gritos y frases de aliento hacia Adín y Agirnesser llegó a ser tan alto, que podía oírse en todo Ilici.























XXXV
La reina fue conducida en la silla gestatoria a la casa real minutos después de terminar su arenga y con su ausencia se relajó un poco el ambiente en el salón, y los criados continuaron repartiendo jarros de vino. Mientras se alejaba el sonido de las trompetasy timbales que acompañaban el paso de los ocho hombres que portaban la silla gestatoria, la ceremonia comenzó efectivamente. Las parteras simuladas rodearon entre risas contenidas los cojines donde Adín yacía, y las parteras auténticas rodearon el diván donde Agirneser componía las muecas más patéticas y ridículas con que pretendía disimular su dolor.
Liberados a medias del protocolo, los consortes y zánganos, dentro y fuera, cruzaban apuestas muy apasionadas sobre cuánto tiempo aguantaría Adín sin huir. Porque sus ganas de hacerlo se notaban mucho; constantemente parecía querar incorporarse a medias, pero abortaba el ademán seguramente porque recordaba a lo que podría exponerse.
Se contaba de un consorte de varios decenios atrás que se alzó de su lecho de parturienta fingida, y escapó lleno de impaciencia sentido del ridículo; a su huída siguió un revuelo de toda la ciudad pero, sobre todo, de las familiares de la embarazada, que salieron en su persecución y movilizaron al ejército de la Reina para prenderlo. Se había escapado en caballo, pero era aquél un tiempo de guerra tanto en el norte, con los bárbaros de pelo amarillo, como en el este y el sur, para enfrentar una invasión cartaginesa particularmente numerosa y fiera. Por lo tanto, los persecutores sabían que el fugitivo no iba a aventurarse demasiado lejos y, de los alarededores de Ilici, sólo las riberas del iber eran lo bastante umbrías como para intentar esconderse. Organizaron, pues, una batida íber arriba, donde un soldado que se apartó un poco para orinar lo descubrió tendido tras una zarza. Ese soldado lo aferró con sus brazos y se puso a gritar para llamar a los demás, mientras el consorte se debatía y pateaba. Acudieron más soldados y algunas damas que, por la dificultad de tranquilizarlo, lo durmieron con una suave pedrada en la nuca que produjo un estallido granate y un reguero de sangre que le llegó a los pies. Al aflojar sus defensas, lo echaron de través en el propio caballo que había robado y de tal guisa lo condujeron a la Plaza del Sol. Allí aguardaban la Gran Dama Reina y las madres del Consejo, formadas ceremoniosamente en torno a una mesa, mientras se hacían servir unos refrigerios y vino para matar la espera; eran simplezas como siete grandes jamones de onagro, siete lechones horneados rellenos de moras y manzanas, grandes hogazas de pan frito con miel, tres peroles grandes de confitura de naranjas, otros tres de compota de boniato, siete fuentes inmensas de fruta de temporada y siete ánforas de vino, cada una de un caldo de calidad diferente, desde moscatel hasta malvasía. El Consejo y la Reina estaban rodeados de un círculo muy compacto formado por las generalas más fieles, a fin de que nadie pudiera contemplar ni burlarse de sus dirigentes borrachas. Conforme la espera fue prolongándose, la borrachera las fue durmiendo a unas y a otras las deshinibió, de manera que las rigideses protocolarias dieron paso a risotadas, exhibiciones de grandes culos adiposos y pechos desnudados para resolver disputas sobre quién los conservaba más turgentes.
Cuando el ejército llegó con el fugitivo sin conocimiento, ni la Gran Dama Reina ni las madres del Consejo recordaban lo que estaban haciendo en esa mesa improvisada en medio de la plaza. Pero las generalas, que daban la espalda al festín y miraban hacia los cuatro lados de la plaza, mantenían completa su atención y se dispusieron a actuar en cuanto vieron que el consorte desertor era conducido a su presencia.
Habían preparado ya una especie de andamiaje de troncos que, a base de grandes piezas de ricas telas, simulaba la figura de una dama de postín. En el centro un poste cruzado sobre otro, donde el fugitivo fue amarrado. En cuando quedó asegurado, le echaron muchos baldes de agua para despertarlo, momento en que se dieron a zaherirlo con las ofensas que más podían desagradarle: mala mujer, puta de Babilonia, meretriz de la playa y sibila demente. El desertor, que difícilmente podía comprender lo que pasaba a causa de su herida en la cabeza, miraba interrogadoramente en todas las direcciones e intentaba muy sinceramente entender lo que le decían. Un zángano más exaltado que los demás, apuntó con una lanza su entrepierna mientras decía:
-No tienes dignidad para actuar como una dama, pero tampoco la tienes para ser un varón respomsable, así que no necesitas tus artilugios de mear.
Mediante un certero tajo, cercenó sus genitales mientras todos los demás reían:
-Ya no eres nada, ni varón ni dama. Sin embargo, te damos ocasión de sentir de veras lo que sucede durante las dos horas que sólo tenías que fingir.
Entre los gritos tormentosos del fugitivo, fueron alanceando su vientre hasta que lo abrieron en canal. La recién parida enviudó, pero su honor fue lavado.
El consorte colgado como un trapo viejo, permaneció un cuarto de luna hasta que los grajos se encargaron de su última humillación.
A Adín le atribuían un punto de locura, consistente en el deseo disparatado de rebelarse contra su naturaleza, y los consortes se adherían a tales consideraciones con expresiones muy burlonas y reiterativas:
-El hijo de Umarbeles nunca aprenderá. Tonto nació y diez veces tonto morirá.
-Vergüenza de Bastugitas lo llaman. Vergüenza de Ilici es en realidad.
-Si no es capaz de representar dignamente los dolores de parto, es que no sirve para nada y mucho menos para ser un buen consorte de su casa.
Además de humillado, Adín les escuchaba con gran fastidio cada vez que se permitía tomar un respiro entre tanda y tanda de gritos, porque poco a poco iba sintiendo que la garganta se le volvía de estopa ardiente, pues era imposible sobresalir con su voz, como debía, sobre el desgañitado coro de plañideras que le acompañaba. Tenía que agitarse, convulsionarse y gritar con las rodillas flexionadas y las piernas muy abiertas, y se esforzaba con tanto afán a pesar de los dolores verdaderos de sus magulladuras, que comenzó a sudar en torrentes.
Desde la altura del diván donde Agirnesser yacía, disimulando a duras penas sus dolores verdaderos, consolaba los dolores falsos de su hermanos y le enjugaba el sudor, mientras que ella había mojado ya completamente el cojín, contra el que apretaba la mejilla con objeto de mantener la cabeza en una posición digna y que no se le descompusieran ni el maquillaje ni el exorno enjoyado de su cabeza. En eso consistía una de las servidumbres de ser dama. Debía mantener el tipo a toda costa, sin desfallecer ni permitir que se le notaran los sufrimientos. Pero el pesado maquillaje con que había intentado lucir maravillosamente bella se le estaba disolviendo y corrían ríos rojos y negros por sus mejillas. La mitra se le había desencajado y aparecía una guedeja de su pelo verdadero entre las joyas del borde y los rodetes postizos.
Las apuestas y comentarios de las damas eran diferentes de los varones y zánganos. Las cantidades apostadas eran, lógicamente, mucho mayores, pero las palabras, aún siendo más graves, eran pronunciadas con tonos distinguidos y suaves:
-Agirnesser se verá obligada a sacrificios cuantiosos ante las diosas. De otro modo, se cubrirá de vergüenza el resto de su vida. ¡Qué deshonra de varón!
-Míralo. Ni sus gritos son atronadores como manda la tradición, ni se agita con la fuerza debida.
-Doblemente triste es la suerte de Agirnesser, por haber muerto el consorte que la preñó y por haber tenido que elegir un sustituto tan incapaz.
También Istolacio les escuchaba a unas y otros, y poco a poco sintió que volvían a rebullir en su interior todos sus deseos insatisfechos, la frustración por las esculturas que no le permitían hacer, el anhelo de librarse del envaramiento de un arte falso por rígido y encorsetado, y la ilusión de encontrar un maestro del que aprender el arte verdadero. El de la libertad.
Notaba la crispación de Adín y el impulso dolorosamente reprimido de alzarse de la estera, maldecir a todos los presentes y huir. Le admiraba que se contuviera, pero temía que en cualquier momento dejase de hacerlo, con las consecuencias gravísimas que se derivarían. Tal vez le amilanaba el convencimiento de que los hematomas de la paliza le harían renquear en una huida muy torpe.
Pero la naturaleza de Agirnesser, probablemente estimulada por el empeño ya imposible de no perder la compostura, les hizo un favor a todos y nació un varón durante la primera hora de la noche.
Cuando todas las presentes descubrieron que no era una damita, cayó un negro manto de silencio, profundo y lóbrego, el silencio aparentemente solidario de quienes no desean que se les note demasiado el deseo imperioso de correr afuera para carcajearse y escarnecer a la poderosa parturienta.
El grito del niño cuando la partera le dio la palmada en el culo fue la señal que Adín esperaba con la respiración suspendida. En cuanto lo oyó, se alzó con furor indisimulado, se despojó bruscamente de las galas y la peluca, y se dispuso a salir del salón y echar a correr.
Antes de que lo hiciera, Agirnesser murmuró:
-Asiéntate, Adín, que ha sido un parto inútil y tendrás que prepararte para el día de la bienaventuranza de parir a una dama.
-Pues deberás buscar a otro –escupió Adín con enorme desagrado.
-¡Adín! –gritó Bastugitas.
Desoyéndola por primera vez en toda su vida, el joven escapó a trompicones esforzándose por no cojear demasiado. Abandonó la casa, la plaza y la ciudad entre el griterío que se produjo, un alboroto lleno de frases escandalizadas y muy injuriosas de los presentes y de todo Ilici, principalmente los varones.



XXXVI
Impelido por sentimientos de desgarro, Istolacio, que sabía que tenía que encontrar a su amigo antes de que lo hiciera la persecución qaue iba a ponerse en marcha, corrió tras los pasos de Adín, comprendiendo que necesitaba solidaridad y consuelo. Sabía el escultor que él era el único varón de Ilici que podía proporcionarle ambas cosas, aunque por su actitud de los últimos días no estuviera muy seguro ahora. .
La noche había cerrado del todo, pero la Luna extendía su luz de seda por los bosques del sur y los sotillos del norte. Tal vez no le resultara demasiado difícil encontrarlo.
Tardó mucho en comprender que no iba a dirigirse a su taller. Algo había en el corazón del muchacho desde unos días atras que le indisponía con él, aunque no conseguía entender en qué podía consistir. Trató de recordar por sus antiguas descripciones hacia dónde podía encontrarse el primer meandro del íber que tanto mencionaban él e Irsecel, y hacia allí corrió. Lo reconoció pronto porque descubrió la obra de Adín desbaratada por la turba que lo había apaleado y sintió que aumentaba su propia frustración.
A pesar de las dificultades con que el muchacho habría corrido a causa de los edemas y moretones, Istolacio tardó un buen rato en localizarlo, porque se había echado a contemplar el firmamento bajo una frondosa adelfa llena de flores. Cuando por fin lo encontró, presintió que embozaba el llanto.
-Adín…
-Déjame. Tú eres quien menos necesito ver ahora.
-Aunque no comprendo a qué puede deberse, sé que estás enojado conmigo. Pero quiero que sepas que he comprendido muchas cosas esta tarde gracias a ti…
Adín sintió que se le retorcían las entrañas. ¡Cuánta hipocresía podía caber en un solo pecho!
-…y de repente he caído en la cuenta de que resistiendo y aguantando no conseguiré mis metas. Nunca esculpiré como sueño hacerlo. No me quedaré a hacer el bajorrelieve que quiere Bastugitas que haga, representando la ceremonia de hoy. No lo tallaré, Adín, ¿estás escuchándome?
Adín encogió los hombros, gesto que Istolacio apenas pudo percibir. Notaba, en cambio, su frialdad con entera nitidez.
-Viendo cuánto sufrías, no con la representación de esos dolores falsos sino por dentro, en el fondo de tu espíritu, y escuchando las estupideces de todos los presentes, he decidido que yo nunca sufriré lo mismo. No quiero ser consorte de nadie ni caer en esa pantomima estúpida y degradante. Deseo crear las bellas imágenes que me prohíben esculpir en Ilici, Adín. Y por eso voy a marcharme inmediatamente.
Por primera vez, Istolacio notó que Adín se incorporaba hasta quedar sentado con un codo apoyado en el suelo, y que le miraba a la cara.
-¿Qué quieres decir?
-Amigo, te he visto tratando de sobrenadar en la ciénaga de tu desesperación con enorme impotencia. Quería entrar a rescatarte, abrazarte, ayudarte a ponerte de pie y huir contigo, porque se me ocurrían ideas tan dementes como asomarme a la ventana y gritarles a los consortes que se plantaran en una huelga de sexo; que dejaran a sus damas sin sexo una temporada hasta que comprendieran que nosotros también somos personas. Viéndote sin poder ayudarte me hizo sentir inútil, Adín. Me siento inútil del todo, aunque como me encontraron apuesto al llegar a la pubertad, nadie habló de cortarme nada. Pero ahora, que estoy en plena edad fértil, no piensan en mí como reproductor, y como me pagan con oro me tratan como a un esclavo. He querido rebelarme durante toda la ceremonia. Contenerme ha sido una de las experiencias más dolorosas de mi vida. Por ello, voy a marcharme Adín. Iré a Malaka, a ver si tuviera la fortuna de encontrar algún día a Praxíteles, para suplicarle que sea mi maestro.
-¿Te vas, de verdad?
-Ahora mismo, Adín. En seguida iré al taller y haré un hato pequeño. Sólo mis herramientas, el oro que he conseguido ahorrar en tres años y un pedazo de pan para el comienzo del camino. Mañana, cuando encuentre dónde, compraré un burro y seguiré hasta el sur radiante.
Adín comprendía en el fondo de su espíritu que Istolacio iba a materializar algo que más o menos francamente había proyectado durante muchos años. Hablaba de ello a todas horas, aunque ni él mismo se diera cuenta de las implicaciones de sus frustraciones y deseos incumplidos. Desear el cambio era una manera de prepararlo. Teniendo sus ambiciones en cuenta, no comprendía que hubiera hecho lo de Irsecel. Por supuesto, no iba a hacer favores sexuales a Irsecel como si fuese una cualquiera de las muchas que lo requerían, porque se trataba del amor de su amigo más íntimo. Que hubiera aceptado a yacer con ella sólo podía significar que para él no se trataba de un revolcón de un día, sin consecuencias, sino que la traciópn a su amigo había sido inevitable porque abrigaba proyectos que la incluían a ella. En tal caso, ¿Cómo podía compaginar ese plan de vida con la hija de la Madre Mayor –situación que sería muy ventajosa para el escultor oficial de la ciudad- vcon su declarada intención de huir lejos y establecerse en la lejana

ENTREGA DUODÉCIMA 5-VI-2011


ciudad del Sur. Estaba muy desconcertado. La marcha de Istolacia le dejaba el campo libre con la muchacha, pero él no quería platos de segundas mesas.
-¿Y qué será de Irsecel?
La hiel subió por el esófago de Adín cuando lo oyó decir:
-No te comprendo, amigo. ¿Qué quieres decir?
Adín sintió que se le revolvía casi todo cuanto contenía su cuerpo. Sin duda había amado a un amigo que no lo merecía. Alguien tan miserable, tan interesado e insensible, no merecía a Irsecel. Pero, ahora, ella tampoco lo merecía a él.





















PARTE II

XXXVII
Dando una ojeada a la gente que llenaba la Plaza del Sol a la hora del mercado, Adín se repitió que algo extraordinario o muy grave debía pesar en el ambiente. Las damas charlaban entre sí más que compraban y los zánganos se agrupaban en lugares de poco paso secreteando entre risas y aspavientos. Las burlas de los varones hacia un varón al que envidiaran mucho era siempre en Ilici el motivo más tremendo para pronunciar los sarcasmos más crueles y difamadores. Una amenaza se cernía sobre Adín y lo sabía no sólo por la evidencia de que todas y todos le consideraban culpable de horrendos delitos por haber intentado poner en marcha su plan de riego y, sobre todo, por su conducta impropia durante la ceremonia de los dolores de parto de Arginesser.
Entre tanto, latía en su pecho un pálpito de aquéllos que no se podían ignorar.
Porque las certezas eran demasiado obvias frente a la sutileza inquietante de los movimientos que advertía, y que recelaba que tenían que ver con él. Más que verlas, presentía las maniobras de Bastugitas por las visitas incesantes de todas las damas relevantes de la ciudad, por las salidas constantes de criados con recados para la casa real y el Consejo de Madres, más otras que no conseguía desentrañar, puesto que en varias ocasiones había partido a caballo el criado mayor Beles hacia algún lugar fuera de Ilici, de donde había tardado toda una jornada en regresar.
Y no podía olvidar, para colmo, las dos visitas de Nespaisser a su abuela. Insólitas visitas que no presagiaban nada bueno. Se repetía dos veces en pocos días un acontecimiento insólito, que jamás se había producido en los quince años que la madre de Irsecel llevaba ejerciendo de Madre Mayor.
Istolacio se había marchado finalmente sin prometer nada ni explicar sus planes a largo plazo que, al parecer, no tenía. El lógico revuelto duró en la ciudad sólo unos días, porque contrataron a un escultor en seguida en una ciudad de muy al norte, una especie de burdo cantero que no tenía en su opinión ni la más remota idea de arte.
Pero no paraban los movimientos insólitos que por los signos no no tenían nada que ver con que un verdadero artista escultor les hubiera abandonado. Las largas excursiones de Beles, las conversa de Bastugitas con todas las damas nobles de la ciudad, que fueron desfilando por su casa por turno. Las inusitadas conversas con Nespaiser. El enclaustramiento de Irsecel, que había dimitido de la vida pública. Los desmanes y desprecios de su abuela y su hermana con él, haciéndole sentir no sólo culpable de no sabía el qué, sino miserable. En conjunto, demasiado para no sospechar algo espeluznante. Media luna después de la escapada de Istolacio, tenía motivos para sentirse no ya inquieto, sino francamente angustiado.
No sabía qué hacer y, además, ni sentía la menor gana de reemprender sus inventos. Deambulaba como un espíritu desorientado del bosque con la sensación de cavilar casi dolorosamente pero, en realidad, no pensaba siquiera. En su mente sólo había espaso para un enorme signo de interrogación.
Había un bello mosaico que habían hecho los griegos durante su breve dominio de la ciudad, que ellos llamaron Hélike. Ese paño de teselas de color crema, marrón y rojo le inpiraba un sentimiento extraño que no acababa de aprehender. Era como una especie de nostalgia instintiva de algo que no podía añorar, puesto que no lo conocía. Se lo había dicho a Bastugitas en una ocasión. Ella lo miró a los ojos, como si quisiera traspasarle, y luego de una pausa y un suspiro muy hondo, sonrió. Durante todo el tiempo en que sintió en entredicho, como si la ciudad en pleno conspirase contra él y le acusara en silencio de las peores maldades, Adín se arrodillaba a observar el mosaico como si hubiera de encontrar alguna clase de respuestas en él, porque esperaba que iba a ocurrir algo nuevo, algo muy trascendental que le afectaba, pero nada le indicaba en qué podía consistir. A lo mejor ese misterioso mosaico era una especie de oráculo y podía presentir en sus trazos una respuesta. Aunque todos decían que era griego sin duda, el mosaico contenía una leyenda escrita con caracteres que parecían latinos, más semejantes a los iberos que los griegos.
Cuando no contemplaba ensimismado el mosaico, vagaba por el exterior de la muralla, con el deseo de encontrar a un criado de su abuela que pudiera ser convencido de hablar, o al mismísimo Beles, pero cuando alguno de éstos lo veía de lejos, se alejaba presuroso de su camino y evitaban de mis maneras cruzar cerca de él.
Los signos abonaban su angustia, puesto que todo el mundo le hacía pensar en que se había conchabado contra él, mientras que nadie mostraba la menor simpatía ni esa clase de actitudes que favorece la intimidad.
Lo peor era no tener a quien pedir consejo ni opinión. Su hermana Agirnesser lo trataba de modo muy arrogante y hostil, pero creía él que no sólo como consecuencia de la espantada tras el parto, sino que advertía algo más profundo e importante. A su abuela no se atrevía a insistir demasiado en pedirle audiencia y ella no lo llamaba nunca, como si quisiera escenificar con crudeza su desdén. Por otro lado, había dejado de confiar en Irsecel como para intentar el peligroso asalto a su encierro y como Istolacio se había ido tan lejos, ni siquiera tenía que preguntarse si podía o quería confiar en él. Pero ahora, tales dudas no eran lo importante; en realidad, necesitaría fervientemente poder hablar con Istolacio, que a ver en qué líos podía estar metiéndose en tierras extranjeras, esa Malaka del sur donde decían que se aunaban todos los vicios de Iberia.
Recordó las exhortaciones del escultor, y sonrió con amargura y rencor. Istolacio le había aconsejado constantemente que fingiera adaptarse con mansedumbre a los dictados tanto del Consejo de Madres como de la tradición. Sin embargo, con su marcha había ignorado sus propios consejos de mesura y paciencia para estallar de improviso, como un vendaval, y se había rebelado antes de que Adín pudiese consumar lo que tantas veces había anunciado.
Estaba casi a punto de decidir que ésa era, así mismo, su única salida. Escapar, desaparecer, hacerles sentir a todo que él no merecía el trato que estaban dándole. Tenía que encontrar alguna vía ya que no podía seguir como estaba. Necesitaba alejarse de cuanto conocía y buscar su destino en cualquier otro lugar. La realización no sólo como varón, que en Ilici sería imposible, sino como persona. ¿Qué podía hacer? No tenía más posibilidad que rebelarse en silencio, sólo para sus adentros, y huir, porque ambas cosas eran prácticamente lo mismo en Ilici para un varón. Rebelarse era excluirse, aunque se hiciera de modo íntimo y sin publicidad, y, después de la menor rebeldía, ningún varón habría podido continuar viviendo con placidez en el reino.
Sabía de muchos casos de simplezas de varones, que fueron consideradas grandes delitos, como un consorte que fue a la playa un día de mucho calor sin pedir permiso a su dama. A la excursión siguó un collar interminable de piedras puestas en su vida, un dogal que se le fue cerrando en el cuello hasta que, incapaz de seguir sufriendo indefinidamente, se desnudó para no llevar encima nada que hubiera pagado su dama y se lanzó desde lo más alto de las murallas.
Esa triste historia la había comentado muchas veces con el escultor, que agachaba la cabeza muy serio y no hacía comentarios.
Curiosamente, ahora, con su ausencia, empezaba a sospechar que el caso del consorte playero afectase al escultor de modo particular. Pero diversas indagaciones le habían convencido de que no era un pariente de Istolacio.
Pero la realidad un tanto paradójica era que, a pesar del gran reconocimiento de su arte, tras unos cuantos años de mansedumbre aparente, fingimientyo e hipocresía para poder ejercer, Istolacio ni siquiera había querido lanzar un desafío a los estamentos del reino y afrontar la condena a un posible castigo por su delito de necesitar romper con la rígida tradición artística. Sencillamente, había huido. Como un cobarde. Como un hipócrita malvado. Como un traidor con alevosía. Como el mayor asesino de amistades y emociones. Sentía Adín por ello aversión. Lo odiaba. Sería capaz de ahogarlo. O de aplastarlo con una de sus esculturas. O de rebanarle el cuello con uno de sus formones. Además de engañarle con Irsecel, le había traicionado dejándolo a merced de su propia inexperiencia, sin nadie más a quien acudir ni en quien confiar.
Desolado y sin ocurrírsele qué otra cosa podía hacer, decidió tratar de congraciarse con Bastugitas y durante tres días caviló los modos posibles de conseguirlo.
Vagó varios días por las cercanías del salón y la ventana, observándola de lejos y calculando cuáles podían ser sus necesidades, unas necesidades en las que ella ni siquiera hubiera pensado.
El cuarto día, hubo una breve tormenta de verano. Tales fenómenos solían durar muy poco, pero en este caso la lluvia fue lo bastante copiosa para que se formaran lodazales por toda la ciudad. No iban a durar mucho, porque en seguida salió el sol, esplendoroso, dispuesto a secarlos en poco rato. Mirándolos, recordó haber escuchado a su abuela quejarse en el pasado algunas veces veces por las pellas de barro que los visitantes introducían en el lujoso gran salón, pegadas a sus sandalias.
Puesto que se producía por un meteoro proveniente del cielo, la solución le llegó como una inspiración celestial. Para que las pellas no entraran en la casa, tendría que haber ante la puerta algo que impidiese al barro pasar de ahí.
Pensó en fabricar una estera de esparto que dejase cabos sin cortar hacia arriba, pero desistió al comprender que, un día invernal de lluvia torrencial, esa estera se convertiría al poco rato en una pieza de barro acumulado y compacto, resbaladiza e inútil para su función. A continuación, probó a unir varias cañas con cuerdas de cáñamo; con las primeras pasadas le pareció bueno el resultado, pero en seguida notó que las cañas iban cascándose hasta formar, en poco tiempo, un cúmulo de astillas que irían mezclándose con el fango. Con su particular sentido del humor, tan sarcástico, Bastugitas acabaría acusándolo de tratar de extender un modesto suelo de adobe sobre el rico pavimento de guijarros del salón, del que se sentía orgullosa.
¿Y si hacia eso mismo, construir un cuadrado de guijarros ante la puerta, pero sin cubrirlos del todo la argamasa? Podía servir, pero no sería lo bastante efectivo. Necesita algo más abrasivo aún.
Entonces, recordó uno de los legados de su padre muerto, aquel marinero soñador de mundos lejanos, de quien sin duda había heredado también algo de su locura. Puesto que se suponía que había muerto siendo un joven aventurero y seguramente pendenciero, a su marcha no le había dejado en herencia nada que tuviera valor verdadero, y de todas maneras los consortes casi nunca dejaban herencia a sus hijos. Sólo recordaba unos objetos que le habían hecho soñar en los años de su infancia. Corrió a buscar la arqueta donde los guardaba y los contempló con una mezcla curiosa de júbilo y decepción: había acertado al pensar en esos objetos, pero eran insuficientes.
Necesitaba muchas más conchas, pero no de las más hermosas guardadas por su padre, de nácar, sino de las rugosas, aquéllas más oscuras y menos atractivas, que estaban cruzadas de profundas estrías. Probó con las dos docenas que tenía: en efecto, ése tenía que ser el material del quitabarros para la puerta de la mansión de Bastugitas. Tendría que buscar un asno en el que poder traer desde la playa un gran cargamento de conchas.




















XXXVIII
-Me han contado, gran dama, que ayer recibisteis a Madre Mayor Nespaiser.
Bastugitas miró inquisitivamente a su visitante, la dama Ilurtibis. No sólo era imposible en Ilici mantener cualquier asunto en secreto, sino que parecía que cada casa tuviera una pregonera a la puerta, recitándoles indiscretamente a las vecinas cuanto ocurría en el interior.
-La verdad es que no me lo podía creer –prosiguió Ilurtibis-, conociendo lo que hay entre vos y ella.
-¿Qué supones que hay entre Nespaiser y yo, Ilurtibis?
-¡Oh! Pues… yo creo que no precisamente un gran cariño.
Bastugitas no permitió que la risa aflorara a su cara. Mantuvo cierta severidad en el gesto para reponer:
-Ciertamente que no. Pero eso no obsta para que yo dé un consejo si alguien me lo pide, sea quien sea. Así he obrado toda la vida y así seguiré –Bastugitas notó que necesitaba hacer pensar a su chismosa interlocutora en cualquier cosa que no tuviera nada que ver con el objeto real de sus gestiones-. Como sabes, querida Ilurtibis, nos hemos quedado sin escultor oficial en Ilici y el que hemos traido en un zoquete que no sabe tallar ni una baldosa. La huida de ese miserable Istolacio nos deja con la tumba de la gran dama Sanibelser sin completar. Madre Mayor insiste en tratar de contratar a uno en Numancia, pero a mí me parece que las gestiones en un lugar tan lejano nos llevarían muchas lunas, por lo que he propuesto buscar uno por los reinos de las montañas cercanas, íber arriba.
Ilurtibis se dio cuenta de que la antigua Madre Mayor había realizado una maniobra de despieste y eludía responder su pregunta, recurriendo a una afirmación genérica, que era una especie de declaración de intenciones que a nada le comprometía, y con explicaciones muy trilladas sobre la búsqueda de un buen escultor, que todas las damas conocían de sobra. ¿Qué estaría tramando en realidad con Nespaiser, que con tanto empeño procuraba ocultar?
Esa pregunta corría de boca en boca por las más elegantes mansiones con fachada a la Plaza del Sol. Ninguna dama se daba por satisfecha con las afirmaciones, tanto de Bastugitas como de la Madre Mayor, de que dialogaban sobre asuntos políticos. Nadie daba crédito a esta versión, porque además de ser inimaginable que Nespaiser pidiera consejo a su antecesora, se habían visto muchos otros movimientos raros en torno a la casa de Bastugitas.
Los recados incesantes, de ida y vuelta, entre la vieja dama y la reina no eran lo único ni lo más sorprendente. Estaban, además, las desusadas excursiones del criado principal del clan, Beles, que a ver en qué intrigas estaría metido para viajar con tanta frecuencia fuera de Ilici. Se le había visto pedir audiencia a la Gran Dama Reina de una ciudad no muy lejana, un reino rural situado íber arriba, y contra todo pronóstico el criado había sido recibido al instante en audiencia por su importantísima anfitriona, con sólo entregar una pequeña lámina de cobre grabada que portaba.
También se había visto al mismo criado visitar a un riquísimo hacendado que no era muy querido por los pueblos iberos, porque comerciaba con la grosera marinería y con los perversos y salvajes cartagineses. Pero todos sabían en los reinos de los alrededores que era una de las personas más adineradas de las que tenían noticia, si dejaban a un lado las leyendas orientales sobre fortunas que nadie podía certificar.
-¿Tratáis de llegar a un entendimiento con Madre Mayor Nespaiser? –reincidió Ilurtibis en su curiosidad.
Bastugitas la miró preguntándose si iba a responder o no como merecía tanta contumacia en insistir con la morbosa indiscreción. Pero no siempre encajaba con su temperamento la posibilidad de contenerse:
-El entendimiento no es precisamente una facultad que le sobre a esa dama. Y a ti, querida amiga, te sobra parecido con la Madre Mayor.
La vieja dama notó la perplejidad de Ilurtibis, que parecía no saber cómo reaccionar, porque era incapaz de discernir si había escuchado un elogio o un insulto.










XXXIX
Una pequeña lengua de tierra, que protegía una rada pequeña abrigada también por una lejana punta rocosa, formaba lo que en Ilici denominaban “nuestro puerto”. Para encontrarlo, bastaba dejarse guiar por el sol de la segunda hora de la mañana, oteando hacia oriente desde la torre este de la muralla. Corriendo en su dirección, de no perder el rumbo en el denso bosque se podía llegar a caballo muy pronto. Andando, era el tiempo muy difícil de calcular.
El único caballo que poseía el clan lo estaba usando a diario el criado mayor de Bastugitas, para sus misteriosos desplazamientos.
Por lo tanto, Adín tuvo que aventurarse a través de la selva con un burro y sin más ayuda ni herramienta que la falcata y un saco de yute, con el que esperaba regresar cargado de conchas.
Nunca perdió el rumbo ni se dejó enredar en rodeos inútiles, por lo que consiguió avistar aquel extraño y fascinante mundo que llamaban “mar” cuando el sol estaba todavía alto. Era una extensión ilimitada, azul, que parecía un orgnismo vivo. Brillaba como plata en el chisporroteo del rebalaje, hablando a la brisa y besando la arena con un rumor rítmico que parecía la voz y el latido de un dios. O era en sí mismo un dios que causaba pavor y, al tiempo, cautivaba. Comprendía que su padre se hubiera dejado llevar por él en busca de mundos legendarios.
-¿Qué buscas, extranjero? –preguntó un hombre a sus espaldas.
Tuvo un sobresalto porque no lo había visto al llegar, ya que debía de encontrarse durmiendo la siesta en el interior de la barca varada en la arena. El ruido de sus pasos lo había despertado.
-No soy extranjero. Soy súbdito del reino de Ilici.
El hombre, muy fuerte y quemado por el sol, sonrió sarcásticamente.
-Ya. Extranjero, como toda la gente de tierra adentro.
-¿Sí? ¿Entonces, por qué hablamos la misma lengua, eh?
A Adín le pareció un argumento ingenioso que el otro no podría rebatir.
-Si te hablase con lenguaje marinero, no me entenderías. Uso las palabras que imagino que puedes comprender.
-¿Quién eres, cómo te llamas?
-Me llamo Indíbil, hijo de Indíbil hijo de Indíbil. ¿Y tú?
Por la forma de identificarse, Adín comprendió que a pesar de hallarse en territorio perteneciente a Ilici no formaba parte de una sociedad donde predominaran las damas. Temió que pudiera burlarse si recurría a las fórmulas usadas en Ilici, porque ya le había ocurrido otras veces con caminantes encontrados por las tierras escarpadas que había íber arriba.
-Mi nombre es Adín. ¿Eres pescador?
El marinero se sobó el taparrabos y aferró el puñal encajado en él como si estuviese a punto de sacarlo.
-Según quién me lo pregunte y lo que compre. ¿Qué buscas?
-Conchas como ésta –Adín exhibió una de las que llevaba en el zurrón.
-¿Vivas?
-¡Oh, no! No quiero nada para comer. Necesito unas trescientas conchas como ésta, pero sin el animal que vive dentro.
El marinero miró hacia un extremo y otro de la playa. Reflexionaba manteniendo en sus labios un gesto que parecía una sonrisa para que no lo era en realidad, y que Adín no sabía descifrar.
-Sé dónde puedes encontrar no trescientas, sino trescientas veces mil. Pero mi saber tiene precio.
Adín se preguntó si tenía algo que temer. Todos sus sentidos estaban diciéndole que sí, aunque todavía no se hubiera producido ningún gesto de peligro. Calculó las fuerzas. La voz de Indíbil era áspera y ronca como la de un uro, y su cuerpo era fuerte y fibroso, con unas piernas que parecía capaz de dar coces como los onagros. Pero no era tan poderoso como para no poder vencerlo en un enfrentamiento si recurría a los trucos guerreros que le habían enseñado los criados de Bastugitas. Lo malo era el cuchillo sujeto en el costado del taparrabos; más pequeño que su falcata pero igual de mortífero o probablemente más. ¿Iba a verse involucrado en un enfrentamiento?
-¿Qué precio tiene tu saber, marinero?
-Saber.
-¿Qué quieres decir?
-Yo respondo tu pregunta y tú respondes la mía.
Por un instante, Adín temió haber ido a topar con un demente. Pero la expresión del hombre ennegrecido por el sol no parecía la de un loco. ¿Qué saber trataría de alcanzar?
Mientras buscaba en su cabeza respuestas para una escena tan insólita, inspiró profundamente una bocanada del aire salobre que llegaba del agua. El dios azul e

entrega decimotercera 6-VI-2011


infinito no paraba de moverse; era como si no fuera un solo espíritu, sino una legión de ellos, dispuesto cada uno a amenazaar o complacer a los hombres, según les diera el ánimo.
-De acuerdo –dijo Adín, presintiendo que todo iba a ser inútil-. Supongo que no responderás la mía hasta que yo no responda la tuya.
El atezado marinero respondió con celeridad y un gesto de cinismo en su boca desdentada.
-Supones bien, extranjero.
-Adelante. Pregunta –concedió Adín.
-No veo que tengas pechos. ¿Eres hombre o mujer?
El estupor enmudeció a Adín. Pero al instante, tratando de sumergirse en lo que pasaba por la mente de Indíbil comprendió que su pelo bien recortado y peinado, su mentón todavía sin vello, sus miembros tersos y libres de cicatrices y su túnica limpia y ricamente guarnecida eran un conjunto muy distinto de cuanto caracterizaba a la gente del mar. El marinero no podía tener más que la edad de Istolacio, pero su voz atronaba, su barba era como crin de testuz de bisonte y su carne parecía piedra arenisca raída por el viento, la lluvia y el sol. Se preguntó si iba a tener que escapar de las pretensiones de ese hombre solitario.
-Soy un hombre muy joven. He cumplido dieciséis años. Y pertenezco a la familia más poderosa de Ilici, por lo que no realizo trabajos penosos.
La mirada del marinero se clavó en el cuello y los hombrso desnudos de Adín, como si estuviera realizando algún cálculo.
-Sin embargo, ¿por qué eres hermoso como una mujer?
-¿Cuántas preguntas debo responder antes de que tú contestes la mía?
-Hasta que yo sepa todo cuanto debo saber.
Suspo el joven que debía poner una barrera psicológica entre él y las pretensiones del hambriento hombre de la playa.
-Hermosa es la dama que me tiene perdido el sentido. Y hermosos son sus pechos y sus labios como flores. Sólo esa belleza soy capaz de reconocer.
El marinero rió casi a carcajadas. Se sobó la entrepierna, cogió un guijarro que lanzó al mar y se pasó la palma de la mano derecha por los ojos.
-Pues deberías saber que si no cambias tus visos y ropajes, corres graves peligros en todos los embarcaderos, y lo mejor para ti sería refugiarte en tus jardines de la pereza de tierra adentro. Donde tienen costumbres griegas y siracusanas, el peligro no sería mortal, pero en puertos que sean guaridas de piratas de Cartago, guárdate bien. Guárdate en los puertos aunque no encuentres cartagineses.
Adín fue a pedir que le describiera pormenorizadamente tales peligros con mayor meticulosidad, pero le contuvieron dos conclusiones: primera, si lo hacía y el marinero le respondía, a lo mejor daba por cumplido el trato y ya no quería decirle dónde encontrar conchas; segunda, había oído hablar de eunucos y efebos que servían como mujeres a los cartagineses y otras razas orientales. A ese peligro se refería, sin duda.
Compuso una expresión severa antes de preguntar como si cerrase el diálogo:
-¿Me dirás dónde encontrar mis trescientas conchas?
-Sí. Pero antes, prométeme que volverás aquí.
-¿Para qué?
-Para soñar.
Adín asintió con la cabeza, pues halló que ese gesto no le comprometía a nada. El marino alzó el brazo hacia el promontorio rocoso situado hacia el norte.
-Allí, siguiendo la línea del rebalaje, donde termina la arena hallarás millares de conchas como ésa, arrastradas por la corriente. No olvides que has prometido volver.
-¿Cuándo recoja las conchas?
-No. Algún día. Has de volver aquí para encontrarte en tu interior, porque tú estás perdido dentro de tu apariencia fingida.













XL
-¿Has hablado estos días con el hijo de Umarbeles hija de Bastugitas? –preguntó la Madre Mayor a su hija.
Irsecel se tomó un momento antes de responder:
-Debo deciros, gran dama, que jamás he hablado con él.
Nespaiser contuvo su furor.
-La costumbre de mentir es lo que más me entristece de ti. Olvidas quién soy y cuáles son mis poderes. Aunque sabes que nada en Ilici escapa a mi mirada ni a mi conocimiento, insistes en negar lo que sé. Veo que no eres digna de ser la dama que siempre proyecté que fueras, y por ello vengo considerando hace tiempo que tendré que adoptar a la hija de mi hermana a tal fin. Lo pienso muy seriamente.
Irsecel sintió un vahído. ¿Había llegado demasiado lejos dejándose llevar por el deslumbramiento de Adín? La amenaza iba completamente en serio, podía notarlo en el rictus de los labios de Nespaiser y lo corroboraba el hecho de que estuviese hablándole delante de las otras cinco madres del consejo. Sin decírselo nadie ni ser anunciado según la costumbre, estaba siendo sometida a juicio. ¿Iba a malograr el futuro por una pasión indigna de su condición? Una pasión que podía ocasionarle la expulsión de su propio estamento social, porque nada era más grave para ese grupo que una dama incapaz de sustraerse a la atracción sentimental de un varón. ¿Merecía la pena sacrificar tanto por quien tan distante se mostraba últimamente?
-La huida de Istolacio sin dar ni pedir explicaciones–continuó Nespaiser- es el síntoma de que tenemos un problema muy grave en este reino. Sin olvidar que todas en Ilici sabemos que el hijo de Umarbeles hija de Bastugitas permanecía largas horas en el estudio del escultor apóstata. Algo muy peligroso parece estar pugnando por emerger en nuestra sociedad, y habrá que frenar los peligros de los cambios increíbles que traen los tiempos. Si no, algún día podríamos asistir a una revuelta de los hombres exigiendo más derechos y, aunque parezca mentira, igualdad.
Irsecel bajó la cabeza. Nespaiser tenía razón, pues tales ambiciones quedaban implícitas en muchas de las palabras y proyectos de Adín.
-Escucha, Irsecel, escúchame con mucha atención. Bastugitas me presiona de modo casi insoportable, pero yo jamás me rendiría a sus pretensiones ni a sus designios, porque ella actúa tal y como dice que no debe actuar nunca una política cuando se ve apartada del poder. Según esos discursos suyos con los que trata de engatusar y asombrar a las damas jóvenes e inexpertas, el deseo de controlar los hilos del poder aún después de haberlo perdido forma parte de la condición humana, y de acuerdo con sus hipócritas tesis, esa conducta tiene un resultado terrible, que consistiría en aquella frase de algunos tiranos de la historia: “que se hunda el reino si no lo gobierno yo”. Bastugitas es culpable del pernicioso mal que ella misma denuncia con tanto empeño y dice querer evitar. Quince años después de haber dejado de ser Madre Mayor, pretende controlar aún cuanto ocurre en Ilici y si ella no lo aprueba, que se hunda el mundo.
-Madre, según creo, Bastugitas…
Con indignación incontenible, Nespaisser abofeteó a su hija mientras las demás madres miraban hacia otro lado con turbación e incomodidad. .
-¡Jamás me interrumpas, desgraciada! Aquí no soy nada tuyo, sólo la Madre Mayor del Consejo. Lo que Bastugitas quiere no es lo que quiero yo ni lo que conviene a este consejo ni al reino, así que en este momento debe quedar clara tu posición. O sigues escuchando los cantos de sirena de mi principal enemiga o respetas los designios de tu madre que, es al mismo tiempo, la máxima autoridad política del reino y quien puede, por tanto, materializar tus sueños o convertir tu vida en una pesadilla. Tú eliges.
Irsecel sentía mayor perplejidad que miedo.
Puesto que su madre recurría a tantos sobreentendidos y no describía con claridad las pretensiones o deseos de Bastugitas, no conseguía comprender.
Sólo advertía que la severidad de la Madre Mayor era más estricta e inexorable que nunca y que flotaba en el aire del solemne salón del Consejo de Madres una amenaza nada abstracta, sino muy cercana y palpable. Debía arrodillarse, rozar el suelo con la frente y asentir con humildad, pues no tenía más salida, pero ¿por qué sentía unas ganas tan incontenibles de llorar?










XLI
La tarea de elaborar un quitabarros resultó mucho más difícil de lo esperado. Nadie había hecho en Ilici jamás algo parecido, por lo que no había referencias a las que imitar, y, por otro lado, el joven se dio cuenta de que había desarrollado una vena imprevista de su personalidad; quería que las cosas, además de útiles fuesen bellas. Un gusto por la belleza que complicaba el trabajo. Se preguntó si todos sus proyectos del futuro los realizaría con el mismo condicionamiento.
Decidió realizarlo a escondidas y exhibirlo únicamente cuando estuviera acabado del todo. Así, sería mucho más clamorosa la sorpresa, sobre todo si tenía oportunidad inmediata de demostrar sus beneficios. Siempre había alguna tormenta de verano que podía verse llegar, lo que no era raro cuando el estío comenzaba a declinar.
El día que ocurriese, se apresuraría a pedir ayuda a dos o tres criados para que lo cargasen y correría a situarlo ante la puerta de entrada, en un cuadrado del terreno que, para tomar medidas, había aplanado antes de comenzar a hacerlo bajo la mirada distante y extrañada, y muy suspicaz, de su abuela, y que volvía a nivelar de vez en cuando, si veía que se amontonaban guijarros o arena. Trataba de mantener ese espacio liso y limpio para el momento imprevisible en que pudiera colocarlo y jactarse de su creación.
Esperaba que Bastugitas, orgullosa, hiciese llamar a todas las damas nobles de la ciudad para contemplarlo e, inclusive, al mismísimo Consejo.
Durante los primeros intentos, a causa de esas nuevas exigencias estéticas le asaltaba una pregunta: Aparte de su inclinación por las obras de ingeniería, ¿le habría insuflado Istolacio un poco de espíritu artístico? No quería nada suyo, ni eso. Pero por más que se lo decía a sí mismo, cambiaba el ordenamiento de las conchas una y otra vez buscando el mejor efecto estético posible.
Había decidido elaborar el quitabarros en un escondrijo de la bodega, situada en un extremo de la casa que la familia no frecuentaba y donde tampoco iban mucho los criados. Tras extender una capa fina de mortero sobre un cajón de madera preparado al efecto, había empezado varias veces a incrustar las conchas, y se interrumpía muy pronto. No le satisfacía el desorden nada artístico de los caparazones colocados según imponía su tamaño. Como el mortero se secaba pronto, tenía que romperlo todo y recomenzar desde el principio. Una nueva plataforma de madera formando cajón con un reborde de un cuarto de palmo, el mortero algo más aguado de lo normal, para que le diese tiempo a colocar las trescientas conchas, y éstas ordenadas por tamaño, preparadas en el suelo junto a su pierna derecha.
Después de cuatro intentos, mientras cavilaba mirando los alineamientos a su costado, se le ocurrió el modo en que quizá pudiera satisfacerle. Puesto que no había dos que tuvieran exactamente el mismo tamaño, jamás resultaría el quitabarros hermoso forzando el diseño en líneas rectas.
Entonces fue cuando, a pesar de resistirse, sintió que el espíritu artístico de Istolacio llegaba en su auxilio desde la lejana Malaka o dondequiera que estuviese.
Juntando las conchas por los vértices, formaban tríos que resultaban hermosos independientemente de su tamaño; y como esos tríos formaban aproximadamente círculos, podía ordenarlos encajados en líneas que al superponerse, dejaban muy poco espacio vacío. Probó con tres conjuntos de tres formando un triángulo y ya estaba. Además de una solución para las preocupaciones de Bastugitas, el quitabarros resultante iba a ser una bella obra de arte.





















XLII
La indiscreta dama Ilurtibis no cejaba. No era sólo Adín quien se preguntaba el significado de los movimientos desusados que había venido observando. Ilici era una olla de rumores en ebullición y como era natural, el chismorreo inventaba las historias más delirantes sobre lo que podía estar ocurriendo, pero muy pocas damas caían en la impertinencia de intentar averiguar metiendo las narices en las fuentes. En cambio, no se privaban de cotillear y los rumores inventaban las conjeturas más peregrinas.
Bastugitas gestionaba la conversión de su nieto en eunuco para venderlo a los cartagineses.
Nespaiser había propuesto a la vieja dama darle a Adín el cargo de cardador mayor, a cargo de los talleres de lana, lo cual era una especie de título honorífico pero implicaba la castración de todos modos.
Estaban preparando la conversión de Agirnesser en Madre del Consejo, para lo cual las dos damas trataban de encontrar la solución a fin de echar, sin miramientos, a la dama confidente de Bastugitas, Tresbalasser. A cambio, Adín sería exiliado de Ilici, sin ninguna consecuencia ni reacción por parte de Bastugitas. .
Las visitas de Ilurtibis, la dama más chismosa de Ilici, eran seguidas por discretas miradas de todas las damas sobresalientes, embozadas tras las cortinas de sus ventanas, esperando verla salir con aquella expresión de triunfo que pudiera simbolizar un conocimiento que se apresuraría a compartir.
-No te tolero esa curiosidad tuya, Ilurtibis, ni que quieras averiguar de lo que no se puede hablar porque ni siquiera existe. No te tolero más chismes.
Por dos veces, Ilurtibis había sido echada con destemplanza de casa de Nespaiser, la Madre Mayor cuyo temperamento le había impedido desarrollar la mano izquierda indispensable para una política poderosa en tiempos de crisis, en los que la diplomacia era obligatoria. “No te tolero” era su frase favorita, sin explicar nunca de qué medios iba a valerse para impedir lo que decía no tolerar. En realidad no disponía de ninguno, y no se trataba más que del filo aparente de un cuchillo de papel.
Siempre se recordaba en el reino el caso de una embajadora que había ejercido dos generaciones antes, durante el mandato de la Madre Mayor que precedió a Bastugitas. Había sido encomendada para negociar todos los deferendos que Ilici mantenía con los reinos más o menos vecinos y, sobre todo, con los cartagineses y la raza de pelo amarillo de las montañas. La dama en cuestión, que tenía un prestigio antiguo como negociadora y, en cierta manera, aliada de los fenicios y sus herederos los cartagineses, poseía sin embargo una expresión beatífica que con frecuencia podía parecer retraso mental. Era blanda como el queso de cabra y jamás mostraba la menor energía; sólo afectaba un tono de cierta severidad cuando alguien en su presencia hablaba de la incapacidad manifiesta que la Madre Mayor demostraba a dirario. En tal caso, la dama embajadora reaccionaba siempre igual. Exclamaba: “No te tolero que digas eso de la Madre Mayor” y se quedaba tan campante, sin aclarar de qué forma podía poner en práctica su intolerancia.
Nespaiser había espetado la frase “no te tolero” ante el rostro de Ilurtibis infinidad de veces, pero ni por ésas. De querer ser indagadora de una información privilegiada con la que presumir entre sus amigas, la dama fisgona pasó a ser objeto de murmuraciones por doquier. Comidillas que incluían no pocos sarcasmos malvados: “Oledora con la nariz tapada”, “Espía de noches sin luna”, “Metomentodo en lo que no tiene entrada”, “Fisgona ciega”, motes que circulaban para no mentar su nombre y así poder soltar mejor las carcajadas que todas disimulaban en su presencia.
Sin el menor sentido del ridículo, Ilurtibis continuaba su campaña sin desmayo, recorriendo una y otra vez la plaza desde el Consejo a la casa de Baqstugitas y viceversa. No permitía que le desalentasen las risas que se oían por las ventanas, ni siquiera las burlas de los zánganos, que comenzaban a ser clamorosas, la desalentaban. El deseo de obtener el trofeo de uhna información que nadie más poseyera hasta que ella la difundiese, hacía que corriese sin aliento y daba la impresión de pagaría a buen precio que alguien la ayudase.
Desde su mirador perpetuo de la ventana, Bastugitas la vio llegar y se apresuró a ausentarse del salón mientras ordenaba al criado mayor Beles:
-Llega la dama Ilurtibis. Dile que me he marchado muy lejos…
-¿A dónde, gran dama?
-¡A Etruria, por ejemplo! Dile que tomado un navío y he ido a comprar esculturas y exvotos para la tumba de Sanibelser que el ingrato Istolacio dejó sin acabar. Apresúrate a abordarla antes de que entre, porque, si no, sería capaz de sentarse en la estera a esperar durante seis lunas que yo volviese de Etruria.
-El hijo de vuestra hija Umarbeles ha vuelto a preguntarme si querríais recibirlo.
Bastugitas se mordió el labio mientras salía al patio. No respondió la pregunta porque no quería dar argumentos al criado para una contestación a Adín más agria de lo que ella misma quisiera darle. No iba a recibirlo hasta que hubiera madurado del todo su proyecto y tuviera todos los cabos atados, sin que pudieran surgir imprevistos. Y tampoco podía arriesgarse a que el muchacho adivinase sus propósitos al averiguar que había puesto tan importantes negociaciones en marcha.





























XVIII
Lo había terminado. Era una hermosura.
La composición a base de tríos de concha había resultado muy acertada, de manera que no sólo haría que la entrada a la casa de Bastugitas fuese más cómoda, sino que se vería muy enriquecida por el nuevo ornamento.
Ahora sólo tenía que dejarlo fraguar. Si mañana se presentaba lluvioso, como anunciaba la oscuridad de las nubes de esa tarde, al día siguiente podría dar la sorpresa.
Como le hervía el pecho por la impaciencia, salió a dar un paseo por todos los rincones de Ilici y, en particular, a rondar los movimientos de Irsecel, porque últimamente la muchacha se había vuelto prácticamente invisible.
El quitabarros no necesitaba ya de su cuidado, de manera que podía permitirse tener toda la paciencia del mundo. Aguardaría las horas que hicieran falta y ahora no consideraba que tuviera que ocultarse de nadie, puesto que Irsecel le correspondía con tan escasas satisfacciones. De hecho, ninguna. Todos sus gestos y elusiones eran desaires que se le clavaban en el pecho como espinas.
Sin duda, ella se sentiría culpable. Era posible que su eclipse se debiera a la pena por la ausencia del escultor. ¿Cómo iba a suponer que la muchacha sufriera por él?
Era una traidora. Había cometido una felonía tan grande como las que cantaban losrapsondas griegos.
¡Qué terrible era la traición! Isercel le había engañado amartelándose con Istolacio, y aunque fue capaz de mantener el juego de las apariencias durante algún tiempo, ahora había dejado de fingir. Estaba convencido de que debía de sufrir por el abandono del escultor y daba por sentado que ni siquiera recordaba que existiese en el mundo un muchacho dolorosamente enamorado, llamado Adín.
-Míralo –dijo Nespaiser a su hija, mientras la apartaba con brusquedad del escondrijo desde donde la muchacha atisbaba la calle por un ángulo de la ventana-. Es un revoltoso demente, del que me agradecerás algún día haberte librado. Despreciándolo, ganas un tesoro inmenso de dignidad. Serás una de las más grandes damas que ha conocido Ilici en toda su historia.
Nespaiser estuvo a punto de abofetear a su hija, porque se dio cuenta de que estaba llorando. Se contuvo de hacerlo, porque con la palmada y la posible exclamación de Irsecel podía desvelar la presencia de ambas al hijo de Umarbeles hija de Bastugitas.

ENTREGA DECIMOCUARTA 7-VI-2011


Fuera, frente a la ventana, también los ojos de Adín rebosaban lágrimas. Se había negado a huir con Istolacio porque le repugnaba su traición y creía entonces, a pesar de todo, poder reconquistar a Irsecel. Ahora, lamentaba no haberlo secundado en cualquier caso. El desconcierto le hacía dudar de sí mismo; algo había cambiado en su interior y de repente era incapaz de reconocerse.
Miró hacia el cielo. Las nubes se estaban oscureciendo esperanzadoramente. Pero apretaba el calor de la tarde todavía y apenas había movimiento en la plaza. Escuchaba las risas y exclamaciones de los varones que retozaban en el gran estanque del llano, y aunque la temperatura le invitaba a unírseles, se negó a sí mismo la posibilidad porque no quería fingir risas estúpidas junto a estúpidos risueños.
Por el nuevo pozo de inseguridad sobre sus sentimientos no correspondidos, sentía la necesidad de complacer a su abuela para congraciarse con ella pero, al mismo tiempo, consideraba que Bastugitas había sido más injusta con él que él con ella. Porque una cuestión entre otras muchas resultaba dolorosamente clara en su caso y en el de Istolacio: las damas tenían una memoria prodigiosa para las culpas de los varones, pero olvidaban en seguida las propias si es que alguna vez tenían la honradez de reconocerlas aunque no fuese más que para sí mismas.
Adín se había limitado a obrar de acuerdo con impulsos creadores que sentía como lo más noble de sí mismo, y jamás había pretendido con ello herir ni molestar a nadie, y mucho menos a su abuela. En cambio, la severidad de ésta era muy elaborada y meditada, y estaba respaldada por una experiencia formidable, una biografía extensa y un patrimonio de conocimiento que él no llegaría jamás a poseer. ¿Por qué, entonces, no era más comprensiva con su pobre y desgraciado nieto?
Siendo tan sabia, ¿no comprendía que sólo deseaba el bien del reino? Sería igual de obtusa en relación con el quitabarros?
¿Había un error estructural en los planteamientos de las madres de Ilici? Nunca se había hecho esta pregunta, que en ese momento le causaba un cierto vacío en el estómago, temor y asombro por la trasgresión. A lo mejor las cosas eran como eran y no había necesidad de cambiarlas. ¿O sí? ¿Cometía un sacrilegio pensándolo o estaba desafiando al futuro?
Inesperadamente, al verse desamparado, desprovisto de amor y de toda clase de afectos, sentía que el mundo era hostil y muy incómodo, pero desde la visita a la playa en busca de las conchas no había dejado de preguntarse si no habría otros mundos donde vivircon mayor comodidad y plenitud, un mundo que se adaptara mejor a su ambición creadora y a sus inquietudes.
Aquel marinero, Indíbil, era un ser muy extraño, pero a lo mejor sólo se lo parecía a él y a alguien que supiera del mundo tan poco como él. Sólo conocía el reino de Ilici, sus costumbres, claves y valores. Lo demás era un misterio sobre el que nunca se había preguntado en serio. Pero desde la visita a la playa estaba madurando dentro de sí una idea: necesitaba conocer el mundo, otros mundos. Había más mundo que Ilici.
A estas damas burlonas y prepotentes de Ilici iba a darles una lección cualquier día. Tal vez, encendiendo una rebelión de los varones por la igualdad de los sexos.





















XLIV
Bastugitas hizo cálculos valiéndose de la tablilla encerada. En Ilici, no era demasiado común establecer grandes patrimonios para dotar a los herederos varones; siempre bastaba con cualquier fruslería. Mas sabía lo suficiente de política como para reconocer que no podría imponer las reglas ilicitanas al mundo entero.
Precisamente ésa era una de las grandes ventajas de su dilatada experiencia de gobierno, la capacidad de contemporizar. Si tenía que convencer a gente con otras costumbres, aunque compartieran con los ilicitanos lengua e intereses generales, no tendría más remedio que aceptar determinadas matizaciones que en otras circunstancias serían inadmisibles.
Escuchó el ronroneo del hijo de Agirnesser. ¿Había caído una maldición sobre su clan?
Otro varón, cuando había ansiado con tanto afán el nacimiento de una damita. Y Agirnesser quedaba como única continuadora posible de su obra.
Sabía que algo dentro de sí podía estallar, y ese algo crecía.
Decían algunas damas vecinas, las más lisonjeras, que Agirnesser se parecía a ella de joven. Pero cuando la miraba con atención, encontraba rasgos de las perezosas, las tertulianas sin propósito, las supuestas gozadoras de una vida de cuyo significado no tenían ni idea, las corifeas complacientes del poder y las tontas sin remedio. Ningún parecido encontraba entre sí misma y esa nieta cuya única característica importante era precisamente ésa, la de ser su nieta. Cuando más la miraba, menos era capaz de reconocerse en ella y más le complacía que sólo fuese su nieta, lo que en buena medida le hacía sentirse libre de culpa. De haber sido su hija, tal vez no le hubiera permitido llegar a la edad materna.
Antes de permitirle convertirse en Madre, lo que en Ilici era un título que abría todas las puertas, la hubiera mandado ahogar en el íber.
Se esforzaba por descubrir en Agirnesser algo que sobresaliera, pero no sobresalía ni su nariz, ligeramente achatada y más bien fea. ¡Qué pena que ella fuese la dama y no Adín!
Hasta en la belleza aventajaba el nieto a la nieta.
Por mucho que le repugnara reconocerlo, descubría a todas horas en el muchacho, con abundancia, las virtudes que deberían adornar a una buena gobernante.
Se le ocurrió una idea que por un momento le produjo una especie de arrebato hipnótico. Había oído de lugares de Oriente donde ciertos eunucos habían ejercido el poder con gran acierto, alcanzando progreso y prosperidad para sus pueblos, consiguiendo organizar hasta grandes imperios.
Le habían asegurado que tal posibilidad era frecuente tanto en Damasco como en Babilonia, por increíble que le pareciera.
¿Y si trataba de implantar la misma idea en Ilici?
¿Continuaría Adín poseyendo tantas y tan asombrosas facultades para el gobierno y el progreso si mandaba castrarlo?


















XLV
Lo despertó el traqueteo del agua sobre el cobertizo. ¡Llovía! Estaba muy oscuro todavía, pero no cabía duda de que las densas nubes y la lluvia ocultaban el alba. Sin embargo, calculó que iba a amanecer muy pronto.
Adín se alzó del lecho con premura, desechó la túnica parda de todos los días y se puso la de lana blanca con bordes e incrustaciones de oro, como haría si su abuela le llamase a audiencias.
Atravesó la casa con sigilo, dirigiéndose al ala ocupada por la servidumbre. Entró sigilosamente, pero sacudió a Beles, el criado mayor, que aún dormía.
-Despierta a esos dos -le ordenó Adín señalando a los dos criados que se ocupaban de las tareas más esforzadas de la casa-. Entre los cuatro, vamos a sacar a la puerta un objeto muy pesado.
Tanto mientras se dirigían hacia donde esperaba el quitabarros como durante su transporte, no paró de reclamar silencio a sus tres ayudantes. El objeto pesaba lo suficiencte para que nadie lo robara y permaneciera firme en su sistio, pero cvomo se estaba demostrando cuatro hombres eran capaces de cargarlo.
El quitabarros fue trasladado muy cuidadosamente a la calle frente la parte anterior de la puerta y colocado en el sitio ya predispuesto. Había comenzado a oírse movimiento en las estancias de Bastugitas, por lo que Adín notó que la vida retomaba su pulso y se emocionó casi hasta el ahogo, porque pronto recibiría el reconocimiento, los elogios y la felicitación de su abuela.
Una vez situado ante la entrada, decidió probar el quitabarros, aunque resultaba tan hermoso que le apenó tener que ensuciarlo.. Permitió que se le embadurnasen de lodo las sandalias en uno de los charcos cercanos y se dirigió a la puerta como lo haría cualquier visitante. Llegó al interior del salón con las suelas de las sandalias libres de barro. Había acertado. Lo quisiera o no, toda dama que viniese a hablar con Bastugitas dejaría forzosamente en el mosaico de conchas el lodo que transportasen sus sandalias. Había acertado. Ahora tenía que prepararse para disfrutar las consecuencias benéficas de su obra.
¿Qué podía hacer? ¿Se atrevía a presentarse ante su abuela sin ser llamado?
Eso causaría una cierta medida de enojo que podía predisponer a Bastugitas en su contra antes de conseguir hablarle de su invento. Tenía que ser más astuto, más… como era ella misma.
Sólo tuvo que meditar unos instantes para encontrar la solución.
-¡Beles! –llamó a grandes voces y con reiteración al criado mayor, sabiendo que tardaría en oírle.
Primero, se asomó su hermana Agirnesser al quicio de una puerta interior, desde donde le chistó:
-Calla, Adín, no grites tanto, que tu sobrino duerme. ¿Por qué no dejas de aullar como un lobo y entras a buscar tú mismo a Beles?
-No puedo, Agirnesser –Adín hablaba a gritos, como si tuviera que ser oído en el otro extremo de la plaza, donde se alzaba el salón del Consejo de Madres. Trataba de que su abuela le oyese-. Tengo los pies embadurnados de barro y no quiero manchar el hermoso salón de la gran dama Bastugitas.
Notó la expresión de extrañeza de su hermana. Agirnesser sonrió al principio, antes de componer una mueca mezcla de desdén y reconvención. Supo con toda certeza que ella, en ese momento, acababa de confirmar la vieja convicción de que su hermano estaba loco.
Un momento después, fue el perfil de la propia Bastugitas el que apareció tras la jamba de la misma puerta. Tenía los labios apretados y por su engalamiento, no parecía acabada de despertar. Muy al contrario, daba la impresión de estar preparándose mucho rato para algo importante que debía hacer.
-Adín, ven, que he de hablarte.
La orden no presagiaba nada bueno. Que precisamente en ese momento, tan temprano, le concediera la udiencia que llevaba un mes solicitándole quería decir que había llegado la hora de grandes decisiones. Su gozo iba a desvanecerse. ¿No iba a ser posible su éxito? Decidió, no obstante, probar fortuna por última vez.
-¿Podéis esperar un instante, gran dama? Deseo asegurarme de que mis sandalias quedan completamente libres de lodo antes de pisar vuestro hermoso salón, que no quiero manchar.
-¿De qué hablas?
Viendo los exagerados y reiterativos movimientos de Adín arrastrando los pies sobre una superficie que no alcanzaba a ver, Bastugitas sintió curiosidad y fue acercándose a la entrada. En seguida descubrió el limpiabarros. Tuvo que sujetar la boca para no evxteriorizar su asombro, y mantuvo los ojos firmes para que no se le desorbitaran. Era el objeto más extraordinario que había visto en muchos años. Jamás hubiera podido ocurrírsele algo igual. Original y muy útil, todas las damas con propiedades en la Plaza del Sol se apresurarían a copiarlo. Quedaba confirmado el ingenio de su nieto, una capacidad de inventiva que en un varón no podía más que hacerle sufrir. El objeto ideado para que el lodo no penetrase en su casa en los pies de las visitantes no sólo era efectivo, sino también muy hermoso. Pero ante la importancia de lo que tenía que decirle, no sería oportuno ni conveniente ensalzarle, ni fomentar ambiciones que estaba obligado a olvidar.
Contuvo por tanto el impulso de felicitarlo. Mantuvo firme el gesto de arrogancia y se limitó a ordenar a Adín, con una señal, que entrase en el salón y se acomodara en la estera, junto al sillón.
Los pocos pasos que Adín dio tras su abuela le pesaban como riscos rodandos por la ladera de la montaña. Sentía el corazón roto y sabía lo duro que iba a ser el esfuerzo de no llorar mientras Bastugitas le hablara, porque con toda seguridad iba a anunciarle que el Consejo de Madres le exiliaba de la ciudad.
















XLVI
Bastugitas estaba tomándose demasiado tiempo para abordar lo que tuviera que decirle, lo que, además de angustiarle, constituía una novedad para Adín. Su abuela solía tener sobradamente decidido lo que iba a decir varias lunas antes de empezar a hablar con nadie.
¿Qué mala noticia iría a darle?
¿Había acordado el Consejo de Madres, finalmente, mandarlo o no al exilio?
Ahora no resultaría tan doloroso como tan sólo media luna atrás, cuando creyendo aún que podía reconquistar el afecto de Irsecel, ser obligado a ausentarse de Ilici hubiera representado un martirio. Lamentó sin embargo haber dejaado a Istolacio marcharse solo, cuando juntos podían tener más posibilidades de salir con bien. Entonces, se le hubiera roto el corazón alejan´ndose de Irsecel pero estanco con Istolacio al menos podía certificar que ella no iba a unírsele. Ahora, cuando ya tenía claro del todo que ella le despreciaba, ya no resultaría tan desgarrador partir, pero el exilio sería más duro soportándolo a solas. .
Miró hacia la ventana, donde el amanecer entre nubes era un espectáculo glorioso. Al menos, no iban a mandarle salir de la ciudad bajo la oscuridad de la noche. Con la luz del día, tendría ocasión de ir improvisando un ajuar conforme se alejaba de las murallas, donde esperaba que no subieran zánganos a burlarse, porque en su situación, tan desesperada, se consideraba capaz de cometer toda clase de barbaridades. .
-Adín –Bastugitas había elegido el gutural tono solemne de las ocasiones importantes, lo que a Adín le causó espanto-, por mis errores al educarte de manera tan inadecuada, más que por los tuyos, que sabes que son innumerables, vives sin vivir verdaderamente en tu cuerpo de varón. Te niegas a aceptar las limitaciones de tu sexo, te rebelas a diario contra tu ser natural, renuncias una y otra vez a la vida regalada, sencilla y cómoda que podrías disfrutar como consorte de las muchas damas que, por tus características físicas tan sobresalientes, posiblemente aspirarían a tomarte si no fueses tan díscolo. Y, sobre todo, insistes una y otra vez en las mismas tentativas, en los mismos exhibicionismos de facultades impropias.
Mientras la oía hablar sin apenas escucharla, una idea martilleaba las sienes de Adín de modo tan obsesivo, que casi sentía el dolor de los golpes. Fuera lo que fuese que iba a decirle, su vida eba a ser otra a partir de ese día. Y de todos modos, sólo tendría alguna posibilidad de sentirse útil y ser feliz si abandonaba Ilici.
-Viendo que no rectificas por más que se te aconseja –continuó Bastugitas tras una pausa, durante la que confirmó en la expresión de su nieto que no tenía la menor intención de renunciar a sus ambiciones-, he tenido que actuar por ti y tomar decisiones dos años antes de lo que te correspondería. Ni siquiera hemos podido comprobar ceremonialmente que estás capacitado para procrear. Ni siquiera sabemos si deseas yacer con mujeres o con hombres. Pero no he tenido más remedio que tratar de encauzar tu porvenir. He pensado mucho en ello y he tenido que realizar gestiones innumerables y sumamente difíciles. Estoy convencida de que si permanecieras en Ilici acabarías metiéndote y metiéndonos al clan en situaciones muy peligrosas, porque cada día que pasas entre los tuyos y tu pueblo pareces más furioso y desgraciado, porque crees que te obligamos a renunciar a ti mismo. En vez de calmarte mansamente como te corresponde por tu condición de varón y adoptar la determinación acomodaticia e inteligente de integrarte, amoldarte y aceptar las condiciones que son buenas para todos los demás, después cada uno de tales momentos de furor reaccionas inventando nuevas cosas inconvenientes, como ese quitabarros que sólo yo debería haber imaginado. No paras de realizar nuevas transgresiones que no pueden más que hundirte en la desventura. Recaes una y otra vez, Adín, como si tu maldito padre, convertido en un espíritu maligno, se hubiera reencarnado en ti.
Curiosamente, Adín, que sólo había escuchado toda su vida palabras despectivas y de reproche hacia su padre, sintió en ese momento la necesidad de contradecir a su abuela defendiendo la honra de aquel lejano aventurero que no había conocido. Esa defensa no haría más que empeorar su situación. Bajó los ojos, más enojado que triste. La antigua y respetuosa veneración por su abuela estaba convirtiéndose en otra cosa en su pecho; no sabía a qué estaba dando paso, pero sentía impulsos de insultarla.
Bastugitas dio una ojeada por la ventana. La fina lluvia que aún caía iba a frustrar la llegada de quienes esperaba a primera hora de la mañana, pero tal vez fuera mejor así. Dispondría de tiempo para que Adín fueras asimilando la noticia, sin arriesgarse a que montara una escena muy desagradable ante extraños, si llegaban de improviso.
-Por lo tanto, vas a abandonar Ilici –dijo Bastugitas con firmeza, consciente de que esa frase iba a caer sobre la mente de su nieto como una roca.
Adín reunió valor para mirar inquisitivamente a los ojos de su abuela.
-Pero no temas –continuó Bastugitas-. No es al exilio donde vas, sino a una vida regalada y cómoda, tal como correspondería a tu condición de consorte en Ilici, pero como donde vas no rigen nuestras normas, y visto tu empecinamiento sin arreglo posible, allí podrás cometer libertades que a nadie perjudicarán.
Bastugitas alzó el mentón, con lo que daba a entender que no aceptaría pregunta ni daría más explicaciones que las que ya tenía preparadas. Notaba de soslayo la desolación en los ojos de su nieto, pero se trataba de un efecto que había previsto.
Al muchacho le parecía que Bastugitas trataba de plantearle el asunto como algo prometedor, una situación nueva que favorecería sus “locuras”. Pero el olfato le decía que no era exactamente así. Puesto que iba a ser apartado, las insolencias dejaban de ser culposas, por lo que preguntó sin ser autorizado y apeándose del tratamiento:
-¿A qué extraño lugar me mandas, abuela?
Dadas las circunstancias, Bastugitas disculpó la impertinencia y no lanzó la bofetada de costumbre. Conocía lo bastante a Adín para suponer que estaban cayendo de su ánimo gran parte de las convicciones que le había inculcado. Respondió:
-Vas a convertirte en consorte de una rica heredera, miembro de una familia muy poderosa que no está sometida a las normas ni leyes de ningún reino. Vivirás a menos de media jornada a caballo y allí serás marido y no consorte, porque en esa familia actúan como los bárbartos y los hombres tienen preponderancia sobre las damas. Que las diosas perdonen el sacrilegio. Allí, probablemente se te consentirán todas tus locuras y permitan Isbel y todas las diosas que al madurar gracias a tus nuevas responsabilidades seas capaz de volverte capaz de convivir, sin pretender trastornarlo todo.
-¿Consorte? –la voz de Adín era un quejido más que una interrogación. La idea le repugnaba de tal modo, que creyó que podría vomitar a los pies de su abuela.
-Ya te he dicho que no. Allí serás esposo. Camparás con tus brutalidades de varón y seguramente empeorarán tu carácter, desbaratando todos los esfuerzos que he hecho para educarte. La ceremonia va a celebrarse dentro de media luna y, entre tanto, quieren prepararte para responsabilidades nuevas, según lo que acostumbra esa familia. Tenían que venir a tomarte esta mañana, pero temo que la lluvia lo va a impedir. Mandaré a Beles que averigüe para cuándo será el aplazamiento, pero doy por seguro que se apresurarán en llegar en cuanto escampe. Porque la dama que se te destina ha oído maravillas de tu donosura, y arde en deseos de abrazarte. Muere de impaciencia, porque tampoco a las damas les enseñan allí la compostura debida. Se me ha comunicado ya en varias ocasiones que, últimamente, apenas consigue dormir por las ansias de yacer contigo. Pero escúchame con mucha atención, Adín, que queda pendiente de resolver un

ENTREGA DECIMOQUINTA 9-VI-2011

asunto de enorme importancia. Una vez que te acomodes y comiences a gozar de tu nueva y fabulosa posición, deberás recordar una deuda que vas a contraer con nuestro clan. Contraviniendo ciertas normas y, sobre todo, las costumbres ilicitanas, por exigencias del padre de la dama, Arranes, he tenido que proveer una cuantiosa dote para ti. Ha sido una imposición ineludible de los padres de tu prometida, ya que ellos van a proveeros a ti y a tu dama de un gran palacio fastuosamente decorado y con un extenso jardín privado. Pero tú sabes de sobra que el oro que te asigno pertenece a tu hermana y, por lo tanto, espero que tengas la honradez de devolvérnoslo tan pronto como tus circunstancias te lo permitan.

XLVII
En cuanto fue despedido por su abuela, Adín corrió hacia el primer meandro del íber en busca de su adelfa, para esconderse a llorar. Se cruzó con alguna gente apresurada que corría a guarecerse, pero como volvía a llover con fuerza, no necesitó disimular el llanto.
Se le ofrecía al mismo tiempo una solución y un suplicio.
Recordaba con nitidez la familia a la que su abuela había decidido entregarlo. El padre tenía mala fama, porque lo mismo comerciaba con los reinos iberos que con los griegos e, inclusive, con los belicosos y destructivos piratas cartagineses. Se le consideraba felón, embustero, incumplidor y capaz de matar a su madre si el negocio se lo exigía, pero poseía la respetabilidad que proporcionaba la posesión de una gran fortuna. Muchas de las bocas que más lo denostaran en el pasado habían pasado a ser pregoneras de sus dudosas virtudes, gracias a sumas considerables. Era notorio el efecto que unas monedas de oro podían tener sobre ciertas voluntades. Había ido comprendiendo poco a poco que la gente mediocre se rendía al poder aunque tuviera serias objeciones; el poder, por el solo hecho de ostentarlo, dignificaba a que los poseía ante los ojos de todos los mediocres que, al fin y al cabo, era casi la totalidad del mundo. Había visto cómo uno de los pregoneros, el de mayor responsabiloidad en la ciudad porque de su voz dependía que todos tomasen las precauciones debidas cuando se avecinaba un peligro, se entrega a las alabanzas y lisonjas hacia Arranes, que era el ser más corrupto y desalmado que existía en todos los reinos de los que tenía noticia; el pregonero, antaño tenido por incorruptible, había demostrado siempre una veneración exagerada por el poder, toda clase de poder, fuese o no lícito; ostentar poder era para él suficiente, concurrieran las circunstancias que concurriesen; las lisonjas y lavado de imagen a Arranes podían deberse sólo a esa veneración casi supersticiosa por el poder, pero todos en Ilici estaban convencidos de que había recibido mucho oro para que favoreciera al gran hombre. Se llegaba a decir que Arranes podía comprar a reinas y a reyes, y hasta ganar guerras, porque su capacidad de corromper voluntades era ilimitada, prácticamente como si fuera infinita.
Adín presentía que sería muy bien recibido por Arranes por muchos motivos. El primero, la pertenencia al clan que más tiempo había ostentado el poder en Ilici y del que nadie descartaba que alguna voz pudiera volver a ostentarlo. El segundo, lo que constituía un defecto y un delito en su ciudad, su gran imaginación y sus dotes de inventiva, a Arranes podía parecerle que le abría un mundo de posibilidades para el diseño de armas y adminículos ingeniosos que facilitasen coartadas para sus trapicheos, en los que siempre tendría que engañar a prácticamente todos aquellos con quienes se relacionaba. Estaba seguro de que Arranes lo recibiría con complacencia y lo envolvería en lisonjas, abrazos y besos, y se apresuraría a aleccionarlo para, además de aprovechar sus dotes, convertirlo en un digno sucesor suyo, según sus parámetros y claves de conducta. Trataría de convertirlo cuanto antes en un corrompido corruptor sin alma.
Puesto que Arranes no tenía ningún hijo varón, se desviviría para que la acogida de su primer yerno fuese fastuosa, tratándose de quién se trataba.
Para él el acuerdo con Bastugitas debía de parecer una oportunidad fabulosa.
Porque, por otro lado, era indispensable tener en cuenta las características físicas de la novia en cuestión. Adín ignoraba su nombre, porque Arranes tenía cinco hijas y no sabía cuál de ellas sería ni había sentido nunca la curiosidad de enterarse de sus nombres. Pero, al parecer, todas compartían una misma característica. Adoraban a tal extremo las golosinas, y su padre era tan complaciente con ellas, que según los rumores abultaban las cinco como si fueran diez o varias más. Se decía que una de las razones por las que Arranes comerciaba con los cartagineses, a pesar de muchos acuerdos firmados por los reinos iberos en contra de tal actividad, era porque sus hijas se volvían locas por unos frutos dulcísimos, llamados dátiles, que producían las palmas de Cartago.
Rumoreaban que las cinco flotaban en los lagos gracias a su exagerada adiposidad, que les daba apariencia de corcho blanco. También, que sus vestidos gastaban el triple o el cuádruple de tela que los de cualquier mujer. Así mismo, que ninguna montura aceptaba llevarlas y habían tenido que domesticar un uro donde, por turno, montaban las cinco. No había pulsera que se ajustase a sus brazos ni collar que las abarcara. Para las lenguas de doble filo de las damas de Ilici, las hijas de Arranes podían producir eclipses de sol y organizar vendavales con sólo darse unos pedos.
Porque el consumo diario de grandes cantidades de dátiles tenía ese efecto horroroso para lo demás, pero a ellas no parecía inquietarles.
Era tan extraordinaria la afición de las cinco muchachas por esos frutos, que Arranes había creado un vivero con las innumerables semillas de los dátiles que sus hijas devoraban, y una vez que tuvo brotes suficientes, había mandado plantar todo un valle de palmas; decían que sumaban casi doscientas mil. Descorazonadoramente, le había informado un marino cartaginés de que sólo transcurridos varios años producirían frutos los plantíos, porque así lo quería su dios principal, que era el dios de las palmas, por lo que Arranes y su futuro yerno se verían obligados a comerciar con los cartagineses hasta que las hijas tuvieran nietos de unas hijas tan abultadas y orondas como ellas mismas.
Adín no podía imaginar un futuro más desolador.
Lo que en principio podía parecer a cualquiera la liberación de las cortapisas que constreñían sus creaciones en Ilici, para él era en realidad un suplicio. Doblemente doloroso, porque no conseguiría olvidar a Irsecel durante toda su vida.
Pensar en la vedada hija de la Madre Mayor le inspiró dos deseos extraños.

XLVIII
Impulsado por el primer deseo, Adín recorrió esa tarde la ciudad muchas veces a hurtadillas, como si fuera un duende. Dado que llovía, nadie se fijó en él porque muy poca gente circulaba por las calles y quien lo hacía estaba demasiado atento a mojarse lo menos posible como para fisgonear o preocuparse por un muchacho que, en opinión de todas las damas nobles, había perdido la razón. Un muchacho que no respetaba las imposiciones de la tradición y que no tenía reparos en desprestigiar a su importante clan. Merecía cualquier castigo que se le infligiese y, en realidad, ni merecía vivir.
Adín se asomó furtivamente a todas las ventanas que pudo, sobre todo las de las casas principales, a confirmar una vez más lo insignificante e improductiva que era la vida de los varones.
Ni siquiera valdría la pena predicarles ese propósito de rebeldía que representaría la fundación de un movimiento de liberación masculina, del que tantas veces había hablado a Istolacio.
Se le revolvieron las tripas en todas las escenas que espió.
Junto a un fogón, un hombre restregaba peroles con estopa y arena. Estaba arrodillado, casi desnudo, y chorros de sudor caían de su frente mientras su mirada, vacía de cualquier pensamiento, sólo parecía reflejar las sombras de un sometimiento absoluto y servil. No le parecía indigno el trabajo en sí, sino cómo lo hacía: por sus expresiones y por su afán, daba la impresión de que el objetivo de conseguir que el perol reluciese como plata era el único resplandor que había en su horizonte.
En el salón de la dama Ilurtibis, atisbando desde un hueco entre las vigas del tejado, sorprendió una escena delirante.
El consorte de Ilurtibis era mucho más joven que ella, pero parecía su hermana, porque se vestían y engalanaban prácticamente igual; por lo que Adín sabía, no era elección del consorte, sino imposición de la dama, que así creía presumir de su propiedad al pasearlo como un animal exótico, porque era un varón muy hermoso. Durante los momentos que Adín los espió, hacían algo que le produjo deseos de reír pero, en el fondo, eran ganas de gritar toda clase de improperios: el consorte contaba a Ilurtibis murmuraciones oídas en el mercado o de labios de la servidumbre de casas nobles. A cada chisme que a la dama le complacía o le hacía reír, el consorte recibía una moneda, tras lo cual se apresuraba a besar babosamente la mano que lo humillaba de tal modo. Claro, que él no consideraba que estaba siendo humillado y probablemente creía muy noble y digna su rastrera actividad de correveidile.
En otra de las estancias, descubrió a un consorte que estaba siendo azotado por su dama con bastante rigor. Pero ni ella parecía furiosa ni él afligido por el castigo. Ambos gozaban por igual. Se tuvo que pellizcar para comprender que no se trataba de un espejismo; estaba ocurriendo verdaderamente.
Después de espiar las intimidades de casi todas las casas nobles, y tras sentir alternativamente ganas de reír y de vomitar, su determinación se fue reforzando:
En las circunstancias presentes, Ilici no era un buen lugar para vivir.

IL
El segundo impulso que Adín sintió bajo la adelfa lo llevó a revisitar su propio pasado.
Milagrosamente, el taller de Istolacio continuaba intacto. Aún no había encontrado el Consejo de Madres un sustituto adecuado –sólo el pedrero tosco e inexperto al que no podían conceder ningún privilegio- y a nadie se le ocurría, ni remotamente, profanar un lugar que era casi tan sagrado como el templo, puesto que en él se creaban las figuras que serían más tarde objeto de adoración.
La lluvia había amainado y sólo caía una especie de niebla amable.
La colina que ocupaba el taller en la cima y sólo unas cuantas casas solariegas en las zonas bajas, presentaba una vegetación muy tupida, refrescada por el agua caída durante la noche. Las casi marchitas campánulas y margaritas se habían reavivado y todo parecía muy vital y prometedor. Todo, menos su futuro. El árbol donde, escondido, había sorpendido la traición de Irsecel presentaba rebrotes por tods partes, como si una doble primavera pretendiera convertirlo en el recuerdo más imborrable.
Se iba a echar a llorar.
Adín sintió una emoción muy poderosa y tuvo que sentarse en un taburete, junto al banco donde aún reposaban casi todas las herramientas de escultura. Allí había desgranado durante años sus anhelos más íntimos y había creído estar en comunión con el único varón de Ilici capaz de comprenderle; pero allí mismo había sido traicionado por ese varón, que le robó lo que más amaba. Traicionado por su amada y por su amigo, ahora sabía lo que era de veras la orfandad. No sólo era huérfano por el abandono de un padre aventurero y atolondrado, que casi no recordaba. Tampoco lo era porque la figura principal del clan, su abuela, quisiera apartarlo de su lado. Se había quedado huérfano al perder el amor y la amistad. ¿Qué más sino amor y amistad hacían funcionar adecuadamente una biografía? Desposeído de los soportes verdaderos de la vida, la suya había dejado de tener sentido.
Había visto a Istolacio tallar tantas veces, que tuvo el atrevimiento de creer que él también podría hacerlo.
Tomó con mucha aprensión un martillo y un pequeño cincel, y probó. La piedra en la que trató de trazar una línea dio un bote y cayó al suelo, por lo que comprendió que o bien debía probar en algo más pesado o tenía que asegurar la piedra, fijándola a la mesa.
Lo intentó muchas veces.
Sabía lo que quería hacer pero no por qué motivo.
Cuando comenzaba a declinar el día, con la luz sonrosada del atardecer abandonó el taller y volvió a su adelfa. Llevaba doce piedras grabadas, un poco mayores que los guijarros de la ribera del íber, pues eran en realidad cantos rodados que Istolacio solía usar para tallar pequeños exvotos.
En todos había grabado lo mismo. Una A y una I dentro de un corazón.
POrimero los extendió en el suelo, preguntándose la manera en que pudieran constituir un mensaje indudable.
Podía dejarlo cada cierta distancia en el camino hasta la casa de la Madre Mayor.
También podía disponerlos de alguna manera en la propia Plaza del sol.
Pero ¿y si los descubría la madre antes que la hija? Serían barridos y el mensaje nunca llegaría a su destinataria.
Debió pensar un buen rato hasta encontrar la solución.
Los colocó alrededor de la adelfa, de manera que sólo pudiera interpretarlos la propia Irsecel, si algún día sentía remordimiento por haberlo despreciado y la nostalgia le impulsaba a volver a ese lugar que ambos habían compartido.
Así, sabría que él había abandonado Ilici amándola a pesar de todo.
L
Adín partió furtivamente.
Después de medianoche, como los criminales. En silencio, como los ladrones. Procurando no ser descubierto, como los fugitivos de la justicia.
NO le acompañaba la luz de la Luna ni wel brillo de las estrellas, puesto que el manto de nubes no se había despejado todavía. La oscuridad era completa, lo que facilitó su huida, pero se le complicó el inicio del viaje, que no tenía ni idea de a dónde le iba a conducir.
Llevaba cuanto poseía. Tres monedas de oro legadas por Umarbeles al morir, y un zurrón de piel de jabalí, olvidado por su padre. Había guardado en él un trozo grande carne salada y dos tortas.
Para ahuyentar los malos espíritus, se mojó la frente en un caño que había cerca de la puerta de la ciudad, pero no salió por ella, para no ser descubierto ni detenido por las guardianas, que tenían ojos para ver en la oscuridad. Además de mojarse la frente, invocó a todos los dioses menores, los del campo, los del mar, los de los árboles y los caminos, y les pidió compañía y ayuda. Conjuró al dios que cerraba las puertas de la tierra para que no pudieran subir los demonios y que, al mismo tiempo, le abriera a él las rutas que le proporcionasen ventura. Que lo iluminase y le guiase por caminos que nadie de Ilici acostumbrara a recorrer. No podía ir por donde pudieran descubrirlo. Si lo obligaban a yacer con la bola de sebo de la hija de Arranes tandría que perecer de inmediato, presa del asco y la desesperación.
Lo primero fue evitar la guardia.
Saltó la muralla en la banda opuesta a la puerta de salida, por un punto que había escalado infinidad de veces. Saltó y se entretuvo en tejerse una corona de romero, para ahuyentar a los demonios. Corrió colina abajo, resistiéndose al impulso de correr hacia el meandro del íber. Se apresuró contra sus propias querencias y, paso a paso, atravesó la pradera a cuyo fin comenzaba lo más tupido del bosque. A los pocos pasos, disuelta entre las sombras de la noche, Ilici se convirtió en una desasosegante sombra de su pasado.
A pesar de su desconocimiento no resultó difícil atravesar el bosque, porque le dio la impresión de que su cuerpo olía la cercanía de la senda que ya había recorrido el día que fue a la playa. Sobre todo, percibía oleadas de la brisa salada del mar, que aún quedaba lejos. Caminó la mayor parte de la noche. Cuando al aroma salobre se unió el ritmo cadencioso de la arena arrastrada por las olas, inspiró hondo buscando ánimos en su interior, porque ya no había vuelta atrás y tenía que afrontar con gallardía el resto de su vida, solo y sin ayuda.
Pero no todo podía hacerlo solo.
Los demás importaban. El mundo importaba.
Afortunadamente, Indíbil dormía en su barca, varada casi en el mismo punto que la viera la primera vez.
Ya estaba amaneciendo, por lo que no sintió remordimientos al despertarlo.
A cambio de una de las tres monedas, recibió la piojosa túnica y las sandalias de Indíbil, más información minuciosa de las distancias que mediaban, hacia el norte y el sur, hasta puertos con mucha actividad donde pudiera conseguir trabajo en un barco.
No lo imaginaba, pero sin proponérselo, seguía los mismos pasos que su padre.

ENTREGA DECIMOSEXTA 10-VI-2011

LI
Beles, el criado mayor de Bastugitas, descubrió la huida antes de emprender la cabalgada con destino a la ciudadela de Arranes.
La voluminosa dama vestida de oro que iba a ser su esposa le había dicho que soñaba con poseer un rizo del cabello de Adín, en tanto que no pudiera poseerlo a él personalmente, y por ello se le había ocurrido pedírselo al muchacho antes de cabalgar para ir a preguntar al futuro suegro por la fecha en que se celebraría la visita a Bastugitas, imposibilitada por la lluvia el día anterior.
Miró durante unos momentos el lecho, sin comprender, hasta que se le ocurrió volver los ojos hacia la argolla de hierro abrazada a uno de los troncos de álamo que sostenían el techo de paja. Desde que Adín volvió a vivir en casa de su abuela, solía colgar en esa argolla el zurrón de su padre, que nunca llevaba consigo.
El zurrón no estaba ni, por consiguiente, su contenido, lo que presagiaba sucesoss sumamente graves. Corrió a informar a Bastugitas.
-Os pido perdón por incomodaros tan temprano, gran dama. Pero el varón Adín ha desaparecido.
-¿Qué quieres decir?
-No está en su lecho. Y tampoco el zurrón de su padre ni lo que guardaba en él desde la infancia.
-¡Desgraciado! –Bastugitas cayó en la cuenta de que debía de haber descompuesto el gesto de modo muy inconveniente ante un criado, por lo que añadió: -Déjame a solas un momento, Beles, y no partas hasta que yo no te autorice.
Miró distraídamente al criado mientras se alejaba. Inspiró hondo y trató de pensar con tanta rapidez como cuando ejercía de Madre Mayor. ¿Quién conocía o podía maliciar el acuerdo matrimonial de su nieto con la hija de Arranes? Había dialogado dos veces con Nespaiser sobre la posibilidad de que su hija lo tomase como consorte, pero no creía haber mencionado ni ante la Madre Mayor ni ante nadie el propósito de emparejar a Adín de inmediato, lo que a muy poca gente le pasaría por la imaginación puesto que le faltaban dos años para la que denominaban “edad del tálamo”. Etapa durante la que solían cerrarse acuerdos entre las familias, pero eran acuerdos que no se consumaban hasta los dieciocho. En ése, como en todos los asuntos, no había sido sincera con nadie, y mucho menos con la chismosa Ilurtibis, porque poseía reflejos muy condicionados por la política; sabía que la sinceridad nunca aprovecha al sincero, sino que le perjudica, y que en una gobernante la sinceridad podía costarle la pérdida del poder. ;Por eso todos los gobernantes mentían, sin excepción ninguna.
Mas sabía por experiencia que acontecimientos como la huida de su nieto se sabían sin que nadie pudiera saber cómo. Tal vez se trataba de un demonio fisgón que insuflaba arteramente ideas a las damas más devotas; o sea, las murmuradoras, cotillas y ociosas.
Con grandes dudas y la sospecha de que podía estar olvidando algún detalle, decidió descartar la idea de que hubiera dentro de la ciudad alguien al corriente de sus gestiones y decisiones, y concluyó que con la desaparición de su nieto solamente tenía un grave problema con el propio Arranes. ¿Cómo resolverlo? Si el que iba a ser suegro de Adín se enteraba de la huida, lo encontraría en pocas jornadas porque, como todos los de su condición, contaba con espías y esbirros en todo el país. Y lo que le haría no sería reírle las gracias. Adín sería degollado antes de empezar a explicarse. Tenía que evitarlo.
Caviló mientras su dama de confianza le arreglaba el cabello y le servía la mezcla de miel, huevos y vino con que solía entonarse a primera hora.
-Di a Beles que se presente ante mí –ordenó a su dama una vez acabado el acicalamiento.
Antes de que el criado mayor acudiese, se enderezó en el asiento y alzó los hombros en la posición más arrogante que pudo. Los años pesaban más que las culpas. Aunque Beles oyera confidencias, a veces muy indiscretas, no podía por eso autorizarle a ser parte de su intimidad más sustancial ni de su decadencia. Le habló sin esperar a que él hiciese la reverencia de rigor:
-Cabalga deprisa al castillo de Arranes y llévale este anillo para su hija. Comunícale que el hijo de Umarbeles recibió anoche una noticia maravillosa. Llegó de lejanas tierras un emisario que ha pasado diez años buscándolo, para anunciarle que su padre le dejó al morir una herencia fastuosa en Libia; grandes plantaciones de palmas datileras, castillos y varios navíos. Infórmale de que Adín se ha visto obligado a correr de inmediato para tomar posesión de todo ello y que regresará antes de un año, para compartir tales inmensas riquezas con su hija. Y dile que reciba este anillo de mis antepasadas en prenda. Fíjate bien en sus gestos y si cree tus palabras. Luego, regresa todo lo rápido que puedas, porque tenemos que encontrar a mi… al varón Adín, antes de que el olvido lo devore.

LII
Adín descubrió con sorpresa y alegría que cerca del mar, aun entre personas que hablaban su lengua y que, por lo tanto, formaban parte de su pueblo y su raza, el matriarcado era más simbólico que efectivo, seguramente por la influencia de los diferentes pueblos orientales que habían tomado posiciones en muchos amarraderos.
Se hablaban todo tipo de lenguas, algunas muy extrañas que no sonaban a nada parecido a la suya, pero nadie parecía extrañarse. Bajo el emparrado de una cantina, en una mesa donde se reunieran diez festejantes, podían hablarse cinco o seis lenguas distintas sin que nadie compusiera expresiones de incompresión ni rechazo. Todos parecían entender un poco a todos, y la camaradería era sorprendente. No ocurría como dentro de su reino, donde los hombres cotilleros eran los primeros enemigos de cualquier hombre descontento con el papel que las damas le concedían.
Generalmenmte, los hombres más ricos y cultos de los puertos eran griegos. Los mercenarios que los protegían, solían ser romanos. Había propietarios de barcos etruscos y aquellos antepasados de los cartagineses que eran los fenicios. En cuanto a los marineros, se juntaban de todas las procedencias. Abundaban los hombres de pelo amarillo de las montañas, de quienes se comentaba que en el pasado habían sido grandes navegantes; también eran muy numerosos los iberos del sur, los del antiguo reino de Argantonio, que presumían de ser los mejores marinos del mundo; curiosamente, también había muchos cartagineses enrolados, cartagineses de los que se comentaba que habían desertado de las cohortes que intentaban eternamente apoderarse de las tierras iberas, porque no estaban de acuerdo con su crueldad.
Todo resultaba maravilloso por nuevo e insólito.
Allí y en todos los puertos que fue conociendo Adín, los hombres se ayudaban e, inclusive, se amaban. Resultaba desasosegante el papel que reservaban a las mujeres, muy semejante al que tenían los hombres en Ilici; ellas permanecían siempre encerradas en casa, cuidando de sus hijos y las tareas domésticas, mientras sus esposos festejaban, se emborrachaban, copulaban con mujeres públicas o cortejaban a los efebos de la comerca del modo más descarado y sorprendente, pues los pafdres del efebo en cuestión no se mostraban ofendidos, sino que se interesaban por la medida de la generosidad del pretendiente.
Adín había encontrado por fin un puerto situado muy lejos, dos jornadas al norte de la playa de Indíbil, donde la actividad era muy intensa. Más de diez navíos presentaban la cubierta llena de hombres faenando, bien para amarrar o para soltar amarras. Estaba convencido de que no tardaría en conseguir empleo en uno de ellos.
Pero durante el recorrido, siempre por la costa o cerca, y siempre alejándose lo más que pudiese de Ilici, había tenido ocasión de asombrarse constantemente. Indíbil le había aconsejado que fuese hacia el norte, porque más al sur los puertos eran asaltados constantemente por los piratas cartagineses e hizo el esfuerzo de vencer su propia fascinación, que le empujaba en el sentido contrario. Seguir el consejo iba contra sus impulsos, pero comprendió que, de momento, era conveniente evitar encuentros con los salvajes africanos.
En uno de los primeros embarcaderos que encontró había visto gente muy diferente de sí mismo y de cuantos conocía. Hablaban una lengua extraña, vestían casi sin vestirse o iban desnudos del todo, conversaban entre sí sin parar como si tuvieran demasiado que decirse, jugaban a extraños juegos hasta los hombres maduros y habían levantado dos hermosas esculturas ante un pequeño pero muy bello edificio. Sintió un puntazo en el pecho. ¿Y si Istolacio no había viajado tan lejos, a aquella Malaka que mencionara, y tropezaba con él por estos lugares?
¿Cómo reaccionaría en tal caso?
Sin duda, esa hermosa gente, juguetona, conversadora y amante de las bellas imágenes eran los griegos de los que siempre hablaba el escultor con tanta admiración. Las esculturas eran tan semejantes a las personas, que le dio la impresión de que iban a moverse en el momento más inesperado.
Pero el interés por las novedades no mitigó su añoranza. El día que fue aceptado en un barco como aprendiz, en el momento que el navío se retiró unos pocos codos de la playa sintió que se le rompía el pecho, porque abandonaba la tierra que pisaba Irsecel.

LIII
Desde la tarde anterior, Irsecel apreciaba movimientos inusuales en torno a su madre, tanto en la casa como en el salón del Consejo de Madres. Damas muy ancianas que no eran amigas de Nespaiser y que tenían fama de enredadoras y componedoras, habían pasado mucho rato con ella en ambos lugares, conversando sobre algo que ponían mucho empeño en que nadie escuchase, puesto que se hablaban al oído, entre murmullos.
Irsecel no tardó en sospechar que ella podía ser el motivo de tanto movimiento, porque callaron siempre que se acercaba demasiado.
Desde la partida de Adín, noticia que había corrido por Ilici como un clamor cinco días antes, su madre parecía flotar en una nube de felicidad, pero la mañana del día anterior una capitana de la guardia le había entregado un objeto envuelto en un paño. Algo pequeño pero pesado que, visto de soslayo y a la distancia que la muchacha se encontraba, parecía una piedra del íber. Tras examinar ese objeto, al instante siguiente la expresión de Nespaiser cambió de la plenitud al desastre. Desde ese momento, su malhumor se había manifestado con gritos, crueles castigos a los criados y una actitud sumamente hostil cuando la miraba a ella.
Algo malo estaba cocinándose.
Luego de unas horas de cavilaciones, Irsecel se dijo que estaba siendo educada para convertirse en una gran dama y no podía dejarse ganar por la inquietud ni el desconcierto. Pero tampoco podía quedarse cruzada de brazos ante la sospecha de que tramaban algo que le concernía.
Ese atardecer, llenó un cesto de higos maduros, adornándolo con primor con hojas de higuera y flores de caléndula. Ante la casa de una de las ancianas liantes, llamada Adingirbas, compuso el gesto más inocente de que fue capaz antes de pedir permiso para entrar. Notó en seguida la expresión de recelo de la dama y el propósito de cerrarse en banda y despedirla en seguida con desagrado, por lo que la miró con sonrisa muy radiante, se lanzó hacia su cuello llenándola de besos y, a continuación, hizo la reverencia de rigor y casi se postró a la espera de ser invitada a hablar.
-¿Qué vienes a husmear, Irsecel?
-¿Acaso no puede una muchacha obsequiar a quien tanto admira?
-¿Me admiras, Irsecel?
La muchacha examinó con atención la expresión de Adingirbas. Notó que había bajado un poco la guardia, aunque no del todo.
-Dicen que algunas de las damas más felices de Ilici, lo son por vuestros arreglos de emparejamiento.
Adingirbas sonrió mientras asentía, pareció que involuntariamente.
-¿Buscas un arreglo, Irsecel?
-Soy muy joven. Sálveme Isbel.
-Pero no tanto como para dar alas a quien no debes.
-¿Qué decís, dama Adingirbas? Yo estoy preparándome para un destino prodigioso. No puedo dar alas ni pies a nadie.
-Que digas eso me tranquiliza mucho, porque esa piedra…
Irsecel se dio cuenta de que la dama había pronunciado esa última parte de la frase sin desearlo.
-¿Piedra, gran dama?
-Mejor será que le preguntes a la Madre Mayor, Irsecel. Yo no quiero líos.
-No temáis ningún lío. Seré discreta como la luna muerta.
-No deberías dar a lugar a que muchachos locos crean que tienen derecho a dejarte mensajes de amor por los rincones del íber. Porque siendo hija de quien eres, tu madre no va a tener más remedio que conseguir pronto un buen consorte para ti, para que no ruede la bola de las murmuraciones.
Complacida por haber logrado que venciera la torpeza senil de la señora sobre su autocontrol para mantener la promesa que hubiera hecho a Nespaiser, Irsecel hizo una reverencia, pidió disculpas por tener que salir, besó la mano de Adingirbas y echó a correr.
¿Mensajes, en plural? El muchacho loco no podía ser más que Adín, y no había más que un rincón del íber significativo para ella, la gran adelfa. Llegó antes de que la noche hubiera cerrado completamente y descubrió en seguida once cantos rodados con el mensaje grabado. La capitana de la guardia había descubierto sólo uno de los más cercanos a la orilla.
¿Después de esa declaración tan hermosa, iba a aceptar mansamente que Nespaiser la emparejase con cualquiera de los bobos insulsos y amujerados que abundaban en los salones de Ilici?

LIV
-A mí, gran dama, creo que podéis decirme la verdad –repitió Agirnesser por enésima vez.
-Te he dicho la verdad desde el principio –aseguró Bastugitas.
-Pero nunca había oído decir que mi padre fuera capaz de amontonar una gran fortuna.
-Yo tampoco. Sorpresas que da la vida.
-Y en tal caso, ¿no me correspondería a mí una parte?
Bastugitas cabeceó levemente. Vaya par de nietos con que la diosa castigaba sus errores. El uno, revoltoso e impertinente y la otra, una calamidad. En vez de prepararla para aspirar a un puesto en el Consejo, debería buscarle un consorte sano, capaz de hacerla rebotar en el lecho, a ver si esta vez había suerte y paría una damita que mereciera los desvelos de una ex Madre Mayor.
-Es que –continuó Agirnesser-, Beles me ha contado que Arranes no se mostró conforme con la noticia y que la dama destinada a Adín se echó al suelo llorando, enrabietada hasta la locura. Como sabéis, se ha visto a dos esbirros de Arranes indagar por todo Ilici, supongo que porque sospecha que le habéis engañado.
Bastugitas suspiró. Ésa era en estos momentos la principal de sus preocupaciones. Había sentido la tentación de mandar un criado de confianza de Beles, a indagar por los puertos, a ver si tenía la suerte de dar con Adín antes que su suegro frustrado. Pero no se atrevía porque dada la extensión abrumadora del poder y los tentáculos de Arranes, sería informado en seguida de que un criado suyo busca al yerno fugitivo, lo que confirmaría plenamente sus sospechas. Mejor era mantener la duda algún tiempo, a ver si tenía la suerte de que Isbel acudiera en su auxilio.
-Gran dama –insistió Agirnesser mirando a su abuela, suplicante-, ¿no aceptaríais decirme la verdad?
Bastugitas inspiró hondo, con impaciencia.
-La verdad nunca ha servido de nada, ni en política ni en la vida. Lo que vale es lo que la gente está dispuesta a creer y lo que es conveniente que crea. Ahora, lo que nos conviene a todas que tú creas es que tu hermano partió en busca de una gran fortuna.

LV
Istolacio contempló con deslumbramiento la escultura a la que Praxíteles daba los últimos toques. Una mujer desnuda, lo que en Ilici habría constituido un escándalo memorable. La hermosísima imagen sonreía como si estuviese a punto de hablar.
-Ha muerto el tirano cuya imagen no quise esculpir –dijo el gran maestro hablando con mucha lentitud para que le entendiera-. Esa fue la causa por la que huí a este lugar y muerto él, mi sitio vuelve a ser Atenas.
Istolacio entendió sólo a medias, pero percibió el sentido general. El maestro que había comenzado a enseñarle el arte verdadero iba a abandonar Malaka, quizá para no volver, dejándolo a él con sólo una uva cuando necesitaba el racimo completo.
Praxíteles notó la expresión de tristeza del joven que tan buenas aptitudes mostraba para el arte. Sintió pena por él y por sí mismo, porque todo maestro quisiera ver madurar el arte de su alumno y llegar, a su vez, a maestro.
-Anoche, he hablado de ti al jefe del puerto.
-¿De mí, maestro? ¿Con qué fin?
-Desde que terminarte el guerrero ayer, siento profunda emoción. Vas a ser un gran escultor, Istolacio. De hecho, ya lo eres, puesto que has sido capaz de esto.
Señaló una pequeña escultura colocada en un rincón, en el suelo. Istolacio enrojeció. Representaba a un guerrero con el torso desnudo, en actitud de golpear algo con una maza. Un escorzo muy dinámico; tan diferente de las estáticas damas sedentes y de cuanto había tallado a lo largo de toda su vida, que temía que el resultado fuera muy mediocre.
La ciudad de Malaka, que, sin murallas, seguía toda la línea de playa de una rada extensa y de una ensanada interior en la desembocadura de un pequeño río, era la ciudad más bullanguera y juerguista que Istolacio hubiera podido imaginar que existiera. Los prostíbulos y las tabernas funcionaban de día y de noche, sin parar. A fin de no dejarse arrastrar por las tentaciones que abundaban en todas las esquinjas y bajo todos los árboles, Istolacio se empeñaba en aprender de noche y de día. Había reunido una gran profusión de candiles y velas para poder tallar a partir del oscurecer, y trataba de reproducir con sus medios todo lo que hubiera visto hacer al maestro. A veces solamente era un pie o una mano con lo que intentaba emular a Praxíteles, pero en ocasiones se dejaba llevar por el recuerdo de lo que tanto había ansiado en Ilici y esculpía pequeñas imágenes que carecieran de hieratismo alguno, figuras muy dinámicas, como si pudiera detener el movimiento. El pequeño guerrero con apariencia de soldado romano, trataba de perpetuar los movimientos que el día anterior había visto realizar a uno de los mercenarios que trabajaban en los barcos patrullas de la ciudad.
Ahora, el maestro miraba ese trabajo con verdadera complacencia.
-Es una escultura magnífica, Istolacio –alabó Praxíteles-. Aun considerando que el tamaño es mucho menor que el real, has sabido mantener muy bien las proporciones y la lógica natural del movimiento. Ya has aprendido los fundamentos anatómicos y conoces las técnicas aunque no las domines del todo. Dominarlas sólo será cuestión de práctica, y no necesitas tener alguien que vigile tus progresos. Si esculpes a diario, serás un escultor estupendo muy pronto. Como estoy seguro de ello, he propuesto que talles las dos figuras que me faltan y que no voy a tener tiempo de tallar yo. No te apresures. Tómate tu tiempo, hazlo con cuidado y te aseguro que el resultado será tan bueno como si las hubiera esculpido yo mismo.

LVI
Irsecel no comprendía lo que le pasaba. ¿Qué diablesa malvada le habría inspirado la idea de componer una canción?
Muy torpe de rima, concepto y metáforas, pero contenía las palabras que salían de su pecho cada vez que miraba las letras y los corazones que Adín había grabado.
Con un velo húmedo ante sus ojos, contempló las once piedras que mantenía escondidas en un hueco entre el muro, las vigas y la paja del techo, y que sólo miraba cuando su madre partía para el salón del Consejo y tenía la seguridad de que tardaría en volver.
Cada día era mayor su tristeza y desde esa misma mañana, se trataba ya de una congoja que no podía controlar. Una especie de fuego abrasador le quemaba la garganta, y como si fuese independiente de su voluntad pugnaba por estallar en un lamento desde el momento que su madre se lo dijo. Cuando la acompañaba junto a su cortejo con destino al salón de Consejo, Nespaiser había señalado a un joven, preguntándole:
-¿No te parece el doncel más hermoso de Ilici? Yo lo encuentro capaz de engendrar damas extraordinarias, dignas de ser futuras reinas.
En tanto que la Madre Mayor hablaba, Irsecel sintió que se le paraba el corazón. Sin que añadiese ni una palabra, supo que le destinaba a ese guapísimo zoquete. Prefirió fingir ignorancia e inocencia y procuró no dar pie a que su madre terminara de hacerle la propuesta, que sería una orden insoslayable en realidad. Por suerte, una generala acudió a preguntar algo a la Madre Mayor, lo que impidió que se produjera una situación que resultaría irreversible.
A partir de ese instante, el pensamiento de Irsecel se convirtió en una tormenta. Tenía que encontrar una salida antes de que fuesen escenificadas las formalidades de toma de un consorte. Jamás tomaría a ese consorte. Jamás se desnudaría con él. Jamás le dejaría preñarla.
En relación con la ausencia de Adín, Ilici era un hervidero de rumores desde hacía ya casi tres lunas. A pesar de la firmeza de la abuela, nadie creía la versión de que había partido junto a un emisario llegado para anunciarle una herencia fastuosa. Tal incredulidad había dado pie a toda clase de conjeturas, junto con la muy inquietante evidencia de que los patibularios esbirros de Arranes siguieran haciendo preguntas indiscretas y llenas de sobreentendidos, a pesar del tiempo transcurrido. Evidentemente, el temible comerciante, que era una especie de rey absoluto en una ciudadela que ella

ENTREGA DECIMOSÉPTIMA 11-VI-2011

había visitado en cierta ocasión junto a Nespaiser, no se había creído la historia de la herencia y estaba perdiendo la paciencia mientras crecía su furor.
¿Sería inconveniente ir a hablar con Bastugitas? ¿Iba a disuadirla a ella el temor a la inconveniencia?
Tal como lo pensó, lo decidió.
Bastugitas adivinó al instante lo que deseaba la muchacha. Notó la palidez de su semblante y sus ojeras. Sintió compasión, porque no le cabían dudas de que sufría y recordaba con nitidez cómo era esa clase de sufrimiento, innombrable en Ilici. No podía hablarle de ello sin incurrir en una ofensa, gravísima para los convencionalismos de las ilicitanas. Le complació la precisión del ritual de saludo que Irsecel escenificó. De veras que merecía no sólo ser algún día Madre Mayor, sino que la coronasen reina.
-Me alegra verte, hija de Nespaiser.
-Acudo a vos como quien se postra ante el oráculo, gran dama.
Bastugitas sonrió.
-¿Y cuál es tu pregunta?
Irsecel tragó saliva antes de decir:
-¿Tan grave es que una dama se sienta morir porque un… varón esté ausente?
-Depende.
Esa palabra, a pesar de su desnudez, alentó un poco la esperanza de Irsecel.
-Las cosas –continuó Bastugitas- no son nunca tan exactas y meticulosas como querrían las normas. Lo que tiene que ver con la condición humana es muy difícil de clasificar, regular y encerrar en compartimentos estancos. Los espíritus no son clasificables ni se les puede encerrar en un arca. Y, por otro lado, el tiempo es un enemigo inexorable de toda simplificación. Quienes ejercemos la política sentimos la tentación de creer que hacemos bien en regularlo todo; pero la experiencia de una anciana que ejerció la política dicta que convendría dejar en toda regla un resquicio para la naturaleza real. Tú amas al hijo de mi hija Umarbeles, y eso contraviene la norma. Pero si quieres que te diga la verdad, yo no creo que sea tan, tan grave.
Irsecel se permitió sonreír sólo por dentro. Su rostro permaneció marmóreo.
-¿Estáis informada, gran dama, del empeño con que es buscado vuestro… el hijo de Umarbeles por los esbirros de Arranes?
-¿Consideras que hay en ello algo temible?
-¿Vos no lo creéis?
Definitivamente, pese a todas sus deficiencias Nespaiser había criado a una excelente política futura. Sin asentir, preguntó:
-¿Qué consideras conveniente hacer?
-Antes de todo, que me digáis si es verdad lo de la herencia.
Bastugitas mantuvo la misma imperturbabilidad de la muchacha. No podía ser menos serena y tampoco podía arriesgarse menos que ella. Invitó con una señal a Irsecel para que acercase el oído a sus labios, y dijo:
-Huyó, Irsecel, cuando supo que le destinaba esposa y se enteró de quién era. Y sé por qué. Huyó porque te ama, como sin duda has adivinado. No hay herencia ni zarandajas. Ahora, una vez que se me ha calmado el enojo por su desobediencia, temo no contar con medios para afrontar el peligro terrible que Arranes representa para la vida de mi nieto querido. Tampoco puedo mandar a un par de criados en su busca, porque sus pesquisas se convertirían para Arranes en la confirmación de su sospecha, puesto que nada ocurre en estos reinos de lo que él no sea informado inmediatamente. Sólo tú, si lo amas, serías capaz de encontrarlo y salvarlo, aunque habéis de saber los dos que él jamás podrá volver a mostrarse en público mientras Arranes viva y tenga memoria.

LVII
El impulso decisivo fue la resolución de Nespaiser.
Informada por sus espías de que Irsecel había visitado a Bastugitas permaneciendo la mayor parte de la tarde con ella, la Madre Mayor no esperó a la mañana siguiente ni a obligarla a comparecer ante el Consejo bajo cualquiera de sus arbitrarias acusaciones. Arrebatada y descompuesta por la ira, llegó impetuosamente junto al lecho de su hija y la zarandeó con violencia.
Como la muchacha sólo fingía dormir, oyó la diatriba desde el principio:
-Hija infame y traidora, has desbaratado voluntariamente tu destino y, por ello, vas a penar lo que ni siquiera en tus peores pesadillas podías imaginar. Sufrirás todos los tormentos del aislamiento, la virginidad y el ascetismo. Yo me encargaré personalmente de que tus años iniciáticos sean los más severos y penosos de la historia. Ya no tomarás consorte ni parirás a mis nietas, ni vivirás como una madre poderosa e influyente, sino que ingresarás al servicio del templo, y allí pasarás como sacerdotisa el resto de tu vida llorando tu desventura.
A continuación, Irsecel, que fingía dormir todavía, recibió siete bofetadas.
Permaneció inmóvil del todo, sin mover siquiera la mano para contener el hilillo de sangre que brotaba de sus labios, y aguardó con los ojos cerrados a que su madre volviera a sus dependencias.
No podía abandonarse al sueño. Como mediaba el otoño, necesitaría un manto grueso que colgaba en un rincón del salón, pero todo lo demás lo tenía alrededor del lecho. Cuando el silencio fue total, fue sigilosamente en busca del manto, tomó una falcata que no era demasiado pesada y volvió con el mismo cuidado a su cuarto, donde ya había preparado un hato con cuanto poseía. No podía atravesar la casa ni salir por la puerta, porque la guardia velaba como todas las noches. Se encaramó al muro en cuya parte superior permanecerían escondidos los once mensajes de amor de Adín, y haciendo palanca con una tranca consiguió alzar un poco los haces de paja del reborde del tejado. Pudo a duras penas deslizarse por el hueco, lanzó el hato a los peligros de la noche oscura y luego saltó sin miedo a morir, porque la muerte era preferible a vivir como su madre había decidido, y para colmo sin volver a ver a Adín.
Por fortuna, los matorrales amortiguaron la caída y rodó suavemente por el talud sobre el que se alzaban las murallas de Ilici.
Puesto que la trasera de su casa, por donde había huido, formaba parte de la muralla en la parte norte de la ciudad, tuvo que contornear una parte considerable de la fortificación para encaminarse hacia el sur. Tenía noticias de que existía en esa dirección un pequeño asentamiento de piratas cartagineses. Conociendo al detalle cuanto se sabía en Ilici sobre las andanzas y los desvaríos del padre de Adín, supuso que el muchacho por quien acababa de huir debía de haber entrado en tratos con los cartagineses y tal vez se hubiera integrado en su vida y costumbres, que por exaltar hasta el delirio la preponderancia de los hombres sobre las mujeres quizá se ajustasen mejor a sus desvaríos
Decidió encaminarse, por consiguiente, hacia un punto de la costa situado media jornada al sur del embarcadero desde el que Ilici comerciaba con los reinos de allende el mar. El recorrido fue penoso a causa de que no brillaba la luna y el cielo daba la impresión de estar encapotado, pues ni la menor claridad le ayudaba a orientarse. Temía perder el rumbo y por ello redobló la atención, fijándose bien en la dirección que corrían los arroyuelos y asegurándose siempre de que el ligero declive hacia la costa quedase siempre a su izquierda.
El amanecer la encontró en un lugar extraño, un punto donde el bosque era muy denso y agreste. Le pareció sin embargo que se encontraba cerca de una aldea o, al menos, una cabaña, porque veía a su derecha una pequeña columna de humo. Alguien que cocinaba la primera comida del día. Tenía hambre, pero no podía arriesgarse a dejar testigos ni pistas para la búsqueda que emprendería el ejército de Ilici por orden de su madre. Ignoró la urgencia de su estómago y ya con la luz diurna, no muy intensa porque estaba nublado, pudo avanzar con mayor seguridad.
Unos centenares de pasos después de haber dejado atrás el caserío, le pareció oír un débil quejido de voz humana sobresaliendo entre los rumores del bosque. Por lo virginal del lugar, no era posible avanzar con mucho sigilo. A su paso, remontaban vuelo los pájaros, huían los conejos, gruñían feroces los linces, bisbiseaban las culebras, relinchaban los onagros con hostilidad temerosa y berreaban espantados los ciervos. De manera que era casi imposible desplazarse sin ser advertida.
Pero el gemido sonó de nuevo, distinguible con claridad como la voz de una mujer que lamentaba algo.
Irsecel atenuó las pisadas tratando de ser leve como el aire y fue con lentitud extrema hacia donde la había escuchado, porque estaba convencida de que ya no podía estar demasiado lejos el asentamiento cartaginés y lo que se contaba de ellos no era como para tenerlas todas consigo ni exponerse tontamente.
En las tertulias de Ilici habían hablado alguna vez las damas, muy escandalizadas, de los raptos de iberas por parte de los salvajes africanos. Se decía que cada cartaginés poseía un serrallo donde aprisionaba numerosas esclavas sexuales, tanto en Cartago como en los lugares que saqueaba. Seguramente, en su país comprarían a esas esclavas, pero en sociedades como la ilicitana y los reinos de los alrededores era ello completamente impensable. Por tal razón, recurrían a la violencia del secuestro con cierta frecuencia, lo que había originado algunas de las guerras más cruentas de los últimos tiempos.
Cuando le parecía que se hallaba muy cerca de la voz, Irsecel se dio cuenta de que su manto y el hato dificultaban el sigilo, indispensable si la mujer que gemía se encontraba en peligro. Por ello, colgó ambos objetos de una rama y se descalzó. Desenvainó la falcata que llevaba sujeta a la cintura y avanzó con tiento.
La mujer la vio llegar pero no el hombre que la violentaba, tendido sobre ella. Se trataba de una muchacha joven que, además de haberle sido destrozada la ropa, sangraba por múltiples magulladuras del rostro y los brazos. Sus ojos trataron de disuadir a Irsecel, porque se trataba de un hombre muy corpulento y feroz. De pelo negro y piel muy oscura cubierta de vello abundantísimo, lo que alcanzó a ver de él le repugnó sobremanera, sentimiento que sumó intensidad a su indignación. Le bastó un salto para situarse junto a la pareja, para clavarle al hombre inmediatamente la falcata por el lado de la espalda más cercano al corazón.
El violador se convulsionó un instante, dio un bote mientras se retorcía y gritaba como si fuera un uro herido, giró la cabeza hacia atrás de sí mismo de un modo que pareció imposible y, finalmente, volvió a caer muy pesadamente y laxo sobre la muchacha que profanaba, que gritó como si se hubiera desplomado un onagro muerto sobre su cuerpo magullado.
Casi instantáneamente, una pareja salió de detrás de un matorral. Eran los padres de la muchacha, que habían asistido impotentes al asalto y ofensa de su hija. Irsecel bufó ligeramente. Tensó los hombros procurando ensanchasur figura para que no fuera recordada como era en realidad. Por su buena acción, no sólo iba a verse obligada a dejar testigos, sino que éstos pregonarían la gesta por todo el país. Tenía que confundirlos y por ello fingió hablar una lengua ininteligible, e ignoró las alabanzas y palmadas de los tres, bloqueándose frente a ellos con las palmas de las manos extendidas ante su pecho.
. Viró al cartaginés boca arriba y prefiriendo que los tres la recordaran con aspecto diferente del genuino, despojó el cadáver de su vestimenta y se cubrió con ella. Tomó también, con imprevisto júbilo, una pesada bolsa llena de monedas de oro y plata atada al cinto.
Antes de partir en busca del manto y el hato, se volvió hacia los tres, compuso una expresión de ferocidad y les amenazó con la falcata. Mientras se alejaba en busca del poblado cartaginés, suplicó a Isbel que ninguno de ellos pudiera identificarla como la hija de la segunda mujer más poderosa de Ilici.

LVIII
La conmoción sacudió la ciudad a primera hora. No tanto por la huida de Irsecel como por el significado que se apresuraron a atribuirle. Las damas y los zánganos formaron corros en las cuatro esquinas de la Plaza del Sol y a media mañana ya se notaban movimientos poco usuales frente al Consejo y por doquier.
En cuanto conoció la interpretación que corría de boca en boca, Bastugitas mandó acudir a la jefa de su guardia.
-Llama a todos tus soldados y oficialas, incluidos quienes estén de descanso, y que se desplieguen alrededor de la casa en seguida, con todas las armas a la vista.
Después de una sesión que redujo a sólo los trámites indispensables, Nespaiser despidió a las demás madres del Consejo y, encogida en su asiento, se cubrió la cara con las manos. Estaba al corriente de los bulos que circulaban y ello añadía ácido a su herida; según los comadreos, Irsecel había madurado la huida durante varias lunas de acuerdo con Adín, a la espera de que éste hallase acomodo; una vez resuelto cómo y dónde vivir, le había enviado un mensajero para que se uniese a él.
La Madre Mayor sabía que no era así como habían ocurrido las cosas, aunque el resultado fuese que ahora los dos muchachos estuvieran lejos y juntos. Pero su hija no había huido por un mensaje del hijo de Umarbeles hija de Bastugitas, sino por culpa de la torpeza de su propia madre. Había representado una escena amedrentadora con objeto de presionarla para que cambiase de conducta, pero Irsecel, interpretando sus palabras de manera literal, había reaccionado con la rebeldía y el libre albedrío de la mujer que ya era. La realidad era que Nespaiser ni siquiera había negociado con la madre del muchacho que le había sugerido que iba a ser su consorte; se trataba de un modo de presionarla, que le había parecido sutil. Por lo tanto, la culpa última de la huida de Irsecel era de su propia madre y no del nieto de su odiada antecesora.
Sin proponérselo, iban a fundar una estirpe. Con los antecedentes familiares que ambos tenían, sin duda procrearían grandes líderes que, muy probablemente, si sus padres no eran reintegrados de inmediato lucharían contra los estamentos, construmbres y tradiciones de Ilici. No podía permitirlo.
Opinaba que Bastugitas no era inocente. Irsecel había pasado toda la tarde del día anterior con ella, lo que era demasiado tiempo para no sospechar intrigas. Seguramente, le había transmitido algún recado de Adín; porque no le cabía ninguna duda de que Bastugitas, la poderosa Bastugitas de mente retorcida y mirada de sibila endemoniada, conocía el paradero de su nieto. No podía ignorarlo, ella de quien se decía que tenía ojos en todos los árboles y en todos los riscos del reino. Con lo ladina y redomada que era, lo más probable sería que no sólo conociera el paradero de los dos, sino que ella fuese responsable de su acomodo y medios de supervivencia. ¿Cómo iba a consentir Bastugitas que un miembro de su clan se convirtiera en un vagabundo sin rumbo, expuesto a los azares?
Con el poder de la vieja dama, que a veces temía que fuese superior al suyo, no tenía más remedio que conocer todos los detalles. Necesitaba hablar con ella y humillarse para negociar.
Pero le habían informado hacía pocos momentos del despliegue del ejército del clan de Bastuhgitas. La idea de que Ilici pudiera vivir de nuevo una guerra civil le aterrorizó. Los varones iberos y algunas damas eran capturados y contratados por pueblos de allende el mar como mercenarios, porque su fiereza era legendaria. Aunque tal fiereza y la capacidad de sacar provecho de ella se debiera, según su parecer, al hecho de ser mandados por oficialas y generalas muy bien entrenadas, la fama permanecía y crecía cuando eran mandados por hombres. No podía dar pie a que esa ferocidad y bravura tan extremas se manifestasen de nuevo dentro de las propias murallas de la ciudad, cometiendo el error de enviar su ejército en busca de Bastugitas.
Por otro lado, la vieja Madre Mayor, miembro de un clan que era tenido como la identidad esencial de Ilici, no aceptaría la orden de presentarse ante el Consejo de Madre ni, mucho menos, en privado ante su sucesora en el cargo.
Sin pensarlo más, puesto que estaba convencida de que el tiempo jugaba en su contra, mandó a una generala para avisar de la visita e, inmediatamente, exigió que la auparan en andas, para desplazarse con la máxima pompa aunque sólo debía recorrer unos cien pasos para ir a casa de Bastugitas.
Ésta, avisada, decidió no comportarse de manera tan displicente como para que Nespaiser pudiera dejarse ganar por la ira, lo que no convenía en las circunstancias presentes. Se acomodó en su sitial, alzó los hombros y permaneció unos momentos con la cabeza erguida, pero sin dejar de mirar de reojo por la ventana, hasta que la vio llegar.
Según bajaba de la silla gestatoria y entraba en su salón, pensó una vez más que en política lo importante no era ser, sino que el pueblo creyese que se era. Nespaiser, con la insignificancia de su porte y su mirada extraviada, confirmaba que en el cargo de Madre Mayor no era indispensable ser buena gobernante; sólo era indispensable la facultad de maniobrar y enredar para que ciertas damas mediocres creyesen que lo era.
-No es a mí a quien debes preguntar por tu hija, Nespaiser –espetó Bastugitas tratando de que su tono no resultara demasiado desagradable.
-Temo, gran dama, que no iba a ser ésa mi pregunta.
-¡Ah! ¿No?
-Me interesa conocer el paradero del hijo de Umarbeles.
Creía así la Madre Mayor que actuaba con actucia redomada. Secretamente, llevaba quince años obsesionada con la idea de que no podía competir con su antecesora como gobernaanta intrigante. A nadie podía confesar y mucho menos a sí misma, que ahora, al encontrarse frente a Nespaiser, sentía vértigo, una especie de terror a ponerse en evidencia.
Bastugitas interpretó adecuadamente la finta, sonrió y asintió levemente. Era evidente que su sucesora creía que estaban juntos, cosa que ella dudaba..
-Pues tampoco es a mí a quien lo puedes preguntar. Ignoro su paradero.
Nespaiser contuvo el tono, porque notó que estaba a punto de perder la paciencia y no le interesaba perderla porque tambien perdería toda posibilidad de solucionar su encrucijada de ese día. Si algo hubiera que pudiera generar la burla colectiva de todas las damas influyentes de Ilici, era precisamente que la Madre Mayor no supiera gobernar su propia casa. .
Percibiendo sus vacilaciones y su falta de determinación, Bastugitas volvió a decirse que los tiempos habían convertido el ejercicio de la política en un juego grosero de engaños y simulaciones. Si una madre embustera, maniobrera, sin sutileza y con la mediocridad y torpeza de Nespaiser podía permanecer quince años como Madre Mayor, es que ya todo era concebible en el cargo, hasta lo más perverso.
Evocó los viejos legendarios viejos tiempos, cuando había que demostrar de sobra la valía personal, la valentía y la sabiduría antes de que nadie propusiera a alguien como Madre Mayor. En la actualidad, bastaba con la influencia del clan, lo que no era sino una forma torpe de desvirtuar el liderazgo.
-Además –continuó Bastugitas-, sin duda estarás al corriente de que hay cierto amigo tuyo, ese Arranes quie Isbel confunda, muy… contrariado la por desaparición de mi nieto. Como comprenderás, aunque lo supiese no iba a divulgar su paradero. Pero la realidad es que lo ignoro.
-¿Cuatro o cinco lunas, gran dama, sin que vos, que todo lo veis, hayáis conseguido averiguar dónde se encuentra el hijo de Umarbeles?
-Cinco lunas, sí. Desgraciadamente para ti y para mí, lo ignoro. Y también desgraciadamente para ti como para mí, quien más desea encontrar a mi nieto puede encontrarlo junto a tu hija. Los matará a los dos.
Nespaiser se mordió el labio. Hasta ese instante, no había reparado en tal peligro, mucho más real que cualquier otro que pudiese imaginar. Arranes, que había intrigado a favor de su nombramiento y a quien le debía cierta cantidad de oro desde hacía quince años, era uno de los seres más implacables que conocía. Irsecel corría gravísimo peligro. Junto a ello, que tomase o no como consorte al nieto de Bastugitas carecía de relevancia.
Con una leve chispa de ironía en sus ojos, Bastugitas siguió en los de Nespaiser el razonamiento punto por punto. Cuando ésta se dispuso a hablar sabía exactamente lo que iba a decir, y la voz de la Madre Mayor confirmó sus previsiones:
-Gran dama. Creo que vos y yo deberíamos alcanzar alguna clase de arreglo… o, mejor dicho, y para ser sincera, una tregua. Me parece que compartimos un problema y que no tenemos más salida que unir fuerzas para resolverlo.

ENTREGA DECIMOCTAVA 12-VI-2011
LIX
Tenía las manos desolladas, pero a pesar de ello se sentía más fuerte que nunca. Llevaba más de seis lunas faenando en ese navío, pero el patrón y sus compañeros seguían sin prestar oídos a sus constantes sugerencias de mejoras en los métodos de pesca; más bien al contrario, mostraban cada vez mayor fastidio, xdado lo revolucionario de sus propuestas.
Adín se arropó un poco en el manto, porque la brisa era fría, agravada por la calima húmeda que cubría el mar en esos momentos. El mando casi completó dos vueltas en su cuerpo sumamente enflaquecido por el duro trabajo de la mar.
Reconocía que era algo impertinente, porque se le ocurrían ideas a todas horas y en relación con casi todo, los remos, el tamaño de las velas, la forma del timón, la extensión de las redes y el método de recogerlas, nuevas formas de colocar los anzuelos en línea de un modo que estaba seguro de que sería muy efectivo, así como la conservación del pescado, y no se contenía de hablar de ellas a todas horas y en los momentos menos oportunos. Seguro que resultaba insolente que un muchacho tan joven, a quien todos en el navío casi le doblaban la edad, quisiera hacerles romper con siglos de tradición.
Pero uno de los días de temporal de aquel invierno el navío no pudo salir a faenar, y los marineros se refugiaron en un tugurio del muelle a esperar que amainase. A pesar del fastidio por tantas ideas enloquecidas, los marineros sentían afecto y ternura por Adín, bien educado, gentil, respetuoso y más bello que nadie que hubiesen visto antes, a pesar de su extrema delgadez de ahora.
El patrón del barco lo llamó a su mesa y le invitó a beber. Los contertulios de esa mesa bebían desaforadamente, y aunque Adín hallaba muy agradable el vino, viendo la descompostura de todos bebió con cuidado, remoloneando mucho rato con el mismo jarro. Miraba de soslayo, escandalizado, la grosería extrema de los gestos y voces de sus vecinos embriagados, cuando oyó que el patrón comentaba que había comprado otro barco y dentro de pocos días lo sacaría a faenar. Entonces, recordó una de las ideas que había tenido al ver lo poco práctica que era la recogida de la red desde cubierta. Sonrió al patrón como pidiéndole disculpas y le relató su idea con prisas, para evitar que alguien le interrumpiera. Describió una red muy diferente de la que usaban, como una especie de muralla extendida entre los dos navíos y sujetas desde ambas cubiertas, mientras los barcos navegaban arrastrando en vez de permanecer fondeados.
Tras unos momentos de dudas y tras hacerle varias preguntas que parecían sarcásticas, el patrón mandó que se sentase a su lado y le echó el brazo sobre los hombros con complacencia, mientras cundía el estupor por la mesa y la taberna.
Adín sabía que no podía permitirle a su patrón esa clase de intimidades, porque había visto otros días en qué acababan siempre la íntima cordialidad del patron con un muchacho joven. Trató de envararse lo más que pudo para no recurrir a un empujón que cerrase la puerta a su inventiva, y por fortuna el patrón acabó de entender. Dijo:
La verdad es que eres en realidad menos joven de lo aparentas. Tu cara es tan hermosa, que te suponía un efebo tierno, pero palpo en tus flacos miembros la masculinidad adulta de un futuro marinero.

LX
Cubierta de nuevo con el manto pero sin despojarse de la vestimenta del cartaginés que acababa de matar, Irsecel apresuró el paso por la estrecha senda del bosque, porque le daba la impresión de que alguien la seguía.
Llegó un momento en que no le cupieron dudas. El rumor era auténtico.
Esperó a encontrar un trecho donde el persecutor no pudiera sorprender su maniobra, una parte del camino casi cubierta por los matorrales, y entonces se escondió tras un tronco muy grueso de quejigo. Pudo verlos llegar mucho antes de que ellos lograran verla a ella; se trataba de la muchacha que había rescatado del insulto y la agresión, y sus padres.
Era muy extraño. Le había parecido que fuesen los moradores de la cabaña cuyo humo había vislumbrado antes de toparse con la escena, y consideraba lo más lógico que se hubieran apresurado a volver al refugio de su hogar. ¿Qué propósito perseguirían yendo tras ella?
Notó que se detenían, desconcertados, lo que confirmaba plenamente la persecución. La madre actuaba de un modo muy extraño; miraba con ojos desencajados de sus órbitas, como si pretendiera ver la esencia de las cosas. Tres veces miró en su dirección sin que diera la impresión de haberla visto, pero Irsecel tuvo la seguridad de que la mujer de aspecto y conducta tan inquietantes sabía de un modo instintivo que se encontraba escondida exactamente donde estaba. Tenía que desalentarlos o multiplicarían con su acoso los peligros de su aventura, pero, además, tanto la cara como la expresión de la madre le producían más que inquietud, desasosiego. Debía mostrarse más fuerte que ella, más fuerte y temible que los tres juntos. Con tal objeto, soltó el hato y el manto y saltó hacia ellos desgañitándose en gritos y blandiendo la falcata y una maza que le había arrebatado al cartaginés muerto.
La reacción de los tres le produjo risa. En vez de plantarle cara, se arrodillaron, postrando la frente en el suelo, aunque le asaltó la convicción de la mujer imitaba a su marido sólo para solidarizarse con él, porque su postración y sus reverencias eran más pausadas y provistas de una especie de lucha consigo misma. Seguían impresionándole los ojos, una especie de pozo profundo en cuyo fondo ardiera una hoguera demoníaca. Pero de todas maneras, resultaba evidente que habían creído cierto que su lengua era otra, porque el hombre habló con mucha lentitud y vocalizando las palabras con mucha claridad, como cuando se habla con un extranjero:
-¡No nos mates, gran señor! Nuestras vidas no nos pertenecen ya. Son tuyas. A ti nos debemos y estamos obligados a seguirte para servirte y honrarte. Por otro lado, nuestro hogar ha sido mancillado y a partir de cuando encuentren al muerto será el lugar más peligroso donde podríamos vivir. Eres nuestro dueño.
Irsecel tuvo que hacer un esfuerzo para encajar el significado de la frase. Los tres la habían visto con su ropa de mujer y no podían tener duda de que lo era, y sin embargo la reconocían como señor, en masculino. Sería hilarante si no fuese tan complicado el asunto. En cualquier caso, la madre asentía y apoyaba a su marido, pero era clamorosamente notable que en su mente había otra clase de cosas.
Irsecel oyó al hombre sin darle mucha importancia, inquieta por lo que no era capaz de descifrar en las expresiones de la madre y al mismo tiempo, por lo que presentía sin poder ponerle nombre. Esa mujer había tendido contactos con un oráculo o una sibila, sin duda. O algo peor.
Fingió no haber entendido, para que el hombre repitiese la argumentación, por si debiera actuar en su defensda, revelando así que ponía en duda sus palabras.
El padre posó el brazo derecho sobre los hombros de su hija y dijo:
-Puesto que has salvado su vida y su honra, Sosi te pertenece. Es tuya. Todo lo nuestro es tuyo desde ahora, y nosotros también. Por favor, señor, no nos desampares.
Como no imaginaba el modo de librarse de ellos, Irsacel aceptó el cortejo. Pero según fueron acercándose al caserío cartaginés, levantado en torno a un minúsculo embarcadero abrigado por grandes peñascos, iba madurando una idea.
La muchacha llamada Sosi tendría unos dieciocho años. El padre, aunque maltratado por los rigores del bosque, no debía de tener más de treinta y cinco, y la madre otro tanto. Los tres parecían muy fuertes, por lo que le indignaba más que no se hubieran resistido al ataque del bestia cartaginés; sin duda, había vencido la mansedumbre de quien es educado como vasallo sobre la ira de la honra ofendida, actitud que algo en el fondo de su inteligencia le decía que no se correspondía con la expresión y los ademanes de la madre..
Con la fortaleza, al menos, del padre y la hija, podía convertirlos en buenos guerreros. A ellos dos les enseñaría a luchar y destinaría a la mujer para los trabajos de intendencia y trataríoa de que no se le acercara mucho, porque cada vez que la miraba a los ojos le causaba un escalofrío. Se preguntó si tendría dotes adivinatorias u otra clase de poder; desechó la pregunta con la idea de que, de poseer tales virtudes, habría podido prever el ataque del cartagines y evitarlo. Pero a falta de algo más práctico que hacer, se valdría de ellos para llevar adelante sus pesquisas.
Mientras buscaba a Adín, formaría una pequeña partida de guerrilleros contra los cartagineses, porque de ese modo, y fingiendo ser un varón, tendría posibilidades de sobrevivir en el proceloso y multicultural mundo de la costa, mucho menos confortable para una dama que el reino de Ilici.
Una luna más tarde, Adín seguía siendo una sombra burlona y esquiva, pero había comenzado la leyenda de un joven señor de la guerra que, con sólo dos soldados, causaba estragos entre los cartagineses y todos los demás bandidos invasores.

LXI
Avanzaba la primavera y la cruda luz, junto con la mayor duración de los días, fue desvelando algo que todos habían presentido sin acabar de reconocerlo del todo: la ciudad había cambiado.
Unos lo atribuían a la presencia casi permanente en la Plaza del Sol y las calles adyacentes de los esbirros de Arranes, lo que no dejaba de ser un cambio significativo, pero otros consideraban que eso era sólo un matiz y que el cambio era más profundo.
Un año atrás, la comidilla preferida de todas las reuniones de damas era la viejísima enemistad entre Madre Mayor y su antecesora. Comidilla que adquirió visos mucho más sabrosos para el chismorreo cuando comenzó a rumorearse que la hija de una y el nieto de la otra se veían a escondidas. Más tarde, la desaparición de Adín había hecho que abundasen menos los sarcasmos y los comentarios frívolos, por lo muy contradictorias de las versiones que circularon. Pero a continuación de la huida de Irsecel sintieron ya inquietud, porque junto a las indagaciones persistentes y ásperas de los hombres de Arranes se extendió por la ciudad el presentimiento de algo muy grave que estaba por ocurrir.
Y esa sensación duraba ya cinco lunas, lo que constituía el periodo más prolongado de desasosiego que recordaba Ilici en tiempos de paz.
Si podían considerarse paz los preliminares bélicos que, según las damas más pesimistas, latían en las entrañas de la ciudad y sus alrededores.
La perseverancia de Arranes les inquietaba muchísimo, lógicamente, porque estaban al tanto de cuánta crueldad derrochaban sus hombres cada vez que destruían uno de los asentamientos extranjeros de la costa. Temían que si su furor contra el clan de Bastugitas persistía, pudiera lanzar contra Ilici unas huestes tan temibles.
Naturalmente, Madre Mayor Nespaiser compartía ese temor. Pero sabía que a sus vecinos les inquietaba también que ahora visitase a Bastugitas con tanta frecuencia, porque no podían imaginar que tuvieran otra cosa que tratar que el modo de no declararse la guerra entre sí.
Mientras se dirigía caminando a la casa de su antecesora, Nespaiser se dijo que, a fin de cuentas, era mejor que tuvieran esa sospecha, porque podía servir de distracción contra las pesquisas de Arranes. Lo que trataban en realidad no debía saberse.
Bastugitas reprimió la mueca de desprecio que sabía que se le dibujaba en los labios, involuntariamente, cada vez que Nespaiser se aproximaba. Respetaba su dedicación para tratar de resolver el problema que las unía, pero lo cierto era que la abnegación maternal no reforzaba su inteligencia ni sus dotes políticas.
-¿Ninguna noticia?
-No, gran dama. ¿Y vos?
-Mis fuentes me traen rumores curiosos que circulan por la costa, hacia el sur, por la parte que se dice que está infestada de cartagineses.
-¿En qué consisten esos rumores, gran dama?
Bastugitas hizo una pausa para decirse de nuevo a sí misma que no, como cada vez que sentía el impulso de autorizar a Nespaiser un tratamiento algo menos protocolario.
-Tal vez se trate de leyendas, pero hablan de un grupo muy pequeño de asaltantes que causan estragos entre los cartagineses. Sería para celebrarlo, pero de esos africanos salvajes se puede esperar cualquier clase de reacciones. Si fuera verdad lo de esos asaltantes, me alegraría mucho si no fuera porque temo las consecuencias.
-Algo me han comentado mis informantes también, gran dama. ¿Pero os parece que debemos dar crédito a lo que dicen? Porque hablan de un grupo compuesto tan sólo por tres personas y dicen que el capitán es apenas un muchacho, y extranjero además. No creo yo que un varón…
-Escucha, Nespaiser. Nosotras hemos heredado el sistema y los mitos de una cultura antiquísima, que lleva asentada en estas tierras muchos millares de años, pero muy pocos pueblos comparten nuestros valores, por lo que temo que podamos ser las últimas generaciones de matriarcado. En otros lugares han gobernado y gobiernan hombres famosos por su astucia y sus dotes políticas y militares, y sin salir de Ilici apreciamos que algunos varones jóvenes muestran ambiciones que hubieran sido inimaginables hace dos o tres generaciones. No descartes que ese extranjero tan joven pueda hacer lo que dicen que hace.
-Pero… ¿con qué objeto, gran dama?
-Las riquezas. Nunca se me habría pasado por la mente suponer que sus acciones tienen motivos idealistas, sino materiales. Por lo que deduzco, asaltan a hurtadillas y únicamente a cartagineses que circulan solos o en grupos pequeños. Es decir, asaltan a quienes saben que acaban de asaltar a otros. Se apoderan de lo que otros han robado. Según parece, jamás se atreverían a invadir un poblado. A nuestros vecinos no los asaltan porque ningún ibero circula por ahí cargado de riquezas.
-Pues a mí me había sonado siempre a idealismo, gran dama.
Bastugitas cabeceó. Nespaiser no tenía disposición de aprender y, por lo tanto, jamás aprendería, al contrario que su hija. Sin embargo, la Madre Mayor misma era la expresión suprema de que la política real era un medio de vida y satisfacción de la vanidad, no cuestión de idealismo. No pondría jamás la mano en el fuego por la honradez de Nespaiser y, en cambio, sí aceptaría jurar que se estaba enriqueciendo tanto como le era posible sin que resultaran sus desfalcos demasiado escandalosos.
-¿No… -Nespaiser interrumpió la pregunta, como si no se atreviese a formularla.
-¿Qué? Pregunta lo que sea, Nespaiser. Aquí no nos oye nadie y a mí nada va a exasperarme. Soy demasiado vieja ya.
-Me pregunto, gran dama, si ese grupo de asaltantes no serán vuestro nieto, mi hija y el escultor que nos abandonó el año pasado.
Bastugitas sonrió. En alguna ocasión se lo había preguntado también a sí misma, pero lo descartó en seguida.
-No son ellos, Nespaiser. Las leyendas hablan de un niño y dos hombres. Antes de marcharse, el hijo de Umarbeles poseía ya altura de hombre. No puede ser él.
-Ciertamente, pero… ¿y si el niño fuese, en realidad, mi hija?
Bastugitas estuvo a punto de darse una palmada en la frente. ¿Iba a resultar que la capacidad deductiva de Nespaiser era más aguda que la suya, por culpa de su senilidad?
-Pues habrá que tratar de averiguarlo.
-¿Cómo, gran dama?
-Ya lo verás.
Bastugitas pensaba en un señuelo que, en esos momentos, ignoraba si podría pergeñarlo, teniendo en cuenta el espionaje al servicio de Arranes. Miró a su interlocutora de reojo, preguntándose si ella era consciente del grave problema de todo reino, pues los traficantes desalmados como Arranes, gracias a su poder de corrupción, disponían de cómplices enquistados en las entrañas del estado que le hacían en la práctica mucho más poderoso que el estado mismo. Las generalas, probablemente corrompidas también, apresaban de vez en cuando a alguno de los esbirros de Arranes acusándolos de conspirar, pero era como tratar de cazar a un elefante con un tirachinas, mientras el poder efectivo de Arranes permanecía intacto.
Pero ella no iba a amilanarse, y haría cuanto pudiese por salvar a los dos muchachos.

LXII
Junto con su pequeña banda, Irsecel había logrado salir airosa de situaciones muy comprometidas. Sabía que la protección de Isbel era lo que les permitía escapar ilesos y triunfantes, cuando hasta la madre de Sosi, Anibelser, se empeñaba en luchar junto a ellos a pesar de la impedimenta que representaban la generosidad de sus carnes y el tosco manto, tejido a mano, del que jamás aceptaba despojarse.
Anibelser no había dejado de inquietarla en ningún momento. Se mostraba dócil, colaboradora y dispuesta aluchar tambien, en apoyo de su marido, pero Irsecel se convencía cada día más de que ocultaba algún secreto que ni siquiera los suyos conocían, y que ese secreto tenía que ver con los mundos invisibles.
El día anterior habían estado a punto de ser aniquilados en el asalto a una comitiva etrusca, formada en torno a una silla gestatoria ocupada por un hombre engalanado, peinado y vestido más vistosamente que una dama. Además de los cuatro porteadores, marchaban dos hombres armados a cada lado. Nueve en total.
Usaron la táctica de costumbre, ir librándose de los enemigos uno a uno, sin mostrarse ni luchar cara a cara y quien mejor empleó esa táctica fue Anibelser, porque daba la impresión de que era capaz de encontrar a los enemigos a tientas, con los ojos cerrados. Fueron eliminándolos y el final del asalto les pareció inminente.. Pero en el último momento debieron enfrentarse a cuatro y sólo consiguieron vencer a costa de que Sosi y su padre resultaran con magulladuras importantes, con el consiguiente furor desatado de Anibelser, que con los ojos cubierto de llamas y completamente enloquecida por las heridas de su hija y esposo, no paró de asestar mandobles sobre los cadáveres hasta que los grajos llegaron a disputárselos.
Como había que descansar y dar tiempo a que el escozor de los rasguños y cortes se aliviase un poco, Irsecel ordenó recorrer la costa en sentido inverso, para no exponerse a encuentros desagradables si había más etruscos y se les ocurría husmear como consecuencia de la desaparición del que debía de ser un hombre poderoso.
Como ninguno de los tres osaban ponerse a su altura, marchaba al frente, sola. A veces, volvía la mirada de reojo, para asegurarse de que Anibelser no hacía cosa extrañas, porque a cada paso crecía su convicción de que mantenía comercio con el inframundo y podía obligar a los espíritus oscuros de la tierra a que luchasen por ella. De otro modo, no tenían explicación muchas de sus capacidades.
Desplazarse como si realizaran un agradable paseo junto a la costa, le permitió hacer recuento de las aventuras de las últimas lunas. Reconoció que se arriesgaba más de lo razonable, pero lo hacía con un único fin, averiguar el paradero de Adín y tuvo que reconocer para sus adentros que, sin saber por qué ni poder desentrañar sus secretos, lo que quiera que se guardaba Anibelser le proporcionaba confianza. .
Pero no les daba explicaciones a la madre ni a los miembros del grupo que, de todos modos, y a pesar de la rareza de Anibelser, se mostraban dispuestos a morir a su servicio, y por ello no temía en modo alguno que opusieran resistencia a sus mandatos, expresados casi siempre por señas, puesto que dosificaba sus aparentes avances en el conocimiento de la lengua, para mantenerlos convencidos de que ella era “un joven extranjero”.
Una cuestión que, a punto de comenzar los calores del verano, iba a resultar más difícil de sostener, a menos que renunciara a bañarse y soportara la mugre a la que los varones parecían tan aficionados. Fuera lo que fuese que Anibelser era capaz de hacer, de una cuestión estaba convencida Irsecel: no podía leerle el pensamiento.
Pero desde que la salvara de su atacante cartaginés, había tenido que fingir no darse cuenta de las insinuaciones de Sosi, de quien Orison, el padre, decía constantemente y con rotundidad que era suya. Sabía que debería divertirle la situación, por las miradas enamoradas de la muchacha, pero sentía, en realidad, algo de compasión que se juntaba con el estupor nunca superado, más el desasosiego producido por la madre. Sosi y sus padres la habían conocido como mujer y, sin embargo, no había manera de que se dieran por enterados de que sólo su ropa era de hombre.
Ella jamás hablaba con los asaltados; ni siquiera gritaba, por temor a que alguno escapase y corriera el rumor de que el jefe de la partida era una muchacha según aparentaba por su voz. Antes de degollarlos, Orison les preguntaba a veces por Adín de Ilici, sin que hubieran recibido todavía una respuesta que les pusiera tras la pista.
Un descubrimiento hizo crecer la perplejidad de Irsecel según recorrían los poblados costeros. Los cartagineses no eran los únicos organizados en sociedades patriarcales. Los griegos lo eran mucho más aunque de un modo aparentemente menos grosero, pero la realidad era que las mujeres no tenían importancia alguna entre ellos ni aún en términos eróticos. Y lo más sorprendente era que ciertas comunidades claramente iberas habían adoptado algunas costumbres de los invasores.
Y otra cuestión más sorprendente aun era el comportamiento de Anibelser en los poblados de mayoría griega. Se apartaba del grupo, sin que Orison evidenciara ninguna

ENTREGA DECIMONOVENA 13-VI-2011

extrañeza ni dar disculpas. Cuando volvía, Irsecel notaba cambios en su indumentaria y, ocasionalmente, tintes que coloreaban sus manos o su nariz, pero había decidido no darse por enterada de nada irregular. El empeño de los tres en tratarla como hombre, el enamoramiento de Sosi, el sometimiento dócil de Orison y el misterioso “dejar estar” de Anibelser se convirtieron en parte natural de la vida de los cuatro.
El segundo día después del ataque a los etruscos, descubrió que se acercaba de nuevo a la zona de la costa más cercana a Ilici. Sin poder evitarlo, soltó un suspiro que alarmó a Sosi y Orison, quienes la miraron temiendo que tuviese algún problema. Anibelser, en cambio, la examinó como tuviera que descubrir un delito. Irsecel recompuso el gesto para disimular el intenso sentimiento de nostalgia que invadía su pecho, sorprendente por inesperado. Hasta ese instante, no se le había ocurrido preguntarse si sentía añoranza de su vida pasada, pero lo cierto era que sí la sentía de las cosas cotidianas y hasta de su madre. La Madre Mayor Nespaiser era una persona insufrible casi todo el tiempo, pero a ella la había cuidado y tenía razones para sospechar que la amaba aunque no se lo demostrase.
La cercanía del verano traía nuevos aromas y colores al paisaje. Los pequeños claros del bosque eran prados densos, llenos de vida. El mar, entrevisto a la derecha, brillaba mientras le lanzaba vaharadas de brisa salobre, que aspiró con fruición. Entonces, se dio cuenta de que estaban muy cerca del embarcadero que Ilici consideraba su puerto. Espió un buen rato antes de dar la señal de bajar a la playa.
Sólo había un pequeño barco y únicamente un hombre a la vista.
Hombre que, por fin, les informó con vaguedad de Adín. Era ibero sin ninguna clase de dudas. Se llamaba Indíbil; tenía la piel tan curtida y oscura como un cartaginés, pero hablaba sin acento raro y actuaba según cánones ibéricos. Y ello a pesar de que Orison, hablando al dictado de Irsecel, le preguntó si debía pedir permiso a su dama para informarles, a lo que el pescador respondió con una carcajada muy estridente, que a punto estuvo de ocasionar que Irsecel le abofeteara.
Tuvo la suerte de contenerse, pues de otro modo hubiera frustrado lo que siguió.
El pescador puso los ojos en blanco mientras decía que probablemente le preguntaban por el efebo más hermoso que había visto en su vida. Y que sí. El tal Adín había pasado por su playa dos veces el año anterior, y luego se había dirigido al norte.
Ircesel tuvo un sobresalto.
Había perdido el tiempo estúpidamente, bajo la creencia de que el muchacho seguía los pasos de su padre, lo que representaba, en buena medida, una manera de ofenderle, porque Adín no era un atolondrado bamboleado por la vida como una hoja por el viento. Era inteligente, imaginativo y poseía gran personalidad. Por consiguiente, ni había pensado siquiera en buscar a los cartagineses, como ella creyera.
Miró fascinada a los ojos de Anibelser, porque descubrió en ellos lo que le pareció el conocimiento de lo que había pensado sobre la inutilidad de sus pesquisas hasta ese momento. Para sobreponerse, miró hacia el marinero desnudo, cuyo cuerpo atezado por el sol parecía una estatua de bronce, a pesar de la fealdad de su cara cubierta por pelos desordenados.
Había perdido mucho tiempo. ¿Y si ese norte al que aludía Indíbil se encontraba demasiado lejos?
Empujada por la noticia, hizo recuento mental de sus posesiones. En su zurrón había juntado ya más de doscientas piezas de oro. Calculó que los zurrones de Orison y Sosi totalizarían otro tanto, y aunque siempre había pensado que ese oro era para ellos, la realidad era que al matrimonio y su hija no se les pasaba por la mente la idea de apropiárselo y temía que lo rechazasen si trataba de convencerlos de que era de ellos.
Por lo tanto, disponía de una fortuna cuantiosa, aun comparándose con la aristocracia ilicitana.
Podía permitirse dejar de actuar como la capitana de una partida de bandoleros y adoptar un nuevo papel, más acorde con su educación y con la búsqueda de Adín.
Mas para ello, necesitaba realizar un asalto más, se dijo mirando la única edificación de piedra que había a la vista, una pequeña fortificación encaramada a lo alto de un peñón.












LXIII
El mar estaba cerca y también lejos del taller que había sido de Praxíteles.
Desde la marcha del gran artista a su patria, ahora pertenecía a un Istolacio que esculpía sin descanso, abrumado por el gran número de encargos que no conseguía atender a tiempo. Y ello a pesar de que vivían a corta distancia dos muchachos nacidos en la ciudad, destacados alumnos de Praxíteles y muy buenos artistas. Pero a él le favorecía una de las desconcertantes costumbres locales, porque para medrar y triunfar en Malaka ser extranjero era condición indispensable.
Cerca, la desembocadura del riachuelo que bajaba de las montañas boscosas formaba una minúscula y bellísima ensenada, separada de la lejana playa por una banda de arena que se prolongaba hacia el oeste desde el oscuro espolón rocoso de un monte que caía a plomo sobre el mar.
La ciudad era una orla blanca en torno a esa ensenada, ruidosa, bullanguera y animada por infinidad de grupos en sus embarcaderos, donde la gente discutía sobre todas las cuestiones sin perder el buen humor ni la sonrisa, aunque a Istolacio le daba la impresión de que en Malaka era imposible que nadie se pusiera de acuerdo sobre algo. Por fortuna para él sí estaban mayoritariamente de acuerdo en que sus esculturas eran hermosas.
El agua quieta de la ensenada casi lamía los grandes bloques de mármol blanco preparados para convertirse en esculturas. Cerca del taller, bordeando también el litoral, había numerosas cabañas de obreros, algunas de las cuales no eran más que cobertizos porque los pobladores de Malaka preferían el aire libre al interior de sus habitaciones, y pasaban remolonamente sus día en tertulias y discusiones bajo la sombra de los emparrados y el perfume de las madreselvas. El rincón de la ensenada más interior y apartado de la playa era donde se alzaban las casas de los poderosos, los edificios principales y el templo al que se destinaba lo que esculpía en ese momento, la que consideraba mejor obra de su vida. Las olas del mar parecían danzar con el sol a esas horas al otro extremo de la bahía, que casi era una laguna, y más allá de la banda de arena que la cerraba casi por completo y que estaba poblada de cabañas de troncos y bálago para refugio de los pescadores.
Istolacio infló el pecho, complacido por la belleza increíble del paisaje. Pero iba a llegar el verano de nuevo y sentía nostalgia de Ilici. Un sentimiento inesperado, que no conseguía entender por más vueltas que le daba; en su patria, le habían vedado toda su vida la libertad artística que consideraba indispensable para la creación; ahora, no le cabía ninguna duda de que era mucho más libre que en Ilici, pero no tenía con quien disfrutar la libertad. Era libre, pero estaba solo.
Por otro lado, en Malaka la naturaleza era muy generosa y exuberante, pero mucho más domesticada que en su país, pues la ciudad estaba rodeada de huertos labrados por multitudes de hombres. Abundaban los frutos deliciosos, sobre todo higos de una dulzura prodigiosa, pero nunca encontraba en el mercado nada parecido a las bayas y grosellas silvestres que tanto le gustaban en Ilici.
Estaba a punto de terminar el hermoso encargo que le había hecho el capitán de un gran navío, para agradecer al Olimpo la feliz culminación de una travesía azarosa y llena de contratiempos. La reproducción de una de las esculturas más apreciadas por los griegos, que representaba a la diosa Afrodita a tamaño natural. Contemplándola con orgullo, sonrió emocionado porque estaba convencido de que cualquiera podía soñar que los pechos desnudos eran tan aterciopelados y cálidos como si fuesen reales. En Ilici no le permitirían esculpir algo así, pues les parecería blasfemo.
Y a pesar de todo sentía ganas de volver, no comprendía por qué. Era como si una especie de cordón umbilical invisible le mantuviera conectado con sus raíces y cuanto había conocido de niño. Los olores, los colores y los sabores eran espléndidos en Malaka, pero no eran los que añoraba.
Sin embargo, le deslumbraban las costumbres de esa ciudad que no tenía una identidad definida. Era griega, pero también cartaginesa, tartesia, celta e ibera, lo que resultaba evidente por la diversidad de razas de sus pobladores. No había una Gran Dama Reina reglamentando ni una Madre Mayor Nespaiser incordiando. Prácticamente, Malaka era una ciudad sin reglas ni gobierno. Una Arcadia imperfecta. Y desde luego, no existían las cortapisas de Ilici.
Todo en el ánimo de Istolacio era pura contradicción.
Pero no podía soportar su nostalgia y necesitaba aliviarla. ¿Y si volvía a Ilici tan sólo por una temporada?





LXIV
Pocos días atrás, a Bastugitas le había parecido una idea excelente elaborar un señuelo con que atrapar a los fugitivos sin alertar a Arranes, pero estaba a punto de admitir que probablemente no era tan buena.
De nuevo vio regresar a Beles, el criado mayor, con expresión consternada. Sin acercársele, puesto que ella se encontraba conversando con Madre Mayor Nespaiser, la miró a los ojos mientras negaba con la cabeza.
La vieja dama se preguntó por qué no había funcionado el ardid cuantas veces lo habían intentado sus criados. Involuntariamente, dejó de escuchar el discurso de la Madre Mayor, porque su mente estaba ocupada en hacer un balance de los posibles fallos. Consideraba indispensable capturar al grupo de bandidos antes de que el temible Arranes consiguiera hacerlo, porque si Irsecel y Adín formaban parte de él ella les trataría con misericordia, mientras que Arranes los haría degollar al instante.
Mas si los bandoleros asaltaban exclusivamente a cartagineses que cruzaran solos por el bosque, ¿por qué no lo habían intentado con su criado, tan convincentemente disfrazado de cartaginés? ¿Tendrían una clarividencia imprevista, y habían detectado a los doce soldados que iban detrás de Beles, protegiéndolo y dispuestos a apresarles al primer atisbo de ataque?
No sabía qué pensar y el tiempo apremiaba. Iba a llegar el verano, lo que significaba que había transcurrido un año desde la huida de su nieto. Ya había cumplido diecisiete y un año era demasiado tiempo para mantener las esperanzas de encontrarlo vivo.
Bastugitas suspiró.
-… y vos, gran dama –decía Nespaiser-, concordaréis en que no puedo desoír la opinión de las damas más importantes de Ilici. Y no paran de insistir con lo mismo, mostrando cierta exaltación.
Una vez más, acudió a la cabeza de Bastugitas la idea de que la política forzaba a veces a extrañísimas cohabitaciones, como la suya con Nespaiser, obligada por la desaparición de queridos miembros de sus clanes respectivos. Mientras sonreía para disimular la urticaria anímica que le producía, trató de recordar de qué cuestión hablaba la Madre Mayor. No lo consiguió, llevaba distraída varios párrafos del interminable discurso, y Nespaiser no se distinguía por la amenidad de su retórica.
-¿Exaltación, Nespaiser? Mostrarse exaltada ante la Madre Mayor es irreverencia inadmisible. No lo permitas.
Nespaiser sonrió casi conmovida. ¿Era posible que, finalmente, la gran dama Bastugitas se dignara aconsejarle?
-Es que, gran dama –repuso-, la insolencia de esos hombres de Arranes comienza a rayar en el delito. Dicen que Arranes no ha encajado todavía el asalto de anteayer…
-¿Un asalto? -preguntó Bastugitas, súbitamente interesada.
-Sí, gran dama. Os lo acabo de contar.
Bastugitas se sintió algo turbada. En consecuencia con lo que le inquietaba desde la llegada de Beles, le interesaba sobremanera enterarse de quiénes habían protagonizado un asalto. Pero resultaría inaceptable que le dijese a la Madre Mayor que no estaba escuchándola. Por suerte, Nespaiser tenía la sutileza de un asno. Sin sospechar del fallo, prosiguió:
-El asalto a esa casa de Arranes ha sido un golpe maestro de los bandidos. Yo creo que lo enfurece tanto no por el tema del valor de lo que le han robado, sino por el temor a que se extienda por el país la impresión de que no es tan invulnerable como creíamos, y a alguien le dé por planificar un asalto a su ciudadela.
-La ciudadela es inexpugnable, Nespaiser -afirmó Bastugitas-. ¿Cuál es la casa que han asaltado?
-Ya os lo dije, gran dama. La que dominaba la punta rocosa que cierra el embarcadero de Ilici.
-¿Dominaba, en pasado? ¿Qué quieres decir?
-El incendio la ha destruido, gran dama. Pero se asegura que, antes, la desvalijaron, ya que Arranes guardaba allí ricos objetos y vestimentas muy suntuosas, y no quedan rastros de nada. ¿Creéis, gran dama, que para satisfacer las exigencias de las damas que me acosan, es conveniente que expulse a esos hombres de Ilici?
Bastugitas apretó un poco los labios. Nespaiser era especialista en el intento contumaz y estúpido de quedar bien con todo el mundo, lo que, como sabía bien cualquier gobernante experta, era imposible. Su sucesora en el cargo se comportaba así por inseguridad y por sus graves deficiencias personales y políticas, y como quince años no habían bastado para que rectificase, probablemente no lo haría jamás. Nespaiser trataba de aplicar el principio de que lo que hace poderosa a una figura pública no son sus méritos, sino el amor o la connivencia de la gente, y dado que se reconocía carente de méritos, trataba desesperadamente de conseguir amor satisfaciendo a todas para ser, a la postre, despreciada por la mayoría. Bastugitas tenía muy claro que una gobernante se encontraba a diario ante disyuntivas que le exigían optar.
-Si quieres oír mi opinión, Nespaiser, no satisfagas esa exigencia. Podría ser peor el cocimiento que el dolor de barriga. Arranes está furioso y no nos conviene enfurecerlo más aun…
Un alboroto en el exterior hizo que se interrumpiera. Ambas damas miraron con curiosidad por la ventana.
Atravesaba la Plaza del Sol un hombre notable. Vestido a la manera griega, dejaba suficiente carne al descubierto como para certificar que poseía proporciones muy atractivas, pero tales características no parecían suficiente motivo para que le siguiese un cortejo de damas encopetadas, numeroso y lisonjero, y que se desplazaba tras el hombre ruidosamente, entre chácharas, risas, palmadas y exclamaciones o, más bien, aclamaciones.
-¿Será vuestro… el hijo de Umarbeles? –aventuró Nespaiser.
Bastugitas sintió un pellizco leve en el corazón. No era Adín. Sabía con seguridad que si regresase por su voluntad, lo haría con muchísimas cautelas y en ningún caso se exhibiría en público de esa manera tan jactanciosa. Además, aunque llevase un año ausente, su nieto no podía tener una presencia tan madura y maciza.
-Creo, Madre Mayor…
-¿Qué?
Bastugitas forzó aún más los ojos apretando los párpados. No se trataba de Adín, estaba claro, pero reconocía esa jactancia, que ya vislumbrara un año atrás aunque no con tanta fanfarronería como ahora.
-Creo, Nespaiser, que por fin podremos ver acabada la tumba de Sanibelser. Istolacio ha vuelto a Ilici.
Nespaiser sonrió con mucha complacencia y alivio. Un problema político que se quitaba de encima. No era sólo la tumba de Sanibelser la que había que terminar. Pero su inquietud más personal emergió como pregunta:
-¿Nos traerá noticias de Irsecel y Adín?








LXV
Irsecel se ajustó la clámide mientras trataba de verse en el reflejo de una laguna litoral bordeada por la minúscula hacienda que había comprado, al pie de un peñón formidable que parecía un titán mitológico. Anibelser había llevado adelante toda la negociación, y por artes que no podía explicarse, había conseguido comprarla por un precio menor a la mitad del que le habían pedido originalmente. En seguida, y como si fuera la cosa más natural del mundo, Anibelser tomó posesión del conjunto de cabañas como si fuera suyo, dio órdenes a los obreros y criadas y distribuyó las estancias que ocuparía cada uno de los cuatro. A continuación se cubrió con un manto sutil tela negra y transparente y sin decir nada ni despedirse, se marchó en dirección al poblado más cercano.
Irsecel supuso que iba a comprar viandas pero no pensó más en ello. Inspiró profundamente el cálido y salobre aire de la mar, y suspiró.
El paisaje era impresionante, con el titán oscuro entre dos aguas, las salinas y las doradas playas interminables.
Le apenaba necesitar la propiedad por tan corto plazo, ya que la había adquirido tan sólo porque contaba con una fragua y un taller donde Orison pudiera trabajar discretamente en los equipos que iban a anecesitar. Si no sintiera necesidad tan apremiante de encontrar a Adín le agradaría vivir algún tiempo frente a esas maravillas naturales. El reflejo de la laguna le informó de que la clámide era lo suficientemente larga como para no desvelar sus finas rodillas, pero necesitaba ver el efecto completo, con todas las piezas que aún estaban sin acabar.
Las dos mujeres de su banda llevaban cuatro jornadas modificando la ropa según sus indicaciones, pero no acababa de sentirse conforme porque, por otro lado, Anibelser la miraba siempre después de cada una de sus explicaciones como si estuviera a punto de decirle algo que podía significar su desobediencia. No podía comprender a esa mujer. N podía descifrar su secreto. Ella y su hija habían desguazado sin protesta los atuendos robados en la casa de Arranes, con objeto de fabricar otros igualmente suntuosos, pero combinando los elementos de modo que nadie pudiera reconocerlos, ni el propio expoliado. Anibelser tenía desconcertante experiencia con las labores, como si todo fuese para ella muy fácil, revelado por alguien. La idea de que invocaba a seres de las profundidades asltaba a Irsecel cada vez con mayor frecuencia . Sosi, en cambio, no imitaba a su madre y parecía preferir las armas, porque ensartaba el cuero y el tejido con puntadas muy torpes y desmadejadas a pesar de las instrucciones de su Anibelser.
Orison sí poseía una pericia notable trabajando el cuero y el metal; interpretaba fielmente el dibujo que le hizo Irsecel, para explicarle su invento de un peto muy diferente de los iberos, sin la forma circular característica; el que Orison estaba terminando le cubría casi todo el pecho, ajustándose a los hombros y la cintura. Además, bracelete, espinilleras y escudo que no se asemejaban en nada a los conocidos en el país. A nadie le parecerían iberos, pero tampoco etruscos, celtas, griegos ni cartagineses.
La necesidad de no revelar quién era ni su origen era una obsesión.
Por la forma de cubrir casi completamente los miembros con tales adminículos, daba la impresión de querer protegerse para un combate muy feroz, cuando lo que pretendía verdaderamente era embozar todo lo posible su anatomía femenina, día a día más floreciente.
Una vez que todo estuvo listo, mirándose en el reflejo de la laguna contempló la imagen de un hombre demasiado joven para ser un guerrero, pero armado y dispuesto para serlo. Un guerrero adolescente que todos tomarían por un príncipe extranjero. Sin ningún género de duda, la ropa de los cuatro causaría admiración y muchísima curiosidad, pero ninguna sospecha. Sobre todo, nadie correría a informar a Arranes de que circulaba por la costa una partida engalanada con lo que habían robado en su casa quemada.
Al comenzar a madurar el plan, había sentido la tentación de comprar una silla gestatoria, para poder dedicarse a buscar a Adín sin descanso. Pero ello le exigiría ampliar la banda en cuatro hombres al menos, lo que no le parecía sensato. Con la lealtad tenaz e incorruptible del matrimonio y su hija, podía sentirse tranquila y segura; acoger a más gente multiplicaría los peligros. Entre ellos, el de que cualquiera de los nuevos rompiese el convencionalismo que la convertía a ella en un “señor”, aunque sus tres acompañantes debían de saber, sin duda, que era una mujer.
Tampoco encontró quien le vendiera cuatro caballos que, por otro lado, aterrorizaban a sus tres acompañantes.
Media luna después del asalto a la casa de Arranes, la comitiva se puso solemnemente en marcha. A la cabeza, Anibelser y Sosi caminaban con ademanes muy ufanos, aparentemente orgullosas de las brillantes vestimentas que las cubrían. A continuación, Irsecel, con actitud sumamente altanera y expresión de ausencia, con el hieratismo aprendido de su madre y de Bastugitas, que le permitía desplazarse como si nada le afectase. Cerraba el cortejo Orison, armado con tanta exuberancia y mayor parafernalia que un general cartaginés.
¿A qué distancia estaría el norte del que les habló Indíbil, en el embarcadero de Ilici?
Curiosamente, varios detalles y palabras pronunciadas a medias le hicieron sospechar que Anibelser sabía a dónde tenían que dirigirse. Sus ausencias iban siendo cada vez más frecuentes y largas. Los residuos y manchas que trataba de disimular a su vuelta también fueron convirtiéndose en más nosotros. Ese mujer, en la que seguía confiando plenamente a pesar de todo, estaba metida en alguna clase de juegos irrevelables.