jueves, 31 de marzo de 2011

GUIA PARA GAYS NOVATOS Y/O SUS DESCONSOLADOS PADRES

AQUÍ VAN LAS PRIMERASPÁGINAS DE una especie de "estudio", pero más bien se trata de un divertido libro humorístico, escrito hace doce años. NO CONSEGUÍ PUBLICARLO. DIVIÉRTANSE


Acabas de hacer el gran descubrimiento y dudas entre dar patadas al destino o atarte una piedra al cuello y tirarte al charco más profundo que tengas a mano. Imagina qué cosa tan espantosa, ser diferente, no estar destinado a la paternidad responsable ni irresponsable y ser para siempre, indefectiblemente, un personaje incómodo, de esos que las anfitrionas nunca saben dónde sentar a la mesa, si al lado de una casadera o de un campeón de culturismo.
No te precipites. Para amargarte y deprimirte dispones de mucho tiempo... o sea, toda la vida. Vas a ver o experimentar tantas perrerías, vas a intuir o sufrir tantas extorsiones de amigos y enemigos, desconocidos y parientes, que más vale que pospongas en tu ánimo los desalientos y consultes en primer lugar esta guía. Nadie te impide leerla de un jalón (yo, más bien te lo aconsejo); pero si eres un culo de mal asiento y vas de presuroso por la vida, elige entre los ítems del índice









INDICE

Cómo ser gay y triunfar en sociedad.

Cómo evitar ser condenado
a galeras en la universidad.

Cómo sobrevivir a lo bélico.

Cómo afrontar las sospechas de tu familia.

No se lo digas ni a tu padre.

Cómo defenderte de tus congéneres,
sobre todo si son amigos íntimos.

Cómo vestir para no someterte a la regla de
"la mujer del César".

La protección de tu patrimonio
(frente a la codicia de
parientes y otras faunas)
CÓMO SER GAY
Y TRIUNFAR EN SOCIEDAD.




Ahora que ya eres consciente de que la vecinita del quinto es muy mona, sí, pero que a ti quien te va de verdad es su hermano el judoka; si tu convicción es clara y no has recogido al azar una pluma perdida por algún filósofo distraído, de modo que también te has distraído tú; si está claro que lo tienes claro, es probable que te hayas preguntado ya: ¿Y qué coño hago?

Porque, sin duda, intuyes las dificultades que vas a encontrar.

Desde no tener ni puñetera idea de al lado de qué chica sentarte en las fiestas familiares para que nadie descubra junto a qué chico desearías hacerlo, hasta el desconcierto, o el desasosiego, que te producen los apretujones bienintencionados de tus primos y amigos.
Temes traicionarte en tu respuesta a un abrazo o por el gesto, mucho más prosaico, de arrimar una silla como quien arrima el ascua a su sardina.
Las miradas de la gente se aplastan contra tu espalda, a juzgar por los alfilerazos que te parece sentir, y no es infrecuente que te flojeen las piernas cuando en una tertulia te imaginas que todos concentran en ti su atención y te señalan disimuladamente.
A lo largo de toda la vida que te espera, jamás te librarás de esa impresión, justificada o no, de estar en evidencia.
A veces será una alarma débil como una luz mortecina escondida en lo más profundo de tus inquietudes, pero en otras ocasiones será una aparatosa sirena policial tan deslumbrante y sonora, que te paralizará la capacidad de tomar decisiones.
No lo consientas; necesitas ejercitarte en la arrogancia frente a los cuchicheos, va en ello tu posibilidad de moverte cómodamente en sociedad y no malograr, por carambola, todas tus oportunidades en lo profesional y en lo sentimental.



SITUACIÓN Nº l.
Por un milagro que ha pillado desprevenidos a los demonios del paro y la crisis, has conseguido un curre que no mola demasiado y en el que te aplican la reducción de tarifa que se ha inventado la gente madura para hacerte pagar el peaje de tu insultante juventud.
Pero tú, más bien pragmático, te has dicho que un curre es un curre y más vale calderilla en mano que sueldo sueco en una azotea sindical, y vas y abordas tu primer día de trabajo con el corazón a cien y los cinco sentidos afanados en quedar como los ángeles para que el empleo te dure al menos el verano.
Y..., ¡horror!. Cuando tu cabeza no estaba para más atención que la que lo laboral te exige, descubres, inesperadamente, que la telefonista te ha mirado de arriba abajo con una media sonrisa que es toda una acusación, justo cinco minutos después de haberte pasado la llamada de Pablito, que no ha podido esperar, el tío, a la noche para felicitarte y ha tenido que averiguar, quién sabe dónde, el número de la empresa donde acabas de ingresar.
Pablito es un pedazo de pan, alegre y divertido como él solo. Te ha curado del aislamiento que sufrías en el instituto demostrándote que, aun en tus circunstancias, es posible la amistad. De hecho, es el único en quien, por ahora, consigues confiar. Pero, a su pesar, Pablito es un poco sarasa, aunque, paradoja de las paradojas, no es gay y le van las chicas incluso demasiado; insólita afición que es probablemente el origen del leve afeminamiento de sus gestos, como bien saben todos los grandes mujeriegos desde el mismísimo don Juan.
La llamada de Pablito y la consecuente mirada de la telefonista van a amargarte tu primer día de currante (y quién sabe si las próximas tres semanas), a menos que realices el ejercicio siguiente.



EJERCICIO Nº 1.
Ni se te ocurra caer en una sospechosa defensa de Pablito, disculpando las plumas de su voz y tratando de convencer a la telefonista de que, a pesar de las apariencias, es un buen gallo de corral y de clueca no tiene más que el cacareo.
De ninguna de las maneras. La vieja sentencia latina que dice que "una justificación no pedida es un reconocimiento de culpa" se aplica a la vida gay más que a cualesquiera otras vidas. Resiste la tentación de abogar, inspira tres o cuatro veces para que no vaya a darte un vahído y, como quien no quiere la cosa, dedica a la telefonista una caída de pestañas alo Hugh Grant. Ella te mirará de nuevo ya sin la media sonrisa acusadora, para confirmar que te estás sugiriendo. Remacha la faena y haz que loo crea del todo, con la mirada, la sonrisa y todos los gestos que se te ocurran, menos con un compromiso verbal.
Entrénate en el lenguaje de las apariencias gestuales, para ser capaz de transmitir los mensajes que te convienen, pero no caigas en la mentira verbal que pueda luego volverse en tu contra, porque ya sabes que se pilla primero a un mentiroso que a un cojo.
Por consiguiente, trata de conseguir que la secretaria se sienta deseada por ti, porque así espantará la mosca que la llamada de Pablito ha puesto tras su oreja, pero no le digas que la pretendes porque puedes encontrarte con una de estas dos indeseables consecuencias; A) que tengas que salir con ella una vez y lo que era una sospecha se le convierta en certidumbre; B) que te sientas obligado a iniciar una relación destinada, sin remedio, a ser engañosa, a convertirse en un cúmulo de disimulos fatigosos y falsedades amontonadas, y a intentar desarrollar tu memoria hasta dimensiones elefantinas imposibles de alcanzar, con objeto de no contradecirte y que tus embustes no queden al descubierto.
La comodidad de tu recién estrenado empleo te exige una pequeña e inocente argucia. No te cortes y realízala.



No ya el triunfo social, sino la simple convivencia de un modo natural y, ¿por qué no?, placentero, es una pretensión que exige mayor esfuerzo y laboriosidad a un gay que al común de la gente.
Puedes clamar al cielo por lo injusta que es la discriminación, pero clamarás en el desierto y no conseguirás modificar la realidad asentada sobre casi dos milenios de prejuicios judeocristianos, prejuicios que en cuanto se escarba un poco se demuestran cimentados, antes que en ninguna otra premisa, en el miedo del prejuicioso al riesgo de parecer un poco mariquita o, el mucho más temible, de descubrir en el más oculto pliegue de la propia conciencia el impulso de correr hacia la dulzura, perpetuamente añorada, de aquella amistad entrevista en la adolescencia, aquel amigo a quien lleva años eludiendo porque el paraíso perdido que representa podría tender una sombra amenazante sobre la confortable, aunque insulsa, realidad cotidiana.
Tú estás obligado a convivir con los prejuiciosos, por mucho que te repatee el hígado y por mucho que insistan los supuestos "liberados" en que debes ignorarlos.
En un gravísimo error aislarte en un gueto, porque de eso ya se encargan los demás, y no es posible vivir de un modo razonable si se permanece aislado de la mayor parte de la sociedad. Exhibir conductas marujiles es un derecho que tienes, si así te gusta, pero debes estar advertido de que tales conductas te encierran en un coto. El destino casi inevitable de un coto es ser un espacio para la caza; en este caso, para los inquisidores, que haberlos haylos, que a pesar de todo lo que te digan –hasta las leyes- aún disfrutarían quemando vivos a los "culpables del vicio nefando".
Otra cosa es que por tus circunstancias familiares, o ambientales, te hayan salido plumas que ya no puedes arrancarte si no es con un dolor agudo. Con plumas "asumidas" según la conseja militante, verás limitadas tus oportunidades profesionales a aquellos oficios, casi siempre degradantes, en los que la sociedad heterosexual se siente capaz de tolerar a los afeminados.
Naturalmente, hay quien no puede esconder la pluma ni bajo una tonelada de caspa cuartelera ni detrás de diez metros cuadrados de tatuajes patibularios. O sea, que hay plumas que emergen rebeldes y tenaces aunque sean sepultadas en el pozo del disimulo más refinado o aunque sean escondidas detrás de una barba de lija y una pilosidad de oso asturiano.



Recuerda el ejemplo del travestido, padre de seis o siete hijos y con el pecho como una piel de visón, así como una voz de sargento consumidor de cazalla, cuyo plumerío brilla esplendoroso y rutilante eclipsando todos sus virilísimos rasgos.
Si tal es tu caso, tendrás que apañarte con los oficios ya citados, y con el rol consecuente, e interpretarlo con la mayor dignidad que te sea posible. Pero si eres como la absoluta mayoría, simplemente un chico normal a quien le atrae más Pablo Puyol que María Barranco, te conviene zafarte de las plumas para que nadie te discuta el derecho a disfrutar de lo que tan legítimo es para ti como para todos los demás.










SITUACIÓN Nº 2.
La segunda jornada laboral en el recién estrenado empleo, luego de haber sorteado con éxito la amenaza que la sospecha de la telefonista representara el primer día, te sientes un poco más confiado y, horror, te das cuenta de que, mientras hablabas con tu compañero de trabajo de un asunto que -bajo la óptica de tu inexperiencia- te ha parecido muy arduo, abrumado, has sacudido la melena y se te ha caído una plumita que, con los ojos de tu incurable estado de guardia permanente, ves caer con suavidad, mecida por una brisa desesperantemente floja, mientras tu compañero continúa hablando aunque con un tono que ahora te parece ralentizado y, tal vez, suspicaz.
Tú no te sientes, apenas, capaz de prestarle atención. Todo en él te resulta alerta, desde la chispa que has creído descubrir en sus ojos hasta la sonrisita que parece dedicarte, en la que sospechas ver retratada más que la ironía, la saña, esa saña con que te han tratado desde la más cagada infancia todos los supuestos heterosexuales de tu bloque.
Proponte un esfuerzo de memoria. Piensa en aquel artista con setenta veces siete más plumas que tú, que aceptó el hipócrita consejo eclesial y juega a respetable padre de familia.
Bueno, el artista juega a tal cosa aquí, sólo aquí y no en otros lugares, puesto que son célebres en la comunidad gay de allende los mares los ballets rosados de atletas, camioneros, marineros y otros tales, que organiza en determinada ciudad testigo de sus grandes y merecidos éxitos artísticos.
Piensa en este caso y recuerda que la sociedad tradicional digiere bien la hipocresía evidente, por muy clamorosa que sea, y sin embargo es incapaz de tolerar la valentía de la ausencia de disimulo, porque esa valentía es percibida como osadía y muchas veces como desafío agresivo. .
Mas tu compañero de oficina continúa mirándote con atención, y ahora ya no te cabe duda de que se está haciendo la pregunta. Te propongo este sencillo ejercicio.

EJERCICIO Nº 2.
No vayas a caer en la tontería de sobarte la bragueta con un ademán supuestamente viril de descargador del puerto. Ni mucho menos escupas en medio de la oficina como si fueras un teniente chusquero norteamericano destinado en Bagdad, o un chino en cualquier calle de España. Tampoco recurras a la mentira oral ahora; no afirmes que ayer le has echado un polvete a una imaginaria vecinita de tu escalera que está buenísima, porque las mentiras son desmemoriadas y un día tu compañero puede descubrir que vives en una casa unifamiliar.
No te plantees siquiera la posibilidad de contar un cuento lleno de correrías de puticlub compartidas con camaradas puteros que ni en la más febril de las fantasías podrían cuadrar contigo. El aceite y el agua ligan mal y tú no aparentas ligar con tal clase de sujetos ni aunque te disfrazaras Harry el Sucio.
Continúa entrenándote en el lenguaje de las apariencias gestuales. Apoya masculinamente el mentón en tu puño cerrado y desvía los ojos con intensa atención simulada hacia la telefonista, que se halla cruzada de piernas provocativamente, acaso porque pretende remachar la seducción presentida ayer. Por mucho que lo desees, no dejes de mirarla hasta que tu compañero se impaciente.
Esa impaciencia despejará por completo la sospecha, porque le habrás obligado a no pensar en ella,



Esto de obligar a la gente a pensar en otra cosa es algo que tendrás que hacer durante toda tu vida. Es preferible ese pequeño esfuerzo, repetido hasta que se convierta en uno más de tus reflejos, que la frustración, reeditada hasta el infinito, que te ocasionaría sentirte acusado y, por ende, obligado a justificarte.



Porque esa es otra verdad válida para siempre.
Todos, hombres y mujeres, se sientan en el estrado del juez en cuanto sospechan que pudieras preferir un apretón de mano de Eduardo Noriega a un revolcón con Julia Roberts. Una vez allí arriba del estradote su fantasía, y revestidos con la toga imaginaria que les otorga sentirse respetables por figurar entre quienes no se apartan de la "normalidad", tienden a impregnar su opinión del dato gay, de modo que todo lo que eres y pudieras ser queda coloreado, y a veces disminuido o anulado, por tus preferencias sexuales


Tengo un amigo, maravilloso poeta, cuya lengua es más filosa que una navaja de afeitar y cuyas opiniones son más peligrosas que una piraña en un bidé; cada vez que otro conocido poeta surge en la conversación, mi amigo se refiere a él y a su grupo como la "mafia del esfínter".
No suele hablar en primer lugar de las rimas sublimes del otro ni de los galardones internacionales que se ha ganado a pulso: mi amigo, buena y entrañable persona pero calado hasta el tuétano del prejuicio judeocristiano, siente que debe dejar establecido, y muy claro, ante cualquiera que sea su interlocutor o su auditorio que él no forma parte de esa fauna dudosamente viril en la que encuadra a la mayoría de los demás poetas. Otra cosa es que, a veces, le traicione alguna vena lírica y las miradas se le escapen, más voluntariosas que discretas, hacia los paseantes piernilargos que pasan bajo sui balcón marcando paquete con sus atuendos veraniegos. Cree, con razón harto discutible, que las miradas jamás podrán confirmar nada.








SITUACIÓN Nº 3.
Y eso es, precisamente, lo que te ha ocurrido a ti en tu trabajo cuando ya habías conseguido que la telefonista piense que te gusta otra (y no OTRO) y que tu compañero crea que tienes unos ademanes de cuello muy originales, que a lo mejor están de moda y a ver si no conviene imitarlos para no quedarse “out”.
Pasados unos días, descubres que el hijo de tu jefe está como un tren y atrae tu atención como el presidente del gobierno atrae la de los periodistas en una rueda de prensa.
No sólo está como un tren, sino que el desconsiderado es simpatiquísimo y comienzas a desvelarte en la cama casi todas las noches y, de tanto soñar con él con los ojos abiertos, su imagen está imprimiéndose en el techo de tu dormitorio. Como no podía ser de otro modo a tus escasos años, tu entrenamiento de apariencia gestual no es todavía lo bastante sólido y, a juzgar por su comportamiento, él ha recibido ya de ti un mensaje que ni siquiera crees haberle enviado. Te dices que una mirada errática jamás podrá confirmar nada, pero ello no te tranquiliza, y compruebas que en el desvelo de cada noche la imagen del dichoso niño se funde con la preocupación de que puedas estar arriesgando el empleo.



El riesgo, más que probable, lo consideras definitivamente seguro, porque a estas alturas sabes ya que tu jefe es un machista jactancioso de esos que jamás perdonarían un patinazo. No solamente hace gala de su masculinidad, sino que exagera sus perfiles más rudos. Tú no dispones todavía del conocimiento necesario para ver en los tics de tu jefe algo más que baladronada. Aún no eres capaz de vislumbrar la sospecha de que el pobre puede padecer un miedo enfermizo a que alguien decida restregarle por los morros cierto pasaje de su adolescencia.
Por ahora, sólo tienes imaginación para anticipar la dimensión de su severidad si supiera lo tuyo.
¿Y qué imaginar sobre la que podría liar si, además, barrunta que su hijo de sus entretelas, el orgullo de su vida, te va una barbaridad?
Presientes que, además de quedarte en la calle, podría dejarte con el culo al aire porque lo consideras capaz de delatarte ante tus padres. Esta es, hasta ahora, la más angustiosa de cuantas etapas inquietantes has vivido desde que descubrieras la orientación de tu pasión. Todo se entrecruza. El que, probablemente, es tu primer enamoramiento, convive con el miedo a quedarte desempleado tan pronto y el terror a afrontar el inevitable juicio familiar antes de que estés preparado.



Lo de decírselo a tus padres no te lo has planteado de una manera clara e inmediata. Puede que llegues a hacerlo, pero por ahora no te parece urgente. Tu machísimo jefe podría colocarte en el banquillo de los acusados cuando todavía no has tenido tiempo de delinquir, porque una experiencia sexual, lo que se dice una experiencia con todas las letras y todos los suspiros, no has tenido aún.



Y una tarde, media hora antes de la finalización de la jornada laboral, el hijísimo se ha sentado en el borde de tu mesa y, mientras conversa sobre alguna nadería, coloca el pie sobre el tablero, se sube el pantalón y, de modo que finge ser inocente, se rasca la abultada, peluda y supersexy pantorrilla.
Te has quedado mudo, alelado, con una mezcla en tu pecho de júbilo y descomposición, los ojos fijos en ese retazo de piel oscurecida por el vello que desearías acariciar con toda tu alma.
Descose la mirada de esa piel y realiza diligentemente el siguiente ejercicio.






EJERCICIO Nº 3.
Has bajado la guardia, no te sientes dotado todavía para la apariencia gestual y todos tus temores están a punto de materializarse. El júnior, sin dimitir de su expresión inocente, te observa con una luz irónica en el fundo de sus pupilas.
¿Vas a permitir que el descubrimiento de tu debilidad malogre un empleo que, por ahora, te interesa?
Él continúa ahí, a menos de medio metro de tu mano, que volaría gustosa en busca de la pierna exhibida. El muy puñetero está disfrutando de tu turbación con una expresión sádica de macho victorioso, de esos cuya virilidad se siente halagada cuando se saben deseados, independientemente del sexo de quien les desee.
Antes que nada, pon cara de palo. Dicen los estudiosos de la psique que con mucha frecuencia el sentimiento sigue al gesto, y así sería posible superar algunas depresiones leves con sólo componer una sonrisa frente al espejo. Sea o no verdad, tú pon cara de palo, pues aunque ello no te alivie la turbación sí puede desorientar al sujeto.
Al instante siguiente, mírale fijamente a los ojos, porque lo que él espera es que evites su mirada. Una vez que estés seguro de que su convicción comienza a flaquear, dile que se ha sentado encima de un documento muy importante.
Él va a dar un respingo, porque teme más a su padre que a una vara verde, con lo que te habrá cedido la iniciativa. Si, ya de pie, comprueba que no había tal documento bajo sus posaderas y te lo hace notar, no importa, pues tú habrás conjurado el demonio del deseo inoportuno.
Respóndele que estabas seguro de que el documento en cuestión estaba ahí, pero que, efectivamente, te habías equivocado y se encuentra en la otra esquina de la mesa.



Ahora tienes que curarte en salud para la próxima ocasión que al muchachito se le ocurra tentarte. Como disfrutas de la ventaja de una iniciativa momentánea, que será tan efímera como efímera va a ser su preocupación por un papel que en realidad es insignificante, tienes que actuar con rapidez. Retrépate un poco en la silla y compón una sonrisa autosuficiente. No te será difícil; bastará que imites la suya.
Pregúntale cómo le ha ido en el último parcial. Como conoces el chisme que circula en la oficina, según el cual el hijo de tu jefe es más torpe que un recién nacido y falla más en los estudios que una escopeta de feria, hazle la pregunta sin que se te note que estás en el ajo, y aparentando interés genuino.
Verás con qué premura elude la respuesta y se zafa de ti. Correrá al despacho de papá, olvidando la sospecha que sobre ti le rondaba la cabeza, al menos de momento.
Es probable que reincida, pero la segunda vez te cogerá prevenido y sabrás a qué atenerte; y, sobre todo, y mucho más importante, te sentirás capaz de salir airoso de las situaciones comprometidas, por muy mala leche que pongan a tus pies para hacerte resbalar.


No ya el triunfo social, sino, sólo, vivir cómodamente en relación con la gente común (que, como queda dicho, son la mayoría), va a exigirte algunos esfuerzos a continuación del descubrimiento.
Pasea la vista alrededor. Contemplarás la más variopinta gama de conductas, tan diferentes entre sí como distintas son las personas. Observarás, en primer lugar, que el gay muy notorio tiene que poseer talentos excepcionales para ser aceptado, como les ocurre a los negros en las películas norteamericanas cuando andan tras las faldas de una linda y burguesa niña blanca a quien sus padres adoran. En estos casos, el negro consigue dejar de parecer negro, de tan indiscutible que llega a ser su prestigio profesional.
De igual modo, el gay notorio, aunque no sea confeso, está obligado a conseguir que dejen de verle como un gay recurriendo al deslumbramiento de su portentoso talento.



Recuerda el caso de algún escritor de moda o el de tal o cual actor. Fíjate en aquel preboste o en este clérigo. Llevan las plumas encorsetadas con el prestigio abrumador de una carrera llena de matrículas de honor; en estos casos, sus colegas son benevolentes y aunque nunca dejarán de menear condescendientemente la cabeza ante determinados gestos o actuaciones del interfecto, se hacen lenguas de sus virtudes, su cultura y sus conocimientos; lo cual es su modo de purgar el impulso que sienten en lo más hondo de su conciencia de mandar al gay en cuestión a tormar... el viento.



Dicen que hay políticos encumbradísimos y hasta obispos que, al salir del despacho, pasean por los oscuros caminos de la prostitución homosexual en busca de consuelo. El consuelo puede llamarse Manolo y tener los brazos más agujereados que un colador, como puede hacerse llamar Mimí y anunciarse en los clasificados de los periódicos como "activa y pasiva".
De igual modo, se sabe que ciertos uniformados, sea el uniforme negro sacro o bélico verde, gente más proclive que la mayoría a la "discreción" acogotada, costean los niditos de amor de algún futbolista de segunda, o algún novillero en ciernes, o algún actor emergente, o algún culturista de competición, o, los menos ambiciosos, algún modelo publicitario, quienes, en ausencia del mecenas, se corren la juerga padre con novia y amigos, y nadie podría poner la mano en el fuego sobre si lo hacen preferentemente con la una o con los otros, que los chulos, por definición, por necesidades "profesionales" y sobre todo por autoprotección, son defensores acérrimos de aquello de que "vino un barco lleno de gustos y se marchó vacío".



Te asombrarán las variantes posibles de los gustos y preferencias. Comprobarás que es difícil, muy difícil, prácticamente imposible, establecer baremos acerca de los modelos de comportamiento erótico, por muy simples y limitados que te parezcan los modelos de comportamiento social. Estos, de los que te hablaré más adelante, están sujetos a esquemas que admiten pocas diferencias, mientras que aquéllos, las preferencias sexuales o, para ser más preciso, el modo de actuar en la cama, y con quién, pueden estar teñidas con la mayor gama de matices que imaginar puedas.



Tales escritores, actores, políticos, clérigos y militares, artistas y deportistas, sobreviven al cianuro social a pesar de sus disimuladas, pero indisimulables, plumas gracias a un extenuante esfuerzo de desarrollo de su talento que no siempre se ve coronado por el éxito.
Tengas o no gran talento, te resultará más cómodo moverte en la sociedad heterosexual, que es, de hecho, la única que existe de modo funcional, si careces de plumas.


Cianuro, vitriolo, curare y los peores venenos destilados por las serpientes sociales te aguardan en todos los caminos.
Haz que tanto tu padre como tu madre lo sepan cuanto antes, aunque no sepan con certeza si eres gay. Conviene que ellos comprendan que su pequeña, mezquina y no confirmada frustración de no tener un hijo más macho que el caballo de Espartero, es una nadería comparada con lo que vas a tener que pasar tú.
Aunque todavía no hayas hablado francamente con ellos, y aun en el caso de que no pienses sincerarte jamás, necesitas recurrir a alguna argucia para que sepan lo que vale un peine gay.
Usa tu imaginación e inventa situaciones tales como una revista olvidada en el salón, abierta por la página donde se publica tal reportaje, o el recorte de periódico donde se informa de un ahorcamiento en Irán, o el libro que te han prestado donde se cuenta lo que hacía la Inquisición con los homosexuales hasta el anteayer que significa el siglo pasado, o enciende la televisión a la hora y en el canal en que sabes que van a ofrecer un debate entre homosexuales y dos señoras sexagenarias de la asociación "Tradiciones Tradicionalistas".
Que tus padres comprendan por sí y sin argumentación por tu parte que ser gay no es una elección, que no te has metido en ello por un impulso frívolo, que no eres un hedonista que "ha caído" en eso por vicioso ni un desalmado dispuesto a dar un disgusto de muerte a sus santísimos padres por capricho.
Tus padres tienen el derecho, y la obligación, de saber que su misión contigo, a partir de ahora, consiste en estar ahí, dispuestos a darte más cariño y mimos que cuando eras un bebé, dispuestos a no soltar un reproche ni por pasiva ni por activa y dispuestos, sobre todo, a enorgullecerse o avergonzarse de ti por lo que hagas y no por quién sea tu compañero de cama. Se lo digas o lo calles, les vas a necesitar solidarios contigo, pues vas comprenderás pronto que nada llegará interferir en tu vida tanto como el amargor o la dulzura del trato con tus padres.
Es que, amigo, el peaje que has pagado en tus primeros días de trabajo en la oficina es una bagatela infinitamente pequeña junto al peaje que todos, parientes, amigos y relacionados van a hacerte pagar durante tu vida.
Así que no agraves tu situación poniéndote el cartel en la frente que las plumas representan.