sábado, 9 de abril de 2011

La desbandá de Málaga. TODOS FUERON CULPABLES

Queipo de Llano, el más soez de los generales que registra la Historia de España, llevaba varios días advirtiéndolo en sus homilías guerreras de cada noche: “Ya me tomé un jerez y voy a tomarme un málaga”.
De manera más o menos directa, el militar que todos aseguran que se emborrachaba antes de ponerse al micrófono trató de convencer a los malagueños de que no tenían nada que temer de las tropas “nacionales”, pero también de que si alguien consideraba que sí, podía escapar hacia donde iba a replegarse del gobierno republicano, Motril.
La fatalidad que históricamente se alía contra los malagueños hizo coincidir varias desgracias en el tiempo: 1- La población de Málaga casi se había duplicado; todos los portales eran remedos del portal de Belén, porque en todos se había aposentado una familia de fugitivos que dormían hacinados, padres, madres, hijos y animales de granja. 2- Todo el mundo tenía algo que temer de un ejército formado en gran parte por mehalas cuya única motivación bélica era el botín que podían obtener; de todas partes llegaban oleadas de fugitivos asegurando que “vienen los moros cortando cabezas”.
3- Los primeros días de febrero, todos los torrentes de la vega de Motril se habían desbordado; la inundación impedía el paso y mucho más a una muchedumbre famélica y desesperada que, probablemente, sumaba trescientas mil personas.

CÁLCULOS CONSERVADORES.
Últimamente, vemos que medios de información que pretende presentarse como objetivos y mesurados convierten cien mil en “varios miles” y mil en “unas decenas”. De igual modo, nuestros “intelectuales” de Málaga, tratando de presentarse también ponderados y mesurados, hablan de que aquella noche del 7 de febrero de 1937 huyeron de Málaga “unos cien mil malagueños”. La frase contiene dos falsedades; sin duda eran muchísimos más y sólo eran malagueños en un cincuenta por ciento. Los ya citados medios “objetivos” utilizan la cuadriculación para sus cálculos de asistentes a manifestaciones; si calculan que la superficie ocupada por la manifestación alcanza cincuenta mil metros cuadrados, multiplican ese número por cuatro para calcular que habría unos doscientos mil manifestantes. Si aceptásemos el mismo procedimiento y calculamos que Málaga podía ocupar en 1937 unos doscientos kilómetros cuadrados, podríamos llegar a la conclusión de que aquella noche había cuarenta millones de malagueños huyendo en desbandada. Como nunca hubo ese número de malagueños, el ponderado sistema cae por su base en este caso.
La primera semana de febrero de 1937 había casi tantos refugiados malviviendo en las calles de Málaga como pobladores censados. Es decir, 190.000 por dos, unos trescientos ochenta mil.
Según las desoladoras fotos que han llegado hasta nosotros de las “entusiastas bienvenidas” de la población a las “tropas nacionales” (que eran todas italianas, al mando del íntimo de Mussolini, Roatta), no parece que permanecieran más que unos cincuenta mil malagueños en la ciudad. Porque los refugiados en las calles de Málaga procedían de Loja, Puente Genil, Estepa, Ronda, Campo de Gibraltar y otras zonas aledañas.

EL PACTO DEL SILENCIO
Desde el 17 de julio de 1936, Málaga había sufrido 206 bombardeos de Guernica. Todas las noches llegaban de Melilla o Granada aquellos fatídicos nueve aviones a arrasar la ciudad. Lo que aquí padecimos es cien veces peor de lo que padeció Guernica. Sin embargo, la ciudad vasca se convirtió en un icono mundial sobre los males de la guerra mientras que nosotros hemos estado a punto de morirnos en la ignorancia de nuestra tragedia. ¿Por qué? Sencillamente, porque republicanos y “nacionales” fueron conscientes desde el principio de que habían cometido en Málaga atrocidades incalificables. AMBOS. Primero, en noviembre de 1936, el socialista Largo Caballero le había negado a nuestro diputado Cayetano Bolívar toda posibilidad de entregar “ni un fusil ni una bala más a Málaga”. En un mapa de los frentes, resultaba patente que mantener a Málaga en territorio republicano alargaba la línea de fuego en unos doscientos kilómetros; con toda probabilidad, el “inteligente” jefe de gobierno socialista había decidido entregar un gambito. Por otro lado, Franco (que el 5 de febrero se reunió con Queipo de Llano en Antequera, para ver cómo evitar que Málaga fuese tomada por el ejército italiano) estaba convencido de que la fuerza ofensiva de Málaga era incomparablemente superior a la real. De manera que la estrategia “nacional” fue lanzar contra Málaga CUATRO columnas simultáneamente: Marbella, Monda, Venta de Zafarraya y Colmenar. Había que atrapar y masacrar a la población que ellos creían armada hasta los dientes.

Lo ocurrido durante la noche del 7 al 8 de febrero de 1937 es la suma de todas esas fatalidades. Ninguno de los dos bandos tenía nada que reprocharse entre sí y, por lo tanto, nunca lo hicieron. Ni los más encendidos inventos franquistas mencionan la masacre. Pero tampoco los inventos necrófagos republicanos, como el que ahora ha protagonizado una institución local, en aras de esa solemne estupidez de la “memoria histórica”. Ninguna manipulación puede presumir de ser memoria ni historia que, como sabemos, son lo mismo y, por lo tanto, es redundante e inculto hablar de “memoria histórica”. No existe memoria escrita de la desbandá de Málaga (ni parcial ni general y sólo algunas alusiones, como la de “Madre Coraje”) y yo tuve que acudir a fuentes extranjeras para documentar mi novela “La desbandá”, porque lo del 7 de febrero de 1937 fue una desgracia que todavía causa vergüenza a ambos lados de la divisoria de esa España bipolar que ZP se empeña en resucitar.