lunes, 29 de noviembre de 2010

MEMORIAS DEL COLEGIO DE MI NIÑEZ Escribí este artículo para un libro que editaron los antiguos alumnos de mi niñez en el colegio de La Goleta.

LA CHASCA


“A quien se mueva de la fila, le voy a dar un chascazo”; es una de las amenazas que más aterrorizaban al niño casi hiperactivo que fui, demasiado impaciente por escapar de aquella triste e inacabable posguerra y demasiado ansioso de crecer como para comportarse con la disciplina y la circunspección que ellas nos exigían.

Eran muchos los terrores oscuros de nuestra niñez, espantosos los fantasmas que acechaban a nuestras familias (“Rojos, que sois unos rojos”, nos gritaban acusadoramente cuando alborotábamos), pero mi principal terror de párvulo era el sonido de las dos hojas de madera, que parecían un pequeño misal repiqueteado como una castañuela monocorde. Tuve muchos sueños oscuros protagonizados por chascas, pero merece la pena relatar el que más vivamente recuerdo: la senda neblinosa que conducía al cielo a través de escalas y pasarelas muy inestables y frágiles, interminables, bamboleantes, terminaba en algo tan grande como el mundo, una especie de escenario monumental visto de lejos a través de la calima lechosa; pero cuando conseguía llegar tras increíbles sufrimientos y el pánico a despeñarme desde aquellas estructuras tan inseguras, esa especie de pórtico-escenario era una chasca gigantesca, coronada por las alas almidonadas de una toca monjil, que nos iba engullendo a los niños que no habíamos sido suficientemente buenos para merecer la gloria.

Aleteando frente a la pizarra, sobre la tarima como un estrado regio, o en sus intentos vanos de poner orden entre niños de estómagos insuficientemente llenos en la fila de la leche en polvo, parecían gaviotas con sus tocas blancas almidonadas de princesas de cuentos de hadas, iguales que damas artúricas empeñadas en redimir a los enanitos del bosque de las diabólicas acechanzas de una Fata Morgana vestida de miliciana, en un Camelot de maquis de la Serranía de Ronda.

Eran innumerables las noches que me dormía con aquel soniquete martillando las sienes inocentes de mis siete años. Contrariamente a la pesadilla donde la chasca representaba el último obstáculo para ganar el Cielo, sus alas blancas aparecían en mis ensueños hambrientos convertidas en los nueve aviones que tanto nombraban nuestros padres y vecinos con terror de condenados a muerte. Nueve aviones sobrevolando Málaga en un pasado que para aquel niño era remotísimo, inmemorial, alojado en la distancia vertiginosa y cósmica de toda una generación, pero se trataba de aviones que estaban tan presentes en los lóbregos terrores de nuestros mayores como para contagiarnos su espanto, de manera que las tocas blancas, con sus picudas alas flotantes, eran en mis sueños destellos del fulgor de bombardeos del que hablaban más las mujeres que los hombres. Fulgor seguido del trueno que anunciaba el Apocalipsis. Alas blancas que en vez de la promesa de buenaventura de aquel Espíritu Santo en el que trataban de hacernos creer, eran agoreras amenazas alzadas sobre el firmamento azul de las cataratas de sus hábitos.

Lejos del ascetismo que nos predicaban, sus hábitos eran ampulosos, llenos de sobrefaldas, plisados, enaguas y mandiles, casi miriñaques de la corte de Isabel II, tan compactos y densos en sus revuelos, que en mis párvulas fantasías me preguntaba si sus cuerpos tendrían la misma forma bajo los faldones, si poseerían piernas rotundas, elefantinas, como menhires que debían cubrir con aquella ingente aparatosidad de gamuza azul.

Yo tenía que haber conocido a cinco, pero sólo estuve bajo los chascazos de tres: la de párvulos (en una grada de teatro dominical), la de la clase tercera y la de la quinta, la imponente y ríspida sor Lucía. Ignoro por qué me hicieron pasar de largo por la segunda y la cuarta, pero recuerdo que el asunto me disgustaba sobremanera, porque me parecía que en tales aulas sucedían cosas mucho más amenas que en las mías, sobre todo en la segunda, una sala con una mesa de billar frente a la entrada, que recuerdo inmensa, comandada por una voluminosa sargenta que era la única maestra no monja. Tenía voz de barítono y pelos tiesos sin recortar en la barbilla, y a todos aterrorizaba, y no me acuerdo de si era porque ella también usaba chasca. A todos aterrorizaba, pero no a mí, por alguna extraña excepción que sólo desentrañé cuando me convertí en adulto y el recuerdo del sonido de chascazos ya no me causaba demasiada inquietud. Supe mucho más tarde por qué aquella maestra de la que todos huían me acariciara el mentón con una sonrisa tierna, si es que en su rostro sargenteril de granito había espacio para la ternura. También algunas monjas me acariciaban las mejillas y se decían las unas a las otras: “Éste es sobrino de aquél…”. Yo sonreía no sé si con una bobalicona sonrisa infantil de alivio, pues la caricia y las enigmáticas frases inconclusas me rescataban de mi terror a la chasca por un instante, sin que se me ocurriera siquiera preguntarme de quién sería yo sobrino para merecer aquella especie de prebenda, un trato obviamente mucho más considerado que a los demás, que, sin embargo, al terror irracional de aquel niño no le servía de consuelo.

Un día, nos llevaron a ritmo de chasca hasta la especie de teatro dominical donde los párvulos comenzaban su ciclo escolar. Pero yo había dejado de ser párvulo, como todos los de mi clase, de manera que no comprendía qué íbamos a hacer allí; traté de escabullirme, pero mi monja de tercero, una hermana que recuerdo particularmente bondadosa y nada temible, me atrapó con garras de acero y me forzó a continuar en la fila tras amagar un chascazo en mi coronilla. Evidentemente, ella entendía, como sus compañeras, que estábamos a punto de recibir una clase magistral de la más alta esencia espiritual. Los antiguos alumnos iban a representar una obra de teatro. Se trataba de un drama algo cainita, “La muralla”, que hoy me parece más bien escabroso, pero que las gaviotas armadas de chascas lo consideraban muy moralizante. Por más que me esfuerzo no consigo comprender por qué me pasé toda la representación soñando que yo cantaba la canción de moda, extraída de “Las danzas guerreras del príncipe Igor”, de Borodin, que titulaban “Extraño en el paraíso”; yo cantaba con voz inmensa junto al proscenio, mientras varias sílfides en mallas blancas y tutúes bailaban en el escenario ocupado por los personajes de “La muralla”.

Seguramente no pasó demasiado tiempo hasta que en el mismo escenario, y creo que con los mismos intérpretes, asistimos al mayor prodigio de mi niñez. Aquellos antiguos alumnos/actores habían creado un musical, cuando ni siquiera los llamábamos así. Era, en puridad, una astracanada en la estela de Pedro Muñoz Seca, pero nuestros predecesores en la escuela, además de ingenio, tenían aficiones musicales, y pergeñaron una especie de ópera/zarzuela/musical a base de retazos de Marina (A beber, a beber y apurar, las copas de licor, que se va a celebrar la gran coronación) y muchas otras piezas líricas y canciones populares. El título, un prodigio surrealista: “El huevo frito y yo”. La trama, un glorioso disparate: un reino donde, para ser coronado, había que comerse cierto huevo frito que todos pretendían robar (Soy el mayordomo siniestro, que a robar el huevo voy…). El huevo que todos querían robar y comérselo, curiosa metáfora de la mayor preocupación de nuestros padres, de nuestros vecinos y de nosotros mismos: llenar la tripa, nutrirnos adecuadamente. Para el niño que yo era, las carcajadas de aquella tarde fueron un bálsamo que disolvió el terror de la chasca, la impaciencia, el hambre, las preguntas que no era capaz de hacerme y las que nadie me respondía.

No creo que le preguntara a ninguno de mis compañeros si ellos compartían mi terror a la chasca. En realidad, no tenía compañeros en el sentido de camaradas. Sufrí un cerco casi perpetuo durante todos los años que permanecí en La Goleta, un cerco que, aún hoy, no sé explicarme del todo, si no es con la mención del favoritismo de las monjas por ser sobrino de aquel misterioso tío que no sabía quién era. No consigo explicarme la crueldad del cerco de antipatía donde se me aisló, de manera que no recuerdo a ningún amigo antes de Antonio Caramé. Sí recuerdo nombres a los que no consigo ponerles rostro, porque he tenido que aprenderme los nombres y rostros de ocho grandes ciudades en seis países distintos, de manera que los disolventes y velos de mi memoria son ocho veces más poderosos que los de cualquiera de mi edad. Como nos llamaban y nos llamábamos por los apellidos, se me fijaron éstos: Ariza, Galeote, Sánchez, Escalona, Ruiz y dos de antiguos alumnos: Béjar e Iturriaga, pero el que más destella en mi mente es el del primero que le brindó incondicionalmente su amistad a aquel niño desamparado y despreciado que yo era, Caramé, Antonio Caramé Barrachina, un gaditano que, recién llegado a Málaga por el traslado de su padre funcionario, fue ingresado en La Goleta a pesar de que su familia residía en unas viviendas militares situadas junto al Puente de las Américas, cuando éste no existía; demasiado lejos del Molinillo para tener que acudir a La Goleta. Aquella casa fue la única de un compañero de La Goleta que yo conocí, la única donde fui recibido con calor, con enorme cariño, de manera que, cuando el padre Caramé fue trasladado a Barcelona, sufrí la peor crisis de mi niñez/adolescencia, una rabieta que me enfermó. Significaba tanto para mí Antonio Caramé, que sucedió lo siguiente: el día que celebraba su cumpleaños, cuando estábamos en la fila para entrar en la capilla de la Milagrosa, ignoro por qué motivo me encontré con que la monja puso la chasca en mis manos. No recuerdo por qué la monja me encargó que hiciera sonar el odiado objeto, pero sí recuerdo la intensidad con que me encontré rogando a Jesucristo que operase un milagro: que la chasca se convirtiera en un regalo que yo, que no había tenido dinero en mis bolsillos jamás, pudiera obsequiar a Caramé por su aniversario.

En cierta ocasión, nos llevaron de excursión a la Finca de San José. No consigo recordar quién era la monja/profesora/guía, pero recuerdo con mucha claridad el paseo, andando a ritmo de chascazos Guadalmedina arriba, y la finca junto al palacio de los Heredia. Ya entonces –hace unos cincuenta años-, me preguntaba cuándo conseguiríamos los malagueños que ahí, en el lugar que ocupa la torrentera seca del trimilenariamente denominado Río de la Ciudad, surgiera el gran paseo/gran vía que Málaga no tenía y sigue sin tener; me representaba una Gran Vía interminable, infinita, con relucientes tranvías y un túnel de Ficus como el de la Alameda, pero diez veces más largo. Nadie, ni la monja ni mis padres, ni mis vecinos, supieron responderme por qué no se convertía ese río en paseo como habían hecho, ya entonces, en casi todas las demás ciudades costeras, como las Ramblas de Barcelona. Hoy, mucho menos sabrían responderme, tras lo operado en los ríos urbanos de Almería y Valencia. Ni comentaban sobre el Palacio de San José, que podría ser acondicionado como la residencia vacacional real que Málaga no tiene para ofrecer al Rey y que en la actualidad está dedicado a sanidad mental, porque los indolentes malagueños no reivindican su uso como equipamiento institucional de la ciudad. Había mandarinos, unos mandarinos que recuerdo con sabor a gloria; se me han quedado fijos, como una fotografía, los detalles de la escena: la monja que nos guiaba preguntó a quienes nos recibieron (tal vez, los guardeses) si podíamos coger unas mandarinas; le respondieron que sí, pero aquellas personas, obviamente, no sabían a quiénes le habían concedido la autorización. Cuando la monja, con su chasca en ristre, nos dio permiso para coger aquel delicioso manjar, los niños de hambre jamás satisfecha del todo que éramos nos lanzamos hacia los arbolitos como una bandada de buitres en el desierto, y conservo fotográficamente la expresión desolada de quien nos había autorizado, una expresión que era el reflejo de la reprimenda que iba a recibir de sus patronos por los destrozos que estábamos causando.

No consigo determinar si hay algún viso de felicidad en mis recuerdos infantiles vinculados a La Goleta. Creo que no. En mi próxima novela en editarse, que saldrá a la venta esta primavera de 2005, titulada “La desbandá”, dedico más de una sexta parte a un episodio sucedido en La Goleta durante la Guerra Civil, el que protagonizó aquel tío mío por el que las monjas me acariciaban el mentón. Escribirlo ha representado para mí una catarsis, una especie de exorcismo, y he podido narrar el episodio sin rencores ni miedos, y me parece que ni menciono la chasca. A las monjas sí, unas monjas que creo que no conocí, anteriores a mi estancia en aquellos patios laberínticos, aunque tal vez eran las mismas en su mayoría, a quienes he conseguido describir con simpatía.

Nos enseñaban más a rezar que a multiplicar. Su sentido de la docencia era la repetición rítmica de soniquetes al ritmo de chascazos, pero aunque éramos pobres y muchos residíamos en viviendas que hoy nos parecerían marginales, casi todos crecimos decentes y honrados y con un profundo sentido del deber, el sacrificio y la disciplina. Algo/mucho tendrá que ver con aquellas monjas como gaviotas.

Luis Melero, febrero de 2005.

sábado, 27 de noviembre de 2010

VALLE DEL AMBROZ



PAISAJE “ANTECESSOR”

(Publicado en la revista PAISAJES DESDE EL TREN)

Entre la niebla del bosque, misterio. Por los senderos orlados de flores silvestres, edén. En las cumbres nevadas, fulgor. Junto a los riachuelos y las cascadas y torrentes del deshielo, música. Bajo la sombra de los castaños, aromas. Desde los oteros y barrancos, esplendor. Por todo eso y mil maravillas más, es una experiencia memorable recorrer la comarca del Ambroz.
Quien llegue a este valle situado entre Las Hurdes y el Jerte (como a cualquier otro punto de la provincia de Cáceres) necesita acudir con los sentidos abiertos y la atención alerta, pues lo que descubrirá y lo que le emocionará guarda pocas semejanzas con los paisajes “urbanizados” habituales en Europa. Por razones sociales e históricas muy significativas, la provincia de Cáceres ha conservado un verdor primordial, como si algunas colinas y collados, ciertas vaguadas y barrancos, parques como el Monfragüe o valles enteros como el del río Ambroz hubieran sido preservados del paso de los milenios por una paradoja temporal.
Flanqueada por cumbres que superan los dos mil metros, la vega del Ambroz enmarca un trecho considerable de la Vía de la Plata, el camino ibérico de norte a sur más hollado desde que el tiempo es tiempo. Cabe imaginar sin demasiado temor a equivocarse que ya el “homo antecessor”, de Atapuerca, pudo haber descubierto que la manera más cómoda de atravesar la península hacia el mediodía era este atajo practicable justo donde las cordilleras centrales, de trazado este-oeste, comienzan a ser menos abruptas, más suaves, facilitando desde hace millones de años las migraciones de las grandes manadas de animales salvajes.
A pesar de formar parte de la ruta más transitada de la península hasta que hace quinientos años se abrieron caminos alternativos más modernos, un milagro ha mantenido el valle del Ambroz a salvo del “progreso” que arrasó la naturaleza de casi todo nuestro continente.

Por ello, no asombra que los prodigios abunden tanto en sus melancólicas dehesas, laderas y cumbres, desde el Pinajarro (2.100 m) cerca de Hervás, en un descenso que, treinta kilómetros abajo, se queda sólo en 400 metros de altitud . Los del lugar lo llaman Bosque de la Plata por la proximidad de la vía romana, pero igual podría denominarse del Oro en otoño o de las Esmeraldas, en primavera.
Según la recia gente del valle, las ánimas, tanto las bienaventuradas como las penitentes, vagan en tropel por las neblinosas espesuras de castaños y robles como quien recorre su hogar. Cuando el otoño viste de oro y ocres esplendorosos los bosques, creando paisajes espectaculares que superan en fotogenia cinematográfica a los tan publicitados de Utah y la Nueva Inglaterra, dicen que las meigas, xanas, nereidas y ninfas de todas las latitudes, deslumbradas, vienen a celebrar sus aquelarres por aquí. Aseguran que en las colinas de alcornocales, en las quebradas de robles o en el soto de monumentales castaños de Segura de Toro, cantan y bailan las hadas con los verdes adolescentes de la primavera, se regocijan los elfos con los frutos del verano y hacen conjuros las magas con el oropel de las hojas volanderas del otoño. Y deben de tener razón, porque una intuición poderosa de presencias mágicas acompaña a quien se aventura por los frondosos y estrechos caminos que parecen reproducidos de cuentos de princesas y dragones, umbríos y frecuentemente cubiertos de escarcha en invierno, de manera que uno espera encontrar a la Bella Durmiente en el próximo claro o a la malvada bruja escondida tras el musgoso tronco de un alcornoque tan impresionante como el de la Cerca de la Fresneda. El crujido de los pasos sobre la hojarasca seca suena a inminencia prodigiosa, como si los siete enanitos, los gnomos o, tal vez, los pitufos nos estuvieran acechando para decidir si somos o no amigos al invadir su territorio. También puede ser un jabalí o un gamo el que nos observe por si nuestras intenciones son aviesas. Si por casualidad, visitando el Jerte, al visitante se le ocurre subir el puerto de Honduras para descubrir con pasmo las maravillas del Ambroz, al atravesar los umbríos castañares -que llegan a formar túnel sobre la carretera- presentirá que en el próximo recodo podría toparse con Merlín haciendo autostop.

De acuerdo con la creencia popular, cada repecho y cada risco, cada cueva y cada árbol centenario guarda un tesoro Afirman que moros, celtas, godos y romanos han venido enterrando aquí durante siglos los botines que no podían llevarse por el volumen y el peso, olvidándolos después, por lo que, de dar crédito a las consejas y murmullos de las noches de invierno junto al brasero, el valle tiene que ser una mina. Y no hay fuente ni venero que no cure los males, los del cuerpo y los del espíritu; destilados los torrentes por las nieves visibles en las cumbres durante meses. De Baños de Montemayor abajo, griegos, romanos y cartagineses han curado sus males en estas aguas por siglos y siglos. Precisamente, los tres kilómetros mejor conservados de la Vía de la Plata se encuentran en Baños de Montemayor.
Haya o no oro enterrado y sean o no benéficas las aguas que Gredos rezuma por su vertiente sur, todo el valle del Ambroz es un paraíso que no parece de este mundo, sino soñado por Zurbarán en un cuadro idealizado.

Tampoco parece de este mundo, al menos del mundo presente, la Judería de Hervás. Sin parangón posible con las juderías más publicitadas, casi todas reconstruidas y reinterpretadas, y por ello desvirtuadas, la de Hervás posee la ventaja de la autenticidad. Verdaderamente medieval, genuina del todo, algunos de sus rincones, voladizos y arcos nos transportan a un tiempo idílico en el que la intolerancia no se había inventado todavía, a pesar de lo cual los hebreos de entonces debieron de sufrir lo suyo por no poder participar de la golosina que disfrutaban sus vecinos a mansalva, el cerdo ibérico, del que saboreamos con fruición el mejor morcón que jamás haya gustado el viajero. Sin salir de Hervás, donde hay mucho más que ver (palacios, acueductos, iglesias, jardines), podemos vestirnos de piel a buenos precios en dos fábricas distintas, adquirir bellos muebles y cestería de castaño, vidrieras artesanales y artículos de corcho. También cuenta Hervás con un interesante Centro de Interpretación del Ferrocarril, inaugurado el pasado mes de abril, que han instalado con tino en la antigua estación de la línea Astorga-Palazuelo.
A unos seis kilómetros de Hervás, hay para maravillarse y soñar que espiamos a las ondinas bañándose bajo los hermosos saltos y cascadas de La Chorrera.

Valle abajo, conviene parar en Aldeanueva del Camino, una exposición al aire libre de arquitectura popular, sobre todo en las balconadas de madera de la Plaza del Mercado y el curioso puente sobre la Garganta Buitrera. Entre los bosques, podemos toparnos inesperadamente con Gargantilla, como si de una aldea encantada se tratase. Aunque a la duquesa de Alba no se le ocurra invitarnos a tomar el té, vale la pena desviarse un poco hacia Abadía para conocer su Palacio de Sotofermoso, con el patio mudéjar más soberbio y espectacular de España. Y luego, no podemos dejar de lado una de las piedras más venerables del valle, el “toro celta” de Segura del Toro, que en realidad es un verraco esculpido hace... ni se sabe cuántos milenios ni por quién. Llegados a este punto, se van oyendo las voces con acentos a lo Gabriel y Galán, presencia poderosa en gran parte del Ambroz, que tan nostálgicamente retrató:
“He dormido en la majada sobre un lecho de lentiscos
embriagado por el vaho de los húmedos apriscos
y arrullado por murmullos de mansísimo rumiar...”
Tanto resuena la voz del gran poeta del desgarro, que hasta tiene su presa, un extenso y verdísimo lago que parece traído de Finlandia hasta las alturas occidentales del valle. La presa inundó el viejo pueblo de Granadilla, que todavía, como un Brigadoom reeditado, reaparece de vez en cuando si las aguas bajan, permitiendo que los rebaños pasten entre sus ruinas fantasmagóricas. El castillo de Granadilla es hermoso como si fuera la ilustración de un cuento. Gabriel y Galán, atávico y duro como la historia de su gente, tiene su casa-museo en Guijo de Granadilla, uno de los hermosos pueblos que rodean el lago, donde también merece una visita Zarza de Granadilla.
Antes de bajar de vuelta a la ribera del río, el arco cuadriforme de Capera o Cáparra parece esperar para dar la bienvenida. Y luego, hay que seguir río abajo y no dejar de visitar Casas del Monte, Cabezabellosa, Villar y Oliva de Plasencia, con el magnífico palacio de los condes de Oliva.

Como decía Ortega, el hombre es producto de sus circunstancias. El valle del Ambroz, duro y eclipsado durante siglos de esa cosa a veces disparatada que llamamos progreso, está habitado por buena gente recia, producto de su historia, antaño humillada por el vasallaje y hoy, justificadamente orgullosa de una tierra donde los paisajes son todos, sin excepción, postales espléndidas. Bosques, praderas, torrentes y amenos recovecos, verdes de todas las gamas en una sinfonía ilimitada. No se lo pierda antes de que Europa lo descubra y venga a comprarlo a cachos.


Valle del Ambroz

jueves, 25 de noviembre de 2010

La idolatría del poder


Como Antonio Machado, podría decir que “he andado muchos caminos, he abierto muchas veredas; he navegado en cien mares y atracado en cien riberas”. El emigrante no es en realidad un viajero; normalmente, es alguien que se ve obligado a destruir sus raíces, por lo que el viaje es sólo el conducto para alcanzar el nuevo territorio.
Mas ay de quien repita el proceso al emigrar varias veces, llegando a perder de vista hasta la idea de echar raíces en alguna parte. El emigrante que se convierte en nómada es también un nómada de sí mismo, un inadaptado sin convencionalismos, y si a todos les pasa lo mismo que a mí, a fuerza de suspirar por la patria los recuerdos se idealizan y llega a olvidarse uno de que hasta a la madre más abnegada puede olerle el aliento.

Y resulta que la tradición y la historia de España nos inspiran un sistema de valores que en varios aspectos es estrepitosamente erróneo. No he visto en ninguna parte que se reverencie el poder hasta el punto que aquí se hace; para la gente “adaptada”, esa clase media esnob y alérgica a la cultura, el poder es la verdad y la vida. La deidad suprema. Supongamos que usted trabaja en una corporación semi oficial donde le someten a un acoso –mobing- sistemático y drástico.

Es muy posible que si usted decidiera rebelarse, sus propios allegados le dijeran “¿Cómo vas a enfrentarte a ellos? Siempre tendrán la de ganar”. Si la empresa que le contrata evidencia que está apropiándose de su dinero y robándole sus derechos, sus supuestos amigos le dirán: “No te conviene enfrentarte a ellos ni airear esas cosas”.
Por esta manera de proceder, por el clima social que obliga a guardarse las uñas, el lector se asombraría ante la inmensa cantidad de creadores y artistas estafados por sus empleadores que hay en España.
Pero es el que puede, puede. Los pobres que no tenemos poder,somos unos minguis sin derechos

jueves, 18 de noviembre de 2010

¿De qué sirve la posteridad?


Ya en el XIX, decía Larra que escribir en España es llorar. Llorar, penar y pasar hambre. Y dolerle España como una caries gangrenada. Pero a despecho de lo mal que lo pasó, fue guardado como oro en paño para la posteridad.
También a VanGogh lo guardó la posteridad después de hacerle la vida toda clase de jugarretas, y haber vivido igual que en una pesadilla, triste, pobre y conducido a la locura por sus propios amigos y familiares. Jamás vendió cuadros o los malvendió, y ahora pagan cientos de millones por ellos. A VanGogh le habría bastado el uno por mil de lo que actualmente se paga por un cuadro suyo para vivir decentemente y no pensar siquiera en la posteridad.
Lo mismo que Kafka. Tremenda posteridad que fue producto de la profanación de baúles cerrados después de su suicidio miserable y trágico.
En esta España nuestra, si un escritor demuestra ampliamente su dominio del idioma, deslumbra con su imaginación y consigue publicar decenas de libros, y a pesar de ello pasa hambre y vive miserablemente, sus amigos tratarán de consolarlo diciéndole: No te preocupes, seguro que vas a pasar a la posteridad.
Manuel Alcántara se preguntaba hace algunos años de qué podría valerle a nadie que le dediquen una calle, si muerto y convertido en polvo no se enteraría. Por suerte para el gran articulista, abundan ya en Málaga y alrededores los topónimos Manuel Alcántara sin esperar a que se muera, y también han creado una fundación con el mismo nominativo. Manuel Alcántara ha ganado la batalla a la posteridad haciendo uno de sus ingeniosos chistes con ella. Pero no es frecuente el caso. ¿A cuántos escritores que me lean les habrá pasado esto?: Acaban de conocer a alguien a quien lo presentan como escritor; el recién conocido le dice: “Muy bien, escritor; ¿pero cómo te ganas la vida?” Esos mismos escritores que tengan la benevolencia de leerme, sabrán que ningún editor en España espera que los escritores vivan de sus libros. Buscan a autores que, trabajando en televisión u otra profesión pública -sin necesidad de saber escribir- consideren la literatura como hobby, y no tengan ni por asomo la necesidad de ganarse las habichuelas.
La posteridad como paga no es apetecible para nadie y sería estúpido que alguien la procurase. Lo que debe pasarle a cualquier artista es que pueda vivir decentemente de su arte. Carpe Diem

martes, 16 de noviembre de 2010

El progresismo


Recién salidos de la dictadura y aprendiendo a ser demócratas, nos llamábamos progresistas. Todo era cuestionable; transgredir era nuestra principal afición.

Pronto, algunos nos dimos cuenta de cuántos falsarios se habían colado en una actitud filosófica que buscaba en esencia honestidad y pureza; casi desde el comienzo, esa idea se desvirtuó y lo que persistió bajo la vitola de "progresismo" fue la incultura disparatada que para no molestarse en el arduo esfuerzo de aprender, disfrazaba de "progresista" su incapacidad.

Hoy, nada es más antiguo, rancio e incapaz que el PROGRESISMO.

Los intereses políticos de unos cuantos, usando la palabra como arma excluyente, extendieron la idea de que era progresista eliminar la disciplina en el estudio, el respeto a los padres, la cultura de esfuerzo y el orden. Así, nos han llevado al último puesto de Europa en calidad de enseñanza. Así, nos han conducido a maestros agredidos por mocosos medio retrasados mentales. Así, algunas consideraron que era lícito y moderno robar en los almacenes. Así, cientos de funcionarios entendieron que era progresista enriquecerse a costa del pueblo. Así, nos llevan al desmontaje de un estado milenario. Así vamos ¿A DÓNDE?:

domingo, 14 de noviembre de 2010

IRE PUBLICANDO LOS COMENTARIOS QUE ME MANDÁIS

Las cartas que estoy recibiendo sobre la atomización de España propugnada por Rodríguez Zapatero, iré publicándolas conforma vaya dándoles "forma literaria"

jueves, 11 de noviembre de 2010

ESPAÑA DESMENUZADA


ESPECTÁCULO DE DESMEMBRAMIENTO ACELERADO
Lo protagoniza la desmedida ambición de poder de Rodríguez. Como viene demostrando fehacientemente hace ocho años, para él el poder es antes que la Nación, ya que se alía con quien sea (famosa frase) aunque le exija desbaratarla o cometer ilegalidades, como el PNV.
El mercadeo del desmontaje ya lo comenzó Urkullo -el de nombre impronunciable-, que puso fecha a la secesión del Pais Vasco: 2020. Joseba Eguibar anunció hace años que la secesión se produciría en 2004; su ridículo como profeta no debe despistarnos. Ellos van a lo que van, y el jefe de Gobierno del Rey de España conspira todos los días para que se cumplan los designisos separatistas y antimonárquicos, con el BNG o con PSE-CIU o con “quien sea” o “como sea”.
Dice mi amigo Uriel que “la mayoría de políticos, periodistas y analistas que salen en televisión azuzando el odio a la derecha y apoyando incondicionalmente a José Luis "Largo Caballero" Zapatero tienen un pasado relacionado bien con el antiguo régimen o bien con organizaciones como el Opus Dei, poco sospechosa de ser de izquierdas”.
Para fundar con tales alianzas espurias la Federación Ibérica de Repúblicas Socialistas Soviéticas -Iberia no es el verdadero nombre peninsular, que era un adjetivo griego para señalar territorios lejanos y ricos. El verdadero nombre antiguo peninsular era Ispania-. La Federación de Repúblicas Soviéticas de España es el proyecto –inmediato- del PSOE, (tal como era para Largo Caballero, apodado el Lenin Españaol).
Como también me señala mi amigo Uriel, desde Iglesias y Largo Caballero el PSOE ha sido siempre golpista y dictatorial; no le importó ser benevolente con Primo de Rivera, y recuerden lo de 1934, además del probable intento contra Suárez. Ahora, unos cuantos periodistas mediocres generosamente pagados y unos millonarios sin escrúpulos encuentran muy esnob, divertido y “progre” impulsar la vesania del PSOE de Rodríguez. “Como decía el pensador italiano Gioberti: Los mayores enemigos de la libertad son los que la ensucian”.
Lo que no advierte Uriel es que Rodríguez está en la extremísima izquierda, la de la Revolución Marxista y, como Fidel, todo el que le contradiga es fascista. Tampoco menciona Uriel lo recurrente que es en la historia humana el caso de periodistas y millonarios que hallan divertido y moderno apoyar la revolución y luego se pudren en las cárceles políticas de sus propios patrocinados. Pronto nos veremos represaliados y presos, y yo el primero, pero los periodistas que ahora cobran barbaridades como “asesores” o por ser cómplices de las ILEGALILIDADES DE LA JUNTA DE LOS SEVILLANOS CONTRA MÁLAGA, y los usuarios de prebendas indignas también irán a las cárceles del nazismo separatista o las del PSOE (cárceles o checas que no serían ninguna novedad)
Por cierto, ¿cuándo propugnarán Mas y Urkullo abrir campos de exterminio contra los charnegos y maketos?

domingo, 7 de noviembre de 2010

Me llamo Luis Melero. Soy autor de los siguientes libros: Cal viva, Málaga del Pedro a la pedrá, El cuarto segmento, El espejo líquido, Oro entre brum

Me llamo Luis Melero. Soy autor de los siguientes libros:
Cal viva, Málaga del Pedro a la pedrá, El cuarto segmento, El espejo líquido,
Oro entre brumas, La desbandá, Colón el impostor, Los pergaminos cátaros,
Cátaros la libertad aniquilada, Indianos, El ocaso de los druidas.

La editorial de mis 4 últimas novelas, Roca Editorial, me contrató por un 10% de derechos, pero me paga sólo el 3,5%, habiéndome defraudado más de 100.000 euros en 7 años.
Mientras yo, solo y con la pensión mínima, paso enormes necesidades.
Ni el gobierno, ni la policía, ni las Cortes ni la justicia me ayudan a cobrar.

Necesito algún trabajo que pudiera hacer siendo jubilado, una colaboración con la que redondear ingresos que me permitan vivir razonablemente.

sábado, 6 de noviembre de 2010

PANCARTA QUE EXHIBIRÉ EN MI SENTADA PÚBLICA DURANTE DICIEMBRE

Me llamo Luis Melero. Soy autor de los siguientes libros:
Cal viva, Málaga del Pedro a la pedrá, El cuarto segmento, El espejo líquido,
Oro entre brumas, La desbandá, Colón el impostor, Los pergaminos cátaros,
Cátaros la libertad aniquilada, Indianos, El ocaso de los druidas.

La editorial de mis 4 últimas novelas, Roca Editorial, me contrató por un 10% de derechos, pero me paga sólo el 3,5%, habiéndome defraudado más de 100.000 euros en 7 años.
Mientras yo, solo y con la pensión mínima, paso enormes necesidades.
Ni el gobierno, ni la policía, ni las Cortes ni la justicia me ayudan a cobrar.

Necesito algún trabajo que pudiera hacer siendo jubilado, una colaboración con la que redondear ingresos que me permitan vivir razonablemente.



dURANTE LA SENTADA, ENTREGARÉ A LOS PERIODISTAS FOTOCOPIAS DE LOS DOCUMENTOS QUE PRUEBAN QUE VENGO RECIBIENDO DE ROCA EDITORIAL CUENTAS FRAUDULENTAS

miércoles, 3 de noviembre de 2010

EN DICIEMBRE, REALIZARÉ UNA SENTADA PARA COBRAR LO QUE ME DEBEN


Para cobrar lo que dos editoriales barceloners se han apropiado de mi dinero correspondiente a mis derechos de propiedad intelectual, realizaré una sentada en lugar público a mediados de diciembre.

lunes, 1 de noviembre de 2010

UN SUGESTIVO FRAGMENTO DE MI PRÓXIMA NOVELA"CIEGO"


Su familia de Brasil, la mujer que lo encandilaba y los amigos habían decidido con empeño que Carlos debía asistir al rito de Umbanda. Entre todos, tejieron una sutil tela de araña de la que el joven español no pudo zafarse, pero su hábito de investigar antes de crear anuncios era ya parte de su naturaleza, por lo que buscó todas las fuentes que pudieran informarle sucintamente de qué iba a encontrarse. El general França fue el más locuaz; le contó que a finales del siglo XIX existían en Río distintas modalidades de cultos africanos, aunque distanciados de las creencias traídas por los esclavos. La magia de los antepasados africanos se había transformado mezclándose con magia originada en Portugal, donde siempre practicaron hechizos y supersticiones. De tal modo, la religiosidad afroblasileña inició un sincretismo, mezcla de catolicismo, animismo africano y creencias nativas que, según el general, los umbandistas poseían pruebas fehacientes de que era la única verdad.
Al atardecer del martes, Machús, la mujer de su primo Manuel, entregó a Carlos un pantalón y una camiseta blancos. Antes de salir con sus primos, llamó a Yolanda:
-Ahora voy a la Umbanda. Siento mucha prevención.
-Sería preferible que no la tuvieras -le aconsejó ella-. ¿Vienes mañana a casa?
Carlos prefería un encuentro menos protocolario, en un bar.
-Tú ven a casa y aquí llegaremos a un acuerdo –dijo ella.
-La señora Stern me ha mandado un anillo.
-Yo la ayudé a elegirlo. Estaba tan reconocida por que te quitaras el tuyo para ofrecérselo, que deseaba darte algo importante. Cuando me consultó, vi que estaba exagerando, porque todas las piedras le parecían pequeñas.
-También es muy exagerado el que me ha enviado. Es un rubí de un kilate.y me apetece devolvérselo.
-Sería una grosería intolerable. Ella quería regalarte un diamante de dos kilates, pero me pareció femenino. Quédate ese anillo, Carlos, porque le va a tu personalidad y será tu primera joya..
El templo de Umbanda había sido una cancha de baloncesto; gradas de ocho peldaños cerraban tres de los lados; el cuarto, lo ocupaba un altar gigantesco lleno de flores e imágenes entre velas encendidas; Carlos reconoció muchos santos católicos: san Jorge, san Pedro, san Juan, la Concepción, santa Bárbara, san Sebastián, san Antonio. Muchas imágenes gente de raza negra. La mujer gorda que le visitó en casa de Manuel estaba sentada delante del altar. Todos vestían de blanco. Machús se había transfigurado; de espaldas, parecía una afrobrasileña; también Manuel resultaba vagamente indígena. Todos miraron a Carlos de un modo extraño, de soslayo, como si le temiesen.
La pista se llenó al comenzar el rito al ritmo vertiginoso y obsesivo de numerosos tambores. Con voz profunda y melodiosa, la mujer gorda entonó una canción que todos corearon a la segunda estrofa. Carlos no entendió la letra; se parecía a un himno religioso católico, con sus jaculatorias, pero contenía demasiadas contracciones portuguesas y nombres que escuchaba por primera vez; Ogum, Oxum, Inhasa, Oxossé; el más repetido era Iemanjá. Tres hombres sentados en el suelo al lado de la mãi de santo acompañaban las canciones con palabras inintilegibles. De repente, la mãi de santo se agitó y hundió la cabeza sobre el pecho. Comenzó a gritar con voz casi masculina en un idioma que Carlos no entendió, pero que sonaba a africano. En ese momento, Manuel lo empujó hacia el centro de la pista. Le habló en portugués:
-Fica aqui quetinho, sem te mexer. Não faças coisa nenhuma, vejas o que vejas.
Tenía que quedarse inmóvil y no hacer nada, cuando todos parecían alcanzados por un terremoto. Se pusieron a bailar de manera espasmódica, hombres y mujeres a la vez, con saltos convulsos y exagerados aspavientos. Algunas mujeres golpeaban el cemento del suelo con la frente, muchos hombres fumaban gigantescos cigarros puros y otros muchos bebían directamente de botellas de cachaça. Manuel agotó una en pocos minutos, se retiró hacia un rincón, cogió otra botella y un grueso collar de semillas que colocó en el cuello de Carlos. A continuación, éste sintió durante un segundo que lo arrebataba un vértigo rojo cegador, y vio al reventado y sangrante policía de la Moncloa entreverado con la multitud enfebrecida. Con escalofríos y temblores, siguió con la mirada los bellos y brillantes ojos verdes del policía, que sobrevolaban el gentío como mariposas de alas metálicas. Se pellizcó a sí mismo muy fuerte, cerca del pubis, para que el dolor hiciera que se esfumaran la sangre y la mirada verde. El estremecimiento también se esfumó, porque la razón insistía en convencerle de que estaba en medio de un arrebato nada sobrenatural; ya que descubrió las codiciosas miradas de reojo que echaba la mãi de santo hacia el cesto donde los fieles iban echando dinero, a pesar de estar supuestamente en trance.
Sin embargo, no conseguía explicarse la frecuencia con que se le nublaban los ojos, como si se interpusiera una densa cortina de humo.
Además de su primo casi velado por la neblina, otras personas le pusieron collares hasta sumar más de diez. Sin parar de bailar, el grupo evolucionaba a su alrededor, y el instante de sobrecogimiento por la visión fugaz del policía fue convirtiéndose en ironía. Unos cojeaban exageradamente, otros avanzaban con ojos cerrados como si fueran ciegos, otros llevaban uno o los dos brazos agarrotados. Gracias a su estatura superior, Carlos gozaba de visión panorámica. Machús, en medio del tumulto; giraba con los ojos vueltos y aspecto de zombi. Carlos comenzó a sentirse mal. Deseaba satisfacer a su primo, permanecer con la mente abierta, entregarse, pero su único pensamiento era que todos se habían vuelto locos. Fuera fingimiento o autosugestión, aquellas personas creían estar poseídas por los espíritus, y su deber era respetarlas. Le costaba comprender cómo había podido beber Manuel un litro de ron crudo en tan escasos minutos, y que no mostrara signos de embriaguez, sólo un estado espeluznante de trance que le hacía saltar como un gimnasta, con la ropa tan empapada de sudor que traslucía hasta los genitales. Todos sudaban copiosamente. Una muchacha arrodillada sangraba por la frente de tanto golpear el suelo con ella, y sin embargo nadie la detenía. Angustiado, desvió la mirada, porque comprendió que alguien se lo impediría si intentaba auxiliarla.
Una mujer cojeaba del pie izquierdo ladeando el cuerpo al balancearse, como si la pierna fuese de madera. Carlos mantuvo la vista fija en ella para no contemplar el resto. Fue la única persona a la que miró durante los siguientes veinte minutos. Los cantos y voces eran un clamor con poder hipnótico, el vapor del alcohol saturaba el aire junto al vaho emocional y el humo de los enormes cigarros que llamaban "charutos". La mujer giraba sin parar de cojear. A los veinte minutos, Carlos cayó en la cuenta de que había dejado de cojear con el pie izquierdo y ahora lo hacía con el derecho. Manuel afirmaba que hacían lo que los espíritus que les tomaban hicieran en vida y, sobre una angustia inmensamente claustrofóbica, consideró que el espíritu que había tomado posesión de aquella mujer era muy indeciso. Primero, cojeaba con la pierna izquierda; llegado el cansancio, lo hacía con la derecha. Se trataba de un espíritu un muy poco serio. Iba a reír. Tenía que contenerse. Debía disimular, no quería que pareciera que se burlaba. Como la risa es tanto más incontenible cuanto más se reprime, a Carlos se le saltaron las lágrimas, la carcajada se le atropellaba en el pecho bajo un nudo que iba a reventarle la garganta. La carcajada iba a estallar, se le escapaba por los ojos, por las comisuras de los labios, por las aletas de la nariz, por la agitación de los hombros. Iba a desparramarse en risas incontenibles cuando Machús saltó hacia él con expresión acerada; agitó el brazo derecho ante su cara a la manera de los hipnotizadores y, tras varias pasadas que no produjeron efecto alguno, hizo restallar el índice sobre el dedo corazón y le dijo con voz que parecía salirle del estómago;
-Fora daqui…e vai com Deus.
Los ojos de Machús querían atravesarlo. Él se mantuvo un momento inmóvil, y la risa rebelde continuaba en su rostro. Todos los que estaban cerca le miraban con la misma hostilidad. Tenía que escapar, porque estaba rodeado de personas fuera de sí con actitudes amenazantes. Luego de un minuto de parálisis, echó a correr. Se abrió paso a través de la multitud como si huyera de una caterva de muertos vivientes en una película de terror. En vez de salir por donde había llegado con sus primos, ocupada por la multitud, subió a zancadas una de las gradas y se lanzó al vacío. Cayó sobre un matorral. Todavía dominado por el miedo, permaneció un rato agazapado, Parecía haberse roto un hueso, porque la pierna le dolía mucho; pero unos diez minutos más tarde, se incorporó y probó si podía andar. Sólo parecía una contusión.
Tomó un taxi que lo llevó a casa de Yolanda. Ella lo rescató del estupor; la posesión que no había sentido en el templo de Umbanda ocurrió en la cama extensa donde entró inmediatamente en trance y donde el territorio de su humanidad fue poseído durante horas por el minúsculo cuerpo femenino. Sumergida la cabeza entre los muslos de alabastro dorado, buscó en la gruta el cobijo donde huir del estremecimiento umbandista.