miércoles, 30 de marzo de 2011

LA DAMA FINGIDA

Reproduzco los primeros 10 capítulos de una de mis novelas inéditas, un intento de acercamiento a los misteriosos iberos, antepasados de los que no sabemos casi nada.



LA DAMA FINGIDA
PARTE I
I
Comenzaba la primavera y lo percibían mejor los sentidos que el pensamiento de Adín, uno de los jóvenes varones más destacados de la matriarcal sociedad ilicitana. La sangre le hervía como un volcán, lo que se manifestaba con impulsos muy desconcertantes y sueños sensuales deliciosamente placenteros, pero tenía la mente demasiado ocupada con los malhumores como para disfrutarlos.
Había acudido al taller en busca de solidaridad y consuelo, por lo que le impacientaba que Istolacio se mostrara atento a su trabajo y no a lo que le estaba diciendo, como si no le oyera o creyese que no existía. El artista esculpía un exvoto para el enterramiento de la dama Sanibelser, muerta e incinerada hacía un mes, y arrancaba a la piedra las formas creadas en su mente con un golpeteo rítmico del escoplo, el cincel y el martillo, mostrando mucha concentración y sin apenas dedicarle a él una mirada. Para desahogar la rabia aunque tan sólo fuese un poco, necesitaba que Istolacio no se limitase a oírle como quien oyese el viento soplar.
-… y le dije a la Madre Mayor Nespaiser que no soy un apestoso extranjero de pelo amarillo ni un salvaje profanador cartaginés raptor de damas. Que soy natural de Ilici y ello me enorgullece. Aunque me enorgullecería muchísimo más si no tuviera que estar a todas horas pidiendo permiso hasta para darme pedos.
Istolacio sonrió, pero permaneció en silencio. Comprendía los enojos y la impaciencia de Adín, porque él también había pasado por eso antes de lograr que le consintieran demostrar lo bien que podía esculpir. Pero tal cosa había ocurrido hacía una eternidad, lo menos tres o cuatro años, y ahora ya era un adulto con muchas responsabilidades, que había ganado cierto respeto del Gran Consejo de Madres que gobernaba el reino. Miró de reojo hacia Adín. Su inmadurez le incapacitaba para disimular el malhumor, pero ya podía pasar por adulto, puesto que era un muchacho más fornido de lo común, con brazos muy bien torneados y piernas enérgicas que asomaban del todo bajo la breve túnica. Si las Madres no fuesen tan estrictas con sus prioridades de trabajo, le gustaría retratar a Adín en piedra. En realidad, lo mismo que a otras muchas personas de Ilici, pero no se lo permitían.
Para el Consejo de Madres, lo primero era siempre lo primero, y lo primero era lo que ellas decidían que debía estar en primer lugar, sin discusión posible. Y mucho menos, una discusión con hombres, pues las damas en general y la Madres del Consejo en particular consideraban una indignidad discutir con cualquiera de ellos, porque involucrarse en un debate con varones significaría rebajarse.
También Istolacio tenía motivos de quejas contra el Consejo de Madres, pero hacía tiempo que había conseguido que nadie se lo notara. El arte del disimulo y la sonrisa bobalicona eran en Ilici recursos muy útiles en el acervo masculino, lo que siempre debía acompañarse con el realce de los atractivos viriles hasta la exageración; aunque hubiera que recurrir a artificios, en lo que algunos se pasaban pues transitaban con clámides abultadas en la entrepierna como si hubieran robado una cabra. Así eran las cosas, así habían sido siempre y así había que aceptarlas. La igualdad de sexos que era, en el fondo, por lo que Adín suspiraba, era una pretensión imposible; un sueño tan quimérico como parar el Sol.
Adín volvió la cabeza hacia el refulgente mar que se presentía más que se veía a lo lejos, tras los numerosos pinos que coronaban la colina. La Gran Dama Reina, haciendo uso de una de sus limitadas preogativas directas, había asignado personalmente al escultor ese lugar tan excepcional, en el extrarradio de Ilici, con objeto de que las chácharas de las damas jóvenes, que aspiraban a ser retratadas a pesar de la prohibición, no distrajeran demasiado a Istolacio. Aún quedaban tres enterramientos de damas del año anterior sin exornar como merecieron en vida, según la alta consideración en que las había tenido el clan.
La colina era un lugar demasiado privilegiado para ser destinado en exclusiva a un hombre, que además no estaba casado con ua noble ni tenía relación familiar con ninguna dama de postín, pero las Madres habían hecho una excepción por tratarse de un escultor que, aunque joven, había dado muestras de talento y además, porque necesitaban con urgencia sus esculturas.
-Con tantos aspavientos y rabietas, pones cara de loco, Adín –bromeó Istolacio-. Espero que no sea más que la cara.
-Tú no puedes comprenderme. Como para ti todo es tan fácil…
-¿De veras lo crees? ¿Has olvidado los ríos de sudor que tuve que verter hasta conseguir que me permitieran esculpir?
-Pero es que ellas me dicen a mí cosas que me sacan de quicio, amigo. El plan de traída de agua para el riego, del que te hablé la semana pasada, hizo que me llamasen “tonto pretencioso y alocado, que vive en el delirio de los sueños imposibles”. Y luego, de modo un poco menos insultante, aunque ya me había insultado de sobra, va y me dice Neispaser, en el aparte que le pedí, que el Consejo no puede ni considerar el plan porque es demasiado original y no conocemos ni hemos oído de ningún pueblo que se le haya ocurrido el desatino de experimentar algo parecido. ¿Te das cuenta, Istolacio? Tenemos que ser monos de repetición. ¡Nos prohíben hasta el derecho a la originalidad! Nos paraliza la mediocridad.
Istolacio frunció un poco los labios. Trataba con ello de contener el asentimiento que había estado a punto de escapársele, puesto que las damas del Consejo le rechazaban todos los bocetos donde dejaba libre su capacidad creadora, libre de los rígidos cánones de más de quinientos años de tradición. Concordaba en muchas furias con Adín, pero no quería alentar las rabietas ni los cómicos mohines de su joven amigo.
-¿Has hablado con Irsecel últimamente? –preguntó, porque sabía que la mención de la hermosa muchacha haría que Adín desechara los demás pensamientos.
-¡A todas horas, Istolacio! Cuando ella está y cuando no, porque hasta en sueños le hablo. Pero como es hija de quien es…
Istolacio asintió. Adín había ido a poner los ojos precisamente en quien menos le convenía. Acabaría siendo objeto de burlas. Y no sólo por parte de las damas, sino también de los hombres, porque el peor enemigo de un hombre era en Ilici cualquier otro hombre.
-Cuanto más te impacientes con Madre Mayor Nespaiser, más difícil vas a tenerlo con su hija. Debes elegir.
-¿Elegir, Istolacio? ¡El qué! ¿Renunciar por amor a todo lo demás? ¿Aceptar ser un muñeco sin criterio ni inventiva, a cambio de que Irsecel me ame?
-No es discutiendo con Nespaiser como podrás conquistar a Irsecel. ¿No te das cuenta?
-¿Y qué hago? –preguntó Adín con un sollozo en la garganta.
-Afilar tu ingenio, Adín. Recuerda que la paciencia y la docilidad son en Ilici virtudes indispensables para la supervivencia de los hombres. Tienes que mostrarte apetecible, domeñado, realzar tus atractivos viriles de modo exageradísimo para que les pique la curiosidad y hacer circular el bulo de que resistes cinco acometidas sexuales todos los días. Así, no dudes que prosperarás y encontrarás pronto una dama que decida protegerte y cuidarte.
-¡O sea, que debo resignarme a ser un zángano y un objeto sexual toda la vida!
-No necesariamente…
-No te comprendo.
-Piensa, piensa, amigo. Y habla con tu abuela sin perder los nervios; ella es más sabia que nadie y tiene más experiencia que todo Ilici en conjunto. Fíjate en cuántas damas jóvenes hacen cola ante su casa todos los atardeceres, para oír esas charlas suyas que son como las lecciones de Platón. No hay una dama joven en Ilici que considere que pueda alcanzar ninguna meta ni alcanzar una alta alcurnia si no ha digerido las enseñanzas de tu abuela. Si te apearas de tus rabietas infantiles y decidieras pedir consejo a Bastugitas, podrías sacar conclusiones útiles, y actuar en tu provecho en vez de patalear y encorajinarte como lo haces. Piensa. Eres muy joven. Conseguirás tus metas con el tiempo si afilas tu ingenio y aprovechas las enseñanzas de tu abuela, ya lo verás.
















II
Bastugitas creía que había vivido más de lo conveniente. Hacía dieciséis años que a la madre de Adín, su hija Umarbeles, que tenía una hija de diez años ya, se le había ocurrido la idea peregrina de quedarse embarazada de nuevo, con la mala suerte de que llegó un varón. Umarbeles murió al nacer Adín y el zángano atolondrado del padre (un macho tan bien dotado de todo, que hubiera podido ejercer de prostituto en el lupanar de la playa) desapareció cuando el chico tenía sólo cinco años, metiéndose en la aventura absurda de viajar a África en un barco de esos cartagineses salvajes que llevaban más de una generación causando problemas en los reinos de Iberia. ¡Tontas ideas de hombre! El barco naufragó y ella, que había sido Madre Mayor la mitad de su vida, y que había vigilado con suma exquisitez la educación de su nieta Agirnesser, porque esperaba que fuese algún día su heredera, se encontró rebajada al papel de cuidadora de un niño. ¡De un varón!, como si tuviera la capacidad imposible de entender el pensamiento abstruso e insondable de los hombres.
Había servido al reino cerca de veinte años. Tiempo en el que vio pasar por el trono a dos Grandes Damas Reinas. La actual hubiera sido la tercera de no haber abandonado voluntariamente el cargo de Madre Mayor antes de que a ella la coronasen, uno de los hechos más sorprendentes que recordaban las damas encargadas de registrar las crónicas políticas de la ciudad. Según demostraba la historia y según, también, los proverbios favoritos de las damas ancianas, nadie que ostentase el poder lo abandonaba por su voluntad. Todo lo contrario. Se sabía de madres mayores que habían recurrido a toda clase de engaños y artimañas para conseguir el nombramiento. Por el poder se mentía siempre y había habido una vice-Madre Mayor durante la generación anterior, que era llamada “la cabra loca”, por el penacho de pelo que lucía habitualmente, semejante a un mechón de chivo loco, y gustaba de mujeres en vez de hombres, cuyas mentiras llegaron a ser tan clamorosas, que hasta los miserables hombres que no habían conseguido ser protegidos por ninguna dama se reían de ella. Se decía que “la cabra loca”, además de mentirosa y fabuladora sin imaginación, mandaba habitualmente incendiar las casas de damas que destacaban e, inclusive, mandaba matar a alguna que le pareciera que ambicionaba el poder o amenazase el de la Madre Mayor a quien servía. En razón de la norma no escrita, obtenía el cargo del poder efectivo, el de Madre Mayor, una dama cuyo clan fuese en ese momento el de mayor influencia en el Consejo y en el reino, pero en ocasiones las fuerzas estaban tan igualadas, que se recurría a tretas que muchas veces superaban lo lícito y hasta llegaban a caer en monstruosidades, de perversidad inconcebible para la gente común, aunque en tales casos siempre miraban todas para otro lado. Porque el poder, sobre todo el poder de pisotear y aniquilar a las enemigas, revestía a la Madre Mayor recién proclamada de un halo de dignidad e impunidad que velaba hasta los actos más innobles. Conspirar, asesinar, mentir y robar eran cosas que todas sabían que las poderosas hacían habitualmente, y se consideraba natural.
Las murmuradoras más cotillas contaban de una Madre Mayor de un siglo antes, apodada “la sandalera” porque su madre tenía una industria de fabricación de sandalias, que para conseguir el cargo, cuando se aproximaba el momento en que el Consejo debía adoptar su decisión hizo incendiar el granero colectivo de la ciudad, dejando por todos lados pistas que hacían sospechar del clan al que pertenecía la Madre Mayor cesante. A continuación, manipulando el boca a boca, consiguió exaltar los ánimos para que las damas más poderosas acudieran en manifestación ante el salón del Consejo de Madres, donde fueron proferidos toda clase de insultos contra la Madre Mayor saliente y contra su heredera, que se daba por seguro que iba a resultar elegida.
El incendio y la manifestación trastocaron las previsiones más clarividentes y, por primera vez en la historia del reino, fue designada una Madre Mayor que no estaba respaldada por el clan más influyente; para ello, firmaron una alianza tres clanes minoritarios, muy antagónicos entre sí, y de ese modo alcanzó el cargo supremo de gobierno quien de veras había prendido el incendio.
Bastugitas hizo una mueca, ya que le repugnaba pensar en ese caso, cuya autenticidad había confirmado gracias a una exhaustiva investigación que ordenó poco después de ser investida. La sandalera había infringido todas las normas, pero había sabido mentir muy bien haciendo creer al pueblo que quienes mentían eran sus oponentes. Que Bastugitas abandonase el cargo sin que nadie la forzara había originado toda clase de murmuraciones, y algunas comidillas adversas acompañaron los últimos recorridos que hizo entre su casa y el salón del Consejo.
Nadie sabía ni a nadie reveló el motivo. El corazón era en Ilici un órgano acorazado para toda dama que se preciase. Y ella, después de veinte años de gobierno honrado, justo y pragmático, había caído en el desvarío de sentir amor ¡por un hombre! Jamás se había enterado nadie, ni siquiera Beles, su criado mayor, que también era el principal de sus confidentes. Tristemente, el hombre, cuyo nombre se negaba a representarse siquiera mentalmente, había muerto tres años más tarde.
Liberada a los cuarenta y cinco años de las responsabilidades de gobierno del reino, sólo había disfrutado tres del amor y ahora contaba cerca de sesenta. Demasiado para una sola vida, y once de esos años perdidos en la educación sin utilidad ni porvenir de un varón, que últimamente había comenzado a crear muchos problemas. Adín era excepcional, pero también era excepcionalmente incordio. A todas horas llegaban a sus oídos rumores sobre las ideas demenciales de su nieto y también de sus rabietas maleducadas, pero ya estaba demasiado torpe para darle las palizas que merecía. Adín era un prodigio físico, poseía una belleza poco frecuente, casi sobrenatural, y ella sabía muy bien a quién se parecía y de quién había heredado tantos dones. También su cuerpo era un prodigio desusado, que generaba peligrosas envidias entre los muchachos de su edad, porque todos reconocían que nadie podría competir con él si decidía seducir a la dama más poderosa del reino. Porque, además, ella lo había bañado algunas veces de niño y sabía que habría de llegar el momento en que se le pidieran moldes de su virilidad para mejor representar los exvotos de las tumbas.
Le habían aedvertido de sobra y enviado toda clase de señales de advertencia, mediante personas interpuestas por su buen criado mayor Beles.
¿Iba a verse obligada a adoptar medidas más drásticas?













III
Bastugitas vio llegar a su nieto Adín desde la ventana. Pobre tonto. Con el cuerpo fastuoso que estaba desarrollando, sus movimientos ágiles y sensuales, lo que abultaba su túnica y la belleza casi femenina de su rostro, podría conseguir de inmediato el favor hasta de las damas de mayor alcurnia, aunque tuvieran consortes… si el muchacho no tuviera la enojosa osadía de pensar en cosas que no estaban a la altura de una mente masculina. Su pretensión de usurpar iniciativas que no le correspondían a ningún hombre iba a malograr lo que pudiera, de otro modo, ser una regalada vida de consorte de cualquiera de las damas más poderosas de Ilici. Debía tratar de corregir a ese díscolo muchacho antes de que se torciera como el árbol mal plantado que nunca su tronco endereza.
-Abuela…
Antes de poder continuar, Adín recibió una fuerte bofetada en los labios.
-¡Insolente! ¿Es que ya has olvidado las buenas maneras que te enseñé?
Adín tragó saliva. Se inclinó ante su abuela en profunda reverencia y mantuvo al enderezarse la cabeza gacha, en silencio, a la espera de que ella le hablase. Bastugitas lo hizo como si la escena previa no hubiera tenido lugar:
-Adín, hijo de mi hija Umarbeles, ¿vienes a honrar a la madre de tu madre?
Adín volvió a inclinarse mientras respondía:
-A la madre de mi madre y a todas sus antepasadas, honor.
La anciana sonrió con aprobación. Todavía no se había vuelto del todo un salvaje, aún recordaba sus lecciones, aunque le hubiera obligado a abandonar la casa al cumplir quince años. Ignoraba dónde dormía, cuestión que no debía preocuparla puesto que su aspecto era aceptable. ¿Sería capaz todavía de gobernarlo y dirigirlo de lejos, por su bien, aunque ya era un adulto?
-Últimamente, hemos oído cosas muy desagradables de ti –dijo Bastugitas, afectando en su tono severidad extrema-. ¿Tienes algo que alegar en tu descargo?
-Quien malas palabras os diga, madre de mi madre, mal os quiere. No es por maldad sino por amor a Ilici por lo que trato de contribuir con mis ideas. Vos me ensañasteis que el afán de superación es buena cosa.
Bastugitas asintió en su pensamiento, pero no permitió que el asentimiento se reflejase en su cara. En realidad, en el fondo el muchacho tenía razón y ella era culpable de haberle inspirado ideas inapropiadas para un hombre. Adín había crecido a la sombra de una dama acostumbrada a cavilar y a tomar grandes decisiones pero ya jubilada del gobierno y, por ello, proclive a sacralizar las cosas más nimias de la vida cotidiana. Sin darse cuenta, había educado a su nieto, en muchos sentidos, como si hubiera de ser una dama de gran alcurnia. Sentía por ello cierto remordimiento. Aunque fuese un varón y hubiera decepcionado al nacer todas sus expectativas, era su deber ayudarle a corregirse para adaptarse a la realidad de los hombres de Ilici.
-Acerca aquella esterilla y siéntate junto a mis pies, hijo de mi hija.
Adín obedeció. Bastugitas era el ser más venerable que podía imaginar y no le importaba sentarse a su pies. Podría, si se lo pidiera, arrodillarse y postrarse ante ella hasta tocar con su frente el suelo.
-Escucha… Adín. Cometí el error de enseñarte a pensar más de lo que te conviene, y temo que esa facultad no puedo extirpártela a estas alturas. Eres un hombre de dieciséis años ya, y deberías estar a punto de asegurar tu porvenir junto a una dama que te proteja, vista y alimente. En vez de ello, me dicen que recorres Ilici y sus campos como un errático y alucinado espíritu maligno, en busca de modos de incordiar hasta al mismísimo Consejo de Madres. Puesto que piensas, tendremos que intentar que pienses bien y de acuerdo con tus conveniencias. ¿Estás conforme?
Adín bajó los ojos para asentir. Trataba de evitar que su abuela descubriera en su mirada la hipocresía del sí.
-Lo primero es buscarte un buen partido, para que tu porvenir se aclare. ¿Ninguna te ha requerido yacijas? –Adín negó-. ¿Y alguna que te guste?
Adín asintió, rojo de rubor.
-¿Quién es ella?
-Irsecel, la hija de Madre Mayor Nespaiser, vuestra sucesora.
-¡Oh, no!
Involuntariamente, Bastugitas apretó los labios, pero volvió la cabeza hacia el espléndido paisaje que recortaba el cuadrado de la ventana. No deseaba que su nieto notase su turbación. Adín había ido a poner los ojos en la Luna. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado con ese muchacho?
Evocó el día del relevo de su sucesora al frente del gobierno de Ilici, sólo un peldaño por debajo del rango de la Gran Dama Reina y con mucho más poder efectivo que nadie en el reino. Recordaba con claridad la indisimulada sonrisa de triunfo de Nespaiser, entonces una joven dama insolente que llevaba tres años intrigando en su contra en todas las reuniones del Consejo de Madres. La había odiado con incontenibles impulsos asesinos, y estaba segura de que ella lo sabía, e intuiría aún que llevaba quince años odiándola con igual encono. Aunque fingía no oírlos y contenía la risa para que nadie pudiese murmurar que animaba las lenguas de la perfidia, sabía que circulaban por Ilici toda clase de chascarrillos sobre ambas, en los que Nespaiser era descrita habitualmente como la Medusa que, en vez de petrificar, podía ser petrificada por la mirada de Bastugitas. La vieja dama sonrió; en efecto, los grandes rodetes enjoyados del aparatoso peinado de Nespaiser le habían parecido siempre una evocación exacta de las serpientes que formaban el pelo de Medusa.
Tenía que pensar rápido, o podía verse involucrada en un conflicto cuyo alcance no estaba en estos momentos en condiciones de calcular.
-Escucha, Adín –dijo, apeándose de los formulismos-. Estás metiéndote en un lío de consecuencias tremendas y posiblemente muy peligrosas. Puesto que ya no puedo evitar que pienses, debo, al menos, protegerte de ti mismo. Haremos algo que será muy criticado en Ilici, pero no hay otra salida. Volverás a dormir aquí durante esta temporada y me consultarás todos los días, antes de tomar a tontas y a locas iniciativas tan perjudiciales para ti. Y olvida el plan de riego y todas esas zarandajas.


















IV
Había barrido la plaza ante su casa. Se había bañado desnudo cuatro veces en el estanque masculino de un rincón del llano, donde oficialmente ninguna dama iba pero todas espiaban disimuladamente; para tal ocasión, Bastugitas le exigió que tratara de pensar en sus amores y las fantasías eróticas más desenfrenadas para que, al quitarse la túnica, todo resaltase más. Había realizado inifinidad de encomiendas y recados muy indiscretos que, más bien, le correspondían a Beles, el criado mayor y, para muchos, el amante más o menos oficial de la ex gran Dama. Había aceptado que una de las amigas de Bastugitas, impertinente y sobona como una dama sin consorte e insatisfecha, de cuarenta años, maquillase su rostro con afeites egipcios, aunque a él no le agradaba ponerse esas máscaras de pintura en la cara que el noventa por ciento de los hombres lucía. Aunque Bastugitas se empeñara, él no necesitaba enamorar a ninguna ni provocar los deseos de nadie, porque su corazón había optado ya hacía una infinidad de tiempo, desde que tuvo la primera prueba de que su virilidad se había completado. El día que, durmiendo, manchó generosamente el catre por vez primera, estaba completamente seguro de que había soñado con Irsecel toda la noche.
De todas las cosas extrañas que le había exigido hacer su abuela durante la semana que llevaba viviendo de nuevo en su casa, Adín consideraba que la de hoy era la más rara de todas. Aunque mencionar a la hija de Nespaiser era uno de los asuntos innumerables que le había prohibido, acababa de ordenarle hacía pocos instantes que le pidiera visitarla. Pero debía exigirle acudir a la casa con toda clase de precauciones, disfraces y disimulos, de manera que nadie pudiera tener la ocurrencia de correr ante la Madre Mayor a murmurarle que su hija Irsecel visitaba a Bastugitas.
¿Cómo iba él a atreverse a exigir nada a Irsecel? Para complacer a su abuela no tenía más salida que intentarlo; aunque podía incurrir en osadía que tal vez la muchacha interpretase como ofensa, encontraría el modo de que ella entendiera que debía comportarse con la discreción que Bastugitas ponía como condición.
Le hizo una señal cuando Irsecel salía de la academia de canto y oratoria, suplicándole con la mirada que le siguiera; esa academia era otra barrera que se alzaba un poco más cada día entre los dos, porque en ella únicamente estudiaban las damas de importancia suprema, destinadas a ingresar algún día en el Consejo de Madres.
Irsacel compuso una mueca de extrañeza, pero cayó en seguida en la cuenta de que él debía tener razones muy poderosas para un acto tan grave de insolencia, que en determinadas circunstancias podía ser castigado con azotes, públicamente, en la Plaza del Sol abarrotada de gente.
Adín se puso en marcha sin mirar en ningún momento hacia atrás. Doblada la primera esquina, se permitió una mirada de reojo, para comprobar que, en efecto, Irsecel seguía sus pasos. Las pocas veces que habían hablado siempre lo hacían en la primera revuelta del íber y no lejos de la orilla, donde el bosque de encinas y zarzas era tan denso que pocos se atrevían a recorrerlo. Pero Adín lo conocía hasta en los menores detalles, porque ese territorio era uno de los fundamentales para su proyecto de acometida de riego. Eran ya siete las veces que había conseguido que Irsecel aceptara hablarle en ese lugar, a salvo de las miradas fisgonas de las correveidiles, porque en Ilici eran los murmuradores como arietes capaces de derribar muros de piedra. Supo que ella había comprendido a dónde se dirigía y por lo tanto ya no volvió a mirar atrás. En realidad, se apresuró con objeto de ganar la máxima distancia posible de la muchacha, para que nadie con quien se cruzara pudiera relacionarlo con ella.
La esperó agachado tras una adelfa cargada de capullos y flores fucsias a medio abrir. Cuando ella llegó, tuvo que sobreponerse a su turbación. El corazón se le había desbocado, sudaba con profusión y tenía la garganta seca. Se estiró la túnica para tratar de disimular lo que ocurría. De acuerdo con las reglas y los convencionalismos, se alzó, pero con la cabeza agachada, esperando que ella hablase primero.
-Te saludo, hijo de Umarbeles. ¿Qué me pides?
La voz de Adín se rompía en falsetes a causa de la sequedad que le producía en la garganta la cercanía de Irsecel. Trató de sumergirse en su mirada, a ver si en el fondo del mar de sus pupilas lograba descubrir un mínimo de correspondencia a lo que él sentía por ella despierto y dormido, de día y de noche, cerca y lejos. Pero la muchacha estaba siendo educada con rigor en todas las disciplinas que debía dominar una gran dama ilicitana, y la primera, el arte del hieratismo. No resultaba de buen tono que una dama de alcurnia dejase traslucir sus emociones. Por lo tanto, Adín notó con desolación que no había en el fondo de ese mar un fulgor que iluminase las sombras de su ánimo.
Con exquisito cuidado, y usando todos los recursos retóricos que había aprendido de su abuela, le contó el requerimiento de Bastugitas y la exigencia de embozos y disimulos. Empleó todos los detalles que consiguió recordar, resaltándolos a fin de conseguir convencerla, pero no habló de la razón que, con toda lógica, debía de motivar la petición.
-¿No te ha dicho qué me quiere?
-No, Irsecel. Te suplico perdón por mi ignorancia y mi descuido, al no preguntárselo como debí hacer. Sólo me ha dicho que desea hablar contigo.
La muchacha recorrió con los ojos la figura de su interlocutor de abajo arriba. Involuntariamente, fijó la mirada en su inflada entrepierna un instante más de lo discreto. Luego, remontó el torso como si pudiera acariciarlo. Sentía los primeros deseos de su corta vida, pero nadie iba a notarlo, y mucho menos él, a pesar de que el impulso de echársele encima era casi incontenible..
-Bien –respondió-. Dile que mañana me honrará visitar su casa a la hora del sol alto. Tú no puedes estar en la casa. Todo lo contrario. Debes festejar, cantar y hacerte notar por la Plaza del Sol y los ardedores, de manera que todas se den cuenta de te encuentras lejos de mí.


















V
Bastugitas examinó a la joven dama. Tenía mucha suerte. Con un poco de esfuerzo, podría lograr no parecerse nunca a la arpía de su madre.
Hubo de reconocer que se trataba de una joven hermosísima, con una melena castaña dorada por el sol que rebasaba su cintura, ojos del color del mar, boca trazada con la simetría y la perfección de una imagen de Afrodita y movimientos llenos de elegancia. A pesar de su corta edad, sus pechos se querían escapar de la clámide, vaporosa como el aire, que revelaba la perfección afrodítica de sus curvas. Difícil de olvidar, y por ello recordó haberse cruzado con ella en alguna oportunidad, en que habiéndole llamado la atención se preguntó quién podía ser. Ahora que lo sabía, celebraba no haberla requerido nunca para preguntarle el nombre.
Conociendo como conocía de sobra a Nespaiser, estaba segura de que debía de haber pintado ante su hija a su antecesora en el cargo como el monstruo más espantoso del mundo. Sabía que entre sus íntimas retrataba a su antecesora como una especie de maga capaz de paralizar con los ojos. Así ocurría siempre con los monstruos, que se volvían ciegos para su propia monstruosidad y sólo la veían o creían verla en las demás.
-¿Cómo te llamas, hermosa?
-Irsecel.
-¿Cuántos años tienes?
-Quince.
-¿Has hablado con alguien de esta visita?
-No, gran Dama. Y, sobre todo, no lo sabe mi madre, si es lo que os preocupa.
Bastugitas asintió muy levemente. En efecto, tal como presentía, Nespaiser había enlodazado el nombre de su antecesora sobre todo ante su hija, para desviarla de la tentación de acudir en busca de su sabiduría, cosa que hacían la mayoría de las jóvenes damas de Ilici. Preguntó:
-¿Dónde supone ella que te encuentras ahora?
-Recogiendo moras para el licor que gusta de elaborar el padre de mi madre, Suicetarten. No os preocupéis. Ya he completado este cesto con la ayuda de una amiga, ¿veis? Disponemos de tiempo para hablar, si es lo que deseáis.
-¿Qué opinas de Adín, hijo de Umarbeles?
-Ignoro el significado de vuestra pregunta.
Bastugitas contuvo una sonrisa. La chica era inesperadamente discreta y lista, si se tenía en cuenta la espantosa educación que debía haber recibido de Nespaiser.
-¿Te parece hermoso?
-Sí, es muy hermoso.
-¿Lo encuentras sensual y atractivo?
-Todas dicen que lo es.
-¿Te parece deseable?
-No sería discreto responderos afirmativamente.
Ingeniosa forma de decir que sí, pensó Bastugitas. Ahora, sonrió abiertamente.
-¿Consideras que podría, tal vez, en el futuro, ser un buen candidato para convertirse en padre de tus hijas?
Irsecel miró fijamente a los ojos de Bastugitas. No podía responder esa pregunta ni afirmativa ni negativamente.
-Os ruego me excuséis, gran dama Bastugitas. Sabéis que aún me quedan dos años para poder responder esa clase de preguntas.
Bastugitas contuvo una risita. Vaya con la niña.
-¿Qué opinas de sus… iniciativas, esas locuras de las que habla a todas horas?
-Como podéis imaginar, no hemos tenido oportunidades de hablar con extensión de esas ni de otras cuestiones. Pero no todas sus ideas me parecen verdaderas locuras. El problema…
Irsecel se mordió el labio.
-El problema es que esas ideas las haya tenido un hombre –completó Bastugitas.
Irsecel asintió, desviando un poco la mirada.
-¿Tú crees que si convenciese a una intercesora, habría alguna posibilidad con… tu madre? ¿Consideras que existe algún medio de convencerla?
Irsecel miró a los ojos a Bastugitas, con una media sonrisa.
-¿Intentáis que os descubra intimidades de mi madre?
La anciana estuvo a punto de reír con un aplauso, pero se contuvo y afirmó:
-¡Líbreme nuestra diosa Isbel de tentaciones de esa naturaleza! Nunca te sonsacaría para forzarte a caer en indiscreciones. Y mucho menos, para que traiciones a tu amada madre.
Irsecel sonrió muy levemente. Creía a Bastugitas capaz de todo eso y de tramas y urdimbres muchísimo más graves. Era una leyenda en Ilici el pozo sin fondo de sus recursos, artimañas y habilidades.
-En última instancia, ¿considerarías justo tratar de ayudar un poco al hijo de mi hija Umarbeles?
Irsecel contuvo la respuesta unos instantes. Tal vez se había enredado ya, con sólo visitar a Bastugitas; un lío cuyas consecuencias podían perjudicar su porvenir, pero si era sincera consigo misma, sí deseaba que terminase el cerco de burlas y la maledicencia que se estaba generando en torno a Adín. No tenía del todo claro por qué sentía ese deseo.
Ella era en esos momentos la joven dama más envidiada de Ilici. Y a la que más gestos de sensualidad provocadora dedicaban los jóvenes varones. Muchas veces durante el último año había tenido ocasión de probar el acíbar de competidoras envidiosas, y en Ilici la envidia de una joven y pretenciosa dama llegaba a manifestarse con moras impregnadas de cicuta. Por otro lado, muchos varones de familias muy destacadas le enviaban casi a diario dibujos representando sus atributos, e inventarios minuciosos de los bienes que sus madres se disponían a entregar como dote a la dama que los convirtiera en sus conyuges.
-¿Conocéis a la dama Tibas, gran dama Bastugitas?
-De lejos –respondió Bastugitas, un poco desorientada-. Era aún más joven que tu madre cuando yo presidía el Consejo, demasiado como para intimar con una dama tan joven que, además, era tan amiga de…
Bastugitas se mordió el labio.
-¿De mi madre?
La anciana asintió.
-Tibas puede mediar a favor del hijo de vuestra hija, gran dama.
-¿Consideras que se podría arreglar?
-Sí.
-¿Qué sería necesario que yo haga?
-Preparad un obsequio para ella. Sin revelarle que yo quiero que venga, conseguiré que acuda a hablar con vos. Pero sois vos quien debe conseguir inclinarla a vuestro favor.





VI
El Consejo de Madres era el núcleo central de un complicado juego de influencias que se organizaba en círculos concéntricos según el grado de las respectivas capacidades persuasorias, los parentescos, la capacidad de chantajear a las políticas y los argumentos y triquiñuelas que cada una fuera capaz de maquinar para presionar o, inclusive, extorsionar de un modo sutil.
Naturalmente, no se le llamaba extorsión ni chantaje, que eran dos de las muchas palabras malsonantes según los rigurosos códigos ilicitanos, sino capacidad de seducción o, todo lo más, inducción. No se llamaba mentira a los embustes evidentes y clamorosos de Neispasser, sino “faltas a la verdad”. No se la llamaba perjura por haber jurado fidelidad a la Reina, mientras a todas horas se jactaba de su republicanismo. No se la llamaba traidora por mandar misiones de negociación con los cartagineses, cuando había jurado ante el consejo que jamás negociaria con ellos si no dejaban antes las armas. Un siglo después de su mandato, continuaban comentándose los disparates y traiciones de “La Sandalera”, que siempre, siempre, presentaba prouyectos y peticiones al Consejo disfrazándolos de manera que habitualmente parecían otra cosa, más insignificante de lo real, y así eran aprobados todos los disparates que La Sandalera era capaz de imaginar. Luego, siempre conseguía convencer al pueblo de que había cumplido con su deber y eran los otros quienes mentían. En realidad, las formas perniciosas de gobernar durante el último siglo habían sido consecuencia e imitación de las locuras y abusos de La Sandalera.
Las palabras “corrupción” y “cohecho” permanecían erradicadas del lenguaje coloquial de Ilici desde hacía muchas generaciones de políticas, y cuando afloraban actos monstruosos de cohecho tan obvios que no podían ser ocultados, las encargadas de tramitar los juicios ante la Reina –de las que se sabía que cobraban más de los infractores que del tesoro de Ilici- remoloneaban de modo ominoso a fin de que, caducado el plazo que las leyes establecían, el delito prescribiese y no se pudiera impartir justicia.
La justicia era en la política de Ilici un gran mercado de compraventa. Todas lo sabían y todas callaban, inclusive Bastugitas, porque durante su gobierno ella no había sido capaz de enfretarse a las burócratas encargadas de tan espinosa, vergonzante y corrompida cuestión.
Perpetuamente, había una hermana, una hija o la madre de una dama del Consejo sensible a los obsequios, cuya accesibilidad intercesora podía ser comprada, palaba, asimismo, erradicada. Tampoco se le llamaba “compra”, pues era habitual recurrir a eufemismos como “transacción” o “convenio”. Si una madre arreglaba las cosas para que sus hijos varones no participaran como tropa en una guerra con mal cariz, no compraba ni untaba a la generala; simplemente, lograba su avenencia mediante la donación de abundantes pertrechos bélicos.
Cuando una dama de relieve pretendía alzar su residencia con vistas al río o a la Plaza del Sol, o al hermoso edificio del Consejo, a su donación de grandes y numerosos sillares de piedra no se le denominaba “corrupción pétrea”, sino cooperación generosa y voluntaria para el engrandecimiento de Ilici.
Siempre había sido igual, siempre se habían producido críticas por parte de las opositoras aspirantes a Madre Mayor, sobre todo las pertenecientes a un grupo de minúsculos clanes rurales unidos bajo la denominación de “Siniestra Junta” que, llamándose a sí mismas progresistas, eran en realidad un monolito inconmovible, opuesto a toda iniciativa que significarse prosperidad y desaqrrollo. Todas acababan, al final, incurriendo en lo mismo, porque se trataba de una conducta mucho más incardinada en la naturaleza humana que la idea utópica de un gobierno honrado y sin mácula.
El juego y el tráfico de las influencias, la justicia injusta y el soborno eran en Ilici institucionesn tan firmes y estables como el trono de la Gran Dama Reina y el Consejo de Madres, o quizá más.










VII
Pocos días después de la visita de Irsecel a Bastugitas, Adín advirtió por casualidad los movimientos en torno a Tibas tanto de la muchacha como de su abuela. Vio que la amiga más íntima de su adorada se dedicaba ahora a cortejar y lisonjear a Tibas con mucha frecuencia y grandes aspavientos, y que la ayudante de mayor confianza de Bastugitas también la cortejaba. Siempre muy bien informado, por la deformación casi femenina que Bastugitas le había insuflado durante su educación, sabía que Tibas era la primera de las confidentes de Neispasser, a quien lisonjeaba de un modo tan exagerado, que había que ser estúpido o la propia Neispasser para creerse sus adulaciones. Era fea como para asustar a una hidra, razón por la cual jamás habría tenido la menor posibilidad de convencer a nadie para apoyar su candidatura al consejo. Sabía que no podría escalar posibiciones por sus propios méritos, porque además de su fealdad pavorosa se le atribuía un fuerte retraso mental, y sin embargo sabía adular de modo tan untuoso y arrastrado a la Madre Mayor, que recibía el favor de ésta. Lo que probaba en buena manera el tamaño del discernimiento de Neispasser, pero el poder jamás era cuestionado en Ilicvi y, por la tanto, nadie, salvo la propia Bastugitas, se atrevía a pensar siquiera que la Madre Mayor actual podía ser un estúpida muy solemne, más solemneaún que las galas que tanto le gusta lucir aunque no fuesen necesarias.
Tibas estaba siendo cortejada para alguna clase de influencia.
¿Qué estarían tramando Irsecel y su abuela? Con toda probabilidad, se trataba de algún subterfugio, probablemente inventado por Bastugitas, en el que había conseguido involucrar a Irsecel.
Ahora que ella, su adorada, podía hallarse implicada en asociación con Bastugitas, temía más que nunca por lo que hubiera de pasar a continuación, ya que a todos sus temores se unía el de perderla.
Lo comentó con el escultor Istolacio.
-Lo hacen por ti, Adín. Me extraña que, con lo mucho que cavilas a todas horas y sobre todas las cosas, no te hayas percatado.
-¿Por mí?
-Pero hombre, ¿es que no te das cuenta? ¿De quién es Tibas la mejor amiga íntima, de toda la vida?
-De Madre Mayor Nespaiser.
Istolacio asintió como dándole la razón a su propio pensamiento. Contempló el rictus de ansiedad que Adín presentaba en su hermoso rostro. Siempre tenía reparos de alentar demasiado alguna de las pretensiones del joven, porque tendía demasiado a comportarse como si hubiera de llegar a ser una dama muy influeyente. Era sólo un hombre, nada más que un hombre, por lo que su educación en el meollo de la teoría política de Ilici iba a ocasionarle muchas decepciones y sufrimientos a lo largo de su vida.
-Y, casualmente –contradijo Istolacio-, ¿de quién es Tibas prima hermana?
-No lo sé. ¿De quién es prima hermana Tibas, Istolacio?
-De Torio, el consorte de la Gran Dama Reina. Pocas damas de Ilici podrían tener tanta capacidad como tiene Tibas de influir, desde fuera, en los acuerdos del Consejo de Madres, aunque sea más tonta que un pez bobo. Tibas padece retraso infantil, todas lo saben, pero tú y yo –y tal vez tu abuela- sabemos que Neispaser no sería aceptada en las academias de Atenas.Algo se está tramando y creo que por ti. Si se tratara de que Irsecel o Bastugitas anduvieran dorándole la píldora por separado, no habría motivos para cavilaciones; pero haciéndolo en conjunto, significa que están maquinando algo a tu favor. Prepárate, chico. Seguramente, un día de estos te llamarán para que hables de tus proyectos ante el Consejo de Madres.













VIII
Bastugitas oyó distraídamente a su nieto, que le contaba con entusiasmo infantil que había sido mandado llamar por la Madre Mayor. El alborozo le producía incomodidad y, en el fondo, impaciencia. Algunos días desearía que Adin fuese una mujer y otros, como ahora, sentía ganas de mandarlo capar y venderlo como esclavo a un serrallo cartaginés.
El joven le causaba más quebraderos de cabeza que ninguna otra cosa, aparte de desconcertarla a cada paso. Era tan bello que podía doler la vista de tanto contemplarlo, y sin embargo asomaban bajo su corta túnica dos piernas robustas y sinuosas como las de un hortelano. Por su lógica y la justeza de su discernimiento, hubiera actuado muy bien como una dama de alcurnia, digna heredera suya. Pero todas esas virtudes en un mozo, inclusive su belleza, podían convertirse en gravísimas rémoras. ¿Qué iba a hacer con él cuando las decepciones fueran amargándolo, si antes no había conseguido convertirlo en cónyuge de una dama de prestigio?
No había muchas cosas que pudiera proyectar para él, y cada vez más se convencía de la necesidad de castrarlo y venderlo como objeto sexual para un rico africano. Por otro lado, sabía positivamente que en Ilici sería muy mal visto que una dama de su alcurnia vendiera a un nieto. Todas sabrían de sobra que no lo hacía por necesidad económica, pero todas aprovecharían la ocasión para fabular y difamar sobre esa cuestión, principalmente las partidarias más acérrimas de Neispasser y las socias de los tres grupúsculos de Siniestra Junta, aunque conocieran sobradamente la dimensión de su fortuna. Aunque tal vez sería, precisamente, lo muy indiscutible de su patrimonio económico lo que generaría las mayores calumnias. No podía vender a Adín, o al menos no podría venderlo públicamente. Si llegaba a hacerlo, sería Beles el encargado de su emaculación y el que llevaría el peso de la negociación secreta con algún poderoso y rico cartaginés.
No paraba de preguntarse si lo que había obsequiado a Tibas se vería justificado por los resultados, pues se trataba del muy envidiado collar de conchas y caracolas de nácar heredado de la madre de su madre, a quien se lo había legado una antepasada que lo había recibido de otra antepasada, hasta el origen del tiempo.
Le había costado gran esfuerzo desprenderse de esa joya.
A cambio, ¿escucharía el Consejo de Madres la descripción de los proyectos de Adín con verdadero interés o escenificaría una audiencia de puro trámite? Estaba convencida de que el grupo de Siniestra Junta actuaría como con todas las cosas que significasen prosperidad y mejora de la vida ilicitana, hablar en vano de justicia social y progreso, para torpedear e impedir toda innovación. Lo habían hecho siempre y lo harían perpetuamente, porque no sólo su filosofía era un disparate, sino que la educación de todas ellas era muy deficiente. El grupo de Nespaiser, aunque fingiese interés, seguramente sabotearía cualquier conato de aprobación por el solo hecho de que Adín fuera nieto de quien lo era. Del grupo que ella había auspiciado cuando ostentaba el poder, sólo quedaba una integrante del consejo, Tresbalasser, sentada también a la izquierda de la Gran Dama Reina como las dos del grupo de Siniestra Junta. Por lo que le rumoreaban, Tresbalasser apenas hablaba en las sesiones de debate, para no ser acusada de connivencia con la anterior Madre Mayor, con lo que podía decirse que el consejo tenía, en realidad, sólo cinco miembros en lugar de las seis que se sentaban de tres en tres a izquierda y derecha de la Gran Dama. .
En realidad, lo único que a Bastugitas le importaba era asegurarse de que su nieto se calmara mientras decidía qué hacer con él, y además de mejorar un poco el oscuro porvenir que tenía, la librase a ella del entredicho en que se hallaba por culpa de sus excentricidades.
Para solucionar de una vez la que había sido su mayor preocupación de las últimas lunas, Nespaiser era la clave, por mucho que detestase reconocerlo. Trató de evocar todos los detalles del primer encuentro que tuvo con ella.











IX
Como la actual Madre Mayor era una mujer perfectamente olvidable, Bastugitas no estaba del todo segura de que hubiera sido la primera ocasión en que ella y Nespaiser se hablaron directamente, pero fue sin duda la que se fijó en su memoria para siempre, porque la antipatía entre ambas había nacido en aquel instante, cuando la joven dama demostró sin tapujos ni disimulos aspirar a ocupar cuanto antes su puesto Le había parecido algo estúpida de lejos, pero en cuanto habló ya no tuvo ninguna duda. Ni de su perfidia imposible de disimular.
¿Cuántos años tendría entonces Nespaiser? Daba igual, puesto que consideraba que esa dama no tenía edad reconocible, ya que para comparar su rostro con el de un caballo había que pedir disculpas a los caballos. Tambiénm para comparar su expresión con la de una raposa, habría que cuidarse de los enfados de la raposa. Pero era seguro que Nespasser tenía entonces la edad suficiente para ser tenida en cuenta cuando se produjesen las deliberaciones sobre quién debía sucederle en el cargo, acontecimiento que no tardaría en ocurrir porque durante la luna anterior había manifestado su voluntad de dejar el Consejo.
Curiosamente, al notar cuánto empeño ponía Nespaiser en conseguirlo sintió ganas de continuar, pero ello habría supuesto un escándalo, dado que jamás en veinte años como Madre Mayor se había contradicho a sí misma ni había mostrado dudas. Se hubiera dejado cortar un brazo antes que fallar en algo que hubiera prometido, cosa que de suceder no hubiera extrañado a nadie, ya que desde el gobierno de La Sandalera el paciente pueblo de Ilici daba por supuesto que su mayor gobernante mentía de modo habitual, y que ello debía de ser natural. A lo hecho, pecho, se dijo, mientras maquinaba cómo conseguir que la joven de rostro caballuno malograse por sí misma las posibilidades que tuviese, cuestión que Bastugitas no había indagado porque el espionaje de otras personas le parecía una actividad indigna y muy desagradable, costumbre que también había implantado en su momento La Sandalera, que mandaba espiar inclusive a quien no tenía ambiciones de gobierno. Bastaba que cualquiera destacara en Ilici por su actitividad, para que La Sandalera exigiese a sus colaboradoras informes que de alguna manera incriminasen al espiado, a fin de tener en sus manos la posibilidad de extosionarla o presionarla.
El proyecto de dejarla hacer para que ella misma se estrellara en sus ambiciones desmesuradas, le rondó la cabeza. Lo meditó durante una semana, evocó ahora con una sonrisa. Había pedido ayuda e inspiración a varias de sus íntimas e inclusive a su consorte. Cuando creyó que el plan estaba maduro, mandó llamar a Nespaiser.
-Decidme, Madre Mayor –dijo la joven aspirante con descaro intolerable, sin esperar a ser preguntada.
Bastugitas apretó los labios e inspiró hondo por la nariz, para mantener el control. A continuación, trató de componer su mejor sonrisa.
-He decidido prepararte para ser mi sucesora, dado que tanto lo deseas.
Tras una efímera expresión de sorpresa, notó la mirada pretendidamente incisiva de Nespaiser, en busca de una verdad que no estaba a su alcance discernir pero, sin duda, sospechaba de su generosidad.
-Porque tú, Nespaiser, ansías ser Madre Mayor, ¿no es cierto?
Las mejillas de Nespaiser se encendieron. Bastugitas mantuvo los labios cerrados para que no aflorase la sonrisa sarcástica que estallaba en su boca.
-¿Me equivoco, Nespaiser?
La joven carraspeó.
-No, Madre Mayor Bastugitas. No os equivocáis. ¿De veras creéis que yo…
-Oh, desde luego. Posees una de las condiciones indispensables. La ambición.
Nespaiser sonrió sin percibir ironía alguna en la frase de Bastugitas.
-Y… ¿creéis que estoy capacitada?
-Es lo que trato de ayudarte a conseguir. Primero, tenemos que calibrar el temple de tu carácter, porque no creas que el cargo conlleva sólo regalías y privilegios. Lo más duro es lo que hay que aguantar.
-¿Aguantar?
- Oh, sí. Pero no te inquietes demasiado. Si tienes ambición, no me cabe duda de que también tendrás aguante para, por ejemplo, aceptar que tu consorte dé las órdenes en tu casa y la dirija, en vez de hacerlo tú.
Notó el desconcierto en los ojos de Nespaiser. Que ocurriera tal cosa en su hogar quedaba fuera de lo imaginable. Pero reconoció que hasta ese momento no se le había ocurrido pensar que el tiempo para ejercer de Madre Mayor tendría que detraerlo de otras actividades.
-De manera –continuó Bastugitas- que convendría que te entrenases en obedecer a los varones, por tu interés.
-¡Qué decís, gran dama! ¿Obedecer a los varones?
La expresión de Nespaiser era de escándalo y repugnancia extrema.
-Naturalmente –continuó Bastugitas-, hay que hacerlo de modo que no se note y, sobre todo, que nadie pueda notarlo. Es una cuestión de entrenamiento, te lo aseguro. Pero no es eso lo más arduo.
-¿Ah, no?
-Es mucho más peliagudo organizar una guardia de la que puedas fiarte. Y ten en cuenta que no me refiero a las capitanas ni a la generala. Hablo de la tropa masculina, ¿comprendes?
-No, gran dama.
Bastugitas, que tenía que hacer esfuerzos para no soltar la risa, cabeceó simulando un gesto de impaciencia admonitoria.
-Tendrás que amarrar la fidelidad absoluta de cada uno de los varones que aceptes como miembros de tu guardia. Para ello, piensa en los recursos que podrías usar, porque pensándolo es como atinarás con los medios mejores. Yo lo hice mucho antes de ser proclamada Madre Mayor y si quieres un consejo leal, deberías empezar a hacerlo ya desde estos momentos, sin esperar siquiera a que tu nombramiento comience a ser debatido.
-¿Estáis segura, gran dama?
-¿Acaso dudas de mí?
La duda de Nespaiser duró sólo un instante antes de responder que no con un enérgico movimiento de cabeza, pero fue lo suficientemente larga como para que Bastugitas la detectara. La aspirante a sucederle no sería muy lista, pero tampoco era estúpida del todo. Si se descuidaba, iba a comprender de un momento a otro que estaba burlándose de ella y tratando de persuadirla de hacer todo lo que no le convenía. Por ello, fingió la expresión más dulce y afectuosa que pudo para decir:
-Me pareces tan idónea para el cargo…
Confirmándose su convicción de que no había nada que ablandase más una voluntad que una lisonja a tiempo, Nespaiser sonrió enternecida y tragó saliva, como si la emoción de ese reconocimiento pudiera ahogarla.
-…que no querría verte indefensa ni un momento más –continuó Bastugitas-. Debes procurarte un grupo de varones leales en seguida, antes de que te salga una competidora en el Consejo que vaya a correr más que tú.
La idea de tener que competir con otra pareció alarmar a Nespaiser más que cualquier otra cosa,
-¿Qué tengo que hacer, Madre Mayor?
Bastugitas sonrió. Ahora, Nespaiser había aflojado del todo sus defensas. Podía convencerla de incurrir en consentimientos y regalos con varones, que con la ligereza de todos los hombres se apresurarían a jactarse en el mercado y en las tertulias de la Plaza del Sol, de manera que antes de media luna las murmuraciones habrían acabado con todas las posibilidades de Nespaiser.
Los varones ociosos eran los seres más chismosos de Iberia. Principalmente, los consortes que vivian regaladamente, protegidos por las damas de quienes dependían. Exento de trabajos penosos, holgaban la mayor parte del día en conversas y basños remolones, donde trataban de exhibir sus atractivos de modo que los demás viesen por qué eran tan bien tratados por sus damas. En el estanque del baño y en las tertulias se pronunciaban las exageraciones y los embustes más alucinantes de Ilici. No teniendo nada más de que enorgullecerse, todos pugnaban por asombrar a los demás con proezas sexuales que nadie creía. Pero un rumor relativo a una aspirante a Madre Mayor sería, al menos, comentado clamorosamente de calle en calle.
















X
Pero no ocurrió de ese modo, rememoró Bastugitas con un rictus de contrariedad.
Durante el cerco de rumores y burlas que se produjo a los pocos días de aquella conversación, Nespaiser demostró una capacidad maniobrera tan formidable, que pudo sobrevivir y realizar todas sus ambiciones.
No sólo dio sexo a los varones de su guardia; también regalías en oro, de manera que ellos se lanzaron a una campaña de safíos y retos a lo largo de la plaza, para que las burlas y rumores cesasen. Y efectivamente, Nespaiser recogió con la discreción el fruto de sus iniciativas.
Confirmó con ello sin ninguna duda que la sociedad civil, sobre todo las damas más pudientes y acomodadas, cultivaban afanosamente la mediocridad. Con el sistema, tan viejo como el género humano, de tapar el desnudo las impudicias de otro con la esperanza de ser tapado algún día en justa reciprocidad, se producía una especie de pacto de las mediocres en que todo fulgor de talento o de inteligencia superior naufragaba irremisiblemente.
Las mediocres conchabadas se lanzaban con ferocidad contra el brillo de cualquiera que, iluminándolas por contraste, pudiera desvelar sus mediocridades. Difamaban, calumniaban y zancadilleaban para que nadie pudiera deslumbrarse.
Nespaiser supo aprovechar el pacto no escrito de la mediocridad. Se agenció una corte de aduladoras infames que esperaban ser premiadas en su mediocridad por la mediocridad gobernante. Siempre se armaba un revuelo cuando salía de su casa, al recorrer el pasillo de las lisonjas que pronunciaban para ella una multitud que exhibía los desechos mejor disfrazados de la ciudad: damas cuarentonas que habían perdido toda esperanza de destacar; desdentadas malolientes que no conseguí que ningún varón quiesiera no ya convertirse en su conyuge; ni siquiera que se la llevara al iber una noche; contrahechas que, habiendo perdido toda esperanza de consuelo, habían buscado el consuelo de amigas tan infradotadas como ellas mismas.
Pasó Nespaiser durante varios días entre los aplausos de esa corte de monstruas, pero, de lejos, se escuchaban las aclamaciones pero no se veía bien quién las realizabas, de manera que fue extendiéndose por Ilici la idea de que Neispaser era muy venerada por el pueblo.
Ganó las votaciones del Gran Consejo de Madres, la Gran Dama Reina dio su consentimiento y, finalmente, el pueblo casi en pleno la aclamó en la plaza sin que nadie comprendiese que fomentaban la autocomplacencia de una mediocre sin remedio.
Pero Bastugitas tenía que reconocer que, poco a poco, había llegado a comprender que, a pesar de todo, Nespaiser poseía varias de las virtudes esenciales de toda gobernante:
Obsesivo espíritu de supervivencia; capacidad de dar codazos hasta en el vientre que la parió; resolución de romper todas las dentaduras que tratasen de morderla; decisión de matar a sus propias hijas si fuera necesario para mantenerse en el poder. Y, sobre todo, la más demente y fanática de las egolatrías.
Sabía reconocer esas virtudes, porque ella también las había poseído. Ahora, era ya lo suficientemente mayor para darse cuenta de que cuando dejó de ejercer como Madre Mayor, al abandonar el poder, se había convertido en mejor persona.