martes, 18 de enero de 2011

LA DAMA FINGIDA

Fabulación (todavía inédita), sobre la vida de los iberos en el Elche del III ac.
PUEDEN LEER A CONTINUACIÓN LAS PRIMERAS 82 PÁGINAS DE LA NOVELA.




LA DAMA FINGIDA

PARTE I

I
Comenzaba la primavera y lo percibían mejor los sentidos que el pensamiento de Adín, uno de los jóvenes varones más destacados de la matriarcal sociedad ilicitana. La sangre le hervía como un volcán, lo que se manifestaba con impulsos muy desconcertantes y sueños sensuales deliciosamente placenteros, pero tenía la mente demasiado ocupada con los malhumores como para disfrutarlos.
Había acudido al taller en busca de solidaridad y consuelo, por lo que le impacientaba que Istolacio se mostrara atento a su trabajo y no a lo que le estaba diciendo, como si no le oyera o creyese que no existía. El artista esculpía un exvoto para el enterramiento de la dama Sanibelser, muerta e incinerada hacía un mes, y arrancaba a la piedra las formas creadas en su mente con un golpeteo rítmico del escoplo, el cincel y el martillo, mostrando mucha concentración y sin apenas dedicarle a él una mirada. Para desahogar la rabia aunque tan sólo fuese un poco, necesitaba que Istolacio no se limitase a oírle como quien oyese el viento soplar.
-… y le dije a la Madre Mayor Nespaiser que no soy un apestoso extranjero de pelo amarillo ni un salvaje profanador cartaginés raptor de damas. Que soy natural de Ilici y ello me enorgullece. Aunque me enorgullecería muchísimo más si no tuviera que estar a todas horas pidiendo permiso hasta para darme pedos.
Istolacio sonrió, pero permaneció en silencio. Comprendía los enojos y la impaciencia de Adín, porque él también había pasado por eso antes de lograr que le consintieran demostrar lo bien que podía esculpir. Pero tal cosa había ocurrido hacía una eternidad, lo menos tres o cuatro años, y ahora ya era un adulto con muchas responsabilidades, que había ganado cierto respeto del Gran Consejo de Madres que gobernaba el reino. Miró de reojo hacia Adín. Su inmadurez le incapacitaba para disimular el malhumor, pero ya podía pasar por adulto, puesto que era un muchacho más fornido de lo común, con brazos muy bien torneados y piernas enérgicas que asomaban del todo bajo la breve túnica. Si las Madres no fuesen tan estrictas con sus prioridades de trabajo, le gustaría retratar a Adín en piedra. En realidad, lo mismo que a otras muchas personas de Ilici, pero no se lo permitían.
Para el Consejo de Madres, lo primero era siempre lo primero, y lo primero era lo que ellas decidían que debía estar en primer lugar, sin discusión posible. Y mucho menos, una discusión con hombres, pues las damas en general y la Madres del Consejo en particular consideraban una indignidad discutir con cualquiera de ellos, porque involucrarse en un debate con varones significaría rebajarse.
También Istolacio tenía motivos de quejas contra el Consejo de Madres, pero hacía tiempo que había conseguido que nadie se lo notara. El arte del disimulo y la sonrisa bobalicona eran en Ilici recursos muy útiles en el acervo masculino, lo que siempre debía acompañarse con el realce de los atractivos viriles hasta la exageración; aunque hubiera que recurrir a artificios, en lo que algunos se pasaban pues transitaban con clámides abultadas en la entrepierna como si hubieran robado una cabra. Así eran las cosas, así habían sido siempre y así había que aceptarlas. La igualdad de sexos que era, en el fondo, por lo que Adín suspiraba, era una pretensión imposible; un sueño tan quimérico como parar el Sol.
Adín volvió la cabeza hacia el refulgente mar que se presentía más que se veía a lo lejos, tras los numerosos pinos que coronaban la colina. La Gran Dama Reina, haciendo uso de una de sus limitadas prerrogativas directas, había asignado personalmente al escultor ese lugar tan excepcional, en el extrarradio de Ilici, con objeto de que las chácharas de las damas jóvenes, que aspiraban a ser retratadas a pesar de la prohibición, no distrajeran demasiado a Istolacio. Aún quedaban tres enterramientos de damas del año anterior sin exornar como merecieron en vida, según la alta consideración en que las había tenido el clan.
La colina era un lugar demasiado privilegiado para ser destinado en exclusiva a un hombre, que además no estaba casado con ua noble ni tenía relación familiar con ninguna dama de postín, pero las Madres habían hecho una excepción por tratarse de un escultor que, aunque joven, había dado muestras de talento y además, porque necesitaban con urgencia sus esculturas.
-Con tantos aspavientos y rabietas, pones cara de loco, Adín –bromeó Istolacio-. Espero que no sea más que la cara.
-Tú no puedes comprenderme. Como para ti todo es tan fácil…
-¿De veras lo crees? ¿Has olvidado los ríos de sudor que tuve que verter hasta conseguir que me permitieran esculpir?
-Pero es que ellas me dicen a mí cosas que me sacan de quicio, amigo. El plan de traída de agua para el riego, del que te hablé la semana pasada, hizo que me llamasen “tonto pretencioso y alocado, que vive en el delirio de los sueños imposibles”. Y luego, de modo un poco menos insultante, aunque ya me había insultado de sobra, va y me dice Neispaser, en el aparte que le pedí, que el Consejo no puede ni considerar el plan porque es demasiado original y no conocemos ni hemos oído de ningún pueblo que se le haya ocurrido el desatino de experimentar algo parecido. ¿Te das cuenta, Istolacio? Tenemos que ser monos de repetición. ¡Nos prohíben hasta el derecho a la originalidad! Nos paraliza la mediocridad.
Istolacio frunció un poco los labios. Trataba con ello de contener el asentimiento que había estado a punto de escapársele, puesto que las damas del Consejo le rechazaban todos los bocetos donde dejaba libre su capacidad creadora, libre de los rígidos cánones de más de quinientos años de tradición. Concordaba en muchas furias con Adín, pero no quería alentar las rabietas ni los cómicos mohines de su joven amigo.
-¿Has hablado con Irsecel últimamente? –preguntó, porque sabía que la mención de la hermosa muchacha haría que Adín desechara los demás pensamientos.
-¡A todas horas, Istolacio! Cuando ella está y cuando no, porque hasta en sueños le hablo. Pero como es hija de quien es…
Istolacio asintió. Adín había ido a poner los ojos precisamente en quien menos le convenía. Acabaría siendo objeto de burlas. Y no sólo por parte de las damas, sino también de los hombres, porque el peor enemigo de un hombre era en Ilici cualquier otro hombre.
-Cuanto más te impacientes con Madre Mayor Nespaiser, más difícil vas a tenerlo con su hija. Debes elegir.
-¿Elegir, Istolacio? ¡El qué! ¿Renunciar por amor a todo lo demás? ¿Aceptar ser un muñeco sin criterio ni inventiva, a cambio de que Irsecel me ame?
-No es discutiendo con Nespaiser como podrás conquistar a Irsecel. ¿No te das cuenta?
-¿Y qué hago? –preguntó Adín con un sollozo en la garganta.
-Afilar tu ingenio, Adín. Recuerda que la paciencia y la docilidad son en Ilici virtudes indispensables para la supervivencia de los hombres. Tienes que mostrarte apetecible, domeñado, realzar tus atractivos viriles de modo exageradísimo para que les pique la curiosidad y hacer circular el bulo de que resistes cinco acometidas sexuales todos los días. Así, no dudes que prosperarás y encontrarás pronto una dama que decida protegerte y cuidarte.
-¡O sea, que debo resignarme a ser un zángano y un objeto sexual toda la vida!
-No necesariamente…
-No te comprendo.
-Piensa, piensa, amigo. Y habla con tu abuela sin perder los nervios; ella es más sabia que nadie y tiene más experiencia que todo Ilici en conjunto. Fíjate en cuántas damas jóvenes hacen cola ante su casa todos los atardeceres, para oír esas charlas suyas que son como las lecciones de Platón. No hay una dama joven en Ilici que considere que pueda alcanzar ninguna meta ni alcanzar una alta alcurnia si no ha digerido las enseñanzas de tu abuela. Si te apearas de tus rabietas infantiles y decidieras pedir consejo a Bastugitas, podrías sacar conclusiones útiles, y actuar en tu provecho en vez de patalear y encorajinarte como lo haces. Piensa. Eres muy joven. Conseguirás tus metas con el tiempo si afilas tu ingenio y aprovechas las enseñanzas de tu abuela, ya lo verás.
















II
Bastugitas creía que había vivido más de lo conveniente. Hacía dieciséis años que a la madre de Adín, su hija Umarbeles, que tenía una hija de diez años ya, se le había ocurrido la idea peregrina de quedarse embarazada de nuevo, con la mala suerte de que llegó un varón. Umarbeles murió al nacer Adín y el zángano atolondrado del padre (un macho tan bien dotado de todo, que hubiera podido ejercer de prostituto en el lupanar de la playa) desapareció cuando el chico tenía sólo cinco años, metiéndose en la aventura absurda de viajar a África en un barco de esos cartagineses salvajes que llevaban más de una generación causando problemas en los reinos de Iberia. ¡Tontas ideas de hombre! El barco naufragó y ella, que había sido Madre Mayor la mitad de su vida, y que había vigilado con suma exquisitez la educación de su nieta Agirnesser, porque esperaba que fuese algún día su heredera, se encontró rebajada al papel de cuidadora de un niño. ¡De un varón!, como si tuviera la capacidad imposible de entender el pensamiento abstruso e insondable de los hombres.
Había servido al reino cerca de veinte años. Tiempo en el que vio pasar por el trono a dos Grandes Damas Reinas. La actual hubiera sido la tercera de no haber abandonado voluntariamente el cargo de Madre Mayor antes de que a ella la coronasen, uno de los hechos más sorprendentes que recordaban las damas encargadas de registrar las crónicas políticas de la ciudad. Según demostraba la historia y según, también, los proverbios favoritos de las damas ancianas, nadie que ostentase el poder lo abandonaba por su voluntad. Todo lo contrario. Se sabía de madres mayores que habían recurrido a toda clase de engaños y artimañas para conseguir el nombramiento. Por el poder se mentía siempre y había habido una vice-Madre Mayor durante la generación anterior, que era llamada “la cabra loca”, por el penacho de pelo que lucía habitualmente, semejante a un mechón de chivo loco, y gustaba de mujeres en vez de hombres, cuyas mentiras llegaron a ser tan clamorosas, que hasta los miserables hombres que no habían conseguido ser protegidos por ninguna dama se reían de ella. Se decía que “la cabra loca”, además de mentirosa y fabuladora sin imaginación, mandaba habitualmente incendiar las casas de damas que destacaban e, inclusive, mandaba matar a alguna que le pareciera que ambicionaba el poder o amenazase el de la Madre Mayor a quien servía. En razón de la norma no escrita, obtenía el cargo del poder efectivo, el de Madre Mayor, una dama cuyo clan fuese en ese momento el de mayor influencia en el Consejo y en el reino, pero en ocasiones las fuerzas estaban tan igualadas, que se recurría a tretas que muchas veces superaban lo lícito y hasta llegaban a caer en monstruosidades, de perversidad inconcebible para la gente común, aunque en tales casos siempre miraban todas para otro lado. Porque el poder, sobre todo el poder de pisotear y aniquilar a las enemigas, revestía a la Madre Mayor recién proclamada de un halo de dignidad e impunidad que velaba hasta los actos más innobles. Conspirar, asesinar, mentir y robar eran cosas que todas sabían que las poderosas hacían habitualmente, y se consideraba natural.
Las murmuradoras más cotillas contaban de una Madre Mayor de un siglo antes, apodada “la sandalera” porque su madre tenía una industria de fabricación de sandalias, que para conseguir el cargo, cuando se aproximaba el momento en que el Consejo debía adoptar su decisión hizo incendiar el granero colectivo de la ciudad, dejando por todos lados pistas que hacían sospechar del clan al que pertenecía la Madre Mayor cesante. A continuación, manipulando el boca a boca, consiguió exaltar los ánimos para que las damas más poderosas acudieran en manifestación ante el salón del Consejo de Madres, donde fueron proferidos toda clase de insultos contra la Madre Mayor saliente y contra su heredera, que se daba por seguro que iba a resultar elegida.
El incendio y la manifestación trastocaron las previsiones más clarividentes y, por primera vez en la historia del reino, fue designada una Madre Mayor que no estaba respaldada por el clan más influyente; para ello, firmaron una alianza tres clanes minoritarios, muy antagónicos entre sí, y de ese modo alcanzó el cargo supremo de gobierno quien de veras había prendido el incendio.
Bastugitas hizo una mueca, ya que le repugnaba pensar en ese caso, cuya autenticidad había confirmado gracias a una exhaustiva investigación que ordenó poco después de ser investida. La sandalera había infringido todas las normas, pero había sabido mentir muy bien haciendo creer al pueblo que quienes mentían eran sus oponentes. Que Bastugitas abandonase el cargo sin que nadie la forzara había originado toda clase de murmuraciones, y algunas comidillas adversas acompañaron los últimos recorridos que hizo entre su casa y el salón del Consejo.
Nadie sabía ni a nadie reveló el motivo. El corazón era en Ilici un órgano acorazado para toda dama que se preciase. Y ella, después de veinte años de gobierno honrado, justo y pragmático, había caído en el desvarío de sentir amor ¡por un hombre! Jamás se había enterado nadie, ni siquiera Beles, su criado mayor, que también era el principal de sus confidentes. Tristemente, el hombre, cuyo nombre se negaba a representarse siquiera mentalmente, había muerto tres años más tarde.
Liberada a los cuarenta y cinco años de las responsabilidades de gobierno del reino, sólo había disfrutado tres del amor y ahora contaba cerca de sesenta. Demasiado para una sola vida, y once de esos años perdidos en la educación sin utilidad ni porvenir de un varón, que últimamente había comenzado a crear muchos problemas. Adín era excepcional, pero también era excepcionalmente incordio. A todas horas llegaban a sus oídos rumores sobre las ideas demenciales de su nieto y también de sus rabietas maleducadas, pero ya estaba demasiado torpe para darle las palizas que merecía. Adín era un prodigio físico, poseía una belleza poco frecuente, casi sobrenatural, y ella sabía muy bien a quién se parecía y de quién había heredado tantos dones. También su cuerpo era un prodigio desusado, que generaba peligrosas envidias entre los muchachos de su edad, porque todos reconocían que nadie podría competir con él si decidía seducir a la dama más poderosa del reino. Porque, además, ella lo había bañado algunas veces de niño y sabía que habría de llegar el momento en que se le pidieran moldes de su virilidad para mejor representar los exvotos de las tumbas.
Le habían advertido de sobra y enviado toda clase de señales de advertencia, mediante personas interpuestas por su buen criado mayor Beles.
¿Iba a verse obligada a adoptar medidas más drásticas?













III
Bastugitas vio llegar a su nieto Adín desde la ventana. Pobre tonto. Con el cuerpo fastuoso que estaba desarrollando, sus movimientos ágiles y sensuales, lo que abultaba su túnica y la belleza casi femenina de su rostro, podría conseguir de inmediato el favor hasta de las damas de mayor alcurnia, aunque tuvieran consortes… si el muchacho no tuviera la enojosa osadía de pensar en cosas que no estaban a la altura de una mente masculina. Su pretensión de usurpar iniciativas que no le correspondían a ningún hombre iba a malograr lo que pudiera, de otro modo, ser una regalada vida de consorte de cualquiera de las damas más poderosas de Ilici. Debía tratar de corregir a ese díscolo muchacho antes de que se torciera como el árbol mal plantado que nunca su tronco endereza.
-Abuela…
Antes de poder continuar, Adín recibió una fuerte bofetada en los labios.
-¡Insolente! ¿Es que ya has olvidado las buenas maneras que te enseñé?
Adín tragó saliva. Se inclinó ante su abuela en profunda reverencia y mantuvo al enderezarse la cabeza gacha, en silencio, a la espera de que ella le hablase. Bastugitas lo hizo como si la escena previa no hubiera tenido lugar:
-Adín, hijo de mi hija Umarbeles, ¿vienes a honrar a la madre de tu madre?
Adín volvió a inclinarse mientras respondía:
-A la madre de mi madre y a todas sus antepasadas, honor.
La anciana sonrió con aprobación. Todavía no se había vuelto del todo un salvaje, aún recordaba sus lecciones, aunque le hubiera obligado a abandonar la casa al cumplir quince años. Ignoraba dónde dormía, cuestión que no debía preocuparla puesto que su aspecto era aceptable. ¿Sería capaz todavía de gobernarlo y dirigirlo de lejos, por su bien, aunque ya era un adulto?
-Últimamente, hemos oído cosas muy desagradables de ti –dijo Bastugitas, afectando en su tono severidad extrema-. ¿Tienes algo que alegar en tu descargo?
-Quien malas palabras os diga, madre de mi madre, mal os quiere. No es por maldad sino por amor a Ilici por lo que trato de contribuir con mis ideas. Vos me ensañasteis que el afán de superación es buena cosa.
Bastugitas asintió en su pensamiento, pero no permitió que el asentimiento se reflejase en su cara. En realidad, en el fondo el muchacho tenía razón y ella era culpable de haberle inspirado ideas inapropiadas para un hombre. Adín había crecido a la sombra de una dama acostumbrada a cavilar y a tomar grandes decisiones pero ya jubilada del gobierno y, por ello, proclive a sacralizar las cosas más nimias de la vida cotidiana. Sin darse cuenta, había educado a su nieto, en muchos sentidos, como si hubiera de ser una dama de gran alcurnia. Sentía por ello cierto remordimiento. Aunque fuese un varón y hubiera decepcionado al nacer todas sus expectativas, era su deber ayudarle a corregirse para adaptarse a la realidad de los hombres de Ilici.
-Acerca aquella esterilla y siéntate junto a mis pies, hijo de mi hija.
Adín obedeció. Bastugitas era el ser más venerable que podía imaginar y no le importaba sentarse a su pies. Podría, si se lo pidiera, arrodillarse y postrarse ante ella hasta tocar con su frente el suelo.
-Escucha… Adín. Cometí el error de enseñarte a pensar más de lo que te conviene, y temo que esa facultad no puedo extirpártela a estas alturas. Eres un hombre de dieciséis años ya, y deberías estar a punto de asegurar tu porvenir junto a una dama que te proteja, vista y alimente. En vez de ello, me dicen que recorres Ilici y sus campos como un errático y alucinado espíritu maligno, en busca de modos de incordiar hasta al mismísimo Consejo de Madres. Puesto que piensas, tendremos que intentar que pienses bien y de acuerdo con tus conveniencias. ¿Estás conforme?
Adín bajó los ojos para asentir. Trataba de evitar que su abuela descubriera en su mirada la hipocresía del sí.
-Lo primero es buscarte un buen partido, para que tu porvenir se aclare. ¿Ninguna te ha requerido yacijas? –Adín negó-. ¿Y alguna que te guste?
Adín asintió, rojo de rubor.
-¿Quién es ella?
-Irsecel, la hija de Madre Mayor Nespaiser, vuestra sucesora.
-¡Oh, no!
Involuntariamente, Bastugitas apretó los labios, pero volvió la cabeza hacia el espléndido paisaje que recortaba el cuadrado de la ventana. No deseaba que su nieto notase su turbación. Adín había ido a poner los ojos en la Luna. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado con ese muchacho?
Evocó el día del relevo de su sucesora al frente del gobierno de Ilici, sólo un peldaño por debajo del rango de la Gran Dama Reina y con mucho más poder efectivo que nadie en el reino. Recordaba con claridad la indisimulada sonrisa de triunfo de Nespaiser, entonces una joven dama insolente que llevaba tres años intrigando en su contra en todas las reuniones del Consejo de Madres. La había odiado con incontenibles impulsos asesinos, y estaba segura de que ella lo sabía, e intuiría aún que llevaba quince años odiándola con igual encono. Aunque fingía no oírlos y contenía la risa para que nadie pudiese murmurar que animaba las lenguas de la perfidia, sabía que circulaban por Ilici toda clase de chascarrillos sobre ambas, en los que Nespaiser era descrita habitualmente como la Medusa que, en vez de petrificar, podía ser petrificada por la mirada de Bastugitas. La vieja dama sonrió; en efecto, los grandes rodetes enjoyados del aparatoso peinado de Nespaiser le habían parecido siempre una evocación exacta de las serpientes que formaban el pelo de Medusa.
Tenía que pensar rápido, o podía verse involucrada en un conflicto cuyo alcance no estaba en estos momentos en condiciones de calcular.
-Escucha, Adín –dijo, apeándose de los formulismos-. Estás metiéndote en un lío de consecuencias tremendas y posiblemente muy peligrosas. Puesto que ya no puedo evitar que pienses, debo, al menos, protegerte de ti mismo. Haremos algo que será muy criticado en Ilici, pero no hay otra salida. Volverás a dormir aquí durante esta temporada y me consultarás todos los días, antes de tomar a tontas y a locas iniciativas tan perjudiciales para ti. Y olvida el plan de riego y todas esas zarandajas.


















IV
Había barrido la plaza ante su casa. Se había bañado desnudo cuatro veces en el estanque masculino de un rincón del llano, donde oficialmente ninguna dama iba pero todas espiaban disimuladamente; para tal ocasión, Bastugitas le exigió que tratara de pensar en sus amores y las fantasías eróticas más desenfrenadas para que, al quitarse la túnica, todo resaltase más. Había realizado inifinidad de encomiendas y recados muy indiscretos que, más bien, le correspondían a Beles, el criado mayor y, para muchos, el amante más o menos oficial de la ex gran Dama. Había aceptado que una de las amigas de Bastugitas, impertinente y sobona como una dama sin consorte e insatisfecha, de cuarenta años, maquillase su rostro con afeites egipcios, aunque a él no le agradaba ponerse esas máscaras de pintura en la cara que el noventa por ciento de los hombres lucía. Aunque Bastugitas se empeñara, él no necesitaba enamorar a ninguna ni provocar los deseos de nadie, porque su corazón había optado ya hacía una infinidad de tiempo, desde que tuvo la primera prueba de que su virilidad se había completado. El día que, durmiendo, manchó generosamente el catre por vez primera, estaba completamente seguro de que había soñado con Irsecel toda la noche.
De todas las cosas extrañas que le había exigido hacer su abuela durante la semana que llevaba viviendo de nuevo en su casa, Adín consideraba que la de hoy era la más rara de todas. Aunque mencionar a la hija de Nespaiser era uno de los asuntos innumerables que le había prohibido, acababa de ordenarle hacía pocos instantes que le pidiera visitarla. Pero debía exigirle acudir a la casa con toda clase de precauciones, disfraces y disimulos, de manera que nadie pudiera tener la ocurrencia de correr ante la Madre Mayor a murmurarle que su hija Irsecel visitaba a Bastugitas.
¿Cómo iba él a atreverse a exigir nada a Irsecel? Para complacer a su abuela no tenía más salida que intentarlo; aunque podía incurrir en osadía que tal vez la muchacha interpretase como ofensa, encontraría el modo de que ella entendiera que debía comportarse con la discreción que Bastugitas ponía como condición.
Le hizo una señal cuando Irsecel salía de la academia de canto y oratoria, suplicándole con la mirada que le siguiera; esa academia era otra barrera que se alzaba un poco más cada día entre los dos, porque en ella únicamente estudiaban las damas de importancia suprema, destinadas a ingresar algún día en el Consejo de Madres.
Irsacel compuso una mueca de extrañeza, pero cayó en seguida en la cuenta de que él debía tener razones muy poderosas para un acto tan grave de insolencia, que en determinadas circunstancias podía ser castigado con azotes, públicamente, en la Plaza del Sol abarrotada de gente.
Adín se puso en marcha sin mirar en ningún momento hacia atrás. Doblada la primera esquina, se permitió una mirada de reojo, para comprobar que, en efecto, Irsecel seguía sus pasos. Las pocas veces que habían hablado siempre lo hacían en la primera revuelta del íber y no lejos de la orilla, donde el bosque de encinas y zarzas era tan denso que pocos se atrevían a recorrerlo. Pero Adín lo conocía hasta en los menores detalles, porque ese territorio era uno de los fundamentales para su proyecto de acometida de riego. Eran ya siete las veces que había conseguido que Irsecel aceptara hablarle en ese lugar, a salvo de las miradas fisgonas de las correveidiles, porque en Ilici eran los murmuradores como arietes capaces de derribar muros de piedra. Supo que ella había comprendido a dónde se dirigía y por lo tanto ya no volvió a mirar atrás. En realidad, se apresuró con objeto de ganar la máxima distancia posible de la muchacha, para que nadie con quien se cruzara pudiera relacionarlo con ella.
La esperó agachado tras una adelfa cargada de capullos y flores fucsias a medio abrir. Cuando ella llegó, tuvo que sobreponerse a su turbación. El corazón se le había desbocado, sudaba con profusión y tenía la garganta seca. Se estiró la túnica para tratar de disimular lo que ocurría. De acuerdo con las reglas y los convencionalismos, se alzó, pero con la cabeza agachada, esperando que ella hablase primero.
-Te saludo, hijo de Umarbeles. ¿Qué me pides?
La voz de Adín se rompía en falsetes a causa de la sequedad que le producía en la garganta la cercanía de Irsecel. Trató de sumergirse en su mirada, a ver si en el fondo del mar de sus pupilas lograba descubrir un mínimo de correspondencia a lo que él sentía por ella despierto y dormido, de día y de noche, cerca y lejos. Pero la muchacha estaba siendo educada con rigor en todas las disciplinas que debía dominar una gran dama ilicitana, y la primera, el arte del hieratismo. No resultaba de buen tono que una dama de alcurnia dejase traslucir sus emociones. Por lo tanto, Adín notó con desolación que no había en el fondo de ese mar un fulgor que iluminase las sombras de su ánimo.
Con exquisito cuidado, y usando todos los recursos retóricos que había aprendido de su abuela, le contó el requerimiento de Bastugitas y la exigencia de embozos y disimulos. Empleó todos los detalles que consiguió recordar, resaltándolos a fin de conseguir convencerla, pero no habló de la razón que, con toda lógica, debía de motivar la petición.
-¿No te ha dicho qué me quiere?
-No, Irsecel. Te suplico perdón por mi ignorancia y mi descuido, al no preguntárselo como debí hacer. Sólo me ha dicho que desea hablar contigo.
La muchacha recorrió con los ojos la figura de su interlocutor de abajo arriba. Involuntariamente, fijó la mirada en su inflada entrepierna un instante más de lo discreto. Luego, remontó el torso como si pudiera acariciarlo. Sentía los primeros deseos de su corta vida, pero nadie iba a notarlo, y mucho menos él, a pesar de que el impulso de echársele encima era casi incontenible..
-Bien –respondió-. Dile que mañana me honrará visitar su casa a la hora del sol alto. Tú no puedes estar en la casa. Todo lo contrario. Debes festejar, cantar y hacerte notar por la Plaza del Sol y los ardedores, de manera que todas se den cuenta de te encuentras lejos de mí.


















V
Bastugitas examinó a la joven dama. Tenía mucha suerte. Con un poco de esfuerzo, podría lograr no parecerse nunca a la arpía de su madre.
Hubo de reconocer que se trataba de una joven hermosísima, con una melena castaña dorada por el sol que rebasaba su cintura, ojos del color del mar, boca trazada con la simetría y la perfección de una imagen de Afrodita y movimientos llenos de elegancia. A pesar de su corta edad, sus pechos se querían escapar de la clámide, vaporosa como el aire, que revelaba la perfección afrodítica de sus curvas. Difícil de olvidar, y por ello recordó haberse cruzado con ella en alguna oportunidad, en que habiéndole llamado la atención se preguntó quién podía ser. Ahora que lo sabía, celebraba no haberla requerido nunca para preguntarle el nombre.
Conociendo como conocía de sobra a Nespaiser, estaba segura de que debía de haber pintado ante su hija a su antecesora en el cargo como el monstruo más espantoso del mundo. Sabía que entre sus íntimas retrataba a su antecesora como una especie de maga capaz de paralizar con los ojos. Así ocurría siempre con los monstruos, que se volvían ciegos para su propia monstruosidad y sólo la veían o creían verla en las demás.
-¿Cómo te llamas, hermosa?
-Irsecel.
-¿Cuántos años tienes?
-Quince.
-¿Has hablado con alguien de esta visita?
-No, gran Dama. Y, sobre todo, no lo sabe mi madre, si es lo que os preocupa.
Bastugitas asintió muy levemente. En efecto, tal como presentía, Nespaiser había enlodazado el nombre de su antecesora sobre todo ante su hija, para desviarla de la tentación de acudir en busca de su sabiduría, cosa que hacían la mayoría de las jóvenes damas de Ilici. Preguntó:
-¿Dónde supone ella que te encuentras ahora?
-Recogiendo moras para el licor que gusta de elaborar el padre de mi madre, Suicetarten. No os preocupéis. Ya he completado este cesto con la ayuda de una amiga, ¿veis? Disponemos de tiempo para hablar, si es lo que deseáis.
-¿Qué opinas de Adín, hijo de Umarbeles?
-Ignoro el significado de vuestra pregunta.
Bastugitas contuvo una sonrisa. La chica era inesperadamente discreta y lista, si se tenía en cuenta la espantosa educación que debía haber recibido de Nespaiser.
-¿Te parece hermoso?
-Sí, es muy hermoso.
-¿Lo encuentras sensual y atractivo?
-Todas dicen que lo es.
-¿Te parece deseable?
-No sería discreto responderos afirmativamente.
Ingeniosa forma de decir que sí, pensó Bastugitas. Ahora, sonrió abiertamente.
-¿Consideras que podría, tal vez, en el futuro, ser un buen candidato para convertirse en padre de tus hijas?
Irsecel miró fijamente a los ojos de Bastugitas. No podía responder esa pregunta ni afirmativa ni negativamente.
-Os ruego me excuséis, gran dama Bastugitas. Sabéis que aún me quedan dos años para poder responder esa clase de preguntas.
Bastugitas contuvo una risita. Vaya con la niña.
-¿Qué opinas de sus… iniciativas, esas locuras de las que habla a todas horas?
-Como podéis imaginar, no hemos tenido oportunidades de hablar con extensión de esas ni de otras cuestiones. Pero no todas sus ideas me parecen verdaderas locuras. El problema…
Irsecel se mordió el labio.
-El problema es que esas ideas las haya tenido un hombre –completó Bastugitas.
Irsecel asintió, desviando un poco la mirada.
-¿Tú crees que si convenciese a una intercesora, habría alguna posibilidad con… tu madre? ¿Consideras que existe algún medio de convencerla?
Irsecel miró a los ojos a Bastugitas, con una media sonrisa.
-¿Intentáis que os descubra intimidades de mi madre?
La anciana estuvo a punto de reír con un aplauso, pero se contuvo y afirmó:
-¡Líbreme nuestra diosa Isbel de tentaciones de esa naturaleza! Nunca te sonsacaría para forzarte a caer en indiscreciones. Y mucho menos, para que traiciones a tu amada madre.
Irsecel sonrió muy levemente. Creía a Bastugitas capaz de todo eso y de tramas y urdimbres muchísimo más graves. Era una leyenda en Ilici el pozo sin fondo de sus recursos, artimañas y habilidades.
-En última instancia, ¿considerarías justo tratar de ayudar un poco al hijo de mi hija Umarbeles?
Irsecel contuvo la respuesta unos instantes. Tal vez se había enredado ya, con sólo visitar a Bastugitas; un lío cuyas consecuencias podían perjudicar su porvenir, pero si era sincera consigo misma, sí deseaba que terminase el cerco de burlas y la maledicencia que se estaba generando en torno a Adín. No tenía del todo claro por qué sentía ese deseo.
Ella era en esos momentos la joven dama más envidiada de Ilici. Y a la que más gestos de sensualidad provocadora dedicaban los jóvenes varones. Muchas veces durante el último año había tenido ocasión de probar el acíbar de competidoras envidiosas, y en Ilici la envidia de una joven y pretenciosa dama llegaba a manifestarse con moras impregnadas de cicuta. Por otro lado, muchos varones de familias muy destacadas le enviaban casi a diario dibujos representando sus atributos, e inventarios minuciosos de los bienes que sus madres se disponían a entregar como dote a la dama que los convirtiera en sus cónyuges.
-¿Conocéis a la dama Tibas, gran dama Bastugitas?
-De lejos –respondió Bastugitas, un poco desorientada-. Era aún más joven que tu madre cuando yo presidía el Consejo, demasiado como para intimar con una dama tan joven que, además, era tan amiga de…
Bastugitas se mordió el labio.
-¿De mi madre?
La anciana asintió.
-Tibas puede mediar a favor del hijo de vuestra hija, gran dama.
-¿Consideras que se podría arreglar?
-Sí.
-¿Qué sería necesario que yo haga?
-Preparad un obsequio para ella. Sin revelarle que yo quiero que venga, conseguiré que acuda a hablar con vos. Pero sois vos quien debe conseguir inclinarla a vuestro favor.





VI
El Consejo de Madres era el núcleo central de un complicado juego de influencias que se organizaba en círculos concéntricos según el grado de las respectivas capacidades persuasorias, los parentescos, la capacidad de chantajear a las políticas y los argumentos y triquiñuelas que cada una fuera capaz de maquinar para presionar o, inclusive, extorsionar de un modo sutil.
Naturalmente, no se le llamaba extorsión ni chantaje, que eran dos de las muchas palabras malsonantes según los rigurosos códigos ilicitanos, sino capacidad de seducción o, todo lo más, inducción. No se llamaba mentira a los embustes evidentes y clamorosos de Neispasser, sino “faltas a la verdad”. No se la llamaba perjura por haber jurado fidelidad a la Reina, mientras a todas horas se jactaba de su republicanismo. No se la llamaba traidora por mandar misiones de negociación con los cartagineses, cuando había jurado ante el consejo que jamás negociaria con ellos si no dejaban antes las armas. Un siglo después de su mandato, continuaban comentándose los disparates y traiciones de “La Sandalera”, que siempre, siempre, presentaba proyectos y peticiones al Consejo disfrazándolos de manera que habitualmente parecían otra cosa, más insignificante de lo real, y así eran aprobados todos los disparates que la Sandalera era capaz de imaginar. Luego, siempre conseguía convencer al pueblo de que había cumplido con su deber y eran los otros quienes mentían. En realidad, las formas perniciosas de gobernar durante el último siglo habían sido consecuencia e imitación de las locuras y abusos de la Sandalera.
Las palabras “corrupción” y “cohecho” permanecían erradicadas del lenguaje coloquial de Ilici desde hacía muchas generaciones de políticas, y cuando afloraban actos monstruosos de cohecho tan obvios que no podían ser ocultados, las encargadas de tramitar los juicios ante la Reina –de las que se sabía que cobraban más de los infractores que del tesoro de Ilici- remoloneaban de modo ominoso a fin de que, caducado el plazo que las leyes establecían, el delito prescribiese y no se pudiera impartir justicia.
La justicia era en la política de Ilici un gran mercado de compraventa. Todas lo sabían y todas callaban, inclusive Bastugitas, porque durante su gobierno ella no había sido capaz de enfrentarse a las burócratas encargadas de tan espinosa, vergonzante y corrompida cuestión.
Perpetuamente, había una hermana, una hija o la madre de una dama del Consejo sensible a los obsequios, cuya accesibilidad intercesora podía ser comprada, palabra, asimismo, erradicada. Tampoco se le llamaba “compra”, pues era habitual recurrir a eufemismos como “transacción” o “convenio”. Si una madre arreglaba las cosas para que sus hijos varones no participaran como tropa en una guerra con mal cariz, no compraba ni untaba a la generala; simplemente, lograba su avenencia mediante la donación de abundantes pertrechos bélicos.
Cuando una dama de relieve pretendía alzar su residencia con vistas al río o a la Plaza del Sol, o al hermoso edificio del Consejo, a su donación de grandes y numerosos sillares de piedra no se le denominaba “corrupción pétrea”, sino cooperación generosa y voluntaria para el engrandecimiento de Ilici.
Siempre había sido igual, siempre se habían producido críticas por parte de las opositoras aspirantes a Madre Mayor, sobre todo las pertenecientes a un grupo de minúsculos clanes rurales unidos bajo la denominación de “Siniestra Junta” que, llamándose a sí mismas progresistas, eran en realidad un monolito inconmovible, opuesto a toda iniciativa que significarse prosperidad y desaqrrollo. Todas acababan, al final, incurriendo en lo mismo, porque se trataba de una conducta mucho más incardinada en la naturaleza humana que la idea utópica de un gobierno honrado y sin mácula.
El juego y el tráfico de las influencias, la justicia injusta y el soborno eran en Ilici institucionesn tan firmes y estables como el trono de la Gran Dama Reina y el Consejo de Madres, o quizá más.










VII
Pocos días después de la visita de Irsecel a Bastugitas, Adín advirtió por casualidad los movimientos en torno a Tibas tanto de la muchacha como de su abuela. Vio que la amiga más íntima de su adorada se dedicaba ahora a cortejar y lisonjear a Tibas con mucha frecuencia y grandes aspavientos, y que la ayudante de mayor confianza de Bastugitas también la cortejaba. Siempre muy bien informado, por la deformación casi femenina que Bastugitas le había insuflado durante su educación, sabía que Tibas era la primera de las confidentes de Neispasser, a quien lisonjeaba de un modo tan exagerado, que había que ser estúpido o la propia Neispasser para creerse sus adulaciones. Era fea como para asustar a una hidra, razón por la cual jamás habría tenido la menor posibilidad de convencer a nadie para apoyar su candidatura al consejo. Sabía que no podría escalar posibiciones por sus propios méritos, porque además de su fealdad pavorosa se le atribuía un fuerte retraso mental, y sin embargo sabía adular de modo tan untuoso y arrastrado a la Madre Mayor, que recibía el favor de ésta. Lo que probaba en buena manera el tamaño del discernimiento de Neispasser, pero el poder jamás era cuestionado en Ilicvi y, por la tanto, nadie, salvo la propia Bastugitas, se atrevía a pensar siquiera que la Madre Mayor actual podía ser un estúpida muy solemne, más solemneaún que las galas que tanto le gusta lucir aunque no fuesen necesarias.
Tibas estaba siendo cortejada para alguna clase de influencia.
¿Qué estarían tramando Irsecel y su abuela? Con toda probabilidad, se trataba de algún subterfugio, probablemente inventado por Bastugitas, en el que había conseguido involucrar a Irsecel.
Ahora que ella, su adorada, podía hallarse implicada en asociación con Bastugitas, temía más que nunca por lo que hubiera de pasar a continuación, ya que a todos sus temores se unía el de perderla.
Lo comentó con el escultor Istolacio.
-Lo hacen por ti, Adín. Me extraña que, con lo mucho que cavilas a todas horas y sobre todas las cosas, no te hayas percatado.
-¿Por mí?
-Pero hombre, ¿es que no te das cuenta? ¿De quién es Tibas la mejor amiga íntima, de toda la vida?
-De Madre Mayor Nespaiser.
Istolacio asintió como dándole la razón a su propio pensamiento. Contempló el rictus de ansiedad que Adín presentaba en su hermoso rostro. Siempre tenía reparos de alentar demasiado alguna de las pretensiones del joven, porque tendía demasiado a comportarse como si hubiera de llegar a ser una dama muy influeyente. Era sólo un hombre, nada más que un hombre, por lo que su educación en el meollo de la teoría política de Ilici iba a ocasionarle muchas decepciones y sufrimientos a lo largo de su vida.
-Y, casualmente –contradijo Istolacio-, ¿de quién es Tibas prima hermana?
-No lo sé. ¿De quién es prima hermana Tibas, Istolacio?
-De Torio, el consorte de la Gran Dama Reina. Pocas damas de Ilici podrían tener tanta capacidad como tiene Tibas de influir, desde fuera, en los acuerdos del Consejo de Madres, aunque sea más tonta que un pez bobo. Tibas padece retraso infantil, todas lo saben, pero tú y yo –y tal vez tu abuela- sabemos que Neispaser no sería aceptada en las academias de Atenas.Algo se está tramando y creo que por ti. Si se tratara de que Irsecel o Bastugitas anduvieran dorándole la píldora por separado, no habría motivos para cavilaciones; pero haciéndolo en conjunto, significa que están maquinando algo a tu favor. Prepárate, chico. Seguramente, un día de estos te llamarán para que hables de tus proyectos ante el Consejo de Madres.













VIII
Bastugitas oyó distraídamente a su nieto, que le contaba con entusiasmo infantil que había sido mandado llamar por la Madre Mayor. El alborozo le producía incomodidad y, en el fondo, impaciencia. Algunos días desearía que Adin fuese una mujer y otros, como ahora, sentía ganas de mandarlo capar y venderlo como esclavo a un serrallo cartaginés.
El joven le causaba más quebraderos de cabeza que ninguna otra cosa, aparte de desconcertarla a cada paso. Era tan bello que podía doler la vista de tanto contemplarlo, y sin embargo asomaban bajo su corta túnica dos piernas robustas y sinuosas como las de un hortelano. Por su lógica y la justeza de su discernimiento, hubiera actuado muy bien como una dama de alcurnia, digna heredera suya. Pero todas esas virtudes en un mozo, inclusive su belleza, podían convertirse en gravísimas rémoras. ¿Qué iba a hacer con él cuando las decepciones fueran amargándolo, si antes no había conseguido convertirlo en cónyuge de una dama de prestigio?
No había muchas cosas que pudiera proyectar para él, y cada vez más se convencía de la necesidad de castrarlo y venderlo como objeto sexual para un rico africano. Por otro lado, sabía positivamente que en Ilici sería muy mal visto que una dama de su alcurnia vendiera a un nieto. Todas sabrían de sobra que no lo hacía por necesidad económica, pero todas aprovecharían la ocasión para fabular y difamar sobre esa cuestión, principalmente las partidarias más acérrimas de Neispasser y las socias de los tres grupúsculos de Siniestra Junta, aunque conocieran sobradamente la dimensión de su fortuna. Aunque tal vez sería, precisamente, lo muy indiscutible de su patrimonio económico lo que generaría las mayores calumnias. No podía vender a Adín, o al menos no podría venderlo públicamente. Si llegaba a hacerlo, sería Beles el encargado de su emaculación y el que llevaría el peso de la negociación secreta con algún poderoso y rico cartaginés.
No paraba de preguntarse si lo que había obsequiado a Tibas se vería justificado por los resultados, pues se trataba del muy envidiado collar de conchas y caracolas de nácar heredado de la madre de su madre, a quien se lo había legado una antepasada que lo había recibido de otra antepasada, hasta el origen del tiempo.
Le había costado gran esfuerzo desprenderse de esa joya.
A cambio, ¿escucharía el Consejo de Madres la descripción de los proyectos de Adín con verdadero interés o escenificaría una audiencia de puro trámite? Estaba convencida de que el grupo de Siniestra Junta actuaría como con todas las cosas que significasen prosperidad y mejora de la vida ilicitana, hablar en vano de justicia social y progreso, para torpedear e impedir toda innovación. Lo habían hecho siempre y lo harían perpetuamente, porque no sólo su filosofía era un disparate, sino que la educación de todas ellas era muy deficiente. El grupo de Nespaiser, aunque fingiese interés, seguramente sabotearía cualquier conato de aprobación por el solo hecho de que Adín fuera nieto de quien lo era. Del grupo que ella había auspiciado cuando ostentaba el poder, sólo quedaba una integrante del consejo, Tresbalasser, sentada también a la izquierda de la Gran Dama Reina como las dos del grupo de Siniestra Junta. Por lo que le rumoreaban, Tresbalasser apenas hablaba en las sesiones de debate, para no ser acusada de connivencia con la anterior Madre Mayor, con lo que podía decirse que el consejo tenía, en realidad, sólo cinco miembros en lugar de las seis que se sentaban de tres en tres a izquierda y derecha de la Gran Dama. .
En realidad, lo único que a Bastugitas le importaba era asegurarse de que su nieto se calmara mientras decidía qué hacer con él, y además de mejorar un poco el oscuro porvenir que tenía, la librase a ella del entredicho en que se hallaba por culpa de sus excentricidades.
Para solucionar de una vez la que había sido su mayor preocupación de las últimas lunas, Nespaiser era la clave, por mucho que detestase reconocerlo. Trató de evocar todos los detalles del primer encuentro que tuvo con ella.











IX
Como la actual Madre Mayor era una mujer perfectamente olvidable, Bastugitas no estaba del todo segura de que hubiera sido la primera ocasión en que ella y Nespaiser se hablaron directamente, pero fue sin duda la que se fijó en su memoria para siempre, porque la antipatía entre ambas había nacido en aquel instante, cuando la joven dama demostró sin tapujos ni disimulos aspirar a ocupar cuanto antes su puesto Le había parecido algo estúpida de lejos, pero en cuanto habló ya no tuvo ninguna duda. Ni de su perfidia imposible de disimular.
¿Cuántos años tendría entonces Nespaiser? Daba igual, puesto que consideraba que esa dama no tenía edad reconocible, ya que para comparar su rostro con el de un caballo había que pedir disculpas a los caballos. Tambiénm para comparar su expresión con la de una raposa, habría que cuidarse de los enfados de la raposa. Pero era seguro que Nespasser tenía entonces la edad suficiente para ser tenida en cuenta cuando se produjesen las deliberaciones sobre quién debía sucederle en el cargo, acontecimiento que no tardaría en ocurrir porque durante la luna anterior había manifestado su voluntad de dejar el Consejo.
Curiosamente, al notar cuánto empeño ponía Nespaiser en conseguirlo sintió ganas de continuar, pero ello habría supuesto un escándalo, dado que jamás en veinte años como Madre Mayor se había contradicho a sí misma ni había mostrado dudas. Se hubiera dejado cortar un brazo antes que fallar en algo que hubiera prometido, cosa que de suceder no hubiera extrañado a nadie, ya que desde el gobierno de La Sandalera el paciente pueblo de Ilici daba por supuesto que su mayor gobernante mentía de modo habitual, y que ello debía de ser natural. A lo hecho, pecho, se dijo, mientras maquinaba cómo conseguir que la joven de rostro caballuno malograse por sí misma las posibilidades que tuviese, cuestión que Bastugitas no había indagado porque el espionaje de otras personas le parecía una actividad indigna y muy desagradable, costumbre que también había implantado en su momento La Sandalera, que mandaba espiar inclusive a quien no tenía ambiciones de gobierno. Bastaba que cualquiera destacara en Ilici por su actitividad, para que La Sandalera exigiese a sus colaboradoras informes que de alguna manera incriminasen al espiado, a fin de tener en sus manos la posibilidad de extosionarla o presionarla.
El proyecto de dejarla hacer para que ella misma se estrellara en sus ambiciones desmesuradas, le rondó la cabeza. Lo meditó durante una semana, evocó ahora con una sonrisa. Había pedido ayuda e inspiración a varias de sus íntimas e inclusive a su consorte. Cuando creyó que el plan estaba maduro, mandó llamar a Nespaiser.
-Decidme, Madre Mayor –dijo la joven aspirante con descaro intolerable, sin esperar a ser preguntada.
Bastugitas apretó los labios e inspiró hondo por la nariz, para mantener el control. A continuación, trató de componer su mejor sonrisa.
-He decidido prepararte para ser mi sucesora, dado que tanto lo deseas.
Tras una efímera expresión de sorpresa, notó la mirada pretendidamente incisiva de Nespaiser, en busca de una verdad que no estaba a su alcance discernir pero, sin duda, sospechaba de su generosidad.
-Porque tú, Nespaiser, ansías ser Madre Mayor, ¿no es cierto?
Las mejillas de Nespaiser se encendieron. Bastugitas mantuvo los labios cerrados para que no aflorase la sonrisa sarcástica que estallaba en su boca.
-¿Me equivoco, Nespaiser?
La joven carraspeó.
-No, Madre Mayor Bastugitas. No os equivocáis. ¿De veras creéis que yo…
-Oh, desde luego. Posees una de las condiciones indispensables. La ambición.
Nespaiser sonrió sin percibir ironía alguna en la frase de Bastugitas.
-Y… ¿creéis que estoy capacitada?
-Es lo que trato de ayudarte a conseguir. Primero, tenemos que calibrar el temple de tu carácter, porque no creas que el cargo conlleva sólo regalías y privilegios. Lo más duro es lo que hay que aguantar.
-¿Aguantar?
- Oh, sí. Pero no te inquietes demasiado. Si tienes ambición, no me cabe duda de que también tendrás aguante para, por ejemplo, aceptar que tu consorte dé las órdenes en tu casa y la dirija, en vez de hacerlo tú.
Notó el desconcierto en los ojos de Nespaiser. Que ocurriera tal cosa en su hogar quedaba fuera de lo imaginable. Pero reconoció que hasta ese momento no se le había ocurrido pensar que el tiempo para ejercer de Madre Mayor tendría que detraerlo de otras actividades.
-De manera –continuó Bastugitas- que convendría que te entrenases en obedecer a los varones, por tu interés.
-¡Qué decís, gran dama! ¿Obedecer a los varones?
La expresión de Nespaiser era de escándalo y repugnancia extrema.
-Naturalmente –continuó Bastugitas-, hay que hacerlo de modo que no se note y, sobre todo, que nadie pueda notarlo. Es una cuestión de entrenamiento, te lo aseguro. Pero no es eso lo más arduo.
-¿Ah, no?
-Es mucho más peliagudo organizar una guardia de la que puedas fiarte. Y ten en cuenta que no me refiero a las capitanas ni a la generala. Hablo de la tropa masculina, ¿comprendes?
-No, gran dama.
Bastugitas, que tenía que hacer esfuerzos para no soltar la risa, cabeceó simulando un gesto de impaciencia admonitoria.
-Tendrás que amarrar la fidelidad absoluta de cada uno de los varones que aceptes como miembros de tu guardia. Para ello, piensa en los recursos que podrías usar, porque pensándolo es como atinarás con los medios mejores. Yo lo hice mucho antes de ser proclamada Madre Mayor y si quieres un consejo leal, deberías empezar a hacerlo ya desde estos momentos, sin esperar siquiera a que tu nombramiento comience a ser debatido.
-¿Estáis segura, gran dama?
-¿Acaso dudas de mí?
La duda de Nespaiser duró sólo un instante antes de responder que no con un enérgico movimiento de cabeza, pero fue lo suficientemente larga como para que Bastugitas la detectara. La aspirante a sucederle no sería muy lista, pero tampoco era estúpida del todo. Si se descuidaba, iba a comprender de un momento a otro que estaba burlándose de ella y tratando de persuadirla de hacer todo lo que no le convenía. Por ello, fingió la expresión más dulce y afectuosa que pudo para decir:
-Me pareces tan idónea para el cargo…
Confirmándose su convicción de que no había nada que ablandase más una voluntad que una lisonja a tiempo, Nespaiser sonrió enternecida y tragó saliva, como si la emoción de ese reconocimiento pudiera ahogarla.
-…que no querría verte indefensa ni un momento más –continuó Bastugitas-. Debes procurarte un grupo de varones leales en seguida, antes de que te salga una competidora en el Consejo que vaya a correr más que tú.
La idea de tener que competir con otra pareció alarmar a Nespaiser más que cualquier otra cosa,
-¿Qué tengo que hacer, Madre Mayor?
Bastugitas sonrió. Ahora, Nespaiser había aflojado del todo sus defensas. Podía convencerla de incurrir en consentimientos y regalos con varones, que con la ligereza de todos los hombres se apresurarían a jactarse en el mercado y en las tertulias de la Plaza del Sol, de manera que antes de media luna las murmuraciones habrían acabado con todas las posibilidades de Nespaiser.
Los varones ociosos eran los seres más chismosos de Iberia. Principalmente, los consortes que vivian regaladamente, protegidos por las damas de quienes dependían. Exento de trabajos penosos, holgaban la mayor parte del día en conversas y basños remolones, donde trataban de exhibir sus atractivos de modo que los demás viesen por qué eran tan bien tratados por sus damas. En el estanque del baño y en las tertulias se pronunciaban las exageraciones y los embustes más alucinantes de Ilici. No teniendo nada más de que enorgullecerse, todos pugnaban por asombrar a los demás con proezas sexuales que nadie creía. Pero un rumor relativo a una aspirante a Madre Mayor sería, al menos, comentado clamorosamente de calle en calle.
















X
Pero no ocurrió de ese modo, rememoró Bastugitas con un rictus de contrariedad.
Durante el cerco de rumores y burlas que se produjo a los pocos días de aquella conversación, Nespaiser demostró una capacidad maniobrera tan formidable, que pudo sobrevivir y realizar todas sus ambiciones.
No sólo dio sexo a los varones de su guardia; también regalías en oro, de manera que ellos se lanzaron a una campaña de safíos y retos a lo largo de la plaza, para que las burlas y rumores cesasen. Y efectivamente, Nespaiser recogió con la discreción el fruto de sus iniciativas.
Confirmó con ello sin ninguna duda que la sociedad civil, sobre todo las damas más pudientes y acomodadas, cultivaban afanosamente la mediocridad. Con el sistema, tan viejo como el género humano, de tapar el desnudo las impudicias de otro con la esperanza de ser tapado algún día en justa reciprocidad, se producía una especie de pacto de las mediocres en que todo fulgor de talento o de inteligencia superior naufragaba irremisiblemente.
Las mediocres conchabadas se lanzaban con ferocidad contra el brillo de cualquiera que, iluminándolas por contraste, pudiera desvelar sus mediocridades. Difamaban, calumniaban y zancadilleaban para que nadie pudiera deslumbrarse.
Nespaiser supo aprovechar el pacto no escrito de la mediocridad. Se agenció una corte de aduladoras infames que esperaban ser premiadas en su mediocridad por la mediocridad gobernante. Siempre se armaba un revuelo cuando salía de su casa, al recorrer el pasillo de las lisonjas que pronunciaban para ella una multitud que exhibía los desechos mejor disfrazados de la ciudad: damas cuarentonas que habían perdido toda esperanza de destacar; desdentadas malolientes que no conseguí que ningún varón quiesiera no ya convertirse en su conyuge; ni siquiera que se la llevara al iber una noche; contrahechas que, habiendo perdido toda esperanza de consuelo, habían buscado el consuelo de amigas tan infradotadas como ellas mismas.
Pasó Nespaiser durante varios días entre los aplausos de esa corte de monstruas, pero, de lejos, se escuchaban las aclamaciones pero no se veía bien quién las realizabas, de manera que fue extendiéndose por Ilici la idea de que Neispaser era muy venerada por el pueblo.
Ganó las votaciones del Gran Consejo de Madres, la Gran Dama Reina dio su consentimiento y, finalmente, el pueblo casi en pleno la aclamó en la plaza sin que nadie comprendiese que fomentaban la autocomplacencia de una mediocre sin remedio.
Pero Bastugitas tenía que reconocer que, poco a poco, había llegado a comprender que, a pesar de todo, Nespaiser poseía varias de las virtudes esenciales de toda gobernante:
Obsesivo espíritu de supervivencia; capacidad de dar codazos hasta en el vientre que la parió; resolución de romper todas las dentaduras que tratasen de morderla; decisión de matar a sus propias hijas si fuera necesario para mantenerse en el poder. Y, sobre todo, la más demente y fanática de las egolatrías.
Sabía reconocer esas virtudes, porque ella también las había poseído. Ahora, era ya lo suficientemente mayor para darse cuenta de que cuando dejó de ejercer como Madre Mayor, al abandonar el poder, se había convertido en mejor persona.


















XI
Se encontraron de nuevo en el recodo más umbrío y frondoso del íber. Adín la vio llegar con un ciclón en el corazón y la respiración suspendida. Lo que sentía por Irsecel no era sólo el deseo carnal, que tan bien describía Istolacio cuando le ayudaba a aclarar sus dudas acerca de lo que ocurría casi todas las madrugadas con su cuerpo. Sabía de algunos pueblos del litoral que hablaban despreocupada y sinceramente de amor, pero en Ilici ésa era una palabra malsonante. Mas, si no podía llamar amor a lo que sentía por Irsecel, ni resultaba posible englobarlo solamente en el deseo carnal, ¿cómo sería lícito denominarlo? Le ocurría algo que no podía definir cuando pensaba en lo que había dentro de su pecho; era como sentir una nostalgia muy poderosa de algo que no sabía lo que era. A veces, le acudía a la mente la idea de que acaso los hombres, de conseguir liberarse, gobernarían de un modo más compasivo que las mujeres, pero la desechaba de inmediato porque le parecía que ofendía a Irsecel con sólo pensar tales cosas. Sin embargo, el desconcierto no podía sacudírselo. Experimentaba una forma muy especial de soledad. Su abuela, que era su referente familiar más inmediato y poderoso, poseía unos entramados de ideas y teorías que no tenían nada que ver con las suyas. Las muchachas a las que podía hablar sin demasiado protocolo, abundaban en lo mismo; pero si se acercaba a varones de su generación a explicarles que la enorme desigualdad de sexos de Ilici ni podía ser beneficiosa y que deberían pensar en organizar un movimiento de liberación masculina, los muchachos primero reían nerviosamente y, en seguida, se burlaban de él, y ellos habían sido sus principales difamadores, los que difundían por el reino el convencimiento de que no solamente era raro, sino que llegaban a afirmar que Adín estaba loco.
Esa calumnia había ido ganando terreno durante el tiempo que había vivido fuera de la casa de Bastugitas, un lapso que podía considerarse el de su maduración como hombre. En lactualidad, sentía el vacío que se producía constantemente a su alrededor. No le evitaban descaradamente, porque al fin y al cabo pertenecía al clan tradicionalmente más poderoso e influyente de la ciudad, pero tampoco le tocaban palmas.
Ahora, escondido tras la adelfa gigantesca, que ya estaba enrojecida del todo por la profusión de flores abiertas, tenía ganas de correr hacia Irsecel y abrazarla, naturalmente, sin sometimiento a los ritos absurdos que la tradición había tejido. Tal profanación sería inadmisible, y lo sabía de sobra, pero ¿quién podía poner freno a su corazón hambriento?
Aunque fuerte y resuelta, Irsecel se movía como si pudiera levitar, etérea y grácil como la mariposa más bella de Iberia. Se preguntó si llegaría a parecerse con el tiempo a su madre. Nespaiser era regordeta, andaba sin ninguna majestad, a saltitos, y cuando reía, lo que no hacía de modo espontáneo jamás, era como si el cazador de patos hiciera sonar estridentemente su pito de engaño. La hija nunca iba a parecerse a la madre. Esa idea le resultó inadmisible; el cuello de Irsecel era como el asta de una bandera, el soporte firme y esbelto para la algarabía de colores y belleza que era la bandera de su rostro. Su cintura era capaz de las cabriolas más elegantes y donosas que hubiera contemplado jamás y sus piernas eran como el resumen de todas las músicas de danza del mundo. Como varón, no le estaba permitido optar; estaba obligado a esperar que una dama lo eligiera para consorte. Pero ya no tenía remedio. Sin pretenderlo, había incurrido en uno de los atrevimientos más castigados en Ilici; se había enamorado de una dama sin haber sido requerido por ella.
Salió del escondite y, como mandaban las reglas, rindió un poco la cabeza en señal de sometimiento y respeto, esperando que Irsecel le hablase. Ella sonrió suavemente y dijo:
-Salve, Adín, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas.
-Que Isbel vele por ellas y por ti y tus antepasadas–respondió Adín.
-¿Has decidido ya de lo que hablarás al consejo?
Adín quiso detectar en la pregunta una inquietud sincera e intensa de la muchacha en cuanto a su futuro.
-Todavía no –respondió-. A lo mejor debería exponerles un proyecto sencillo, que no represente demasiado trabajo ni muchos cambios en la vida diaria de Ilici. ¿Crees que sería buena idea hablar de calzado?
Irsecel afectó indiferencia. Nunca conseguía decidir claramente cómo retratar a Adín en su mente. Todas en la ciudad criticaban su audacia y afeaban sus pretensiones, notables aunque él las disimulase bien, pero cuando el muchacho se aproximaba a ella los rumores y murmuraciones sobre una supuesta osadía inadmisible quedaban opacados por lo que parecía pusilanimidad. Le resultaba muy complicado conciliar la imagen que todas tenían de él con la que ella percibía. La hermosa cabeza del muchacho se elevaba un palmo por encima de la suya y tenía hombros de cantero y brazos y piernas de púgil; la quijada se le había aguzado recientemente, los pómulos se habían vuelto montañas en sus mejillas y su voz ganaba profundidad día a día, entre algún que otro falsete causado por el descontrol de la infancia residual. Un poderío físico tan notable quedaba disuelto bajo la mansedumbre sumisa con que siempre se le acercaba.
Y luego estaba esa costumbre suya de morderse los labios con reiteración, como si se lo comieran los nervios por no tener qué decir.
Adín se mordió los labios de nuevo. Irsecel estaba posponiendo demasiado su respuesta y tenía que aguantarse las ganas de insistir, lo que no sería de buen tono. Siempre tenía que hacer lo mismo ante ella, contenerse para no desairarla. Reprimirse para no espantarla de su vera. Callar para que ella no enmudeciera.
-No creo que tu idea de calzarnos de un modo tan complicado les guste demasiado a las damas del Consejo, porque no resuelve ninguno de los problemas que percibimos a diario y que de verdad afectan a nuestra vida. ¿Quién necesita calzado más elaborado y primoroso que estas esteras de esparto anudadas, si casi siempre vamos descalzos? Es mejor que pienses en otro proyecto.
-La traída de agua…
-Saltas de lo pequeño a lo demasiado grande, Adín. Todas en Ilici han oído ya sobre ese proyecto y se han reído por ello. Hasta los varones se ríen.
En realidad, eran los varones quienes reían públicamente, pero se burlaban con un ensañamiento del que Adín no había conseguido todavía resolver el porqué.
-Sólo es grande por los resultados que podría traer, Irsecel.
-¿Qué quieres decir?
-Que no representaría demasiado trabajo. No habría que paralizar las actividades de Ilici para llevarlo a cabo.
-¿Estás seguro? Por las murmuraciones, parece que te propusieras convulsionar el mundo y las vidas de la gente.
-Así sería por los resultados, Irsecel, pero no por los esfuerzos que deberíamos hacer.
-¿Estás, de verdad, convencido de que es así?
-Puedo asegurártelo y demostrártelo.
-Entonces, trata de que al describírselo a las Madres no parezca tan grande.
-¿Cómo puedo hacer eso, Irsecel?
-Imitando a las damas del consejo. Habla mucho diciendo lo menos posible.
Adín no sonrió la humorada. Irsecel se dijo que estaba demasiado exaltado y no encontraba el modo de atemperar sus ímpetus.
-¿Has visto –continuó Adín- lo que ocurre cuando sembramos en el meandro del íber, donde tanta humedad llega a las raíces de las plantas? Allí, todo crece mucho más que en nuestros huertos. Lo mismo sucedería si traemos agua en abundancia para regarlos, sin tener que acarrear en cántaros unas gotas que casi nada favorecen los sembrados, a pesar de los esfuerzos que nos cuesta.
-Pues habla de otra cosa más insignificante.
-Todos los demás proyectos que acaricio son bastante más penosos de realizar y requieren grandes medios, Irsecel. Si regásemos los huertos con abundancia, produciríamos cinco o diez veces más de todo. Sólo por eso es grande.
-Sí, ya lo veo. Pero trata de que no lo parezca tanto. Sé de lo que hablo. Los cambios en Ilici no pueden ser tan drásticos, porque todas sentiríamos miedo. Es lícito y honorable temer los cambios demasiado revolucionarios; es ley natural. Puesto que Tabis ha convencido a mi madre que, a su vez, ha convencido al consejo, no llegues de buenas a primeras aparentando que quieres ponerlo todo patas arriba, de manera que te echen como a un perro.
Irsecel detectó el fuego que ardía en el pecho de Adín. Temió que no sólo pudieran expulsarlo a patadas como a un perro sarnoso, sino que le ocurriera algo peor.


















XII
La sala del Consejo era la estancia más imponente de Ilici, mucho más que el recargado y recoleto recinto real, semejante a un pequeño templo, donde, aunque muy raramente, la Gran Dama Reina recibía en audiencia privada entre millares de exvotos ofrecidos a la diosa Isbel por sus visitantes. El recinto real parecía a la vez santuario, mausoleo y sancta sanctorum; los candiles que ardían perpetuamente habían depositado su olor rancio durante siglos, por lo que el ambiente era sofocante para cualquiera que no estuviese acostumbrado. La Gran Dama Reina se había adaptado tanto al olor como a la sensación de que en esa estancia sólo vivían los muertos, y los vivos tenían que vivir un poco en suspenso para aguantar. Allí, ocupaba un sitial construido con hermosas piedras de colores, semipreciosas; un lugar alto donde a cuantos se les permitía entrar parecía una diosa encarnada en una mujer inmóvil. Ahora, en su papel mudo de símbolo y diosa viviente, se encontraba sin embargo sentada casi a la misma altura que las madres del Consejo, tres de ellas a cada uno de los lados de la pequeña tarima cubierta de esteras sobre la que reposaba el ampuloso y dorado trono real.
El hieratismo y la inmovilidad de estatua de la Gran Dama Reina eran inherentes a su majestad, pero en buena medida también los imponían las galas que la tradición le obligaba a vestir en las sesiones solemnes del Consejo. Era tan grande el peso de las joyas entreveradas con el peinado que, luego de varias grandes damas desnucadas, la tradición artesanal ilicitana había ideado una especie de percha en el respaldo del trono real, donde se podía apoyar disimuladamente el cogote para evitar los esguinces y las roturas de cuello. Porque además de los festones y colgantes dorados de la mitra, de por sí muy pesados, las dos trenzas inmensas iban enrolladas a ambos lado de la cabeza, formando rodetes casi metálicos de tan profusamente que iban recubiertos de peinas, fíbulas con colgantes y cadenas de oro.
Pero no sólo en la cabeza era aplastante el peso. En torno al cuello, y tapándole casi todo el pecho, llevaba tres collares de oro macizo que, según las comidillas vecinales, representaban en conjunto un cuarto del tesoro real de Ilici. Del primer collar colgaban los amuletos, talismanes y símbolos distintivos de la Gran Dama precedente; del segundo, los de la madre de la Gran Dama presente y del tercero, los propios. Representaban pequeñas ánforas, caracolas y muchos otros objetos, evocadores sólo para los sentimientos y emociones de cada una de sus propietarias.
El vestido también era harto pesado, y no sólo porque llevase hilos de oro y plata entretejidos con el lino, sino porque, además, portaba una infinidad de colgantes, prendidos con fíbulas, cada uno de los cuales representaba sin excepción a las diferentes familias destacadas de Ilici.
El remate, y también el colmo, era el manto, un compendio de cuanto significaba lujo y ostentación en el reino, pues todas las familias influyentes habían ganado cierta parte de esa influencia aportando joyas con forma de flores, barcos, frutos e imágenes, todo de oro, para engalanar el recargado tejido teñido de púrpura, cuyo festón de bordados llenos de piedras de colores y cascabeles pesaba, por sí solo, más que la oronda anatomía de la Gran Dama Reina.
Por todo ello, resultaba comprensible que no hubiera movido ni un músculo de la cara, ni tan sólo una pestaña, cuando condujeron a Adín a su presencia. No se dibujó en sus labios la más leve sonrisa, y al joven le pareció que ni siquiera le sería posible mover los ojos bajo el peso abrumador que soportaba. Era como una estatua encarnada de la diosa Isbel, pero no le inspiraba respeto ni le impresionaba; en realidad, además de ganas casi incontenibles de reír por sus esfuerzos de mantenerse erguida bajo la montaña de oro, lino y lana, sintió por ella algo de compasión.
El Consejo de Madres estaba formado por seis consejeras, incluida la Madre Mayor, que se sentaba a la derecha de la Gran Dama Reina, en el sillón contiguo. Los siete asientos formaban un semicírculo, una media luna en cuyo eje había un sencillo poste de piedra, que era el lugar más temido y al mismo tiempo más ambicionado de Ilici. Todos soñaban con tener algún día una razón para ser escuchados por el Consejo, y a la vez, todos temían tener que presentarse en ese mismo sitio a responder de acusaciones y denuncias.
Curiosamente, Adín no se sintió intimidado en los primeros instantes. Junto a las cavilaciones sobre los cálculos de cómo hablar de su proyecto de riego, tenía el pensamiento alborotado. Conservaba en el pecho un exaltador ramalazo del acelerón que su corazón había experimentado cuando, para desearle buena suerte, Irsecel le había acariciado con mucho disimulo el mentón, un momento antes de entrar.
Ahora, notó los ojos de águila de Nespaiser, clavados en sus labios como si no pudiera soportar cruzar la mirada con él. Junto a ella, las madres Saxibelser y Estorpel lo examinaban con igual dureza, pero directo a los ojos. Saxibelser tenía el pelo como la estopa, intrincado y enredado pero dentro de un peinado con forma de jamón de jabalí que no podía imaginar Adín de qué forma podía podía haber sido compuesto. Por su parte, Estorpel miraba con un ojo el Consejo y con el otro el paisaje de la ventana.Lo suyo no era estrabismo, si extrabizquera. Al joven le era imposible mirarla, porque le causaba desazón no poder determinar si le estaba mirando o no con cualquiera de sus ojos.
Adín sonrió disimuladamente a Tresbalasser, sentada a la izquierda de la Gran Dama; era la antigua pupila de su abuela, de quien esperaba gestos y palabras de apoyo.
A continuación de ésta, se sentaban las dos últimas y más temidas madres del consejo, Oricumel y Usarbael, las representantes del clan denominado Siniestra Junta quienes, según le había advertido con mucha insistencia Bastugitas, serían las más exaltadas y firmes opositoras de su proyecto, “porque se expresan muy retóricamente y hablan de progreso, y se denominan a sí mismas progresistas, pero llevan tres generaciones oponiéndose encarnizadamente a cuanto haría que nuestro reino progresase”. Era una verdad que todo Ilici conocía; las madres de Siniestra Junta usaban toda clase de recursos discursivos para presentarse a sí mismas como amantes fervientes del progreso, y todos sabían que se negaban y oponían con denuedo a toda obra que significara progreso. Usaban la prosopopeya más afectada y grandilocuente para señalarse a sí mismas como las representantes máximas de todos los anhelos de avance y modernidad para Ilici, pero a la hora de votar el suyo era, invariablemente, el voto del no. Si a una Madre Mayor le daba por considerar más seguro para la ciudad que se derrumbase una hilera de construcciones para reforzar la muralla y despejarla, las madres de Siniestra Junta peroraban hasta la extenuación sobre que esas construcciones eran indestructibls por sus valores históricos y por su “significación” para la cultura de la ciudad. Dado que ellas daban prueba a diario de no tener la menor cultura y de ignorar la historia, casi nadie les prestaba oído. Todos preveían que en uno o dos consejos desaparecerían, ya que su pérdida de influencia y número no paraba de decaer en las dos últimas generaciones, lo cual les daba de todo modos, lamentablemente, oportunidad de continuar perjudicando a Ilici durante uno o dos consejos más. .
Adín hizo recuento. Salvo que el obsequio de Bastugitas a Tabis hubiera valido para que ésta predispusiera a Nespaiser en su favor, consideró que sólo podía contar con Tresbalasser para que abogase en su favor. Pero la expresión de ésta, con la boca entreabierta y ojos alelados no le produjo mucha esperanza.
Fue Nespaiser quien tomó la palabra, según las rígidas normas del ceremonial:
-Tres importantes damas de Ilici nos han solicitado que te escuchemos, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas. Cualquiera que sea el proyecto que tengas intención de presentarnos, debes recordar las tres guerras tan cruentas que hemos sufrido el año pasado. Dos de ellas, las de los salvajes de pelo dorado de las montañas, las superamos sin excesivos quebrantos gracias al heroísmo de nuestras generalas, pero la última, el intento de invasión de los bestiales y contumaces cartagineses, costó demasiado no sólo en vidas de muchos consortes y sus hijos, sino también en oro. El tesoro de Ilici flaquea desde entonces, como todo nuestro pueblo sabe bien. Padecimos tremendas pérdidas hace muy poco tiempo y, por lo tanto, este consejo confía en que no nos pidas lo que no podemos darte.
Adín estuvo a punto de rebatir esta observación, puesto que su proyecto no requería de oro, pero recordó a tiempo que no le estaba permitido hablar todavía. Recitó mentalmente uno de los consejos que más le había repetido su abuela: “Durante la presentación ante el Consejo, no olvides en ningún momento que las gobernantes tienen muchísimo interés por exponer sus puntos de vista y muy poco, prácticamente ninguno, por escuchar los de los demás. Neispaser y las otras cinco madres se apresurarán a explicarte en términos políticos, que es la forma más confusa de explicarse, todo cuanto conoces y conocemos de sobra, pero no tendrán ninguna prisa por enterarse de detalles novedosos y desconocidos de tu proyecto. No tengas prisa por hablar; déjalas agotar todas las flechas que lleven en cada carcaj, y toma la palabra sólo cuando te pregunten y consideres que a ellas no les quedan armas”.
Nespaiser señaló con un gesto de la mano a la madre sentada al final de la fila opuesta, que asintió al recibir licencia para hablar.
-Creemos que eres muy osado y de que es muy grande tu osadía –dijo Usarbael, una mujer cuyas ojeras oscuras hacían pensar en los más temidos monstruos legendarios del bosque y cuyos errores semánticos se afeaban más por la voz cascada con que los pronunciaba-, y mayor todavía es tu descaro, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas. El tema es grave. Son muchas, muchísimas, las damas de Ilici que se han presentado ante nosotras para presentarnos quejas por tu insolencia, ya que defiendes con demasiada exaltación y en términos excesivamente enfáticos el tema de esos desvaríos tuyos, sin mostrar consideración ni considerar la dignidad de los oídos que te escuchan ni escucharlas con veneración ni mostrarles el respetuoso respeto que les debes mostrar por el tema de su alcurnia.
Mientras hacía un esfuerzo enorme por no burlarse de la abominable forma de hablar de la representante de Siniestra Junta, Adín consideró que “muchísimas” era una palabra desmesurada. Según sus conjeturas, solamente dos damas podían haber expresado esa queja, y se trataba de dos ancianas conocidas de sobra por sus excentricidades y traspiés, ya que agotaban personalmente todos los años las reservas de vino de sus haciendas. Poco respeto habían de merecer quienes tan pocos méritos juntaban a su crepuscular dignidad heredada. Pero tampoco a la fea, inculta y ríspida jefa del clan Siniestra Junta podía contradecirla. Aún no le habían autorizado a hablar.
-Entendemos –Adín se alegró, porque ahora Nespaiser había otorgado la palabra a Tresbalasser, la fiel pupila de su abuela- que pretendes ahorrar sudores y trabajo a los varones de Ilici.
Desbaratada de golpe su efímera alegría, Adín se sobresaltó. Quien más debía ayudarle, había nombrado el argumento que más le podía perjudicar, puesto que quienes llevaban todo el peso del acarreo de agua en cántaros y ánforas eran hombres, lo cual no podía ser una de las preocupaciones prioritarias del Consejo de Madres. ¿Qué pretendería con ello Tresbalasser?
Habiendo hablado ya las jefas de los tres clanes representados en el consejo, a partir de ese momento eran libres las intervenciones de las seis madres, sin que Nespaiser tuviera que concederles la palabra. Pensando en los consejos y recomendaciones de su abuela, Adín intuyó acertadamente que soltarían todas las andanadas antes de permitirle expresarse.
-Tal parece –dijo la desagradable Usarbael- que quien te haya educado no te hizo comprender exactamente de cuál es tu posición como hijo de quien eres hijo ni como varón, por si lo has olvidado, que pareciera que sí que te olvidaste, porque ya sabemos lo flaca que es la memoria de vosotros los varones. Tal parece de que quieres usurpar el tema de las funciones y actuaciones propias de damas. Tal parece de que pretendieras apoderarte del tema que concierne a dignidades que no están al alcance de un varón. Tal parece que te has olvidado o ignoras el clan a que perteneces, el tema de tu género y que no deberías tener más ambición que complacer a la dama que se fije en ti y convenga en convertirte en su consorte que le convenga, y no venir a tratar de influenciar con malas influencias a quienes tienen el deber sagrado de servirnos como servidoras.
Usarbael se expresaba de modo tan deficiente y enredado, que Adín no estaba del todo seguro de entender lo que había dicho. Sólo había detectado con claridad la voluntad de poner en entredicho la capacidad educadora de Bastugitas.
Oricumel, la compañera de clan de Usarbael, parecía ansiosa de hablar aunque daba la impresión de que no se le ocurría qué argumentar ni preguntar. Adín miraba en su dirección porque como estaba al lado de Usarbael, no tenía que apartar la mirada del todo del rostro tan sombrío y amargo.
En ese momento, descubrió algo en lo que no había reparado antes. Un ligero movimiento le hizo notar que los pesados cortinajes situados tras el solio de la Gran Dama Reina dejaban una rendija abierta entre los pliegues. Más allá, estaba demasiado oscuro como para distinguir ninguna forma, pero la ilusión más que el presentimiento le hizo suponer que los ojos de Irsecel le observaban. Sí, estaba seguro. Irsecel trataba de que no olvidase nada de lo que tanto ella como Bastugitas le habían advertido, en el sentido de tener calma y paciencia y no dejarse alterar ni por la peor de las patadas en los dientes de su orgullo.
-¿Tienes claro, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas –preguntó Nespaiser-, que no disponemos de oro para tus proyectos y que, por el contrario, disponemos de demasiados testimonios y quejas contra ti?
Como no se le había autorizado todavía expresamente a hablar, Adín bajó la cabeza con humildad.
-Puedes hablar –dijo por fin Nespaiser.
Adín se aclaró un poco la garganta, porque estaba seguro de que su voz iba a sonar llena de falsetes y gallos. Inspiró hondo para decir:
-Gloria, Gran Dama, y honor a la diosa Isbel, que ojalá derrame sobre tu cabeza todas las bendiciones y bienaventuranzas que mereces, por el bien de Ilici. Y a vosotras, madres del Consejo, que todos los dioses os ayuden y materialicen los buenos actos de gobierno que ejecutáis en beneficio y provecho del pueblo ilicitano. Vengo ante vosotras humildemente a hablaros de una inquietud que me corroe desde que era un niño pequeño. Habiendo observado que en los meandros de nuestro íber las plantas y árboles crecen más grandes y vigorosos, comprendí pronto la importancia que el riego tiene para los cultivos. Pero sudamos y nos esforzamos por hacer producir esos cultivos, removemos la tierra y plantamos, tal como cien generaciones de tradición nos han enseñado, pero poco es el agua que podemos añadir a la que la lluvia aporta de manera natural. Aunque todos los hombres de Ilici pasaran todo el día transportando cántaros y cántaros de agua, sería siempre insuficiente. Por ello, llevo pensándolo hace muchos años…
-¡Vaya descaro! –protestó Usarbael-. Tienes tan sólo dieciséis años y tienes la pretensión de llegar ante nosotras pretendiendo engañarnos con el tema de tu edad, pretendiendo hacernos creer que son muchos los años que piensas en ese tema del riego del laboreo de nuestros campos de labor. Propongo al consejo que expulsemos a este varón indigno y mentiroso…
-Exijámosle que nos pida perdón –atajó Nespaiser, lo que abonó la esperanza de Adín. A fin de cuentas, el obsequio de su abuela a Tibas podía haber ejercido alguna influencia en la voluntad de la Madre Mayor-. Hazlo y sigue tu exposición, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas.
-Pido respetuosamente perdón –dijo Adín con humildad- por dar a entender que reflexiono sobre mi proyecto más años de los que he vivido. En realidad, creo que tendría unos once años cuando pensé en ello por primera vez. Fue cuando descubrí una de esas construcciones asombrosas de los castores…
Notando el murmullo producido por las dudas de las madres, sobre todo las sentadas a la izquierda de la Gran Dama, Adín aclaró:
-Son unos animales muy laboriosos que abundan en las zonas altas de nuestro íber y a veces se aventuran por aquí abajo, cerca de Ilici. Con objeto de construir madrigueras seguras para sus crías, hacen islas artificiales en medio de los íberes, pero para ello necesitan, primero, que las aguas se remansen. Con tal objeto, realizan unas obras que causan admiración; cortan con los dientes ramas y árboles pequeños, logrando que caigan sobre el íber y, de ese modo, crean unos diques que retienen y serenan la corriente. Casi siempre, esas obras ocasionan un pequeño lago. Mi idea es imitar a los castores y poner una barrera de troncos y vasijas de barro llenas de arena, represando las aguas para conseguir que el íber forme un lago junto al meandro más cercano a Ilici. He andado muchas veces el trayecto desde ese lugar hasta nuestras tierras de labor; a lo largo de los tres mil doscientos pasos de recorrido, siempre es un declive suave, sin barreras insuperables ni fuertes desviaciones…
Incapaz de fijarse directamente en sus pupilas por un resabio del que no quería darse cuenta, Nespaiser escuchaba al muchacho con los ojos fijos en sus labios, casi paralizada por la trascendencia de lo que explicaba. Parecía tan sencillo y solucionaría tantos problemas, que no podía comprender por qué no se le había ocurrido la idea a ella o a cualquiera de las madres del Consejo. De llevar a cabo el proyecto, los cambios tanto económicos como sociales en Ilici serían de tal magnitud y tan beneficiosos, que Adín se vería catapultado a una clase de veneración pública que sólo debía corresponder a la Gran Dama Reina y a las diosas. Simultáneamente, su clan familiar y, sobre todo, su enredadora e intrigante abuela Bastugitas, reinaría en el Olimpo. Es decir, si se materializara ese plan, Adín y, principalmente, su hermana Agirnesser se convertirían en una gravísima amenaza para su cargo de Madre Mayor.
-El remanso –continuó Adín su exposición- podríamos conseguir crearlo con muy poco trabajo; luego, ahora sí con un poco más de esfuerzo, desde allí se puede cavar un pequeño canal de un codo de ancho, que nos traería en abundancia, y sin ningún esfuerzo, agua para el riego de nuestros sembrados y también para las necesidades del pueblo ilicitano. Habría un ahorro importantísimo del trabajo de los varones, que podríamos dedicarnos con mayor intensidad a la preparación militar y tendríamos mucha más agua de la que necesitamos…
Adín dejó la frase a medias porque descubrió la descomposición y la ira en la expresión de Usarbael. Parecía que fuese a saltar de su asiento impulsada por santa indignación. El muchacho tragó saliva mientras trataba de identificar exactamente qué palabra o qué frase suya podía haber causado ese efecto.
-¡Eso es blasfemo, irreverente y una salvajada propia de salvajes! –exclamó la fea consejera del clan Siniestra Junta- ¡No sólo te recreas ofendiendo con ofensas y molestando a las viejas damas del reino sino que, además y para colmo de males y desatinos desatinados, pretendes ofender a la naturaleza, creando de manera artificial unos artificios antinaturales que los dioses no nos legaron!
De eso se trataba. Como afirmaba su abuela, el clan de Usarbael llevaba varias generaciones oponiéndose a cuanto significase progreso y desarrollo. ¿Qué ofensa a la naturaleza era quitarle un poco de agua a un íber? Sería para regar un campo donde, para roturarlo, sí que habían violentado la naturaleza, eliminando toda la vegetación silvestre que existía con anterioridad. Tenía ganas de espetarle lo muy miope e intolerante que le parecía, a pesar de su disfraz y sus protestas de progresista, pero no podía permitírselo a sí mismo. Ningún hombre en Ilici estaba autorizado para contradecir públicamente a una dama aunque fuera su propia esposa. Menos podía hacerlo un postulante ante el Consejo de Madres. Pero en verdad que Usarcel le producía una especie de urticaria anímica, tal como le ocurría a Bastugitas.
-Yo… -fue a decir Adín, en busca de un argumento de descargo.
Pero Nespaiser le interrumpió:
-¿Qué esperas sacar de esto, hijo de Umarbeles hija de Bastugitas?
La perplejidad enmudeció a Adín un instante. La Madre Mayor parecía acusarle de perseguir alguna clase de beneficio personal.
Sin darle tiempo a reponerse del estupor, Nespaiser continuó:
-Perteneces a un clan que lleva muchas generaciones influyendo con afán y con demasiada fuerza en la política de Ilici. La madre de tu madre fue mi predecesora en el cargo de Madre Mayor. Para nadie en nuestro reino es un secreto que Bastugitas abriga grandes esperanzas en relación con tu hermana viuda, Agirnesser. Todos suponemos que Bastugitas la ve como su heredera y sospechamos que manipula toda clase de intrigas para conseguirlo. Y todos están convencidos de que en cuanto alumbre la hija póstuma que su consorte tuvo el descaro de dejarle al morir, la madre de tu madre impulsará su candidatura para que ingrese en este consejo. ¿Vienes ante nosotras, Adín, hijo de Umarbeles, para abrir una brecha a favor de que tu hermana tome el poder, desplazándonos a las veteranas?
Adín se sintió a punto de estallar. Notaba el calor de sus orejas, cuello y mejillas enrojecidos por la ira. Podía sospechar, ahora que había sido mencionada, que la ayuda de Bastugitas tal vez escondía esa intención, pero en su pecho o en su mente no había ni la menor sombra al respecto. Jamás había pensado en Agirnesser en relación con el riego de los campos de Ilici y, en realidad, hacía tiempo que eludía encontrarse con ella, porque al ser viuda y dándose la circunstancia de que él era su pariente varón más cercano, le correspondía sustituirla en los dolores de parto, cuestión que cuanto más se aproximaba menos le complacía. En realidad, todavía no había resuelto cómo eludir esa obligación, elusión que habitualmente podía acarrear fuertes castigos.
Ahora, al ser acusado tan directamente por la Madre Mayor, caía en la cuenta de lo muy condicionada que estaba su vida por pertenecer a su clan. Todos sus actos serían vistos bajo el mismo prisma y ello podía llegar a incluir su amor por Irsecel, si algún día fuese conocido públicamente. Miró hacia la rendija del cortinaje y, ahora sí, alcanzó a ver su rostro, que le estaba aconsejando severamente calma y paciencia. Sin embargo, ya no le quedaba de lo uno ni de lo otro, por lo que dijo:
-Tengo el orgullo de ser hijo de quien soy, porque ello constituye mayor dignidad de la que abrigan ciertos salones de Ilici. Pero esa misma dignidad me obliga, por lealtad a mi propia sangre y a la historia de mi estirpe, a ser fiel, servicial y generoso con el pueblo ilicitano. Jamás ha pasado por mi mente esa intención de la que me acusáis. Mi única pretensión es contribuir a la grandeza de Ilici.
-¡Porque crees que este Consejo de Madres no hace nada por esa grandeza! –acusó Usarbael, ahora afeada más aún por su furibundo aire de reina ofendida.
Nespaiser intervino con tono amargo y gutural:
-Presumes, y así lo has dado a entender con suficiente claridad, de tener tú solo más dignidad de la que hay dentro de este salón, que es el principal de Ilici. Eso representa una ofensa intolerable no sólo para este Consejo de Madres, sino para la mismísima Gran Dama Reina. Sal inmediatamente y aguarda en casa de la madre de tu madre el castigo que decretaremos.
El rostro de Irsecel emarcado por la cortina se ensombreció yu bajó la mirada hasta un punto indefinido.
Adín bajó los ojos y, al mismo tiempo, pareció que sus hombros se hundían hasta hacerle parecer un viejo de treinta y cinco años.

















XIII
Irsecel tenía muy claro su papel en la vida y creía decidido su futuro, que no podía ser otro que figurar entre las damas de mayor relevancia de Ilici y, tal vez, llegar algún día a ser una de las seis madres del Consejo. Y, por qué no, convertirse tarde o temprano en Madre Mayor.
Había sido dotada con dones físicos poco frecuentes. A la belleza excepcional de su rostro se unía la armonía de su figura, exuberante en algunos detalles, como el pecho. Danzaba muy bien, cantaba aceptablemente, componía canciones hermosas y su gracia y donosura eran envidiables, pero nada de eso iba a servirle para nada. Lo único de su naturaleza que constituiría un arma para su futuro era la inteligencia. Y la astucia. Su ingenio, muy elogiado también, podría ayudarle, pero no era lo esencial. La preparación militar que había recibido, muy meticulosa y extensa, resultaría fundamental para llevar adelante sus planes. Tenía que fomentar cuento fuera posible su inteligencia y su astucia, porque su destino estaba marcado.
Y, por otro lado, en el camino hacia lo que eran verdaderas metas, solamente había una cosa indiscutible: jamás podría contrariar a su madre. Ninguno de sus objetivos naturales sería realizable si no contaba con suanuencia. Nespaiser era la raíz, el fundamento y parte indispensable de todos sus programas para el porvenir y, por lo tanto, no podía permitir que surgiera en su pensamiento la más elemental idea de rebeldía ni de oposición frente a sus designios.
Por ello, sentir preocupación por la suerte de Adín era un pecado horrendo, que le reconcomía las entrañas y que no debía tolerarse a sí misma. Pero por más que se había esforzado toda la tarde no lo podía evitar. ¿Tal vez sería porque no había en Ilici otro joven más guapo, airoso y arrogante? ¿Estaría asociando sin darse cuenta la grandeza de su porvenir con la necesidad de disponer de un consorte muy destacado y muy especial que le diera astutas y hermosas hijas?
Porque en su entendimiento no cabía otra clase de preguntas. No podía ni representarse mentalmente ciertas palabras. Había damas tontas y sensibleras, siempre de baja estofa, que se dejaban dominar por pasiones tan bajas como esa cosa detestable que llamaban amor, pero a su estirpe le estaban vedadas tal clase de bajezas, por las que ciertas damas, en el pasado, habían sido apartadas con escarnio de los cenáculos que contaban en la ciudad. ¿Dejarse arrastrar por la inclinación irresistible hacia un varón? ¡Nunca! Permitírselo sería firmar su sentencia hacia el ostracismo y la insignificancia. Pero, entonces, ¿cómo librarse de ese pensamiento machacón que había estado acudiendo a su cabeza desde que Adín fuera despedido del Consejo? En el colmo del desatino, había estado a punto de inundarse su pecho de rencor cuando oyó a su madre anunciar un castigo, cuyo carácter aún sin concretar le preocupaba más de lo que debiera. ¿Qué iba a ser de Adín a partir de que se pronunciara la sentencia?
Y si le daba por imitar a su fugitivo padre, y huía lejos, hacia tierras extrañas, en busca de un destino diferente.
¿Y si, enrabietado, se metía en aventuras arriesgadas y moría?
La fuerza con que su maduración lo estaba dotando podía muy bien inclinarlo hacia pendencias peligrosas.
Muy a su pesar, Irsecel temía por Adín y se preguntó qué podía hacer para que no se hundiera más a sí mismo, sin que por ello pudiera ser acusada, ni acusarse a sí misma, de indignidad ni de envilecimiento sensiblero.















XIV
Puntualmente informada por su confidente Tresbalasser de cuanto había sucedido en la sesión del Consejo, Bastugitas mandó llamar a su nieto.
Estaba muy contrariada pero no exactamente por la suerte de Adín ni por la de sus invenciones, sino porque hubiera sido mencionado en el consejo su propio proyecto en relación con su nieta Agirnesser. Era lógico que lo dedujeran, pero ella había esperado siempre que nadie osara mencionarlo en alta voz.
Le producía mayor ira de lo conveniente que pudieran haber sido detectados sus planes sobre Agirnesser. Y, sobre todo, que al conocerlo Nespaiser conspirase contra su realización. Era una cuestión sobre la que había tenido cuidado de no mencionar a nadie y hasta se esforzaba por que no ocupara demasiado espacio en sus pensamientos, de manera que se le pudiera escapar una palabra inoportuna. Pero ése era el único proyecto vital que acariciaba, la única razón para seguir apasionándose y viviendo. La idea de convertir a Agirnesser en Madre Mayor era lo único que le daba aliento, porque todas las demás cosas, incluídas las lisonjas que le dedicaban a todas horas, eras cosas vacías que jamás penetraban su ciorazón acorazado por veinte años de política. En el fondo de sus emociones sólo reinaba la imagen de su nieta convenientemente ataviada y sentada a la derecha de la Gran Dama Reina durante una sesión del Consejo.
Cuando Adín se presentó ante ella, lo obligó a arrodillarse ante su silla y le dio siete sonoras bofetadas.
Bastugitas propinaba siempre los castigos a su nieto sin descomponer el gesto ni pronunciar palabra alguna. El castigado tenía que reconocer su culpa sin que nadie se la señalase; de no ser capaz, ni siquiera merecería un castigo de tan digna mano.
Adín no protestó ni se preguntó el porqué. Se dijo que seguramente había merecido el castigo. Su abuela golpeaba su rostgro con todas las fuerzas de que aún era capaz y, por la progresión, iba a agotar el número mágico de siete que la magia y la tradición consideraba didáctico.
-Has actuado al revés de cuanto te aconsejé –discursó Bastugitas- y has hecho lo peor que podías hacer para perjudicar a nuestro clan familiar. Ni has reducido a la mínima expresión la importancia aparente de tu plan, tal como te exigí, ni has evitado que esa… Madre Mayor, con su miedo de mujer mediocre a perder sus prerrogativas, se dejara dominar por sospechas inconvenientes no sólo para ti, sino para tu hermana, para mí y para toda tu estirpe. Ahora, nos encontramos con un serio problema que hay que atajar cuanto antes. Te prohíbo que hables a nadie de esa idea tuya y de cualquier otra. Te prohíbo que sueñes con emparentar con quien tan graves ofensas ha proferido contra todos nosotros. Te prohíbo que te muestres públicamente en los alrededores del Consejo, de la Casa Real y de la Plaza del Sol, al menos durante dos lunas. Te prohíbo que nombres siquiera a la Madre Mayor o al Consejo de Madres. Hasta que nos notifiquen su sentencia sobre el castigo que te impondrán, desaparecerás de la vista pública. Cuando conozcamos tu condena, hablaremos de nuevo. Procura que para entonces no haya motivos aún más importantes para mi ira.





















XV
Antes de que se apagara el último destello del anochecer, Adín se encaminó a hurtadillas hacia el taller del escultor Istolacio. Hallaba tan injusto cuanto estaba ocurriéndole, que le dolía el pecho por la rabia contenida y necesitaba desahogarse haciéndose oír por el único amigo que tenía y en quien confiaba más que en toda la sociedad ilicitana en conjunto.
Istolacio yacía con una dama, con la que no guardaba relación directa alguna. Lo supo por un candil de aceite colgado frente su puerta, que era la señal convenida entre ellos dos y que debía hacerle desistir de entrar. Habían tenido que idear ese juego de señales ya que Istolacio era el hombre de su edad que, no siendo consorte, más trataban las damas solitarias de seducir, tanto las que tenían varón como las que no, porque el escultor era un hombre atrayente no sólo por su apariencia; lo era mucho más por su arte, con el que todas las damas aspiraban a perpetuarse. Conseguir que Istolacio las retratase en piedra era una apuesta en las que todas pugnaban, a pesar de ser pública la prohibición expresa del Consejo de Madres, y Adín sabía por las confidencias del escultor que ciertas damas de suprema relevancia social le ofrecían no solamente su carne, sino objetos de valor incalculable.
No por archisabido resultaba menos sorprendente el trajín que se traían con esa clase de encuentros todas las madres acomodadas de Ilici. Resultaba difícil determinar cuál de ellas se salía de la norma según la cual, como si de un código no escrito se tratase, no resultaría de buen tono ser abnegadamente fiel al consorte. Por consiguiente, y aunque tales asuntos se tratasen con la discreción hipócrita del convencionalismo, la verdad era que no estaba bien visto que una dama de alcurnia no tuviera su “apaño”, que era como se le denominaba a un mantenido en el lenguaje coloquial, y esa carencia originaba en los sanedrines aristocráticos toda clase de murmuraciones sobre el estado de las finanzas o la mezquindad de la dama en cuestión y hasta se le podía atribuir haber caído en la ignominia de amar a su consorte.
A pesar de su juventud, Adín recordaba casos divertidos de apaños muy comentados y las deplorables consecuencias de algunos de ellos. Había algunos mantenidos que se negaban porfiadamente a convertirse en consortes de ciertas damas que los requerían, y todos en la ciudad conocían el porqué de la negativa. Sin premeditación, los mantenidos habían ido agrupándose en el mismo distrito de Ilici, un conjunto de casas de lujo construidas sobre un declive del terreno que, por encontrarse muy alejado de la Plaza del Sol, no era estimado por la gente de orden. Denominaban al barrio popularmente como el “Usitira”, porque, en realidad, ninguna dama permanecía demasiado tiempo fiel a un único mantenido, y se los recomendaban y pasaban entre ellas hasta que sus dotes y características dejaban de constituir una novedad para ninguna de las madres más poderosas. Entonces, eran “usados y tirados” literalmente, cuando ya carecían por completo de posibilidades de convertirse en consorte de alguna.
Se contaba entre murmullos que la mismísima Nespaiser era sometida a extorsión por un mantenido que, creyéndose a punto de ser tirado, había tenido una idea brillante, aunque muy peligrosa. Había aprovechado el esnobismo exagerado de la Madre Mayor, que en todo trataba desesperadamente de ser única. Usaba Nespaiser en torno a los ojos una pomada bermellón que había conseguido hacer comprar subrepticiamente a los salvajes cartagineses, un lujo extravagante que ninguna otra había conseguido, de momento. Por ello, la aureola cárdena de los ojos de Nespaiser era como un sello, como un cuño identificable e indiscutible. Un día que la Madre Mayor había mandado llamar al mantenido en cuestión, que venía sospechando hacía dos o tres lunas que iba a ser relegado sin tardar demasiado, aprovechó los afanes de la poderosa dama y permitió que la corta túnica masculina que ella trataba de quitarle con precipitación, se manchase con la pomada bermellón.
Después, conservó intencionadamente esa túnica manchada durante muchas lunas, hasta que su paciencia se vio recompensada. El día que Nespaiser le dijo que no volviese más, le contó que conservaba esa túnica y la mancha reveladora en un escondite insondable, lejos de Ilici, y que pensaba exponerla donde y en la ocasión en que todo el reino pudiera contemplarla y entender su significado. Recibió un rico obsequio en ese mismo instante y nunca había dejado de recibir algo cada vez que, aún de lejos, conseguía recordar a la Madre Mayor que atesoraba la prenda de su prosperidad. El temor de Nespaiser hubiera parecido incomprensible en cualquier dama ilicitana, pero en ella estaba justificado porque defendía públicamente, con gran énfasis, la necesidad de que las damas se valieran en exclusiva de sus consortes oficiales a fin de tener descendientes que pudieran presumir de igual estirpe y no pudieran surgir rivalidades. Defensa que excluía toda trasgresión por su parte.
A pesar del amargor de su ánimo, Adín sonrió levemente. Se preguntó quién sería la dama a quien Istolacio satisfacía esta vez.
En vez de dar media vuelta y abandonar el jardín del taller, que era lo que habían acordado que hiciera cuando ardiera el candil, Adín se acurrucó al pie de un quejigo, donde masculló su frustración, a la espera de que Istolacio terminara su encuentro furtivo y la dama se marchase satisfecha y complacida.
¡Que amarga e impredecible era la vida! Ayer, a estas horas, su pecho contenía toda la esperanza del universo. En la esperanza brillaban como luciérnagas un futuro junto a Irsecel, una vida plácida en una casa cómoda, con un jardín regado por el sistema que él ideara y poblado de hijos e hijas, iguales ellos como ellas en su consideración, y un respeto público y oficial ganado a despecho de su condición de hombre. Su optimismo era entonces capaz de reventarle las sienes de júbilo. Ahora, por el contrario, todo era negro en su porvenir inmediato.
Apenas quedaba un tono ligeramente violáceo en el cielo cuando oyó que la visita de Istolacio entonaba las fórmulas de despedida. Se enderezó para que le ocultara el tronco del árbol, por lo que la dama, creyendo despejado el camino, no tuvo reparo alguno en pasar cerca de donde se encontraba. Entre la bruma progresiva de la noche recién comenzada, su corazón tuvo un retorcimiento de dolor. El manto, el vestido y la silueta eran los de Irsecel. Sin duda, porque la reconocería aun debajo de diez mantas. Era ella; ni sus ojos ni su corazón doliente le engañaban. Irsecel, la hermosa muchacha que había protagonizado todos los sueños de su adolescencia, se alejaba colina abajo todavía con el calor de los brazos de Istolacio en su piel.















XVI
-¡Adín!, ¿por qué te escondes?
La voz del escultor lo sacó de su pasmo atormentado. La estupefacción le había hecho descuidarse y, por ello, Istolacio lo había descubierto en el momento que dejaba de considerarlo su amigo. Con una losa sobre el corazón y el pensamiento traqueteado por un torbellino, se dirigió lentamente hacia la entrada del taller.
Istolacio sonreía como siempre. Su capacidad de simulación era vomitiba, porque no se adivinaba en su rostro la menor huella de reconcomio. ¡Que hipócrita! Ni siquiera él, que era socialmente mucho menos relevante que Adín, correspondía el cariño que siempre le había tenido. Por lo que había en su expresión y en sus ademanes, la traición cometida por Istolacio contra el que lo consideraba su mejor amigo no afectaba en absoluto su conciencia. Istolacio era tan duro e insensible como la piedra con la que trabajaba. No. En realidad no era insensible como la piedra. Su corazón era piedra, su pecho era la roca monstruosa que decían las consejas antiguas que un gigante había arrancado de la sierra situada en el horizonte de Poniente.
¿Qué iba a hacer? Ya no le apetecía vivir, pero antes de correr a lanzarse a un profundo tajo donde perecer, tenía que acabar con la vida de quien tan gravemente le había traicionado. En un descuido, tomaría cualquiera de sus herramientas, un formón o un escoplo, y le partiría el pecho sin dar ni pedir explicaciones. De tal modo podría contemplar un corazón indigno donde no cabía el menor afecto.
A pesar de la penumbra, Istolacio descubrió la lividez de su rostro y las lágrimas que brotaban de sus ojos. Comprendió que necesitaba consuelo y que estaba obligado a consolarlo, sobre todo por lo que había sucedido en el taller instantes antes y porque detectaba desesperación y muy malos presagios en su rostro.
-He sabido lo que ocurrió en tu presentación ante el Consejo. Me hago una idea de lo mal que tienes que estar pasándolo. Ven, entra, y bebe un jarro de vino, porque es tiempo de que te serenes.
Adín no era capaz de hablar.
Notando su parálisis, el escultor encabezó el retorno al interior del estudio. Se movió con inseguridad, sintiendo los pasos a su espalda pero no era capaz ni de volver los ojos hacia Adín para sonreírle y animarlo. Tenía algo más de edad que él, pero ni haciendo afanosos esfuerzo por recordar lo que se sentía a su edad facilitaba la comprensión de un muchacho tan especial. Porque no cabían dudas de que el nieto de Bastugitas era excepcional y no sólo por ser nieto de la vieja dama ni por pertenecer a ese clan tan lustroso. Adín era excepcional por sí mismo. Quería a ese muchacho como si fuera su hermano, aunque tal cosa no pudiera ni decirla en alta voz, por las diferencias de rango entre ambos, y temía por él. La excepcionalidad de Adín le acarreaba soledad, vacío de los mediocres, que eran la mayoría, como en todas partes. Es soledad, que venía manifestándose sobre todo en el último año, no podía ser buena consejera. Conforme se le fueran cerrando puertas, él tendería a forzar salidas en las que nadie podía pensar, y meterse con ello en problemas insolubles.
-Estás enrabietado –comentó Istolacio mientras servía el vino-, pero no tardarás en superarlo, ya lo verás. No es el primer disgusto que sufres con esta cuestión. Ni el primer desencuentro con Nespaiser. Pero como siempre te digo, es indispensable que te adaptes a la realidad de Ilici y mejor que sea cuanto antes, porque estás madurando cada día más rápido. No olvides que en nuestro reino los varones vivimos mucho más placenteramente que en todos los que conocemos. Habrás oído esas leyendas que hablan de que, en otros lugares, hasta castran a los menos favorecidos por la naturaleza, para dedicarlos mansamente a los oficios de tejedor y cardador, y sólo mantienen enteros a los ejemplares más sobresalientes por belleza y por su dotación física, que pasan a ser reproductores y objetos de placer. Yo te aseguro que no son leyendas, amigo. Mi progenitor, el consorte de mi madre, era un fugitivo de un reino situado al norte, en las montañas, de donde huyó en cuanto alcanzó la edad núbil porque sabía que su destino era el de tejedor con voz aflautada.
Adín sabía que no se trataba de una leyenda, sino de una realidad muy argumentada por fugitivos y demostrada por prisioneros de algunas guerras. Salvo en la costa, donde la dureza de la vida marina había dotado a los hombres de mayor relevancia y, consecuentemente, de casi todo el poder, en los reinos del interior mandaban siempre las mujeres y, en algunos casos, mandaban tiranas enloquecidas que llegaban a hacer esa clase de cosas que mencionaba el escultor. Pero ni aun sí podía considerar ventajosa la sitiación de los hombres en Ilici. Sin genitales o con ellos, los hombres eran seres inferiores, despreciados y desaprovechados. Sólo se les concedía algo de consideración cuando su dotación les convertía en festejados objetos de placer.
Oyendo a Istolacio, mientras maquinaba cómo lanzarse a coger una herramienta y arrebatarle de un golpe la vida que el escultor le robaba palabra a palabra, Adín se dijo que no le habría importado ser el objeto de placer de Irsecel. Ahora, esa posibilidad se había desbaratado, ésa y la de laborar y esforzarse para que Ilici se convirtiera en un reino muy poderoso, ya que contaba con buena tierra que para estallar en riquezas incalculables que sólo aguardaba a que él consiguiera regarla con prodigalidad. Un reino rico y poderoso, el más temido y respetado del Mar del Centro del Mundo, en el que había soñado reinar como consorte de Irsecel si noconseguía antes movilizar a los hombres para que lucharan por la igualdad.
Istolacio, el único amigo que tenía, había borrado con su traición el resto de su vida.
Giró la cabeza hacia el huerto y, más allá, el campo circundante. Un ubérrimo paisaje salvaje sólo presentido en aquellos momentos bajo la oscuridad de la noche, donde abundaban frondosos pinares, encinares, cañaverales, hinojos y borrajas. Ya nada iba a ser transformado por su ingenio, porque moriría esa misma noche, después de matar a Istolacio.






















XVII
Bastugitas había exigido que Irsecel acudiera sin que su madre se enterase y cuando nadie pudiera verla, cubierta con un tétrico manto de viudo y oculta por las sombras de la medianoche. A nadie debía comunicar la visita y nadie podía descubrirla.
La vieja dama se debatía entre contradicciones incómodas, una clase de complicación que siempre había rehuido porque le desagradaba sobremanera. No solía dudar, pues sus juicios eran inexorables. Firmeza y seguridad que su experiencia de veinte años de aciertos de gobierno no había hecho más que fortalecer.
Ahora, sabía que no tenía más remedio que persuadir a Irsecel de que desalentase a Adín, pero a ella le gustaba tanto la muchacha y le parecía, a pesar del parentesco, tan digna de ingresar en su clan, que temía cometer un error.
Pero el futuo de Agirnesser no podía ser estorbado por nada.
La incómoda e inaceptada duda creció cuando la muchacha fue conducida a su presencia. La profusión de candiles encendidos para acompañar el insomnio que causaba la inactividad a la ex Madre Mayor, iluminó con un aura dorado el hermoso rostro inocente de la muchacha. Sobre la pregunta de cómo la viscosa bestia inmunda que, en su opinión, era Nespaiser podía haber engendrado tal prodigio, se dijo que pese a todo no tenía otra salida que convencerla de que actuase según lo que convenía a su nieto y a todo el clan, haciéndole creer que también a ella le beneficiaría.
-Acerca ese cojín aquí, a mis pies, que tenemos mucho que hablar.
Irsecel asintió con una leve inclinación de cabeza, pero no sonrió. No tenía ganas de sonreír, después de lo ocurrido en el taller del escultor.
-¿Vas comprendiendo que relacionarte con el hijo de mi hija es demasiado complicado y muy inconveniente?
-Me preocupa…
-A todas nos preocupan siempre esta clase de cosas. Pero a ti no te conviene preocuparte ni, mucho menos, que nadie sepa que te preocupas. Sobre todo, la dama Nespaiser. ¿Has sido tan discreta como te pedí?
A Ircesel le pareció que “pedir” era una palabra muy suave. Lo que Bastugitas le había hecho transmitir era una exigencia.
-Nadie sabe ni podría averiguar que he venido a veros. Digo, gran dama, que me preocupa el castigo que pueden decretar las madres del Consejo y, por ello, esta tarde, he ido a visitar al escultor Istolacio, que acaso sepáis que es el amigo más íntimo del hijo de vuestra hija Umarbeles, a quien los dioses hayan aceptado como hermana.
-¿Con qué propósito has hecho esa visita?
-Sospecho que el mismo por el que me habéis requerido, ¿no os parece?. He solicitado a Istolacio que influya ante Adín para que desista durante tres o cuatro lunas de rondarme, pues su vehemencia e indiscreción han conseguido que sus perseverantes rondas lleguen a oídos de mi madre. Ella cree que han sido siempre inútiles y que yo jamás le he permitido hablarme, lo que si ocurriera sería terrible para él. Sin embargo, creo ahora que tampoco le conviene que sepan las ilicitanas, sobre todo las más chismosas, que aún me desea… porque mi madre tiene oídos en cada muro de Ilici, como sin duda vos sabéis muy bien..
Bastugitas sonrió, muy complacida, mientras reprimía el impulso de comentar que Nespaiser no sólo tenía oídos en cada muro de Ilici, pues su olfato de hiena alcanzaba a toda la podredumbre de la ciudad y muchos de los reinos vecinos.
-Lo malo es lo que ha ocurrido en el taller de escultura, gran dama.
Bastugitas había oído cotilleos sobre que jamás tenían tiempo de enfriarse las mantas del lecho de Istolacio. Sin embargo, le habían dicho que no sólo no forzaba a las mujeres al viejo, y prohibido, estilo campesino, sino que eran ellas quienes lo forzaban a él. Por lo tanto, el rictus de Irsecel debía tener otro motivo.
-¿Qué ha ocurrido en el taller, querida mía?
A Irsecel le emocionó que Bastugitas usara esa fórmula con ella.
-Gracias por incluirme entre vuestros afectos, gran dama. Como os decía, acudí esta tarde al taller de Istolacio para convencerlo de influir en los actos futuros de vuestro… del hijo de vuestra hija, Adín, que tanto nos inquieta a ambas. Rogué al escultor… sí, le rogué que persuada a Adín de olvidarme hasta que yo cumpla los dieciocho años, cuando mi madre dejará de tener potestad sobre mí. Pero el escultor quiere a Adín más de lo que yo suponía. Me ha ofendido muy gravemente, gran dama, culpándome de todas las cuitas que aquejan al hijo de Umarbeles. Os aseguro que yo no…
-¿Consideras que Istolacio debe ser castigado?
-¡Oh, no, gran dama! Sus ofensas no son imperdonables, en privado, porque sus palabras las inspiraba la preocupación sincera que siente por la suerte de Adín. Otra cosa sería que fuesen conocidas públicamente. Pero os aseguro que yo no he jugado nunca con Adín ni con sus pretensiones. Antes de saber quién era, le admiraba, porque sobresale de manera esplendora por su físico entre todos los varones de Ilici, como sin duda vos habréis notado; en realidad, fueron mis compañeras de jardín las que me forzaron a fijarme en él, a causa de las alabanzas con que ensalzaban los atractivos extraordinarios que posee. Creo que las damas jóvenes de Ilici hablan más de Adín y de sus atributos que de todos los demás varones juntos. Por lo tanto, cuando descubrí que me rondaba, me alegró. Pero cuando descubrí quién era en realidad y comprendí el grave impedimento que representa que él pertenezca a vuestro clan, hice todo lo posible por hacerle creer que no me interesaba. Por lo tanto, ni he coqueteado con él ni lo he seducido, como asegura Istalocio que hice. Ni siquiera lo he alentado aunque a veces sienta el impulso de hacerlo. Sólo hemos hablado en secreto tres o cuatro veces, y todas por alguna razón poderosa. Jamás le he robado un beso ni he sobado sus órganos viriles para entrar en cálculos y valoraciones, según hacen todas mis amigas con sus elegidos. Os aseguro que jamás he ofendido la honra de Adín ni he abusado de mi condición superior ni del hecho de ser mujer.
-Tú le amas –afirmó Bastugitas, con sorpresa y evidente repulsión por el término.
-¡Oh, no! –protestó Irsecel-. Sólo es que… creo que me enorgullecería mucho llevar en mi vientre algún día una dama que combinase nuestras respectivas características.
-Ya, ya –ironizó Bastugitas-. Mucha retórica te han enseñado, joven dama, y poco has aprendido a usarla con discreción.
Irsecel se preguntó si Bastugitas, como Istolacio, era capaz de ver dentro de su corazón más que ella misma.
-Cuídate de ese sentimiento, Irsecel, no ya porque puedes perjudicar al hijo de Umarbeles, sino a ti misma. No es digno de nuestra clase mostrar debilidades sentimentales tan inconvenientes; ésas son cosas de la plebe. Viendo lo que veo en tus ojos, querida mía, aún se me desvela como más inaplazable que muestres a Adín la más cerrada e inaccesible de las indiferencias.
Irsecel bajó los ojos al tiempo que asentía muy levemente. Bastugitas descubrió que forzaba el cuello hacia la dirección contraria, seguramente para no revelarle que corrían lágrimas por sus mejillas.
Deser cierto, tendría que abofetearla sin pérdida de tiempo. Una futura gran dama de Ilici no podía permitirse sensiblerías tan deshonestas pero, por otro lado, su memoria lejugó una mala pasada.
Sin razón aparente, revivió en su memoria la imagen del que sin duda era el abuelo de Adín. ¿Qué habría hecho ella entonces si una persona o una situación pudiera haber obstaculizado aquella relación, que fue como un viaje subrepticio al Olimpo? Estaba más en condiciones de comprender a Irsecel de lo que podía reconocer. Pero ningún recuerdo, ninguna nostalgia ni añoranza borraba la realidad. La realidad en Ilici, en esos momentos, era que Irsecel se preparaba para ser, seguramente, la sucesora de su nieta Agirnesser cuando ésta llegase a Madre Mayor, y una dama de tanta alcurnia no podía rozar siquiera el ámbito de lo prohibido. Mientras, su nieto era sin duda el mejor partido posible a que pudiera aspirar una muchacha ilicitana aun cuando pudiera llegar a ser la mujer más poderosa del reino, pero él no podía tomar ninguna iniciativa al respecto. Ni Irsecel podía consentir que se descubriera que sentía amor, ni su nieto tenía otra cosa que hacer al respecto que esperar a ser cortejado y requerido como consorte.




















XVIII
Istolacio acechó los ojos de Adín, convertidos en los de un loco furioso. Situado al otro lado del banco de trabajo, con los ojos vagando sobre el desorden de lajas de piedra y herramientas, apenas estaba prestando atención a sus comentarios sobre las ventajas de vivir en Ilici ni se mostraba impresionado al conocer el destino indeseable de los varones de otros reinos. Algo muy grave le corroía el espíritu.
Adín era la persona más bella que conocía, hombre o mujer; la armonía de sus facciones era tal como la preconizaban los teóricos griegos sobre la perfección de las estatuas. Pero ahora ese belleza estaba eclipsada bajo un rictus que, por nuevo para él, no conmseguía interpretar.
La tristeza que, antes de su llegada, había esperado encontrar en el rostro de su amigo había sido reemplazada por algo peor que no sabía identificar del todo, a pesar de su escrutadora mirada de artista. Había locura pero también algo que parecía rencor. Y odio. ¿Rencor hacia Nespaiser y las madres del Consejo? Sí, desde la perspectiva de sus ilusiones de adolescente con ideas insólitas, tenía razones para ello, pero le decepcionaba que predominara ese sentimiento sobre el amor por Irsecel, también de adolescente. Lo esperaba doliente y se encontraba ante alguien poseído por la demencia vengativa. El movimiento anhelante de las aletas de su nariz exteriorizaba una clase de amargura que nunca se habría atribuído al hermosísimo nieto de Bastugitas.
¿Estaba en su mano ayudarle?
-Apenas me oyes, amigo –dijo con tono de reproche-. ¿Tan profundamente se te ha enconado la espina del rechazo que has sufrido? Lo que yo creo es que tiendes a sacar las cosas de quicio, impulso que hay que comprender a causa de tu juventud. Pero también habíamos establecido que eres más maduro de lo que corresponde a tu edad y, por ello, tienes la responsabilidad de actuar como un adulto y no como un niño. Yo creo que toda tu furia, más que al rechazo en sí, es debida a lo que puede representar para tus demás intereses. ¿Me equivoco? –Adín no respondió e Istolacio vio que tenía que dramatizar más aún sus argumentos, para hacerle volver en sí-. No, no creo que me equivoque. En el centro de todo están tus sentimientos hacia Irsecel. Esa es la verdad. Pero si intentaras ser un poco más sensato, comprenderías que a lo mejor es eso, precisamente, lo que te ha perjudicado ante el Consejo. Os citáis a escondidas, pero con gran descuido por tu parte y como si todo el mundo fuese tu cómplice. Pero son muchas las murmuradoras y, sobre todo, los murmuradores de Ilici que hablan con malas intenciones de tu apasionamiento por Irsecel y, como puedes suponer, los rumores tienen que haber llegado a oídos de Nespaiser. ¿Qué esperabas? ¿Que la Madre Mayor que odia a su antecesora, que es precisamente la madre de tu madre, acepte sin más que su hija pueda llegar a acogerte como consorte? ¡Qué delirio! Claro que no lo aceptará. Lo que tratará por todos los medios es de perjudicarte y quitarte la idea de la cabeza. La de idea de ser consorte de su hija y todas las demás. Intentará tu ostracismo y, si no temiera tanto a tu abuela, también procuraría que fueses vendido como esclavo sexual de los cartagineses. Y ay de ti si llegara a enterarse de que Irsecel te ha prestado alguna atención, porque entonces lo más seguro es que consiguiera que el Consejo te destierre de Ilici, con lo que ni siquiera tendrías la protección de un complaciente amante cartaginés. Por ello, mientras se pronuncian sobre tu sentencia, tienes que redoblar el cuidado, la cautela y la discreción, y extremar las precauciones. Es más. Yo creo que tendrías que abandonar completamente ese cerco que tienes montado a todas horas en torno a Irsecel; ésas no son cosas de hombres; acosar es cosa de damas… de las que pueden permitírselo. Durante varias lunas no deberías mandarle recados ni rondar a Irsecel. Y, en realidad, lo que más te convendría es que ni la mirases.
Adín estaba comenzando a sentir ganas de vomitar. ¿Cómo podía ser Istolacio tan hipócrita, tan desleal y traidor y, sin embargo, actuar fingiendo interés por él, como si su corazón fuese puro? No sólo le había traicionado, sino que tenía el descaro de tratar de convencerlo para que dejara de verse con Irsecel.
Como si cualquiera pudiese controlar de tal modo su corazón.
Istolacio merecía doblemente la muerte, por su traición y por su desfachatez. A Adín le atenazaba la pena por verse obligado a matar al único varón que había llegado a estimar como amigo y por los años de hermosa camaradería que se vería obligado a olvidar, pero consiguió librarse de las cadenas invisibles, emitió un grito sobrehumano que gemía todo el dolor de su pecho y se echó como un torrente sobre el banco de trabajo de Istolacio. A tientas, sin perder de vista al escultor, tanteó en busca del formón o el escoplo que iba a clavarle en el pecho.
Pero la visión de Istolacio poseía las privilegiadas facultades de todos los artistas plásticos. Capaz de identificar sentimientos en los ojos más flemáticos, lo era también de anticipar gestos y ademanes. Que Adín tenía una idea loca en la cabeza hacía ya mucho rato que lo presentía; lo que sólo ahora descubría era su voluntad de hacerse daño. Se había echado sobre el banco para coger una de sus herramientas, seguramente con intención de clavársela a sí mismo en el pecho. Pobre chico. Con razón hablaban de las locuras del amor los exóticos trovadores y rapsodas griegos de los pueblos de la costa. Tenía que proteger a Adín de sí mismo y, para ello, se vería obligado a reducirle aunque tuviera que causarle algún daño.
Mayor y más robusto que Adín, Istolacio poseía el desarrollo físico de quien se veía obligado a ir con frecuencia a las canteras en busca de buenos bloques de mármol, que aunque ayudado por varias bestias, tenía que hacer grandes esfuerzos para llevarlos luego a su taller. Sus miembros nervudos y sus piernas, más robustas de lo común, eran lo que tantas damas apreciaban como complemento deseable que realzaba su condición de escultor que podría retratarlas algún día.
Antes de que Adín localizase a tientas el formón que procuraba, su amigo cayó sobre él y lo inmovilizó.
El cuerpo del escultor reaccionó antes que su propio pensamiento. Saltó encima de Adín y, a horcajadas sobre su cintura, le inmovilizó los brazos forzándolos fuertemente hacia atrás. El muchacho se debatió sólo unos momentos, porque comprendió que no podía deshacer la presa. Había sido un estúpido por actuar ante los ojos de Istolacio. El traidor merecía la traición. Debía haberlo hecho imitándole a él mismo; moviéndose sigilosamente, como una sabandija, protegido por la oscuridad; debía haber fingido marcharse y volver cuando durmiera, para sorprenderlo en su lecho.
-¿Qué locura es ésta, Adín, amigo? –dijo Istolacio, con un principio de sollozo en la voz-. Tienes una vida por delante, una hermosa y prometedora vida. Sería estúpido dilapidar tanto futuro por una rabieta que dentro de poco se te habrá olvidado. Te espera una larga vida que vivir, no seas tonto; y, seguramente, te esperan también muchas más damas amables y dispuestas que disfrutar. No te soltaré hasta que no jures, en nombre de todos los dioses, que no intentarás matarte.
Antes de comprender, el joven se debatió un poco más. Pero tanto el tono del escultor sobre su forma de sujetarlo que, aunque fuerte, era al mismo tiempo una especie de caricia comprensiva, le desconcertaron.
Alcanzada la comprensión, no salía de su estupor. Istolacio no había interpretado correctamente sus intenciones con el conato de agresión. No sospechaba, porque, al parecer, esa idea no cabía en su pensamiento. Creería haber disimulado la traición con la más perfecta mentira. Pero tal creencia no iba a beneficiar al escultor, sino a Adín. Esa era, entonces, su ventaja. Fingiría que sí abandonaba el supuesto propósito de suicidio, dejaría correr las cosas y aprovecharía la primera oportunidad de matarlo.

Irsecel había desaparecido de su vida y su futuro. Ya no era nada. Ya no importaba nada, ni la muchacha, ni su madre, ni el Consejo ni su proyecto de riego. Para su desesperación y amargura, se producía una prórroga a causa de la pronta actuación de Istolacio. Pero se trataba sólo de un aplazamiento. No se suicidaría esa noche, puesto que no había conseguido matar a su antiguo amigo, el culpable del mayor de sus dolores.
El tiempo de espera le permitiría maquinar el plan de manera que no pudiese fallar como ahora.






















XIX
La sentencia del Consejo estaba retrasándose más de lo común, lo que causaba extrañeza generalizada, además de cierta sorna. Ilici era un mar de murmuraciones y se habían desatado los diablos traviesos de las conjeturas más disparatadas. A despecho de la enemistad pública y notoria entre Bastugitas y Nespaiser, había quien hablaba de complicidad entre todas las poderosas a la hora de la verdad, porque las madres que pertenecían o habían pertenecido al Consejo practicaban el corporativismo más que en ninguna otra actividad humana. Se sabía que los profesionales de cada gremio eran corporativistas de un modo torpe y descarado, y todas habían visto a damas muy encopetadas defender con cinismo cosas que no podían ser defendidas porque todas conocían la verdad. Mas el corporativismo de la política era el peor de todos por su refinamiento, disimulos e invocaciones a la “cuestión de estado”. Y ninguna lo hacía por sí; sabía que levantando una mano en defensa de otra política, aunque fuese enemiga, ocultaban sus propias culpas.
Pero también se llegaba a afirmar que las parientes de ambas damas estaban inmersas en toda clase de intrigas y negociaciones soterradas, para evitar que llegara a producirse un rompimiento de hostilidades que pudiera originar una guerra civil, que no sería la primera en Ilici por tal causa.
Esta tesis se apoyaba principalmente en los movimientos que estaban produciéndose. El criado favorito de Bastugitas, Beles, estaba cabalgando fuera de la ciudad esos días más que en ninguna otra época y, por su parte, varias de las generales consideradas más fieles e íntimas de Nespaiser realizaban también gestiones fuera de la ciudad, que nadie imaginaba ante quiénes podían estar dirigidas. .
Nadie ignoraba en la ciudad el enfrentamiento jamás saldado entre la actual Madre Mayor y su antecesora. Ni las intrigas ede Nespaiser en su momento de aspiración ni las burlas de Bastugitas para impedir que tal aspiración se materializase. Los hechos reales habían sido mitificados y se inventaban humoradas que poco se parecían a los sucesos verdaderos, pero con las que todas reían a carcajadas.
Ninguna dama hablaba de ello directamente, porque sería de mal tono, pero en los saraos y reuniones, a los que no permitían asistir a los consortes, frecuentemente se aludía a “las leonas” con ironía y hasta sarcasmos. Cuando se pronunciaba tal palabra en plural todas sabían a quiénes se referían y cuanto siguiera en la frase tendría que ver con las dos últimas Madres Mayores.
A Bastugitas no le disgustaba ser llamada leona. En realaidad, y en el fondo, le complacía. Su única objeción era que consideraba que a Nespaiser le cuadraría mejor que la denominasen zorra o, cuando menos, perra sarnosa.
Durante el tiempo de la espera de la sentencia, las leonas estuvieron en bocas de todas las damas y en todos los cenáculos, y circulaban apuestas sobre cuál podía estar a punto de ver limar las uñas de sus garras y cuál podía correr el riesgo de perderlas del todo. De cual produciría sangre, pocas dudaban.
Normalmente, los veredictos se pronunciaban a los dos o tres días de invocados en una sesión del Consejo. Pero, por las apariencias, las madres se lo habían tomado en esta ocasión con una calma insólita, si es que no tenían razón las murmuraciones sobre el acobardamiento de Nespaiser por lo que pudiera acarrearle una sentencia demasiado severa.
Quienes aguardaban a ver qué decidían, que eran casi todos en Ilici, sentían aumentar la curiosidad o la tensión según fuera buena o mala su relación con Adín y su clan, y el misterio fue creciendo conforme pasaron los días.
Bastugitas sospechaba el motivo del retraso. La serpiente venenosa que era Nespaiser temía una reacción demoledora de su clan si la sentencia era demasiado rigurosa; pero, al mismo tiempo, temía también que, siendo benevolente, no pareciera suficiente escarmiento, sin olvidar que tal vez se podía darse el caso de que el clan de un sentenciado antiguo se sintiera comparativamente agraviado.
La vida de Bastugitas había discurrido demasiado plana de acontecimientos desde que dejara de ser Madre Mayor. Había pasado de gobernar un reino a gobernar tan sólo una mansión. Pero ese gobierno había sido siempre tranquilo. Ahora, de repente, se encontraba con un cúmulo de preocupaciones, y sin embargo no se sentía apesadumbrada. Más bien al contrario, notaba bullir en su interior ideas y conjeturas múltiples, un hervor vivificante de ideas, igual que cuando todavía ejercía el poder y era quince años más joven.
No se le ocurría pensar en ello, pero las preocupaciones estimulaban todas sus facultades; las exaltaban. Por un lado, estaba el asunto mismo de la sentencia; iba a verse obligada a asumir un castigo que pareciera justo a la población del reino sin que llegase a ser tan severo que no fuese aceptable para la dignidad de su clan. Por otro lado, estaba cuanto concernía la conducta de Adín, a quien había mandado vigilar, pero el muchacho era como un espíritu burlón, escurridizo como un conejo, capaz de esfumarse y desaparecer de la persecución más atenta y mejor organizada. Por último, estaba la proximidad del parto de la hermana de Adín, Agirnesser, y a los riesgos propios de dar a luz un niño se juntaba el de no tener consorte para la ceremonia de los dolores de parto. Muerto el consorte, Adín era a quien le correspondía actuar. Con la voz de la experiencia, Bastugitas temía que con el atolondramiento del muchacho y sus desapariciones no llegase a tiempo cuando le correspondiera estar junto a su hermana.Y se trataba de un asunto de importancia capital, al menos para Bastugitas. Para sus planes y para la historia de su clan.
Ahora que estaba a punto de producirse el acontecimiento del parto y la nueva maternidad, Agirnesser resultaría facultada para encajar en el plan que Bastugitas había soñado para ella toda su vida: convertirla en la próxima Madre Mayor. Que su consorte hubiera muerto era una ventaja añadida para sus designios, porque no encontraría oposición para convencerla de cuál era su deber.
















XX
Mostrando gran consideración hacia la categoría no de Adín, porque siendo varón no tenía demasiada, sino la de su clan, la sentencia fue grabada en una lámina de cobre que colgaron en la columna izquierda de la entrada del salón del Consejo.
El Sol brillaba espléndidamente no soplaba más que una fresca brisa y los pájaros procedentes del sur viajaban hacia los países del norte contentos de volver al hogar, porque la algarabía que armaban era como una fiesta.
En cuanto la sentencia de Adín fue colgada, la gente se arremolinó en pocos instantes y pareció que toda la ciudad desfilaría ante el Consejo antes de que el Sol se aupara a lo más alto.. Un nutrido grupo de damas se afanaron con alzamiento de talones y saltitos, tratando de descifrar el texto que muy pocas sabían leer, pero fueron comunicándoselo las unas a las otras entre murmullos y risas contenidas.
Siempre eran indescisfrable en el reino el valor y el significado de las risas de las damas cuando formaban grupos: podia significar felicidad, que este caso podría deberse a la benignidad del castigo; pero también podía significar revancha, por la envidia soterrada que muchas de ellas sentían hacia el clan más poderoso de la ciudad; y también podía significar simple burla por la ingeniosidad del castigo. En el fondo, que su castigo pudiera producir burla era lo que más espantaba a Adín. Y también a su abuela que, a juicio de quienes la conocían bien, la burla podía constituir una ofensa y un reto, y nadie era capaz de predecir cómo reaccionaría Bastugitas en este caso.
A cierta distancia del grupo de mujeres, los numerosos varones, igual de curiosos que ellas pero menos libres, esperaban a que la curiosidad de las damas quedase satisfecha con objeto de poder satisfacer la suya. Confundido entre ellos, y a pesar de ser el primer interesado, Adín tuvo que esperar también a que las damas fuesen despejando el terreno.
Cuando llegó el momento, el joven se acercó a la placa de cobre renqueando y con la piel blanca de Luna.
“Asistidas e iluminadas por nuestra gloriosa madre Isbel, que vive y reina en todos los niveles del cielo y en los del inframundo, las madres de este Consejo debemos juzgar y castigar los delitos cometidos por Adín, del clan de Bastugitas, un delito de insolencia y otro de ofensas contra los símbolos supremos del reino. Las madres de este Consejo hemos decidido que por el primer delito, Adín deberá cubrirse la cabeza de ceniza y, arrodillado en el centro de la Plaza del Sol, pedir perdón durante dos días con sus noches. Por el segundo delito, permanecerá toda una luna en el bosque, donde será abandonado completamente desnudo, sin armas ni provisiones y sin poder entrar jamás en la ciudad. Nadie se le acercará, nadie le ofrecerá ropa ni alimentos y nadie se compadecerá de él, so pena de ser castigado a secundarle en el castigo. Que así se cumpla. El Consejo de Madres”
Adín sintió escozor en los ojos, pero no iba a permitir que el llanto corriera por sus mejillas. Detrás de él, Istolacio lo observaba con preocupación. Notó la rigidez de sus puños y brazos y, en general, de su pose, reveladora del furor que iba dominándole. Apoyó afectuosamente la mano en su hombro. Adín, que no sabía que hubiera acudido el escultor, volvió hacia él la cabeza con mayor confusión que ira. Deseaba decirle que se marchase y lo dejara afrontar su propia vergüenza, pero no habló porque estaba seguro de que la voz se le rompería en un sollozo.
Alrededor, el corro de hombres que, sin excepción, envidiaban a Adín por todo: su clan, su fortuna personal y su físico, sonreían estúpidamente. Más allá de ellos, algunas damas remolonas también sonreían aunque en el fondo sintieran piedad por el muchacho. Sonreían imaginando el disgusto que Bastugistas iba a llevarse, aunque no fuera lo bastante grave la condena como para obligarla a adoptar medidas.
Adín miró el rostro de Istolacio con el desconcierto de los últimos días. Sentía en el fondo de su corazón que seguía queriendo a su amigo, comprobaba en el rostro del escultor un interés genuíno y sincero por su suerte, pero no dejaba de escamarse por el contrasentido que representaba que se preocupase por sdu ánimo cuando le había producido la mayor herida que nadie podía causarle. Tracionar su amistad yaciendo con Irsecel no sólo era una canallada, también era la medida de su bajeza moral.
Istolacio detectó las sombras que pasaban por el rostro de Adín. Ni se le pasó por la imaginación que él pudiera ser el causante de esas sombras; el castigo del Consejo era razón suficiente para desatar las peores furias del muchacho.
Como más maduro que Adín, estaba obligado a intentar algo.
-Según la costumbre –dijo Istolacio con suavidad-, la sentencia no se pone en marcha hasta el siguiente amanecer de su publicación. Por lo tanto, tienes tiempo hasta el alba. Puedes emborracharte, hartarte de sexo, comer como un titán o, sencillamente, reflexionar. Ven conmigo, amigo, que quiero hablarte.
Adín no tenía ganas de acompañar al escultor a ningún sitio, como no fuera a un desfiladero discreto donde matarlo sin que nadie pudiera sorprenderlo. Pero de yendo tras él podía alejarse del escarnio que representaban las miradas conmiserativas de cuantos había alrededor.
Mientras, oculta bajo el dintel del salón del Consejo, Irsecel compartía con Istolacio la preocupación. El color ceniciento que el muchacho presentaba no era lo peor; el rictus resuelto que presentaba su boca era lo que más temía. ¿Qué podía ocurrírsele hacer? Conocía de sobra las efemérides de Ilici como para imaginar que Bastugitas no tomaría ninguna represalia, ya que el castigo, aunque levemente humillante, no era grave.
Se preguntó si ella podía hacer algo que no fuera interceder ante su madre, iniciativa que no serviría de nada y, ene realidad, agravaría la situación.
Se dio cuenta de que había una herida muy molesta en su corazón y se dijo que tenía que ser capaz de que nadie lo notase.
Cuando abandonaba la plaza tras el escultor, Adín notó de reojo que Irsecel lo miraba desde más allá de la columnata del Consejo, protegida por discreción de la sombra.
¿Estaría disfrutando el espectáculo de su humillación? ¿O habría salido a contemplar a su nuevo amor, Istolacio?




















XXI
-Yo también siento enfado cada vez con mayor frecuencia, amigo –dijo Istolacio en cuanto se acomodaron en el jardín, ante la entrada del taller, y tras ofrecerle un vaso de vino.
Estaba cayendo la noche. Desde la costa llegaban ráfagas de brisa salobre que apenas agitaban las enredaderas de dama de noche y los rosales trepadores. Ya habían empezado a cantar los grillos, adelantándose al verano, y su rítmico pitido se acompasaba con el lejano croar de las ranas del íber. Los pájaros del bosque entonaron un canto desaforado cuando la Luna tiñó de plata los pinos.
Adín no escuchaba apenas al escultor. No disponía de pretexto para entrar en el taller en busca de una herramienta que se sirviera como arma. Cavilaba el modo de consumar su venganza del amigo traidor, tratando de encontrar pretextos con que hacerle ir hacia el interior de la casa. Si no entraban en el taller, no podría aferrar el formón con que partir el corazón de Istolacio.
No pudiendo verse apenas, Istolacio no descubrió la tormenta que había en el pensamiento de Adín. Hacía rato que dedicaba todo su esfuerzo a tratar de hacerle pensar en cosas distintas de su condena.
-Mira el exvoto que me han mandado esculpir, como homenaje supremo a la dama Sanibelser, a quien los dioses hayan acogido como hermana. Atendiendo que formaba parte del Consejo en el momento de morir, todo les parece poco y ninguna extravagancia hallan suficiente. Entre exvotos y símbolos, ya es la quinta escultura que me mandan crear para que repose junto a sus cenizas. Pero ¿tú crees que mis ambiciones de artista se pueden satisfacer con esto?
Adín miró distraídamente la figura a medio esculpir. Su ánimo no estaba para risas, pero en otras circunstancias habría sonreído, porque había visto ya otros dos exvotos semejantes destinados a la misma tumba. Si con un exvoto se pretendía que la diosa curase la parte representada, quién sería la dama insatisfecha del quehacer sexual de su consorte que tanto insistía con que Istolacio tallase en piedra penes descomunales, brotando de figuras minúsculas que simulaban masturbarse. ¿Eran varias las damas poderosas que trataban de que Sanibelser les ayudase desde el otro mundo, intercediendo ante la diosa para que sus consortes recuperasen la potencia?
Sobre los exvotos circulaban toda clase de conjeturas y teorías. Según unas, servían para agradecer una curación que la diosa Isbel había operado, pero para otras se le pedía con ellos un milagro que todavía no había tenido lugar. Por último, había otras que consideraban, introdciéndolo en una tumba, cobraban vida y consolaban a la enterrada si algo en su consorte no la había satisfecho lo suficiente.
-Estoy bastante más que decepcionado con mi trabajo, amigo –continuó Istolacio-. No sé cuánto tiempo voy a resistir, porque cada día aumentan mis deseos de marcharme en busca de otros horizontes. Los griegos son los escultores más extraordinarios de Nuestro Mar y, como sin duda sabes, existen numerosas ciudades que han adoptado estilos y costumbres griegas en el litoral de estas tierras. Cada vez van quedando menos, porque los brutos cartagineses asaltan esas ciudades sin motivo ni propósito aparente, tal vez sea porque les molesta la belleza. Pero quedan algunas. He oído de una que se llama Malaka, una ciudad que por sus costumbres y por su arquitectura parece de todos y al mismo tiempo de ninguno, y dicen que ha conseguido rechazar todos los intentos de dominación y que sobrevive bien sin gobierno superior, de manera que a nadie pertenece y a todos acoge como naturales. Me han asegurado que pasa muchas temporadas allí el mayor genio vivo de la escultura griega, Praxíteles. Imagina, el maestro con que cualquier escultor soñaría. Cada día me apetece más correr en busca de esa ciudad, a ver si consiguiera que el maestro me enseñe una manera más libre de esculpir que estas cosas tan primitivas y carentes de imaginación. Deseo llegar a ser capaz de retratar a la gente tal como es de verdad, Adín, no según las limitaciones de un arte imperfecto. A ti también me gustaría retratarte, y a Irsecel, que sois los dos ejemplares más bellos de Ilici, pero quisiera poder hacerlo sin rigidez y con armonía. Algún día, podría esculpir la dama más maravillosa del mundo, superando todas las representaciones tradicionales de la Diosa Madre. Tengo que ir en busca del arte, Adín, y no debería esperar demasiado tiempo para hacerlo, o seré incapaz de asimilar nuevos modos, verdaderamente artísticos y distintos de nuestra tradición. ¿No te apetece escabullirte para librarte de ese castigo tan injusto al que te han condenado, y acompañarme? Me agradaría tanto que vinieses conmigo.
Adín, que cavilando el modo de acabar con su vida lo escuchaba distraídamente y sin gran interés, lo miró de pronto con desconcierto. ¿Qué significado tenía esa invitación? ¿Se proponía Istolacio obligarlo a marcharse a un país extranjero, alejándolo de Irsecel, para luego abandonarlo sin proporcionarle indicios del camino de vuelta? ¿Regresaría entonces Istolacio a Ilici, a apoderarse de lo que más había amado el que antaño fuera su amigo? ¿Hasta tal punto llegaba su maldad y su perfidia? Tenía que matarlo esta noche, sin más tardar.
-He oído que falta poco para el parto de tu hermana Agirnesser.
-Media luna. Si cumplo al pie de la letra el castigo al que me ha condenado el consejo, no podré participar en la ceremonia. Será lo único positivo que saque de mi condena.
Istolacio cabeceó, algo sorprendido.
-¿Te desagrada ser el protagonista del rito de los dolores de parto?
-¿A ti no te desagradaría?
-La verdad es que no. ¿Qué le encuentras de malo?
-Todo. Me parece ridículo. Vestirme de mujer, simular dolores de parto y permitir que quien de veras los padece me cuide y consuele. Es una estupidez.
-Pues es uno de los fundamentos de las relaciones entre sexos en nuestra cultura, Adín, tan importante es que yo creo que la madre de tu madre no permitirá que el castigo te impida cumplir con tu deber familiar. Seguramente, obtendrá para ti el indulto o, al menos, una tregua, a fin de que cumplas y actúes en el rito de los dolores de parto de Agirnesser.














XXII
En esos momentos, Bastugitas acababa de ser informada de la sentencia y, por ello, mandó en seguida una silla gestatoria para que Agirnesser fuese conducida a su presencia con mucha urgencia, pues según lo avanzado que estuviera el embarazo tenía que hacer cálculos exactos y proceder en consecuencia.
Mientras aguardaba, se mordía los nudillos para refrenar el impulso casi insoslayable de mandar a veinte servidores provistos de falcatas y escudos de metal, para que asesinasen a Nespaiser y tomasen a todo el Consejo como rehén.
Pero ella había sido la principal impulsora histórica del modelo actual de gobierno, mucho más deliberante que en el pasado. Y no había actuado por verdadera convicción exactamente, puesto que su clan era el que había conseguido un siglo y medio antes organizar un reino viable en Ilici, lo que no hubiera sido posible conseguir con asambleas donde todas pudieran opinar, que buenas eran las iberas a la hora de pretender imponer cada una su propio punto de vista a las demás.
Su clan pudo organizar con tanta eficacia el estado gracias a haber sabido combinar la mano dura con la justicia y la razón.
Mas Bastugitas también había sido joven y tuvo que vivir, a los catorce años, su propia experiencia de iniciación. Una experiencia que tenía mucho que ver con su añorada hija muerta, la pobre Umarbeles.
A pesar de la impaciencia por que Agirnesser no hubiera sido llevada todavía a su presencia, sonrió con picardía. Ese episodio de su vida, el de la iniciación, jamás se lo había confiado a nadie, ni a su propia madre.
Recordarlo le hacía suspirar siempre, lleno su pecho de un sentimiento de añoranza que le reprocharían, de ser públicamente comentado. Había conocido a un hombre en la casa de la dama de la costa donde su madre le había ordenado pasar una parte del viaje de iniciación. El hombre, llamado Tilefos, asombrosamente era recibido en la mesa y agasajado a todas horas como si de una dama se tratase, con los máximos honores y consideraciones, porque era un filósofo griego que la dama había contratado para la educación de sus hijas, a un altísimo precio.
Pero Tilefos, a sus veintiocho o treinta años, era el hombre más hermoso que hubiera podido jamás imaginar que existiese. En buena medida, a él se debía la belleza extraordinaria de Adín.
Sonrió de nuevo y se pasó la lengua por los labios sin darse cuenta, con un gesto reflejo del que no fue consciente. El primer beso de Tilefos le había sabido a moras e hinojos, y no había sido ella quien lo robara sino él. En un primer instante, bajo la sombra de aquel olivo donde se había recostado a reposar la siesta, sintió el impulso de llamar a la guardia cuando el bello griego la despertó en el momento de posar los labios sobre los suyos. Pero se contuvo, irremediablemente, porque el beso fue como un sorbo de néctar celestial. Pasó los siguientes doce días en estado de hipnosis, como si fuese víctima de un sortilegio. Al primer beso siguieron muchos otros pero fue ella quien dio el primer abrazo y quien palpó primero con una mezcla de curiosidad y anhelo que a Tilefos le divirtió mucho. Él daba muestras de conocer las costumbres locales y había decidido disfrazar sus impulsos, pero esos impulsos habían sido muy contagiosos y ella no estaba dispuesta a reprimirse. Yació apasionadamente con él todas las noches de esos doce días y sólo el riesgo de que su hospedera se alarmase por su vehemencia y comunicara el caso a su madre, impidió que yaciese a todas horas y en todos los lugares. De mutuo acuerdo, buscaban la discreción de la noche más profunda, pero durante los doce días Bastugitas creía no poder respirar si no lo contemplaba, y decidió asistir a sus clases junto con las hijas de su anfitriona.
Así fue como Tilefos insufló su espíritu, además de su cuerpo, cuestión ésta de la que sólo se enteraría casi dos lunas más tarde.
En todas las lecciones, Tilefos desenrollaba un grueso fajo de pergaminos y traducía a sus alumnas varios párrafos de un libro titulado “La república”.
-Platón afirma que para construir Utopía sería necesario retratar a los dioses como seres virtuosos –recitaba Tilefos-, diferentes de lo que Homero y muchos otros rapsodas han escrito sobre ellos, que nos los pintan como incestuosos, vengativos, crueles, asesinos y estafadores. Cree Platón con razón que, en ese caso, la censura y el engaño serían un requisito indispensable para la virtud institucional. Afirma que en ciertas circunstancias, la mentira es útil y no despreciable. Por consiguiente, y de modo consecuente, la idea de Utopía se difumina…
Así, entre miradas hambrientas a los hombros y los ojos de Tilefos, fue asimilando sin darse cuenta ideas y recursos que años después le serían de gran utilidad a la hora de gobernar. Habiendo empleado con astucia los recursos más rebuscados de la retórica y la filosofía de aquel desconocido griego que tanto veneraba Tilefos, Bastugitas había pasado a la historia como la fundadora del reino más libre que jamás había conocido Ilici.
Algo más de una luna después del regreso de su viaje iniciático, a nadie le confió el porqué de sus prisas por contar con un consorte oficial, aceptado por su familia. Se celebró con toda diligencia la ceremonia del acogimiento familiar de un joven prometedor, que sólo contaba dieciséis años y resultó algo tibio de carácter y de todo lo demás. Sin embargo, siete lunas más tarde nació Umarbeles, que a todos asombró desde niña por el color de su pelo, sus ojos, su desparpajo y su inteligencia. Lamentablemente, Isbel se la había llevado mucho antes de cuando le correspondía, sin darle la oportunidad de convertirse en Madre Mayor, tal como Bastugitas había decidido en cuanto nació. .
No consentiría que ocurriera igual con la hija de Umarbeles, Agirnesser. En cuanto supiera con exactitud cuánto faltaba para el parto, resolvería cómo proceder en relación con la condena de Adín.























XXIII
Los dos días que Adín pasó embadurnado de ceniza en la Plaza del Sol no supusieron un tormento insoportable, porque había permanecido casi siempre a solas, sin testigos y sin tener, por tanto, que soportar burlas como las que él mismo había protagonizado como burlón en muchos casos semejantes.
Ignoraba que su abuela había hecho correr el rumor de que cualquiera, dama o consorte, que se mofase de él o, simplemente, se pararse a mirarlo con regodeo, moriría la misma noche y su casa sería saqueada e incendiada.
Para vadear el riesgo de una lógica e irreprimible curiosidad instintiva al pasar, el pueblo ilicitano se ausentó en masa de la plaza; nadie acudió a presentar reclamaciones ni propuestas al Consejo y ni siquiera instalaron el mercado esos dos días, porque también los mercaderes, inclusive los que acudían de otros reinos, fueron amenazados por desconocidos que nadie consiguió identificar.
Durante los dos días del castigo público, que en su concepción pretendía ser escarnio, no hubo público alguno. Muy pocas pudieron entrever, de lejos y por rendijas de las cortinas, el hermoso rostro del muchacho con apariencia de estatua de barro mal cocina por estar cubierto de ceniza. Fue tan completa la inactividad, que Adín, aburrido hasta lo insoportable, anhelo que, aunque se burlase, pasara alguien.
Temía la burla no sólo por lo que tendría de insultante, porque no sabía contener sus furores. Estaba seguro de que si se produjeran las ruedas de estúpido holgazanes riéndose bobaliconamente de su humillación, saltaría hacia ellos y no sería raro que corriera la sangre. Pero ni siquiera hubo ocasión de enfadarse. Sólo aburrimiento total, que ni siquiera Irsecel podría mitigar acercándose con cualquier pretexto, por ejemplo para darle un sorbo de agua. Era más fácil que bajase la diosa Isbel del cielo a socorrer su sed que Irsecel desafiara los designios del Consejo y, sobre todo, los de su madre.
Superó, pues, el castigo con menor consternación de lo esperado y sin que le abrumara la idea de que en lo sucesivo no iba a poder mirar a la cara a ninguno de sus relacionados, que eran muy pocos de todas maneras. .
Lo malo llegó cuando, cumplida la primera condena, hubo de aceptar ser conducido al cercano meandro del íber, donde le destrozaron sin miramientos la túnica y el calzado y fue abandonado completamente desnudo y sin armas.
Desconocía su destino, a dónde podía ir más allá del primer meandro y no se creía capaz de calcular el día exacto en que darían por terminada la condena. Nadie le habló de las innumerables maniobras que maquinaba y estaba llevando a cabo Bastugitas, con su proverbial habilidad para que nadie tuviera pruebas de las intrigas. Adín era el único vecino de Ilici a quien no se le había pasado por la imaginación que su abuela desplegase una actividad tan vehemente, de lo que, sin embargo, todos estaban al cabo de la calle.
Nadie esperaba que Bastugitas permaneciera impasible en ese trance de un miembro de su clan y todos, principalmente las damas mejor informadas, daban por hecho que Adín no estaría a solas en el bosque ni media luna.
A todos les estaba prohibido acercársele y sabía Adín, aunque no pudiera verlos, que había un número desconocido de varones jóvenes, pertenecientes a la guardia real, atentos a que se cumpliesen todos los términos de la condena y vigilándole sin dejarse ver. Conocía la severidad y el rigor un tanto desmesurado de la capitana, por lo que estaba claro que no aflojarían la guardia.
Pero la vista de tales vigilantes no era lo suficientemente aguda para reconocer a cualquier vecino que se disfrazara aceptablemente de extranjero, con quienes la prohibición carecía de virtualidad.
Nadie iba a arriesgarse a usar un disfraz de cartaginés, porque recibiría una lanza en el pecho de inmediato y sin verla llegar.
Pero existían otras muchas posibilidades.












XXIV
Se ocultaba no porque estuviera desnudo, puesto que todo Ilici conocía su anatomía con prolijidad de detalles por lo mucho que frecuentaba el baño público del llano. Lo hacía como una especie de juego, para desorientar y preocupar a los zánganos que habían puesto a vigilarle. Conocedor meticuloso del meandro y su flora, supo deslizarse varias veces para reaparecer en lugares imprevistos que sorprendían a la guardia, mientras le convulsionaba la risa a pesar de su situación.
Pero el juego también llegó a aburrirle. Podía fabricarse un arma si no utilizaba más que sus manos y alguna piedra, pero eso lo podría hacer al día siguiente, cuando comenzara a apretar el hambre. Y de todas maneras, sabía cazar muchas piezas sin necesidad de armas y, por otro lado, había muchos frutos silvestres madurod. No tenía por qué pasar hambre, y no estaba dispuesto a que ocurriera de ninguna manera.
Añoraba sus correrías por el llano que mediaba entre Ilici y el mar. Era un territorio que nunca acbaba de conocerse, por la infinidad de veredas y caminos. Pero si se era discreto y sigiloso, se daba con frecuencia el caso de ver pasar un grupo de soldados cartagineses y contemplarlos a placer, desde el escondite, para estudiar su armamento y la forma de equiparse; cuestiones importantes porque los de Cartago tenían fama de ser los soldados más eficaces del orbe.
Por los sotillos que rodeaban el meandro no pasaba nadie. Sólo percibía la machacona vigilancia de los zánganos, que eran demasiado bobos como para disimular su acechanza. Si tuvieran que convertirse en espías, morirían al primer intento, porque revelaban sus posiciones sin ningún cuidado ni prevención. Él, a pesar de su corta edad, vencería a culauiera de ellos o a varios sin ninguna dificultad.
Durante la tarde dormitó un poco bajo la sombra de la adelfa y masticó varios tallos de hinojos para disttrarse. La idea de pasar tantgo tiempo en ese plan comenzó a desesperarle a lo largo de la tarde.
El hombre barbudo que se le acercó al anochecer se movía de un modo muy raro, con un cómico envaramiento de títere. Tan evidente, que se notaba a mil codos de distancia que estaba escenificando una comedia. Adín temió por él, porque si los espías estaban lo bastante cerca y sospechaban de sus movimientos, en seguida iba a atravesarlo una lanza.
Pero, tomándolo del codo, el de la barba le empujó suavemente hasta situarse ambos bajo la frondosa y umbría copa de una encina. Pronto oyeron rumores de pasos y comprobaron que varios de los guardas pasaban una y otra vez muy cerca, nerviosos, con gran desconcierto y muy trastornados, ya que no conseguían localizarlos.
Por indicación del visitante mediante señas, permanecieron largo rato en silencio, aguardando, hasta que los pasos se alejaron y dejaron de oírse los rumores propios de la vigilancia.
A pesar de la semipenumbra, Adín halló en los ojos del extraño sujeto una chispa reconocible, algo sumamente familiar. Se preguntó si sería Istolacio disfrazado, pero no podía ser él, pues el escultor era mucho más corpulento.
-¿Sabes a lo que te expones acercándote a mí? –preguntó para incitarlo a hablar, pues así reconocería la voz y lo identificaría.
El barbudo asintió moviendo la cabeza. Sin decir nada, hurgó bajo su manto y depositó una falcata en las manos de Adín. A pesar del júbilo, porque esa arma resolvía la mayor parte de sus inquietudes en relación con los próximos días en el bosque, volvió a mirar al hombre con perplejidad.
-¿Quién eres? Necesito saberlo, para que mi familia pueda colmar a la tuya de presentes como agradecimiento por este favor.
Adín notó que la mano con que se cubrió la boca para no exhibir su sonrisa era muy pequeña y pálida. La luz se hizo en su entendimiento y sufrió una convulsión que sacó lágrimas a sus ojos. No podía ser más que Irsecel, disfrazada. Incomprensiblemente, se apiadaba de él después de su felonía en el taller de escultura. La vida estaba llena de sorpresas. Pero sería indigno aceptar su compasión y, mucho más, disculpar su hipocresía.
-Irsecel, ya sé que eres tú. Toma la falcata y ocúltala de nuevo, porque no puedo aceptarla.
-¿No la reconoces?
A tientas, Adín recorrió el arma con la punta de los dedos. Hacia la mediación, más arriba de la hoja doblemente filosa y recién amolada, palpó el repujado de plata que decoraba el resto hasta la revuelta de la empuñadura. Pertenecía a Bastugitas y era uno de los símbolos capitales de su clan.
-Me la ha dado ella, la madre de tu madre –informó Irsecel viendo que la había reconocido-. Quiere que desoigas todos los mandatos del consejo, que te proveas con rapidez de algo para cubrirte, que caces cuanto necesites hasta saciarte y que permanezcas alerta y… te autoriza a que mates a quien sea si es necesario. Dice que no te preocupes por las consecuencias. Sólo te ordena que finjas cumplir la condena con mansedumbre, y para evitar las tentaciones, las tuyas y las de los enemigos de tu clan, debes permanecer oculto sin posibilidad de que los guardias te encuentren. Yo vendré a traerte noticias con la luna muerta y en el cuarto creciente. Ella no cree que dure tu castigo más de media luna, pero si se prolongara un poco más, entonces ya te diría yo cuando volvería a venir. Ahora, debo dejarte, antes de que puedan descubrir mi ausencia, que esta noche provocaría muchas sospechas. Te esperaré aquí mismo, y con este disfraz, el tenebroso día central de la luna muerta.
-Irsecel… -Adín tenía que hacer esfuerzos muy arduos para que el sollozo no desvelara lo que ocurría en su pecho.
-Sí, ya sé. Estás muy enfadado…
Adín abrió la boca, pasmado por su desfachatez.
-Pero las cosas en Ilici son como son, Adín. No puedes pretender que todo cambie como un relámpago.
No comprendía. ¿A qué se refería? ¿Esperaba que se produjeran cambios que posibilitasen a ciertas damas tomar más de un consorte? ¿Quería decir que necesitaba esos cambios para repartir su cuerpo entre él y el escultor?
Se preguntó si ella lo habría amado alguna vez. No, seguro que no. Sólo le había considerado un ejemplar sobresaliente de varón, útil para la reproducción. Casi en todas las ocasiones que habían hablado, ella mencionaba con mayor o menor énfasis los comentarios de sus amigas, que alababan a Adín con expresiones muy subidas de tono, que ella reproducía de pasada y como si fueran humoradas sin importancia.
Él había sido todo el tiempo sólo una pieza necesaria en el plan que Irsecel había pergeñado para su porvenir. Y ahora, incluía también en ese porvenir a Istolacio, para asegurarse de tener hijas bellas y destacadas físicamente y, cuando no, al menos que fuesen artistas.
Pensó en lo que rumoreaban sobre su hermana. Nunca había plantado cara ni había castigado a nadie por tales murmuraciones, porque si Arginesser se complacía en yacer al mismo tiempo con ocho o diez hombres era cosa suya, que a nadie perjudicaba. Pero si en su hermana pudiera parecerle tal conducta aceptable, no podía imaginar que Irsecel aspirase a lo mismo. Al fin y al cabo, Arginesser era muy mayor, lo menos veintiséis años, y era viuda. Ya no poseía nada que tuviera que preservar para el matrimonio y, en cambio, tenía la soledad y una ausencia. Sus orgías sólo habían comenzado una vez superado el luto protocolario, que por un consorte no pasaba nuncade una luna. Luna y media después de enviudar, los mismos que habían participado del festín se encargaron después de divulgarlo, porque los hombres ociosos de Ilici hallaban placeeres casi sensuales en contar sus hazañas más que en realizarlas.
-Las cosas cambiarán, Irsecel –dijo al cabo de un largo silencio-. Yo haré que cambien.
-¿Ya estás otra vez con tus alusiones a una imposible guerra de sexos? ¿No sabes que si los varones alcanzaran la supremacía, las cosas no iban a ser en ningún caso demasiado diferentes? Todo seguiría igual, pero al revés.
-Yo haré que cambien las cosas en Ilici. Sin organizar una revolución tan tremenda como esa que dices. Haré que nuestro íber no vierta inútilmente sus aguas al mar, sino que sirva para hacernos poderosos a los ilicitanos. Haré que las damas con poder no desprecien a los hombres ni desaprovechen sus facultades. Conseguiré que éste sea el reino más rico de Iberia. Y tú…
Iba a decir que esperaba que se convirtiera en una reina famosa en todo el Mar del Centro del Mundo por la riqueza de su reino, con él sentado a su lado como consorte. Pero se mordió los labios porque no podía hablar de ilusiones que la conducta de ella había convertido en quimeras irrealizables.


















XXV
-Lo he encontrado con un humor muy raro, gran dama –respondió Irsecel la pregunta de Bastugitas.
La noche había cerrado ya completamente y apenas sonaban rumores lejanos. Se encontraban a solas en el salón de la vieja dama, el más ricamente ornamentado de Ilici. La ex Madre Mayor había ordenado a su criado Beles que nadie las molestase; tampoco debería comentarse quién la visitaba.
-¿Estás segura de que nadie te ha sorprendido ni sospecha de tu encuentro?
-Completamente, gran dama
-Bien. Ahora, el hijo de mi hija Umarbeles tiene su falcata, la que de todos modos iba a heredar algún día. Con eso, obtendrá cuanto necesite. Ya lo verás. Posee más recursos que cualquier varón que yo conozca y más que muchas damas.
Irsecel se dio cuenta de Bastugitas hablaba de Adín con la misma pasión que si se tratase de una dama. Consideró que para la vieja ex Madre Mayor contaba demasiado la pertenencia a su estirpe, pero de todos modos detectó unos tonos de orgullo en su voz que muy pocos podrían comprender en el reino.
-Estoy convencida de ello, gran dama. Adín es un ser excepcional, sin que cuente para nada su sexo. La rama hará honor al árbol prodigioso al que pertenece.
Bastugitas sonrió a los hermosos ojos de Irsecel. ¿Cómo podía ser tan discreta y agradable una hija de Nespaiser? ¿No sería adoptada?
Nada le cuadraba en la hija con respecto a la madre. Sus caracteres eran tan diferentes que sólo recordando que en su origen había intervenido también otra persona, aunque fuera un hombre, se podía comprender que tuviera tanto sentido común e imaginación. Y en cuanto al físico, no podían ni siquiera compararse. Trató de recordar quién era el consorte de Nespaiser. Con mucho esfuerzo, acudió a su mente el recuerdo de cuanto se decía cuando se celebró la ceremonia de acogimiento de consorte. Le parecía que uno de los comentarios afirmaba que él no procedía de ningún clan conocido en el reino. Parecía que era hijo de un riquísimo mercader a quien la madre de Nespaiser conocía y de quien había averiguado la dote que entregaría por su hijo. Sí, Bastugitas recordaba ahora con nitidez que el consorte que había procreado a Irsecel era un hombre especial, que nunca se había querido adaptar a las convenciones de Ilici. Hasta se afirmaba que tenía amantes, lo cual, siendo consorte de Nespaiser, sería perfectamente comprensible aunque terriblemente peligroso. Sonrió al rostro anhelante y la mirada inteligente de la muchacha.
-No vuelvas allí hasta la luna muerta, Irsecel. Hoy no te han descubierto pero si te ausentases de tu casa varios días a la misma hora, tu madre sospecharía y te mandaría vigilar. Mantente a la expectativa pero no hagas nada; yo te mandaré avisar si por cualquier razón considerase con lo necesitas. Entretanto, espera la luna muerta, que sólo faltan cuatro jornadas. ¿Conoces el camino lo bastante bien como para no perderte ni ser descubierta bajo la oscuridad total?
-Sí, gran dama. Lo conozco perfectamente y nadie me descubrirá.
-¿Le has mencionado a Adín mis gestiones en relación con la ceremonia de los dolores de parto de Agirnesser?
-Naturalmente que no. Me lo prohibisteis.
Ambas temían que si se lo mencionaban él pudiese huir. De todos eraconocida la renuencia de Adín a participar en esa ceremonia que debía haber correspondido a su cuñado muerto, y que él era el único de la familia que podía protagonizarla. Los jóvenes varones le habíaan gastado bromas muchas veces al respecto, cuando tomaba baño y mostraba sin recato su desnudez. Todas las bromas abundaban en lo mismo: ¿cómo iba a ocultar su clamorosa virilidad para interpretar bien su papel de parturienta aquejada de dolores terribles? La solo idea les causaba a los muchachos del baño la misma risita estúpida, que siempre era igual y siempre por la misma causa. Últimamente, Adín conseguía permanecer indiferente cuando se lo mencionaban, pero todas recordaban en Ilici sus aspavientos y protestas de hacía tan sólo dos o tres meses. Con ser un hecho trascendental el castigo deshonroso de un miembro del clan, los últimos días de Bastugitas esa fecha del parto de Agirnesser se había convertido en su principal preocupación.
-Muy bien –alabó Bastugitas-. Pero él sabe que debe encontrarse contigo el día central de la luna muerta y también en el cuarto creciente, ¿no es así?
-Sí. ¿Creéis que para una de esas dos fechas se habrá producido el indulto?
Bastugitas se dijo que si tal cosa no se producía y se presentaba la rotura de aguas de su nieta, tendríoa que actuar por la tremenda, con fuerza. Todas en Ilici esperaban que lo hiciera, pero la vieja dama sabía que también su sucesora lo esperaba, porque así tendría razones muy graves para actuar contra ella y todo el clan. Pero había cosas que no se podían tolerar y en Ilici era notoria su limitada capacidad de encaje de ese tipo de ofensas. Sonrió a la mirada escrutadora de Irsecel, que evidentemente esperaba una respuesta, acaso con mayor anhelo de lo que era conveniente.
-En caso contrario, lo que podría producirse en Ilici es una situación sumamente grave y peligrosa para la Madre Mayor –Bastugitas evitó decir “tu madre” o citar a Nespaiser por su nombre.
Irsecel asintió con cierto resquemor. Estaba al tanto de la infinidad de ruegos que llegaban al Consejo de Madres pidiendo ese indulto y, en algunos casos, dependiendo del rango de la dama solicitante, se trataba de verdaderas exigencias. El asunto se había convertido ya en el monotema de todas las reuniones sociales y no tardarían en comenzar las apuestas sdobre lo que iba a tardar Bastugitas en actuar. Suponía sin embargo que Adín podría ser indultado dentro de muy pocas jornadas.