lunes, 6 de septiembre de 2010

LOS PERGAMINOS CÁTAROS. Páginas 1 a 53


LOS PERGAMINOS CÁTAROS
Luis Melero

El acoso, expolio, martirio y exterminio de los cátaros
fueron crímenes execrables contra la Humanidad.
¿Pedirán perdón algún día la Iglesia y el Estado Francés?

¡Gloria a Tolosa, la ciudad de las veintinueve puertas que fundó Tolus, nieto de Jafet, ciudad construida en piedras rojas, en piedras inquebrantables como el corazón de los cátaros!
¡Gloria al río Garona que brota en los montes pirenaicos, conserva un poco de luz de Aran en sus ondas embrujadas, y da a la cepa de la viña su apariencia de enano ebrio y al álamo su poder de meditación!
MAURICE MAGRE
“La sangre de Tolosa”




PREFACIO
Marzo de 1244.

Iba a vencer la extenuación, porque ya no le quedaban fuerzas ni para sostener el peso del zurrón con el cuño y el fragmento clave de pergamino. Apenas podía con el de su cuerpo, mortificado por el ayuno y el frío polar que señoreaba en el sinuoso valle. Más que valle, se trataba de una garganta que caracoleaba entre montañas sobrecogedoras como gigantes de leyenda, en cuyo rincón más empinado se encontraba el segundo y último de sus destinos.
Una vez encajada trabajosamente la losa para tapar el nicho donde había guardado el rollo de pergaminos, acababa de superar el penúltimo de los incontables peligros que el viaje había supuesto. Chupó la sangre del pulgar de su mano izquierda, que se había herido en el momento de desencajar el pesado rectángulo de piedra.
Al salir del convento donde la tarde anterior había simulado vocación de profesa, oteó río abajo con mirada sombría. Por fortuna, parecía haber cesado la persecución. Desde que hubo conseguido cruzar el puente de piedra sin ser descubierta y habiendo recorrido con grandes penalidades un desfiladero bajo la ventisca, hacía ya cuatro jornadas que no escuchaba el relincho de los caballos ni los aullidos de los perros, tan temibles como lobos hambrientos.
Bordeó la aldea que dormitaba al lado del convento, caminó una legua más y pasó de largo sin entrar en una hermosa villa; se mostraba acogedora con sus casas de piedra casi sepultadas en la nieve pero caldeadas por los fogones, cuyo humo brotaba incitador de las chimeneas. A pesar de que todos sus sentidos se lo exigían, se negó a sí misma golpear una de las puertas en solicitud de reposo y alimento, porque la negra silueta del campanario que dominaba el caserío le resultaba siniestra y amenazadora.
La meta final no podía quedar muy lejos, pero en esos instantes, bajo ráfagas de viento helado que laceraban su tez, no conseguía calcular cuántas horas de luz le quedaba al día ni si ese tiempo le bastaría para alcanzar su objetivo, ya que los crujidos de sus miembros le anunciaban que no vería otro amanecer.
Según iba volviéndose el bosque más espeso y tenebroso y la nieve más mullida, el silencio adquiría el vértigo del vacío sobre la Nada, donde hasta el restallar de una fusta sonaría atronador. Temía que, acaso, persistiera la persecución y que la gruesa alfombra de nieve borrara los sonidos, porque ni siquiera oía el rumor de sus pasos y hasta sus propios jadeos, casi estertores, parecían congelarse en sus labios, lo mismo que el sudor que se convertía en escarcha en su frente. En cada árbol blanqueado por la nieve y en cada matorral pardusco y agostado vivía una acechanza del Mal, una voz muda que le tentaba a rendirse, desfallecer, descansar por fin.
Sabiendo que no tardaría en morir, suplicó a las fuerzas del Bien que le permitieran vivir hasta que la preciosa carga fuese depositada en el lugar debido, a buen recaudo, igual que la anterior y la antecesora, y las que hubiera habido antes, cifra que no se le había revelado. Sí sabía que todas las señas se encontraban en lugares marcados de ese recóndito y remoto valle y, todas ellas cuadruplicadas, en otros tres parajes igual de ignotos, y que sólo un Puro sabría interpretar cada una de las claves para llegar a la precedente y, una a una, hasta el objetivo final que era, en realidad, el origen de todo, lo más valioso, el tesoro supremo de los Puros, el testimonio que desvelaba las mentiras y señalaba el camino de la Luz, lo que sostenía la verdad incontrovertible de la Fe.
Ahora que todos habían muerto, ahora que todo parecía acabado, iba a morir y moriría doblemente si no conseguía salvar el mensaje que podía abrir el entendimiento de un Puro de los tiempos por venir, para llegar a lo que representaba la única esperanza de la Humanidad, el valiosísimo secreto que los puros habían custodiado durante incontables generaciones, salvándolo a duras penas de los incesantes asaltos que el tirano de Roma ordenaba, con la ambición de destruirlo para negar a los hombres el conocimiento de la Verdad revelada.
El valle, del que tanto había oído desde la niñez, debía de ser muy hermoso en verano; también lo era ahora, pero la deslumbrante belleza blanca de la nieve bajo el toldo de nubes negras poseía el viso aterrador de un sudario. Su propio sudario. No temía la muerte; sería feliz cuando su corazón dejase de latir, porque su espíritu conocería por fin la Luz, pero habría preferido morir en la hoguera, junto a los demás.
En el silencio fantasmagórico del bosque, el aire congelado silbaba con los ecos de sus voces, gritando oraciones que sonaban como gemidos y lamentos que desgarraban el alma, por el terrible suplicio de ser quemados vivos. Doscientos quince, sabía el número de memoria porque los había tenido que contar muchas veces durante el sitio de Montsegur, cuando había que dividir las escuálidas raciones de alimento como si fueran gemas. Doscientos quince en la misma pira, la más monstruosa y despiadada pira que recordaban los tiempos, y había consumido el fuego asesino la última generación de Puros.
Dejó atrás las dos torres que tan exactamente le habían descrito, y subió el empinado repecho donde sus pasos se multiplicaban a causa de los resbalones en la nieve y por la extrema debilidad de sus piernas. Alcanzada una exigua meseta, identificó sin duda su objetivo, colgado un poco por encima, en un punto donde comenzaba el deslumbrante manto blanco de la cumbre iluminado por el sol de poniente.
Llegar podía costarle el último aliento, pero iba a conseguirlo.


















Capítulo I
MISTERIOSO HALLAZGO
Octubre de 1810

Mossen Laurenç descargó el hacha con rabia contra el tronco tendido en el suelo, haciendo saltar oleadas de astillas. Era tan completo el silencio, que las menudas partículas de madera golpearon sonoramente contra las piedras tapizadas de verdín del muro lateral de la iglesia de Nuestra Señora de Cap d’Aran. Cada golpe era un estallido, una detonación de donde emergían las astillas como proyectiles, que le arañaban la piel y se le clavaban en los músculos de los brazos inflamados por el esfuerzo y la furia. La luz del alba reflejada por las cumbres nevadas apenas iluminaba el pequeño huerto parroquial, una exigua meseta entre dos taludes cubierta de musgo y trébol, empapada de escarcha a medio derretir y cosida de hoyuelos de las pisadas impetuosas del joven párroco.
Iba a cumplir treinta y dos años, pero la sangre bullía tumultuosa en los complicados altorrelieves que formaban las venas de sus miembros, como las de un adolescente muy vigoroso que acabara de descubrir los poderes de la carne. Las descargas del hacha eran azotes a su conciencia, un castigo contra el pecado que su mente y los escalofríos le exigían cometer a todas horas, mientras rezaba, mientras se arrepentía, mientras consentía que su alma fuera presa de la desesperación y le convulsionara el demente rencor contra sus propias debilidades.
Las lágrimas corrían por sus mejillas sin ser llanto, mezcladas con el sudor que no llegaba a convertirse en bálsamo que aliviase el estremecimiento perpetuo de su piel, el vello erizado de anticipación, el latido que le exigía noche y día volver a pecar con lo mismo que había pecado en Seo de Urgel.
No podía recaer. Ahora menos que entonces. Aran era un microcosmo demasiado concéntrico y encerrado en sí mismo. Sí allí, en la capital de la diócesis, había constituido un escándalo su conducta, ¿qué consideración recibiría en Tredòs, entre campesinos sentenciosos y estrechos de miras a quienes apenas conseguía entender? Si en Seo de Urgel se había visto obligado a afrontar un castigo tan severo como el destierro a este remoto valle prisionero entre montañas, ¿cuán grande podía ser la condena a que se arriesgaría ahora?
Había nacido en uno de los caseríos que moteaban de humo y diminutos resplandores de hogares el verde helado del amanecer, pero ingresado en el seminario de Barcelona a los doce años, nunca había regresado hasta ahora. El estudio afanoso del latín, las conversas en catalán y castellano y el tormento permanente de saberse encaminado hacia la verdad mientras el satánico seductor trataba de descarriarlo, le habían hecho olvidar su lengua materna. No sólo había dejado de saber expresarse en aranés, sino que apenas conseguía comprender unas pocas frases de lo que sus feligreses le decían.
Lanzó el hacha lejos de sí, como si ese gesto constituyera un castigo contra lo que no podía ser más que un demonio que buscaba su perdición. Entre los chorros copiosos de sudor brotaba vapor de sus axilas, de los anchísimos hombros, de los robustos brazos y del tronco desnudo, expuesto sin rubor dado que ningún ser humano solía hollar la escarcha de la madrugada en las recoletas soledades donde se alzaba la casa cural, al otro lado del templo desde donde se despeñaba montaña abajo la minúscula aldea. A tales horas, apenas sonaban a veces los cascos de algún caballo francés, de los centinelas que el ejército de Napoleón había diseminado pocos días antes por el valle. Su desnudez desafiaba el frío porque no lo sentía, pues era mucho más ardiente que un volcán lo que emergía de sus poros.
Entró en la sacristía. Se enjugó el sudor en los faldones de la camisa antes de ponérsela, se abrochó con impaciencia la interminable hilera de botones de la sotana y se contempló de reojo en el reflejo del vidrio de la ventana. Temía que pudieran crecer cuernos infernales en sus sienes y resplandores rojos en sus pupilas, pero lo que el reflejo le devolvía era una cara no exenta de armonía, no demasiado característica ni perturbadora como lo sería la de un demonio. A pesar de lo muy pecador que se reconocía, el rostro del párroco que veía en el cristal era el de un treintañero más bien bonachón, como si conservara una inocencia que reconocía haber perdido hacía muchos años.
Una vez cubierto de los ornamentos sagrados, se dispuso a celebrar la misa. Sólo había dos mujeres en los reclinatorios, que lo miraron igual que le miraban todos desde que llegara a Tredòs, con una mezcla de desconcierto y reprobadora distancia. El obispo había podido desterrarle a Aran gracias a que era aranés, puesto que ésa era condición indispensable para ejercer el sacerdocio en el valle debido a sus privilegios ancestrales. Todos sabían que era paisano, y por ello no le perdonaban que no pudiera expresarse en aranés. El escudo que la misa en latín representaba le eximía de remordimientos por ello, aunque reconocía que debía esforzarse, porque había ido perdiendo clientela en el confesonario desde el primer día y ya sólo muy raramente se acercaba alguien. Le apenaba enterarse de que algunos de sus vecinos, los más devotos, emprendían el azaroso viaje hasta Vielha para confesarse con el arcipreste, pero era una pena sin rencor. Ellos tenían razón mientras que él era un pecador exiliado y castigado al ostracismo, que merecía el desdén.
Durante la misa, miró muchas veces los deteriorados murales románicos; iluminados por las oscilantes llamas de las velas, los ojos de Nuestra Señora parecían vivos y no halló en ellos reproches, sólo luz. Una luz sobrenatural que le alivió un poco. Pero los desconchones del yeso añadían misterio a los rostros pintados, de manera que las beatíficas expresiones de los santos y los apóstoles parecían acusadoras y condenatorias. Ya no podía esperar más. Ni los ángeles ni las vírgenes de las paredes le comunicaban paz, sólo recriminaciones. Tenía que hacer algo o se volvería loco.
Como de costumbre, nadie le esperaba al terminar la misa. Las dos mujeres habían abandonado la iglesia con prisas, tal como solían hacer todos por temor a reconocer en sus gestos la insultante incapacidad de comprenderles. No podía postergar más el intento de encontrar solución.
Al ensillar el caballo pocos minutos más tarde, se preguntó si resistiría llevarle monte abajo hasta Vielha, tan jamelgo parecía. Era mejor que fuera así, porque de ser un vigoroso corcel ya se lo habrían requisado los soldados de Napoleón.

Mossen Peir besó la estola con una sonrisa tomándola de manos del monaguillo poco antes de comenzar la misa. En Vilac, donde se encontraba realizando la visita pastoral a que le obligaba todos los meses su condición de arcipreste, las campesinas poseían una inocencia que habían perdido casi todas las vecinas de la populosa Vielha, a punto ya de alcanzar los mil doscientos habitantes. Debería relacionarse más con esa inocencia carente por completo de malicia, aunque sus obligaciones se lo permitieran tan poco. Tan modestas, encendidas de rubor sus mejillas y candorosas en sus reclinatorios, cada uno de los gestos de las jóvenes matronas era una invitación a sobrevolar con ellas las miserias de la vida.
El párroco nuevo que le había mandado el obispo a Tredòs carecía de sentido de la caridad para agradecer al Señor tales bendiciones. Mossen Laurenç era un hombre demasiado rígido que necesitaba aprender cuanto antes a vivir de acuerdo con el paisaje y el paisanaje, o se arriesgaría a que el paisaje y el paisanaje le rechazaran y expulsaran como un advenedizo malquerido.
Como si pensar en él fuese una invocación, vio a mossen Laureç entrar en el templo con profunda devoción, encogido, realizando esfuerzos de no ser advertido por él para no distraerle. Mossen Peir sonrió. Por mucho que se esforzara, Laurenç no podía pasar inadvertido, pues era claramente más alto que los pobladores del valle y tampoco eran comunes unas proporciones tan fornidas como las suyas. ¡Qué poco sentido común el de ese hombre! ¡Qué malgasto insolente de vitalidad! Era una verdadera ofensa a Nuestro Señor que no glorificase un cuerpo tan privilegiado.
Las miradas de los dos se encontraron y notó que el párroco de Tredòs bajaba los ojos con turbación, mientras enfocaba unas pupilas desorbitadas y escandalizadas hacia las figuras que decoraban la pila bautismal, pobre pazguato. Tenía que forzarlo a ajustarse a las circunstancias o su magisterio parroquial no serviría de nada, porque iba a convertirse en una sarta de errores que más tarde tendría que atajar de la peor manera. Debía intervenir ahora, como un cirujano que extirpa un grano antes de que se convierta en una fogarada. De hoy no podía pasar.



Terminada la misa, mossen Peir llamó con un gesto al joven sacerdote.
-¿Qué te ha hecho bajar de Tredòs, tan temprano y con un tiempo tan crudo?
-Necesito confesarme, padre. Me han dicho en la vicaría que vuestra reverencia se encontraba aquí…
-¿Y no podías aguardar un par de días? Mi siguiente visita será a tu parroquia.
-No podía, padre. Por ello he tenido que someterme a los controles insolentes de los soldados franceses, tanto para entrar en Vielha como para salir luego hacia acá. Tales agravios a los servidores del Señor no deberían consentirse.
Mossen Peir miró alrededor, por si había alguien lo bastante cerca como para oír la arriesgadísima queja de Laurenç, temerario fanático incapaz de evaluar la arbitrariedad del ejército napoleónico. Supuso que nadie lo había escuchado, aunque tres de las lozanas muchachas de Vilac parecían esperar, cerca de la salida, para hablar con él pero no para confesarse, lo que le produjo chiribitas en el corazón. Con un gesto, indicó al párroco de Trèdos que se dirigiera al confesonario.
Diez minutos más tarde, mossen Peir se apresuró a dar la absolución con impaciencia; a pesar de que Laurenc no había rematado su última frase, se alzó y lo empujó hacia la sacristía.
-Escucha hijo –le dijo sin permitirle protestar-. Tienes que serenarte y valorar la jerarquía de las cosas con sentido común.
-No comprendo, padre.
-Te faltan unos cuantos lustros para que tu vigor se atempere. Y veo que en aquellas soledades de Tredòs no podrás esperar a solas que los años curen tus ansias.
-¿Debo pedir al señor obispo la caridad de trasladarme?
Mossen Peir no contestó, limitándose a fruncir los labios mientras cabeceaba con impaciencia. Tras una larga pausa, dijo con tono severo:
-Lo que tienes es que impedir que tus ansias malogren tu apostolado. Necesitas compañía y ayuda para sobrellevar el frío de Tredòs y el vacío de tu… vida.
-Sigo sin comprender.
-Escucha, Laureç. Seguramente por la caridad de Nuestro Señor, se da una afortunada coincidencia. Conozco a una joven señora nacida en Les, pero madurada en Zaragoza, que ha de cuadrar con tus necesidades. Sé de buena ley que en ella se aúnan virtudes que complementarán de maravilla tu trabajo.
-¿De quién habláis, padre?
-De Marianna, una aranesa que se quedó huérfana a los siete años, cuando aquella terrible epidemia que asoló al valle. Un sacerdote aranés que hizo carrera y fortuna en la diócesis de Zaragoza conoció su desgracia, se compadeció y se la llevó como protegida a su residencia. Y mira si fue bueno para ella y ella buena para él, que alcanzó el deanato mientras que ella, a quien todos consideraban la sobrina, brilló como gran dama en los mejores salones de la burguesía aragonesa.
Laurenç miró alrededor, temiendo que las palabras del arcipreste pudieran hacer emerger llamaradas del infierno. Todavía sentía el escalofrío causado por las figuras contempladas media hora antes en la pila bautismal, que le habían hecho distraerse de la misa: un monstruo, un dragón demoníaco, circundaba la pila mientras parecía proteger a una figura, tal vez una mujer desnuda, lo que le había producido gran desasosiego. El arcipreste detectó la tormenta interior del cura. Sonrió, le echó el brazo por los hombros y argumentó murmurando en su oído durante más de una hora.



Las soledades de Tredòs se agravaban por el silencio, que a Laurenç le parecía el de un limbo al que hubiera sido condenado ya en vida. Ni siquiera el impetuoso arroyo, que valle abajo se convertiría en el Garona, producía más que un rumor. ¿Debía seguir aceptando la invitación de Mossen Peir, que en realidad había sido una orden? ¿No le obligaban el voto de castidad y la fe a correr a Vielha para desdecirse y someterse luego a la más dura de las penitencias?
Sentía sacudidas de la conciencia que le causaban náuseas mientras cumplía una de las órdenes del arcipreste. Tenía que construir una habitación adosada a la casa cural, ya que la vivienda era demasiado pequeña y sólo poseía un cuarto, el del párroco. Puesto que la aranesa de Zaragoza, Marianna, debía aparecer ante la feligresía como una sobrina lejana aposentada como asistenta, tenía que proveer una habitación para cubrir las apariencias.
Esta necesidad de fingir, de ser hipócrita, aumentaba su turbación y las quejas de su alma. El desconcierto y la angustia proyectaban sus brazos con ímpetu furioso, su habitual e instintiva manera de desahogar los ardores del pecho. Se encontraba picando la pared exterior de la casa cural, para abrir una trocha donde enraizar el muro de la nueva habitación. A cada golpe, suplicaba a Jesucristo que le diera una señal con que sentirse menos miserable. ¿Era un pecado tan monstruoso construir esa habitación? ¿Estaba arriesgando la vida eterna de su alma prestándose al requerimiento de mossen Pèir?
Uno de los golpes hizo saltar lo que, pareciendo un sillar macizo, era sólo una pequeña losa que disimulaba un hueco demasiado cuadrado y regular como para ser accidental. Con toda seguridad, se trataba de un nicho minúsculo practicado intencionadamente en la piedra. Devoto y emocionado, creyó que ésa era la respuesta que el Señor daba a sus plegarias. Tanteó el interior del hueco, pero era demasiado estrecho para las dimensiones de su mano.
Arrancó del árbol más cercano una vara menuda, con la que hurgó en la cavidad y tras varios intentos, puesto que la vara era demasiado flexible y se doblaba al tropezar con lo que había dentro, consiguió extraer un envoltorio. Se trataba de un trozo de pergamino con unas extrañas inscripciones que no pudo descifrar. Pero lo más llamativo era lo que el pergamino envolvía; una piedra de naturaleza desconocida para él, casi una gema, de forma cúbica, en una de cuyas caras aparecía grabado en bajorrelieve una especie de ojo, o pez, sirviendo de base a tres cruces.
¿Qué misterio escondían la piedra y las frases en un idioma desconocido? ¿Se trataba de una señal divina para traerle el anhelado consuelo o era, en realidad, un objeto satánico que abonaría su candidatura irremisible al infierno?
Cayó de rodillas, entre súplicas a Jesús para que se compadeciera de él e iluminase su.



De rodillas lo encontró mossen Peir, que en lugar del simón con cochero, llegó a lomos del hermoso caballo que tanto le envidiaba Laurenç. No le había oído llegar, así de abstraído se encontraba con las preguntas sobre el significado de la piedra y los escalofríos que le causaban todas las hipótesis que se le ocurrían.
-¿A qué tus plegarias, mossen, en ese sitio y a estas horas?- dijo el arcipreste a modo de saludo-. ¿Ruegas a Nuestro Señor que te permita ir más aprisa con la obra?
-Es que…
Mossen Laureç se preguntó si sería conveniente hablarle del hallazgo. La máxima jerarquía eclesiástica del valle le desconcertaba. ¿No le reprendería si le confesaba sus vacilaciones y su temor a la condenación eterna?
-Te noto turbado, mossen. Y has palidecido.
-Sí, padre. Las dudas corroen mi alma.
El arcipreste apretó los labios y alzó los ojos al cielo.
-Pues no deberías permitirlo, mossen. Eres un buen hombre, practicas la caridad en Nuestro Señor Jesucristo según se te ordena, y posees la virtud de la obediencia.
-Pero… Padre… -Laurenç señaló con la mano extendida la obra que estaba realizando.
-Escucha, mossen –dijo mossen Peir, sobre una sonrisa deliberadamente fría-, debo contarte algo que necesitas saber. Cuando yo fui encargado de la parroquia de Bossost, tenía más o menos tu edad. Y, como tú, creía que la castidad era lo mejor de mí que podía ofrecer a Dios Nuestro Señor. Permanecí en casta soledad los dos primeros meses, pero a todas horas, en todas las ceremonias y en todas las circunstancias notaba miradas aviesas de mis feligreses, sobre todo en los ojos de los hombres. Hasta en los instantes de mayor recogimiento en misa percibía el acero de sus miradas suspicaces. Un día, recibí la llamada de quien entonces era el arcipreste. ¿Sabes lo que había pasado? Mis feligreses hallaban sospechoso y muy peligroso que no tuviera barragana, porque ello les hacía suponer que podía proponer el comercio carnal a sus mujeres, hermanas o hijas. Por ello, exigían al arcipreste que me sacara al instante de su parroquia o bien que me apresurase a encontrar una buena “sobrina” que les librara de sus temores y malos augurios. Dudé mucho, la conciencia me torturó durante semanas, pero luego comprendí que tenían razón. La soledad y una peña de hielo en el corazón no favorecen el servicio a los feligreses, que es la misión que tenemos encomendada y la obligación suprema de un párroco. Así que, hijo mío, no dudes más y emplea tus energías en el mejor servicio de Dios.
-Pero, padre, temo…
-¿Qué?
-Ved esta piedra. Acabo de encontrarla oculta, donde seguro que estuvo durante siglos, en el hueco que podéis ver en aquel sillar. Considero que pudiera ser una advertencia de Nuestro Señor.
Mossen Peir tuvo que contenerse para disimular la agitación que conmovió su cuerpo de repente y el patente nerviosismo de su mano al cogerla.
-Más que piedra, parece una gema –dijo tratando de soltar el nudo que atenazaba su garganta.
-Sí, tenéis razón. ¿Se os ocurre alguna idea de lo que pueda ser?
Mossen Peir estuvo a punto de asentir. Frunció los labios forzándose a callar. Luego de una pausa evaluadora tanto de la situación como de las expresiones de Laurenç, preguntó:
-Tú, ¿qué supones que es?
-No consigo imaginarlo, padre. Pero en el fondo de mi alma crece el convencimiento de que Dios Nuestro Señor trata de mandarme un aviso…
-Calla, Laurenç. Te lo ordeno. No blasfemes invocando el nombre de Nuestro Señor en vano ni peques de arrogancia.
La mojigatería del joven cura impacientaba al arcipreste cada día más, si es que cuanto decía en esos instantes era producto de su pusilanimidad y no una simulación para hacerle creer que ignoraba la trascendencia de lo que había encontrado. Tratando de sonreír para fingir una amonestación amable, resistió la tentación imperiosa de guardar el objeto en la faltriquera. A tiempo, le contuvo el pensamiento de que no disponía de ninguna explicación plausible que pudiera dar, de momento, al riguroso mossen Laurenc. ¿Debía exponerse a su recelo, guardándose la piedra sin responder ni darle más explicaciones y afrontar, en cambio, el torbellino de preguntas que afloraba en los ojos del párroco? Mejor sería memorizar con toda fidelidad el dibujo, y reproducirlo en cuanto llegase a Vielha en una carta que se apresuraría a enviar al señor obispo.






Capítulo II
SUPLICIO DE AMOR
Marzo de 1811

Mossen Laurenç no conseguía resolver sus dudas. Con el calendario empezando a desterrar los mayores rigores de las nevadas, las vacilaciones eran un tormento insoportable. Durante el invierno, la construcción del cuarto adosado a la casa cural le había servido de desahogo, pero ya a punto de comenzar la primavera, el verdor renovado del valle inflaba sus venas de nuevas pero igual de pecaminosas pasiones y el desasosiego amenazaba con hacerle reventar.
Tenía que contener el impulso de demoler la habitación destinada a esa Marianna que, cual nueva Jezabel, estaba a punto de irrumpir en su vida para trastornarla y perder su alma. En otras circunstancias y si tuviera distinta finalidad, la construcción le enorgullecería. Se trataba de una habitación más holgada que la suya, caldeada por el contiguo lar de la cocina. Había enlucido por dentro las paredes con argamasa, alisándolas cuidadosamente para, al final, pintarlas de blanco. Lo más parecido a un palacio que sus medios y fuerzas le permitían. Y tanto cuidado, ¿para albergar el objeto de su condenación eterna?
A pesar de todo, el día anunciado para la llegada mossen Laurenç hervía de impaciencia bajo la coraza con que trataba de encorsetar sus ansias. Se había despertado a media noche a causa de una polución; tuvo que saltar de la cama para buscar el otro calzón y limpiarse la entrepierna con un trapo húmedo. Pero hacia las cinco de la madrugada, el sueño perverso volvió a apoderarse de sus sentidos y de nuevo humedeció el calzón. Como ya no disponía de otro, debió soportar el emplastamiento de semen y la humedad pegajosa.
Mientras acechaba el camino con ojos ávidos y un puñal de remordimientos clavado en la conciencia, le turbaba la sequedad rígida en toda la zona de los genitales preguntándose si algo en sus movimientos delataría la incomodidad que sentía.
Por fin, cuando el vértigo de la anticipación era ya agonía, el corazón saltó en su pecho al divisar el simón del arcipreste, que subía desde Vielha. El último resuello de los caballos resonó en ecos junto con el látigo que los arreaba para subir el repecho, antes de parar frente a la pequeña iglesia.




Mossen Laurenç estaba paralizado ante la puerta de la casa cural; una mezcla de terror, angustia y júbilo se había solidificado sobre sus miembros convirtiéndolo en un tullido. El simón se había detenido a unos seis pasos de distancia y la mujer que transportaba parecía viajar sola; consideró afortunado que el arcipreste no la hubiera acompañado, así se ahorraba un rubor más. El cochero saltó del pescante, pero no para ayudar a Marianna, sino para aflojar las correas que sujetaban el voluminoso equipaje. Dentro, ella parecía aguardar a que Laurenç acudiese galantemente a auxiliarla, pero éste no se movió; no podía. Las cadenas que iban a torturar a su alma por toda la eternidad paralizaban sus piernas y su entendimiento.
Cuando más incapaz, despreciable y estúpido se sentía, la vio asomar la cabeza por la portezuela que ella misma había abierto. Marianna sonrió del modo que sólo puede hacerlo quien se siente seguro y libre de temores. Una risa luminosa en un rostro franco donde los ojos brillaban con una comprensión infinita de todas las cosas y del mundo entero. No era bonita como las musas de los poetas ni angelical como los grabados de los libros. Su rostro presentaba firmes angulosidades de determinación, huellas de batallas ganadas y sombras del conocimiento de secretos antiguos. En medio de un rostro cuyo misterio mossen Laurenç no se sentía capaz de describir, el brillo de la sonrisa era un aleluya.
Pudo, en efecto, gritar “aleluya” porque, de repente, ni su voz ni su cuerpo le pertenecían. Ese cuerpo, ajeno a su control, se libró de la coraza, olvidó la molestia almidonada del calzón y se sintió levitar hasta el peldaño plegable del simón, que desplazó a fin de que ella pudiera bajar cómodamente.
La contempló sin atreverse a mirarla con franqueza. Iba a resultar muy complicado convencer al vecindario de que sólo era una criada, porque se movía como una reina. Tanto, que de nuevo el sacerdote se sintió intimidado.
-¿Dónde debo acomodarme, mossen?
-Ésta primera es vuestra habitación.
Marianna sonrió y el sacerdote detectó en sus ojos una chispa de picardía.
-¿Así de ceremonioso va a ser vuestro trato, mossen?
Laurenç enrojeció. Sintió el ardor hasta en las orejas.
-¿Cómo preferís que lo haga?
-Creo que vuestra feligresía hallaría más a tono que me tuteéis y no me deis demasiadas consideraciones, al menos públicamente.
El sacerdote frunció los labios. Ante la indicación de la necesidad de discreción hipócrita, volvía el sentimiento de encontrarse al borde del abismo, deslizándose hacia el averno. Además, tratándose de una simple mujer y no siendo más que una barragana, ¿quién diantres se creía Marianna que era, para osar establecer las normas?




El amanecer lo pilló despierto pero en un estado semejante a la catalepsia. Lo que había pasado durante la noche no podía ser verdad. Tales cosas sucedían sólo en los sueños. Tenía que celebrar la misa, pero no sentía la menor inclinación y temía no ser ya merecedor del privilegio. Se alzó de la cama perezosamente, experimentando un sosiego que no recordaba que fuera posible sentir, una flojedad en los miembros por fin libres de los alfileres con que la sangre alborotada los había estado lacerando todo el invierno. La mujer trasteaba en la cocina; mossen Laurenç se asombró por su diligencia, ya que había temido que como consecuencia de sus actos durante toda la noche, ella no sólo se sintiera dominadora y dispuesta a recibir pleitesía, sino resuelta a haraganear como dueña y señora. En lugar de ello, había recompuesto y ordenado del tal modo la cocina, que no la reconoció. De repente, a una hora increíble de la madrugada y en un santiamén, Marianna había convertido la estancia en un hogar verdadero.
Marianna oyó que el mossen despertaba, de manera que rozó de nuevo la piedra que se había guardado en el bolsillo del mandil, con las mismas preguntas que llevaba casi una hora haciéndose. ¿Cómo habría llegado a sus manos un objeto tan enigmático y, seguramente, tan valioso? ¿Sospecharía el sacerdote el significado que ella intuía que podía tener? Suponía que no; de otro modo, él no lo habría dejado tan descuidadamente en la repisa de la chimenea del lar, junto al almirez de bronce y el molinillo. Esperaría a que terminase la misa, porque si le preguntaba antes de la celebración lo distraería y le haría llegar tarde. Sonrió para sí. Ese hombre era un zoquete al que iba a tener que pulir mucho para no sentirse desgraciada en su compañía.
Tal vez no había sido buena idea aceptar el refugio en Aran. Muerto mossen Roger, tendría que haber buscado acomodo en la misma Zaragoza, donde, aunque de un modo tan poco convencional, había reinado como una de las damas principales. ¿Cómo iba a sobrevivir aquí, sin un salón donde recibir para las famosas meriendas que había presidido en la gran ciudad aragonesa? ¿Podía vivir sin música? ¿Cómo serían sus días sin los diez mil libros de la biblioteca de mossen Roger, que había leído en gran número a escondidas por temor a sufrir anatema?
Al menos, existía la esperanza providencial que abría la piedra que guardaba en el delantal. Por otro lado, Laurenç en la cama era una erupción de lava incandescente y su cuerpo era el más vigoroso que jamás había imaginado que pudiera existir, porque en su vida sólo había visto desnudo a mossen Roger, que cuando la rescató de su orfandad desamparada del valle ya era cincuentón. Hasta esa noche, ignoraba que el órgano de un hombre llegase a alcanzar la dureza del metal y que tal estado pudiera repetirse cuatro veces en tan pocas horas. Lo de mossen Roger había sido un juego adormecido frente al torbellino que iba a ser lo de Laurenç… si lograba permanecer y el aburrimiento y la falta de estímulos del apartado Tredòs no la obligaban a escapar en el caso de la que la piedra no condujese a nada.
Además, ni siquiera con esa especie de semental salvaje había sentido lo que, hacía tanto tiempo, descubriera en los libros que debería sentir, tras llevar desde los once años sirviendo a mossen Roger de consuelo en la cama sin recibir ella a cambio consuelo alguno. De todos modos, tal falta carecía de importancia, puesto que su deber consistía en hacerle feliz a él. Aunque, para ser sincera consigo misma, había pasado la noche esperando que, puesto que Laurenç era tan diferente de Roger, la transportara por fin a ese delirio presentido pero nunca experimentado. Daba igual, tendría que conformarse y hacer lo que siempre había hecho, no parar, desahogar sus ansias en el afanoso trabajo cotidiano y en la continua busca del conocimiento.
Oyó que el sacerdote volvía tras acabar la misa. Aguardó a que se hubiera despojado de los ornamentos sagrados.




-¿Quién os ha dado esto? –preguntó Marianna cuando mossen Laurenç volvió a la cocina.
El sacerdote miró la pequeña piedra cúbica como si la hubiera olvidado.
-¿Sabes lo que es?
-Creo que sí –respondió Marianna afectando modestia, pues estaba completamente segura de lo que era-. Me parece que es una piedra labrada como cuño, para autentificar escritos de tenían que parecer oficiales.
-¿Estás segura?
-¿De dónde ha salido, mossen?
-La encontré en un pequeño nicho excavado en un sillar del muro, cuando emprendí la construcción de tu cuarto.
-¿Sólo apareció la piedra?
-Estaba envuelta en un trozo de pergamino. Tenía algo escrito…
-¿Lo conserváis?
-Creo que sí. Espera.
Marianna lo oyó rebuscar en varios cajones de la sacristía. Unos veinte minutos más tarde, el sacerdote volvió con expresión triunfal, exhibiendo el pequeño fragmento de pergamino.
-Lo guardé cuando lo hallé, a la espera de estar mejor relacionado en el valle, a ver si algún párroco podía explicarme el sentido del dibujo y la inscripción, porque el arcipreste… No sé.
Mariana examinó el pergamino. El dibujo era evidentemente un plano, aunque algo borroso y muy poco reconocible. La inscripción rezaba: “Al pus founs de la cabo, metme los pes a la pared” y bajo el dibujo, añadía: “Trobar clus”
-Esta lengua se parece mucho al aranés –afirmó Marianna.
-Yo casi lo he olvidado. ¿Qué significa?
-Tiene que estar escrito en occitano, que es el tronco de donde se deriva el aranés. La frase está indicando algo en relación con el plano. Algo que podría ser una llave o algún objeto con esa utilidad, que debe de encontrarse oculto en un punto de una pared señalado por el pie de alguna figura situada cerca.
-¿Y quién lo habría escondido?
-Los cátaros.
-¡Esos apóstatas! -exclamó mossen Laurenç con desdén -. Malditos herejes que Nuestro Señor mantenga en los infiernos.
Marianna estuvo a punto de contradecirle, porque no era ésa su opinión de los cátaros tras la lectura de numerosos libros de la biblioteca de mossen Roger; pero contuvo la lengua. No podía permitirse provocar tan pronto las iras del sacerdote. En lugar de ello, dijo con tono neutro:
-Mi protector en Zaragoza, mossen Roger, mencionó en muchas ocasiones un misterioso tesoro escondido por los cátaros cuando Inocencio III proclamó la primera Cruzada contra ellos. Recuerdo haberle escuchado narrar, en muchas de sus reuniones, que la Santa Madre Iglesia lleva más de seiscientos años indagando en busca de algo valiosísimo que los cátaros consiguieron ocultar nadie sabe dónde.
-Esas leyendas son siempre bulos con los que los enemigos de la Iglesia tratan de enlodazarla.
-No, mossen. Desde el mismo comienzo de la persecución contra la herejía, se ha sabido que los cátaros ocultaban algo tremendamente importante que a la Iglesia le convenía poseer. Lo reconocen hasta las propias actas eclesiásticas.
El sacerdote miró a Marianna con expresión indescifrable, como si no quisiera contradecirle demasiado ácidamente ni opinar nada que pudiera herirle.
Marianna sonrió para sí. Se daba cuenta de que la prudencia reservada del mossen se debía más que nada a su miedo a perderla y no a cualquier conjetura intelectual, de lo que le suponía incapaz. Aguardaría.




Mossen Laurenç estaba convencido de que en el instante más inesperado llegaría Satanás para llevárselo al infierno, porque no era lícito que ningún hombre sintiera tanta felicidad, y mucho menos un servidor del Señor que había hecho voto de castidad. Y esa noche, por fin había ocurrido lo que llevaba dos semanas esforzándose porque ocurriera. Desde su llegada, ella había estado fingiendo el gozo, estaba convencido. Algo en su cuerpo o en su pasado se lo había estado vedando. Pero podía afirmar con total seguridad que anoche no había fingido.
Viendo la luz de sus ojos, Marianna desechó el temor de que él hubiera descubierto la impostura, la simulación de haber experimentado por fin el placer. Durante toda la noche se había sentido una actriz consumada, porque notando que no llegaba lo que presentía que debía llegar consiguió, sin embargo, hacerle creer a él que sí alcanzaba el clímax.

Había aprendido a fingir mucho antes de comprender por qué lo hacía. Tenía once años, era una niña mimada y festejada en los mejores salones de Zaragoza, una princesita feliz, adornada por sus cortesanos de largas sotanas negras con lindos vestidos y obsequiada generosamente con juguetes, que a pesar de tales maravillas recordaba con espanto cómo había sido su vida entre los siete y los nueve años.
Desde que viera morir a sus padres casi al mismo tiempo en la masía de Les, en un paisaje que se desdibujaba en su memoria, durante dos años había peregrinado de masía en masía, amparada por parientes muy lejanos que le hacían pagar caro el amparo, de Les a Salardu, de Beret a Vilac. A los siete años, tuvo que aprender a limpiar los restos de comida del solado de las cocinas de sus hospederos sin que se lo ordenaran, para que no le pegasen con varas por su descuido, y a ordeñar cabras y transportar las pequeñas barricas sin derramar ni una gota de leche, para que no volvieran a aflojarle los dientes a bofetadas.
La llegada de mossen Roger en su busca, aquella tarde de verano en la casa de su último hospedero, el párroco de Bossost, fue como si un ángel bajara del cielo a salvarla de las tinieblas para conducirla a la luz. De los nueve a los once años, en contraste con los dos años anteriores, su vida había sido un paseo por un jardín celestial, sintiéndose como una joya valiosa protegida entre algodones perfumados.
Mossen Roger la invitaba con frecuencia a compartir su lecho para que no sintiera miedo. Cualquier pretexto le valía a la mimada princesita para pedir cobijo entra las cálidas cobijas del mossen, los truenos de una tormenta, el frío o los cuentos de brujas y gigantes que todos en la casa se recreaban contándole. Pero una noche, mossen Roger no se limitó a darle la infinidad de besos húmedos y los abrazos con que a veces llegaba casi a ahogarla; esa noche, además, introdujo la mano bajo su camisón y permaneció más de una hora explorando con sus dedos para hacerle sentir a continuación el avance de otro dedo mucho más grueso aunque menos rígido. Al final, cuando el mossen se agitó y gritó como si estuviera muriéndose, ella sólo sentía estupor y un miedo irracional a perder el cuento de hadas de los dos últimos años.
La escena se repitió durante meses, seguida de un examen de mossen Roger que observaba su cara con expresión que no sabía si era de preocupación, miedo o reproche. Esas miradas y lo que presentía que había en el fondo de los ojos del mossen, le asustaban muchísimo. Una noche, bajo el peso de uno de tales escrutinios, sin saber por qué se le ocurrió imitar lo que él acababa de escenificar, las convulsiones, los estertores, los gritos. Pareció que el cielo se hubiera abierto después de la tempestad, porque en seguida él rió gozosamente, le dijo tiernas palabras de amor y la besó inagotablemente con inmensa ternura y gestos de felicidad.
A partir de entonces, Marianna permanecía en la cama, a su lado o bajo su cuerpo, atenta a la llegada del momento en que debía volver a interpretar lo que tan buenos réditos le había producido.

Ahora, mirando la expresión confiada de mossen Laurenç, se preguntó por qué tampoco había sentido nada habiendo estado mejor dispuesta que nunca. Recordaba con nitidez cuanto había ocurrido desde varias horas antes, pues se esforzaba por revivirlo con minuciosidad a fin de encontrar sentido a la intensidad de su anhelo y sus deseos en el momento de tenderse en la cama.
El día había transcurrido como todos los demás. Primero, el aseo y exorno de la iglesia. Luego, nuevos esfuerzos por conseguir que la pequeña vivienda se convirtiera en un hogar digno y presentable. Más tarde, la compra de comida como pretexto para intimar con las vecinas, que había escuchado que le apodaban “la zaragozana” y “la maña”, lo que no sabía si sería una ventaja o un inconveniente para ganar su amistad. Después, el almuerzo y, a continuación, las tareas de remendar la muy descuidada ropa del sacerdote. Lo único diferente ocurrió a media tarde. Deseando confeccionar cortinas para las tres ventanas de la vivienda, había pedido al mossen que encontrase tiempo para conseguir varas de donde colgarlas. Como si hubiera sido una petición perentoria, Laurenç salió en seguida al huerto. No halló entre la abundante leña cortada nada que se ajustara a las exigencias de Marianna y entró en el granero en busca de la escala de madera, que adosó al roble más corpulento. Con objeto de trepar con mayor comodidad, se despojó de la sotana para quedar cubierto sólo por el calzón y la camiseta, confiando en la soledad desértica donde se alzaba la vivienda, en el lado opuesto de la aldea que se descolgaba ladera abajo, oculta por el templo de la Mara de Deu. Mariana sintió un sobresalto cuando lo vio encaramado en el último travesaño de la escala, estirando el cuerpo para alcanzar una rama recta muy ajustada a su petición. Temió que pudiera caerse, pero vio con cuánta seguridad se movía; como un volatinero de circo ambulante, y con un aspecto más poderoso que el de un trapecista, Laurenç alargaba el tronco hacia donde realizaba el corte, exhibiendo involuntariamente el poderío físico que tan poco solía mostrar y que más bien procuraba recatar. No sentía ni el más leve rencor hacia aquel mossen Roger casi anciano que, aunque la forzara a los once años, le había dado mucho más de lo que le quitara y le había proporcionado los medios para convertirse en una clase de persona que jamás habría podido ser, de haber crecido en las mismas circunstancias en que transcurrió su niñez. La naturaleza había dotado a mossen Laureç con un cuerpo tan poderoso y macizo, que a su lado aquel canónigo de Zaragoza hubiera parecido un fantoche. Consideró que podría ser el modelo perfecto para un pintor que quisiera representar al Sansón de la Biblia, viéndole tensar los brazos surcados de venas poderosas y músculos abombados que veía moverse y contraerse claramente bajo la piel. Pero con su forzada postura también exhibía el calzón la protuberancia de la entrepierna como algo golosamente vivo y cálido.
En aquel momento, Marianna suspiró y apartó la mirada, porque sintió el impulso de correr al pie de la escala y acariciar esa redondez.
¿Qué estupidez le inspiraba tal idea en un lugar tan circunspecto como el vecindario de Tredòs? Si obedecía ese impulso, se acercaba a acariciarle y alguien les veía, ambos serían expulsados al instante del templo como pecadores infames y, probablemente, encarcelados si el valle no se encontrara en poder de la soldadesca de Napoleón, que eran quienes de verdad gobernaban e impartían las leyes.
Abandonó la ventana para ir a hacer de nuevo lo que al principio le había entretenido, pero ya empezaba a aburrirle: revisar los detalles decorativos de la iglesia, más los externos que los interiores, porque sospechaba claves misteriosas en muchas de las representaciones, volutas y tallas que decoraban la obra románica, principalmente el crismón situado sobre la entrada principal de Nuestra Señora, que parecía proceder de otro templo más antiguo o de una realidad religiosa y paisajística muy diferente.




El amanecer les sorprendió a ambos despiertos y con el pensamiento lleno de preguntas. Por primera vez desde la llegada de Marianna, mossen Laurenç no sintió que debiera apartarse al instante del concupiscente cuerpo desnudo. Giró la cabeza hacia ella y la contempló largo rato.
-Mossen, me hacéis ruborizar– protestó ella, con los ojos cerrados.
-Te contemplo para conservar tu imagen en todos los recovecos de mi mente, porque temo que un día huyas de mí y de este lugar tan poco estimulante… Reconozco que tendrías todo el derecho.
Marianna sonrió afectando humildad y un sonrojo que no sentía. Tras una larga pausa, y como si dudara, dijo suavemente:
-Vos podríais hacer algo para que este lugar sea más ameno para mí.
El sacerdote se dijo que debía haberlo previsto. A ella no le había bastado el esfuerzo, que tan caro le había salido, de convocar en pequeños grupos a los vecinos más sobresalientes de la parte alta del valle, invitándoles a modestísimas meriendas en la casa cural con objeto de que ella no se sintiera aislada y pudiera comenzar a hacer amistades. No. En algún momento tenían que empezar sus exigencias, y elegía precisamente el de su placer correspondido.
-¿Qué es lo que yo puedo hacer, Marianna?
-Prestarme vuestro caballo y permitirme que explore por el valle, para ver si doy con algo que explique el dibujo y el enigma del pergamino de los cátaros.
-¿Crees que de verdad hay en ese dibujo y en el sentido de la frase un enigma que resolver?
-Estoy convencida, mossen. Sé que es una clave.
-¿Y consideras que dispones de... conocimientos suficientes para resolverla?
-Con toda seguridad, mossen. Hubo una etapa de mi adolescencia en que la epopeya de los cátaros llegó a apasionarme tanto, que no sólo leí cuantos libros la mencionaban, sino que investigué cuanto pude en los archivos antiguos del obispado a los que tuve acceso.
Mossen Laurenç cabeceó reprobadoramente para que ella comprendiera que a él no le estaba permitido sentir indulgencia hacia aquellos herejes ni podía concordar con su definición de “epopeya”. Pero en seguida dulcificó la expresión, para que ella no encontrase en él ninguna clase de reproche.
-¿Sabes montar?
-Oh, desde luego.
-Pues nada más hay que decir. Pero lleva siempre el trabuco a mano y dispuesto, porque de los soldados franceses se puede temer todo, siendo como eres una mujer… y hermosa.




El Valle de Aran olía mejor que todos los paisajes que Marianna había recorrido desde que lo abandonara, tal vez porque los aromas que ahora inflaban golosamente su pecho eran los de su infancia. Abundaban las aldeas minúsculas, recortadas en los perfiles de las colinas y laderas como ilustraciones de libros para niños; cada una era un prodigio estético, una especie de escenario de Belén como los que representaban el nacimiento de Jesucristo por Navidad. Las iglesias eran pequeñas, como ermitas que pretendieran ser algo más; torres no demasiado altas, ábsides algo imperfectos, muros no del todo simétricos, estilos amontonados unos encima de los otros por curas nada respetuosos… pero el conjunto, casi siempre románico en las bases, resultaba armónico y perfectamente integrado en el panorama cambiante, donde cada rincón poseía características propias, como si la luz encajonada entre las montañas surtiera de destellos particulares a cada collado y a cada quebrada.
El caballo era un pobre jamelgo que merecía la jubilación, pero a pesar de ello estaba resultándole muy útil para recuperar la memoria de su tierra natal. Los picachos, los bosques silenciosos, el canto trepidante del río, los muros de piedra cubiertos de musgo, los tejados de pizarra y las torres como centinelas le hacían evocar momentos olvidados, embellecidos por el paso del tiempo, pues tenía la certeza de que no podían haber sido tan felices cuando ocurrieron, sobre todo después de morir sus padres.
Pero no conseguía dar con algo que resolviera el enigma de la piedra cátara.
Extrañamente, siempre que examinaba el dibujo del pergamino resurgía un vago recuerdo infantil que no conseguía aprehender del todo, una imagen imprecisa asociada a un juego de niños. Tras el desconsuelo del momento en que supo que era una huérfana desamparada, en la amargura que siguió sólo conservaba, como breves fogonazos, la memoria de algunos instantes placenteros, los de ciertos juegos llenos en su recuerdo de voces de niños, pero que no tenía ni idea de dónde habían tenido lugar.
Cada vez que se cruzaba con una patrulla de soldados napoleónicos, se colgaba el trabuco al hombro, procurando que resultase muy visible. Tras doce días recorriendo el valle a fondo, había visto a esos soldados cometer tantas tropelías, que le sacaba de quicio la mansedumbre de sus paisanos. Se decía a sí misma que a lo mejor no era mansedumbre exactamente, sino la prudencia sabia de quien se reconoce inerme, pero aún así se le revolvían las tripas ante tantos corrales asaltados, tantos campesinos desesperados, tantos graneros incendiados y tantas mujeres desconsoladas.
Y el décimo tercer día lo vio. En seguida tuvo la seguridad de que se trataba justo del lugar representado en el plano.
Igual que un destello, recordó de repente con toda fidelidad tal como era cuando ella contaba ocho años. Un torreón y un pequeño claustro incompleto, en ruinas, que eran lo único que sobrevivía del antiquísimo convento románico del que habían formado parte. Ahora el claustro no resultaba visible, oculto por una edificación mucho más moderna, un caserón que parecía la residencia de alguien que tenía que ser muy poderoso, pero el torreón continuaba exactamente igual de cómo lo recordaba, muy reconocible en la esquina derecha de la fachada principal. ¿Tendría la fortuna de que hubieran conservado el claustro?
Era indispensable tratar de comprobarlo.
Cuando averiguó a quién pertenecía esa especie de pequeño palacio rural, el sujeto que más le había desagradado durante las visitas de cortesía que Mossen Laurenç había convocado en su honor, comprendió que no sería fácil buscar el tesoro de los cátaros.



































Capítulo III
CAMP DELS CREMATS

En cuanto le autorizaron a entrar en la sala de oficiales de la guarnición napoleónica de Vielha, en el fuerte de la Sainte Croix, Joan Pere confirmó que eran los arrogantes militares franceses quienes gobernaban de hecho en Aran, a juzgar por los numerosos prohombres del valle que esperaban audiencia. Estaban la mayoría de los más ricos y resultaba desolador su aire de abatimiento y nerviosismo, como si todas las conjeturas que se les ocurrían tuviesen los visos más pesimistas sobre catástrofes personales y familiares.
Volvió a angustiarle la idea de que peligraran sus prerrogativas de rico ganadero y la influencia con que su familia había señoreado durante generaciones en la comarca. Él era el único aranés que podía, en justicia, ser denominado potentado por el gran número de animales que poseía, dado que todo Aran se regía por insólitas reglas ancestrales gracias a las cuales la propiedad de la tierra era comunitaria. Debido a la dimensión de su cabaña ganadera, él era uno de los pocos que podían pagar a otras aldeas vecinas por el uso de los prados
Empujado por sus miedos y las puyas de su esposa, había maquinado durante semanas un método para sortear el peligro de que la trashumancia de su ganado pudiera verse obstaculizada por la codicia del ejército francés. Ahora trataba de ponerlo en práctica, ya que las nieves estaban desapareciendo de las tierras bajas y la primavera despuntaba, lo que le permitiría celebrar una fiesta en el jardín, ya que el salón de su casa era demasiado exiguo y modesto como para albergar celebraciones pomposas.
-¿Qué buscas, ciudadano? –le preguntó un capitán en francés de modo huraño.
Tras recitar una retahíla de sus títulos y propiedades, Joan Pere informó también en francés:
-Vengo a pediros a vos y a vuestros heroicos compañeros y preclaros jefes y oficiales que honréis mi casa. He dispuesto un agasajo para esta noche, donde quisiera saber si puedo aspirar a disfrutar el inmenso e indescriptible honor de recibiros.
El oficial sonrió socarronamente, tensando con la quijada el rico barbuquejo de su gorro emplumado. El campesino que tenía delante era tan despreciable como todos los araneses, esa raza de híbridos que nadie sabía si eran franceses pervertidos o españoles que pretendieran escapar a la bajeza de su condición. Lo examinó con curiosidad a ver si, como se decía de los naturales de Aran Garona abajo, también caminaba torcido, pero no apreció esa tara. Lo que sí advirtió fue la untuosidad de la actitud y las expresiones serviles de Joan Pere, lo que le inspiró desprecio.
-Aguarda mientras pregunto al comandante.
Joan Pere tuvo que esperar cinco horas, pero abandonó la guarnición exultante, ya que la invitación había sido aceptada.




Marianna llevaba cuatro días rondando la casona del torreón y siguiendo de lejos las andanzas de Joan Pere cuando la abandonaba. Con chismes inventados y chácharas de mercado, había conseguido relacionarse con varios de los sirvientes de la casa, y así obtuvo dos informaciones valiosas: que el claustro de sus juegos infantiles continuaba existiendo y lo que Joan Pere pretendía con sus visitas a la guarnición francesa. Sentía expectación ante lo imprevisible de la respuesta; todos aquellos a quienes preguntaba le respondían lo mismo: los franceses hacían muy pocas visitas de cortesía.
Tenían razones para no aceptar invitaciones que podían convertirse en trampas; sabían que les odiaban en todos los rincones del valle aunque fuesen lisonjeras las expresiones con que trataban de desconcertarles, pero no consumarían la anexión del territorio a Francia si no llegaban a entenderse con los araneses, salvo que los exterminasen. Los indispensables asaltos a granjas y los apresamientos de granjeros que se negaban a entregarles alimentos obstruían el propósito.
Cuando Marianna vio que Joan Pere salía de la guarnición con expresión de júbilo y montaba el caballo con mayor prestancia de lo habitual, comprendió que lo había conseguido. Iba a celebrarse la fiesta que podía facilitarle a ella la ocasión. Una vez que averiguó que sería esa misma noche, fustigó el caballo valle arriba, porque tenía que prepararse.
-¿No será arriesgado? –preguntó mossen Laurenç.
-De riesgos está lleno el camino de la gloria, mossen. Pero no temáis. Hablo perfectamente francés, sin el menor acento si quiero, y voy a engalanarme de manera que será difícil reconocerme.
-Pero, ¿y si alguien lo consiguiera?
-No os preocupéis tanto, mossen. Podré comprobar si es ése el lugar señalado en el plano y cuidaré de mí misma. Tengo recursos.
Mossen Laurenç asintió en silencio. Efectivamente, le sobraban los recursos; pero le angustiaba que ella sufriera un percance y que fuese apresada por los franceses. Si tal cosa ocurriera, estaría perdido, porque no soportaría imaginar que era forzada y violentada por otros hombres, como se rumoreaba que hacían los militares galos con sus prisioneras. Si Marianna cayese presa, él tendría que jugarse el ministerio y la vida para salvarla.
Mientras tales ideas pasaban como nubarrones por su mente, ella le observaba tal como venía haciendo últimamente, con la pregunta de si sentiría con el tiempo inclinación a corresponder tanto amor como él le demostraba. No sabía responderse y ello le causaba sentimientos de culpa.
Marianna se encerró en su cuarto durante unas tres horas. Cuando abrió la puerta, mossen Laurenç entendió que ya no podía dudar más: ella tenía alguna clase de pacto con el diablo, porque la mujer que ahora contemplaba parecía provenir de otro mundo. A pesar de lo que sentía por ella, no la habría reconocido si no acabara de salir de su habitación.




Por su flaqueza y la modestia de los arreos, el caballo desentonaba como un clamor de la amazona, fastuosamente ataviada según cánones cortesanos, y por ello Marianna desmontó y lo amarró a más de cien metros de la puerta de Joan Pere.
Al acercarse a la concurrida entrada, sonrió complacida cuando notó con cuántas consideraciones acudían dos criados en su ayuda, uno de los cuales era el que le había confiado la información sobre las pretensiones de su amo, que dijo muy obsequiosamente:
-Señora, apoyaos en nuestros brazos y permitid que os alcemos en volandas, para que vuestros pies no se manchen de barro.
Mientras lo agradecía porque más que barro era un montón de boñigas de los recios percherones araneses, Mariana miró de reojo al criado, a ver si algo en sus gestos denotaba que la había reconocido pero deslumbraba demasiado la ropa como para fijarse en la cara. Confiaba en que tal efecto se mantuviera durante toda la velada y nadie la identificase.
Supuso que todos los invitados franceses habían llegado ya, por la profusión de airones de plumas que sobresalían entre los grupos que ocupaban la ancha extensión del jardín, cuya modestia lo hacia parecer un huerto. Para compensar la carencia de fuentes, setos o arriates floridos, habían colgado cadenetas de papel de colores y luminarias que no eran más que candiles colgados en las ramas de los árboles; cualquier verbena pueblerina era mucho más brillante.
Cuando descubrió las miradas, Marianna se preguntó si se habría excedido con sus galas, lo que podía ser un inconveniente para la busca. Le abrieron un pasillo los sonrientes oficiales franceses, que inclinaban levemente la cabeza a su paso; abriéndose paso a través corro, acudió a saludarla Joan Pere con grandes aspavientos, sin ningún signo de reconocerla y con patente curiosidad en los ojos. Aunque él se expresó en aranés, ella respondió el saludo en francés, para reforzar el efecto del atavío:
-Disculpad que no os haya avisado, señor, y que acuda a vuestra fiesta sin haber sido invitada. Estoy de paso en el valle y no he dado a conocer mi presencia para no turbar la vida cotidiana ni las labores de la buena gente de estos parajes.
Mientras la conducía hacia el punto central de la fiesta, un pequeño claro donde dos músicos interpretaban un anticuado y desafinado rigodón, Joan Pere giró la cabeza hacia ella con expresión deslumbrada y, al tiempo, asintiendo como si estuviera informado de su nombre y su altísima alcurnia, aunque evidentemente no tenía ni idea de quién se apoyaba en su brazo. Respondió:
-Vos, señora, no necesitáis invitación alguna, pues toda la Tierra os pertenece.
Ella sonrió con la certeza de que su acompañante había aprendido esa frase en algún libro.
Durante las siguientes dos horas, Marianna temió no poder escabullirse en busca de la pared y el pie que debía señalar un punto concreto o un sillar de piedra, porque el asedio militar a que fue sometida parecía un afanoso intento de asalto para conquistar la fortaleza más imbatible. Volvió a recriminarse a sí misma por el exceso de cuidado en el atavío. Repartió sonrisas e ingeniosas frases en francés sin dejar de acechar su ocasión, aunque se distrajo en varias ocasiones porque le divertía al tiempo que le repugnaba el juego de Joan Pere en procura del favor del ejército de Napoleón.
Junto con los reproches por su severidad extrema con los sirvientes, lo que más se comentaba en el valle era la frustración por no haber tenido un hijo varón que le heredase. Tenía cuatro hijas que no destacaban por su belleza, las cuales se habían emperifollado como coliflores cubiertas de alhajas de oropel. Mientras el padre repartía reverencias entre los emplumados oficiales e insistía con untuosidad en servirles más copas de vino o nuevas viandas, las hijas se insinuaban de manera nada pudorosa al comandante y a los dos capitanes, que eran muy jóvenes para su rango y no iban acompañados de sus esposas, o tal vez ni siquiera estaban casados. Éstos, por sus expresiones, se daban cuenta del juego, pero las muchachas insistían con tesón sin comprender que estaban poniéndose en evidencia. Tampoco Joan Pere lo advertía. Todo lo contrario; exhibían sus ademanes el convencimiento de ser el hombre más astuto del mundo, mientras contemplaba con orgullo y arrobo la actuación de sus cuatro hijas como si estuvieran llevando a cabo un plan maquiavélico.
Marianna comenzó a desesperar cerca de la medianoche, faltando poco para que dieran por acabada la fiesta. Tres de los militares se empeñaban en turnarse a su lado sin parar de traerle bebidas y platillos, mientras Joan Pere no la perdía de vista con la pretensión de solicitarle que mediase a su favor ante los franceses. ¿Cómo iba a deslizarse hacia el interior de la casa en busca del claustro?
Halló la solución por accidente. Dada la pugna que los tres militares mantenían para ver quién la obsequiaba más y mejor, uno de ellos, intentando acercarse más, apartó con fuerza el ramaje del peral bajo el que se sentaba. Al hacerlo, se derramó el aceite ardiente del candil colgado en el centro de la copa del arbolito y en seguida comenzaron a arder varias ramas. Unas gotas de aceite habían salpicado sobre la rica falda de brocado, por lo que Marianna fingió consternación y alegó necesitar ir a la cocina para limpiar las manchas, mientras sus tres pretendientes se apresuraban a apagar el fuego.
Cuando corría hacia el interior de la casa, no advirtió que Joan Pere la observaba con atención, pues empezaba a preguntarse dónde había visto él esa cara con anterioridad.
Mariana reconoció al instante lo que restaba del claustro, integrado en un hermoso patio interior lleno de flores y plantas poco frecuentes en Arán y que debían de haber sido traídas de la más cálida Barcelona. Le pareció sorprendente el resultado, que parecía obra de alguien con mucho mejor gusto que Joan Pere; en vez de tratar de complementar las florituras del claustro original, el resto de la galería cuadrangular era austero, y las piedras esculpidas resaltaban con toda su ingenua magnificencia casi milenaria.
Encontró una figura tal como había imaginado desde el principio que debía ser la que el pergamino indicaba. En el capitel de una de las columnas falsas, adosada a la pared muy cerca del único rincón intacto del edificio original, una Magdalena arrodillada enjugaba con su cabello los pies de Jesucristo. La postura de ella era muy forzada, lo cual no la hacía muy diferente de todas las esculturas románicas, pero destacaba como un grito el pie derecho; en vez de comprimirse contra el inexistente suelo del capitel, estaba extendido de manera muy poco natural, imitando la punta de una flecha.
Sólo un sillar del otro lado del rincón era señalado claramente por ese pie. Como se encontraba muy alto, empujó uno de los pesados bancos que orlaban el patio. Encima, alcanzaba lo indispensable extendiendo los brazos, pero la piedra era muy lisa, enrasada con las demás y encajada sin que nada la distinguiese.
Tenía que darse prisa o la iban a sorprender, pero nada sugería un resorte ni un resquicio en la piedra, ni había un desajuste que resaltara. Se empinó sobre las puntas de los pies para contemplar el sillar más de cerca, sin descubrir ningún detalle; se agachó varias veces para mirar la pared en perspectiva, y no vio nada fuera de plomada; golpeó con el puño en las piedras contiguas, y nada.
Muy impaciente y nerviosa, con los oídos alerta en acecho de los rumores que indicasen la aproximación de alguien, murmuró la frase del pergamino tal como había sido escrita, literalmente:
“Al pus founs de la cabo, metme los pes a la pared” “Trobar clus”.
Había descuidado un detalle primordial: el plural. ¡Eran más de uno los pies que tenía que observar!
La “llave” que necesitaba descifrar debía estar señalada por más de uno, al menos los dos de la propia Magdalena. Giró la cabeza hacia el capitel y trazó mentalmente una línea desde la punta del pie izquierdo hacia la pared, una piedra situada dos hileras más abajo de la que señalaba el derecho.
Marianna reflexionó. Quienquiera que hubiera dibujado el pergamino e imaginado el escondite, lo hizo en el siglo XII o XIII. No creía que hubiera elaborado alguna clase de resorte ni los mecanismos que sólo proliferaron a partir del Renacimiento. Tenía que tratarse de algo muy simple desde el punto de vista mecánico. La piedra que señalaba el pie izquierdo de la figura se encontraba exactamente, sin la menor variación, en la vertical de la otra, la más importante. En medio de las dos, la junta de la hilera intermedia en el centro del espacio comprendido entre ambas. Los demás sillares, tallados por un cantero muy cuidadoso, no se alineaban con tanta exactitud.
Empujó el sillar más bajo, sin ningún resultado. Tampoco lo había obtenido empujando ni golpeando el superior. Quiso probar a presionar los dos a un tiempo con fuerza, pero para ello necesitaba suplementar la altura del banco, para auparse un poco más. No había a la vista un escabel o una banqueta. Las voces que llegaban del jardín estaban menguando, lo que significaba que los invitados a la fiesta comenzaban a marcharse; tenía que apresurarse.
Entró en la habitación más cercana, un cuarto de austeridad espartana. Todos los muebles eran muy oscuros y sin brillo, y olía a rancio. Sobre un estante, había una arqueta claveteada que le pareció sólida; vertió el contenido, papeles doblados que parecían cartas o documentos, y salió de nuevo al claustro. Colocó sobre el banco la arqueta de costado, por el lado más alto. Antes de subirse encima, probó la resistencia calculando si aguantaría; se recogió la ampulosa falda, subió en el banco y, aupada con cuidado en la arqueta, se encontró por fin con la cabeza al mismo nivel del más alto de los dos sillares.
Después, al recordarlo días más tarde, aquel instante le pareció mágico, como si algo sobrenatural guiase su cuerpo y su raciocinio. Puso la palma de las manos en cada uno de los bloques de piedra y en seguida escuchó un chasquido dentro de la pared. El sillar más alto, que parecía una piedra maciza, no era más que una losa a punto de caer al suelo, con el consiguiente estrépito que haría que la sorprendiesen Joan Pere o su servidumbre. Tuvo la agilidad de evitarlo, lo que le produjo un pequeño corte en el índice derecho al apresar la losa. Empujada por un resorte, un simple hierro doblado que había estado sujeto por la otra piedra, la losa dejó al descubierto un pequeño nicho practicado en el sillar. Había un voluminoso rollo de pergaminos, que Marianna se guardó en el refajo, y una piedra-cuño, semejante a la que había encontrado mossen Laurenç, pero más tosca. El extraño mineral era el mismo, y también era igual la imagen grabada, un ojo con tres cruces, pero la talla había sido realizada por un artesano menos habilidoso.
Iba a guardarse en el refajo también la piedra, cuando oyó un nuevo chasquido y, antes de poder reaccionar, la arqueta se desguazó y ella cayó al suelo sobre sus posaderas, al tiempo que la losa se rompía produciendo tal estrépito, que en seguida vio con espanto que acudían varias personas, sirvientes sobre todo. Estaba incorporándose para coger la piedra tallada y guardarla antes de que la vieran, pero en ese momento notó que tras los recién llegados acudía Joan Pere, que en vez de observarla a ella examinaba con mirada penetrante el hueco aparecido en la pared y la losa rota en el suelo.
Marianna comprendió que no podía quedarse a dar explicaciones.
Echó a correr hacia la salida, empujando a los oficiales franceses que acudían presurosos a renovar el asedio; ya no eran tantos, porque muchos se habían marchado, pero sí los suficientes como para estorbar sin pretenderlo la carrera de Joan Pere y sus criados, que trataban de atraparla y en dos ocasiones estuvieron a punto de conseguirlo.
Una vez en el exterior de la casa, Marianna se recogió la falda y más que correr, voló. Llegó hasta el caballo a zancadas agónicas y lo puso inmediatamente a galope con la esperanza de que nadie la hubiera reconocido, pero lamentando haber tenido que abandonar el segundo cuño de los cátaros.


Joan Pere examinó la enigmática piedra con un escalofrío. Era un objeto muy raro que parecía valioso. Y la muy perra debía de haberse llevado más cosas, como oro y gemas. Por las tres cruces grabadas y por el origen de la pared donde había estado oculta, perteneciente a un viejísimo convento, consideró que debía mostrársela al arcipreste sin demora. Con muchas cautelas para no incomodar a ningún francés, abrevió la fiesta ya languideciente y mandó con discreción ensillar su caballo; en cuanto consiguió librarse del último invitado, cabalgó con dirección a Vielha.
Mossen Peir oyó los golpes desaforados en el portón cuando se disponía a acostarse.
-No se preocupe, Mossen –le dijo desde la puerta entreabierta de la habitación la sobrina llegada recientemente para sustituir a la anterior, que ya resultaba demasiado mayor para los gustos del arcipreste-; yo abriré.
Mossen Peir volvió a abrocharse la sotana antes de acudir al encuentro del visitante, lo que le dio tiempo de contener el malhumor por lo intempestivo de la visita.
-¿A qué tanta urgencia?-preguntó sin disimular el desagrado-. ¿No veis que éstas no son horas?
-Disculpe, mossen Peir, pero temo que me han robado un tesoro valiosísimo.
-¿Quién?
-Una mujer cuyo nombre desconozco. Una dama francesa que se encuentra de visita en el valle.
-Nadie me ha informado de tal visita. ¿Qué os ha robado?
-Lo ignoro. Valiéndose de alguna clase de conocimiento, acaso brujeril, ha conseguido abrir un nicho oculto en el interior de un sillar del antiguo claustro que, como bien sabéis, alberga mi casa. No he podido ver las riquezas que haya sacado del escondite, porque ha huido con presteza, pero en el momento de escapar se le ha caído esto.
Joan Pere exhibió la piedra en la palma de la mano, ligeramente temblorosa por su indignación. En el primer instante, Mossen Peir creyó que era la misma que ya le enseñara mossen Laurenç cinco meses antes, pero al cogerla notó que el tallado era menos delicado y el acabado, más áspero.
-¿Estáis seguro de no haber reconocido a… la dama?
-Sí, mossen, estoy seguro. Jamás la había visto en toda mi vida.
Mossen Peir sonrió. El presuntuoso campesino que tenía delante no sobresalía por su agudeza. Como estaba al corriente de cuanto ocurría en el valle hasta en sus detalles más nimios, tenía conocimiento de los convites que mossen Laurenç había estado celebrando para que su barragana se integrase con rapidez en los ambientes araneses, y el poderoso Joan Pere había sido el primer invitado, seguramente porque Laurenç temía la influencia que pudiera desplegar en la zona de Cap d’Aran en contra de Marianna, a quien todos apodaban “la zaragozana”.
No era conveniente decir a Joan Pere quién creía él que era esa mujer, porque habría disputas y demandas que podían complicar la investigación del hombre del Vaticano que, según le escribiera el obispo, pronto llegaría al valle. La visita iba a producirse como consecuencia de la carta que él le había enviado reproduciendo de memoria el dibujo de la piedra que mossen Laurenç le mostrara. ¿Qué significaría que el obispo se apresurara tanto con ese asunto? Desde que recibiera su carta, llevaba quince días en un estado de ansiosa expectación desconocido para él, que ya creía estar de vuelta de la inmensa mayoría de las contingencias que podían producirse en sus relaciones con la jerarquía de la Iglesia. ¿Qué habría de relevante en su mal trazado dibujo como para que llegase con tanta premura, sólo cinco meses después de haber informado sobre la piedra, un enviado del mismísimo Vaticano? Debía de tratarse de algo tremendo. ¿Un objeto de sobra conocido por la Curia y cuyo paradero se ignoraba? ¿Un secreto que debía seguir siendo secreto? ¿Un tesoro? ¿Alguna clase de clave antigua? Por temor a lo que se pudiera derivar de la inspección que el enviado realizaría, había tomado ciertas previsiones de discreción y disimulo, tanto en las parroquias aranesas y en el arciprestazgo como en su propia vida privada.
En todo caso, no podía obstaculizar lo que pretendiera hacer el enviado del Papa, permitiendo que alguien con tan poco tacto como Joan Pere le importunara.
-Descuidad, Joan Pere. Yo, personalmente, me encargaré de averiguar cuanto os conviene.
-¿Y recuperaré lo mío?
-¿Lo vuestro? Recordad que si algo ha sido robado lo han sacado de la pared de un convento, y pertenece por tanto a la Iglesia.
-Pero esa pared se encuentra en mi casa.
Mossen Peir suspiró profundamente, conteniendo su impaciencia antes de decir:
-Bien, no os preocupéis. Veremos qué resulta de mis investigaciones. Ahora, id a dormir y ya hablaremos.




Mossen Laurenç oyó con alivio el trote y los resuellos del caballo. Gracias a Dios, Marianna regresaba sana y salva. Abrió la puerta con el corazón a galope y una alegría que no era capaz de disimular.
Marianna notó los signos de su agitación detectando de nuevo en su mirada el inmenso amor que él sentía y, tal como venía ocurriéndole, se sintió culpable, porque jamás conseguiría corresponderle con igual intensidad. Sonrió levemente para rebajar la tensión que iba a causarle.
-Mossen, he tenido un tropiezo.
-¿Grave?
-Lo ignoro. Joan Pere me ha sorprendido cuando ya había descubierto el escondrijo y el contenido. Pero no os preocupéis; estoy segura de que no me ha reconocido.
-Tal escondrijo ¿se trataba de un nicho pequeño, en un sillar? –preguntó Mossen Laurenç.
Marianna asintió.
-¿Había algo en el interior?
-Una piedra igual que la del primer nicho y estos pergaminos –Marianna extrajo el rollo que guardaba en el refajo.
El sacerdote contó diez pergaminos de excelente elaboración y no muy dañados por el tiempo. Dio una ojeada al texto, pero no consiguió entender ni una palabra.
-Parece que se trata de la misma lengua del primero. ¿Podrás descifrar un texto tan largo?
-Sí, mossen. Voy a traducíroslo.

“En Montsegur, en el año del Señor de 1243.
En la cima de esta montaña sacrosanta, nosotros, que totalizábamos cuatrocientos ochenta y ocho en el momento en que elegimos reunirnos aquí, en este castillo que desde antiguo es una intersección entre la vileza y la Luz, un punto de comunicación entre la Divinidad y sus criaturas. Nos refugiamos con la resolución de custodiar y proteger el precioso legado recibido en herencia durante muchas generaciones de hombres buenos. No todos los cuatrocientos ochenta y ocho eran revestidos, pero todos han resistido como si lo fueran, conduciéndose siempre con la modestia, generosidad, honradez y valentía propias de los mejores hombres buenos.
El señor de Montesegur, Ramón de Perella, es nuestro supremo jefe terrenal, que señorea el castillo junto con Doña Corba, su esposa, y Esclaramonda, su hija. Manda las acciones militares del castillo el señor de Mirepoix, Don Pedro Roger, al frente de cien caballeros de armas, también buenos hombres aunque muchos no hayan sido revestidos ni hayan recibido el consolament.
Conocen desde el primer día el valor supremo que para la Verdad y la Luz representan sesenta de los perfectos aquí refugiados, pues ellos son los sesenta hombres y mujeres más sabios del orbe entre los revestidos del presente.
Por las penalidades, por las enfermedades que el funesto Mal extiende sobre esta imperfecta Tierra de pecado y por el hambre, han muerto ya más de trescientos, trescientos afortunados que ahora viven y glorifican a Dios en la Luz perfecta.
Los demás, sin apenas alimentos, sin techo para cobijarnos de la niebla, la lluvia, el frío y la humedad pertinaz, mujeres, hombres y niños dormimos y agonizamos sobre hojas secas y paja, al aire libre, sin que ninguno pueda ocultar ni velar sus miserias de todos los demás. Nadie se ha quejado por ello, porque todos reconocemos que la posesión de bienes terrenales corrompe el alma.
Ha ya muchos meses que permanecemos en profundo recogimiento y el silencio nos acompaña. Es un silencio cuya sugestión nos inclina a añorar y procurar con pasión santa la paz del luminoso más allá, donde la carne no sienta el dolor ni el Mal se manifieste por todos los entresijos, muros y tinieblas de esta vida imperfecta que no es sino la antesala oscura de la promesa dual suprema y pura del Bien. Todos los aquí refugiados anhelamos gozar por fin del Bien sin mezcla de Mal alguno. Todos hacemos guardia permanente, postrados, pero no por miedo a un asalto que ya se ha demostrado imposible por lo inexpugnable de este castillo, sino atentos a las señales que, sin duda, han de producirse cuando la hora sea llegada.
Mas de repente, un amanecer de mayo pasado, el perfecto que permanecía de guardia en la más alta almena, Guillaume Claret, avistó la llegada del ejército del rey de Francia. Hugo de Arcis, senescal del malhadado socio del tirano de Roma, Luis IX, avanzaba hacia esta montaña entre muy estridentes y agoreros cantos de un Tedeum. Le acompañaban con gran despliegue de símbolos y banderías de las tiranías romana y francesa numerosos y crueles señores, especialistas en la creación pérfida de las más horribles máquinas de guerra y asalto. Tras todos ellos, llegaron en formación más de diez mil hombres de armas.
Nada de ello les ha servido para ascender hasta nosotros y asaltar este castillo bendecido por Dios, pero el cerco ha sido tan férreo e irrompible, que pocos alimentos han podido llegar a nosotros desde entonces.
Al principio, conseguimos que se alejasen del pie de la montaña, para alzar su campamento blasfemo bastante más lejos de nosotros. Pero han ido armando y reforzando en torno a la montaña un cerco de acero. A través de él, hombres buenos que merecerían ser revestidos, campesinos sencillos, han ido pasando con generosidad y coraje algunas viandas para nuestro sustento a través de las anfractuosidades de las peñas y rocas y caminos secretos, varios de ellos subterráneos, que lo sitiadores no habían conseguido descubrir hasta ha poco. Mas han ido desplegando tanta crueldad en los castigos a esos campesinos, que ya nada asciende la montaña para alimentar estos cuerpos imperfectos. La Luz viene acercándose con el final de nuestro aliento.
Quien poseía bienes, los ha compartido con sus hermanos y con quienes sin sentir nuestra fe ni haber recibido el consolament nos ayudan en este trance; quienes disponían de víveres, los han compartido con todos y ahora, alcanzada la plenitud luminosa del vacío, nuestros cuerpos se disponen a recibir el consuelo supremo. Nos sabemos preparados con gozo y confianza en la paz eterna.
El cuño sagrado y sus tres copias, junto con nuestras posesiones más valiosas y cuatro ejemplares de este documento, serán evacuados por cuatro revestidos –dos hombres y dos mujeres- que han sido elegidos por la tradición y herencia.
El cuño bendito de nuestros mayores utilizado desde la matanza de Carcasona, deberá ser oculto entre piedras de templos, cenobios o ermitas, piedras consagradas y ofrecidas al Señor antes de ser profanadas por la ofensa monstruosa a Dios que representan los vicios del tirano de Roma.
Se nos ha ofrecido vivir y dejarnos marchar tras estos diez meses de espantoso asedio si abjuramos de nuestra fe. Roger de Belissen y Ramón de Perella partieron ha tres semanas para oír la propuesta. Cuando hoy han reingresado entre nosotros para detallarnos las condiciones, el grito de los puros y los revestidos aquí refugiados ha surgido unánime y desgarrado: ¡Puslèu cremar que renunciar! Así es, renunciar sería para nosotros peor que morir, de modo que hemos elegido la hoguera que ya nos están preparando ahí abajo. Noche y día suenan las sierras y los martillos, y los pájaros gimen sin ramas donde posarse, porque grandes extensiones del bosque han sido asoladas para nuestra cremación.
Los obispos Ramón Agulher y Bertrán Martí permanecemos todo el día en oración, con devoto recogimiento en el ansia de ser acogidos en el seno del Señor y declaramos estar dispuestos, pues todos los revestidos y todos los perfectos y todos cuantos se han compadecido de nosotros nos hallamos preparados.

Encabezaba el escrito el dibujo, muy trabajado, de una paloma.
Bajo la firma de los dos obispos, el sello con la imagen del ojo y las tres cruces, evidentemente impreso con la piedra labrada, y parecía que la tinta utilizada fuera sangre. También había dibujados otros muchos signos, como cruces de brazos iguales, estrellas de cinco puntas, pentagramas y trazos que pretendían representar una cruz antropomórfica. Tras la lectura y considerando las disposiciones que dictaba para protegerla, daba la impresión de que la piedra fuese, por sí misma, algo de extraordinario valor, bien fuera por razones materiales, por significados espirituales o por alguna clase de simbolismo ancestral.
Marianna advirtió que el rostro del mossen se ensombrecía por el recelo y el rechazo.
-¿Queréis que continúe? –preguntó.
Sin ánimo de contrariarla, pero con emociones muy contradictorias, mossen Laurenç respondió con tono metálico, entre dientes, como si quisiera a pesar de preferir no querer:
-Sigue, Marianna. Me maravilla la prontitud con que descifras esa lengua extraña.
Sin agradecer el elogio, Marianna extendió otro de los pergaminos, escrito con caligrafía muy diferente del anterior y adornado con menos florituras. Leyó:

En Montsegur, el año del Señor de 1244.
Ha dos meses, en plenas celebraciones de la Natividad de Nuestro Señor, el caballero de Belcaire consiguió prodigiosamente cruzar el cerco infame que ahoga este castillo. Se nos presentó con un rehén, un enemigo que dijo haber apresado en el camino de llegada, lo que no fuimos capaces de comprender dado que son más de diez mil los que ahí abajo nos asedian.
Tras arrodillarse ante los dos patriarcas que cuidan nuestros espíritus y recibir su bendición, Belcaire se postró ante mí y me entregó una misiva firmada por mi hermano Ramón. Un hermano que fue revestido en su día, y sufrió por ello cautiverio, pero que, sin embargo, incomprensiblemente ha sido liberado por los tiranos de Francia y Roma y hasta ha recuperado sus haciendas. Pido al Señor de la Luz y la Verdad que ello no haya sido en pago de traicionar a su propio hermano.
Avisóme Belcaire de que en pocos días recibiríamos un aviso, confirmando que las actuaciones de Raimundo, el conde de Tolosa, marchaban bien, lo que sería señal de que podía ser vencido el asedio de los dos tiranos e íbamos a ser liberados. La señal sería una gran hoguera en la cima del monte Bidorta que desde Monstsegur se divisa con claridad.
Despedí a Belcaire con una recompensa acaso desmesurada, pero los bienes materiales han dejado de tener para nosotros valor alguno.
Tal como nos anunció, doce noches más tarde ardió una vistosa hoguera en la cima del Bidorta, y de tal modo renació la esperanza de que el destino de cuantos nos hacinamos en Montsegur fuese menos cruel.
Pero el tiempo ha transcurrido, el cerco continúa y día a día nos volvemos menos crédulos con los emisarios numerosos que nos llegan, sin ser ni detenidos ni obstaculizados por los sitiadores.
He tomado, por lo tanto, la determinación de que sean preparados los cuatro revestidos cuya misión será distinta y al margen de la de todos nosotros.
Ramón de Perella, señor de Montsegur.

Seguía en los pergaminos posteriores una lista prolija de los nombres y parentelas de quienes se refugiaban en la fortaleza, un balance minucioso y de todo lo acaecido durante el largo y doloroso encierro, una descripción sorprendentemente bien informada de la composición del ejército que les cercaba, un balance de los víveres, que en el renglón final se quedaba en cero, y una descripción junto con un croquis de la pira inmensa que los sitiadores habían tardado semanas en preparar, ya que se trataba de una construcción para la que habían talado centenares de árboles.
Más por el recuento que por los relatos, Mariana tenía lágrimas en los ojos, unas lágrimas que, de una parte, entristecieron a mossen Laurenç, que ya no podía experimentar la menor indiferencia por cuanto le concerniese a ella, y de otra, lo exasperaron, pues sabía que las producían un sentimiento de solidaridad y empatía muy profunda con los herejes del relato. Esa mujer no sólo le había hundido en el pecado, sino que ahora podía hacerle incurrir también en piedad por una de las herejías más nocivas que la Iglesia había tenido que enfrentar.
Tras carraspear para aclararse la voz y librarse del sollozo, Marianna comenzó la lectura de un pergamino con apariencia un poco diferente, que tenía continuación correlativa en otros dos:

Yo, Esclaramunda Bonnet, esposa de Berenguer, madre de Pèir, Sarah, Rosaura y Guillermina, doncella de Rosemunda, señora de Montsegur, para la posteridad imperfecta de la carne y el mundo.
Digo que:
Fui designada para la misión de salvar una de las cuatro copias de estas crónicas y balances junto con uno de los cuatro sellos que nuestros obispos custodiaban de dos en dos. Los revestidos con quienes abandoné Montsegur por el pasadizo secreto que unas buenas almas nos habían desvelado tiempo ha, fueron Amiel Aicar, Hue Poteiví y Arsendis Domergue, quienes, igual que yo, portan copias de los pergaminos y sellos para guardarlos en otros tres valles tan remotos como éste donde me encuentro, tal como hemos hecho siempre que nos sentíamos tan cerca como ahora de nuestro exterminio a manos del tirano de Roma.
Sabemos de antiguo que el Languedoc es una geografía sacrosanta, con relaciones privilegiadas con los mundos invisibles. Existen configuraciones telúricas que propician los favores del otro mundo, el de la Luz y la Verdad.
Y por ello, es el lugar donde elegimos vivir la existencia imperfecta de la carne hasta que podamos trasmigrar o alcanzar la Luz definitiva. Nosotros abandonamos ahora su centro más telúrico con profundo pesar, alejándonos hacia confines ignotos y desapacibles que cubren las brumas y el espanto, y con el desconsuelo de alejarnos sin retorno de esta tierra amada y amable.
Ninguno de los cuatro conoce el destino de los otros tres, para que no podamos traicionarnos si cualquiera de nosotros fuese capturado por los perros romanos o por los chacales franceses y sufriera tormento. Los cuatro, y sólo nosotros, contamos en nuestros ancestros con antepasados que, muchos años ha, recibieron la misma orden y cada uno de nosotros debe encaminarse al mismo lugar donde se encaminó su antecesor.
El último exterminio despiadado e infame se produjo el pasado 16 de marzo.
Y como me ha sido encomendado, estoy obligada a relatar que:
Hace dos días, el 14 de marzo, celebramos la Bema en el equinoccio de primavera, anticipado este año milagrosamente a la fecha en que se conmemora la conversión del rey Shappur bajo la iluminación de Manes. Llegada la Bema, ya estamos todos dispuestos.
La madrugada del día en que Montsegur habría de convertirse en nuestro Gólgota, salí con los otros tres revestidos portando cada uno de nosotros su copia de este secreto, que sólo otro puro merecerá descubrir y que él se convierta en testigo y guardián como nosotros lo hemos sido.
Pude ver la pira dispuesta allí abajo, al pie de la peña, mientras, dificultada por mi condición de mujer, me descolgaba a duras penas de los roquedales de Montsegur. Era inmensa, con las proporciones de una catedral. Aunque fuimos cuatrocientos ochenta y ocho, ahora sólo éramos doscientos diecinueve en Montsegur, pero la pira podía servir para el martirio de más de mil, tan formidable era. De no ser por el desconsuelo y la congoja insoportable de conocer su finalidad, habríamos llorado también por el crimen cometido por Hugo de Arcis talando tan ingente cantidad de árboles centenarios, agostando la vida de un bosque entero. Teníamos que partir, pero la fascinación y el dolor, y la consternación, nos mantenían prendidos a nuestro punto de observación, donde no era posible que nos descubrieran. En torno a la formidable pira, se encontraban nuestros sitiadores en formación. En el frontal, aguardaban tres obispos lacayos del tirano de Roma, con sus anillos de oro y piedras preciosas en los dedos, cosas que Cristo jamás les ordenó que ostentasen, y junto a ellos, una formación inmisericorde de clérigos portando innumerables legajos de acusaciones falsas, donde se relacionaban nuestros supuestos pecados pero donde, sin duda, no se menciona el pecado de codicia fratricida que a ellos les anima.
Los cuatro aguardamos la consumición de nuestros hermanos, apesadumbrados por no encontrarnos entre ellos. Los doscientos quince bajaron de Montsegur cogidos de la mano y cantando nuestros himnos. Subieron a la pira colosal sin dejar de cantar, sonriendo y glorificando al Señor que pronto les acogería en su Luz eterna. Todos aguantaron sin lamentos, sólo era dado oír los murmullos de sus oraciones, pero cuando las llamas se extendieron por el gigantesco estrado, los horrorosos gritos de dolor, involuntarios por incontenibles, fueron como el tronar de una tormenta, como el aullido de un vendaval que conmovía hasta lo más recóndito de las entrañas, que zarandeaba la capacidad de creer en el género humano, que destrozaba la idea de que los hombres podremos algún día entendernos y convivir en armonía en este reino del Mal donde el Bien brilla únicamente en brevísimos destellos. Nadie podría asistir a una escena tan espantosa sin sentir que todas sus creencias zozobraban.
Mirándoles, nosotros cuatro sólo podíamos hallar consuelo con el pensamiento de que nuestros doscientos quince hermanos revestidos, tras ese inconcebible sacrificio en la hoguera, han alcanzado la luz eterna y contemplan ahora el Bien en la Gloria del Señor.
Lo que nunca podré olvidar, ni cuando me cubran las cenizas del tiempo, es el olor terrible a carne quemada, el hedor insufrible de la carne sacrificada, la pestilencia de quienes dejaban aquí su carne para alcanzar la Luz, glorificado sea el Señor.
Ardieron y lograron su tránsito Berenguela y sus hijas, Marianna del Giscar y sus hijas y todas las revestidas que recibieron el consolament el día que yo lo recibí. Las vi consumirse sin pavor ni rencores, iluminadas por la esperanza divina del puro amor cristiano.
Mi copioso llanto, mi dolor y mis lamentos no son por ellas, que ahora gozan y brillan en la Luz eterna, sino por mí, por estar privada de momento del gozo de su compañía.
Juro por el Bien que todo cuanto aquí se relata es verdad.
Prosigo once días más tarde, cuando estoy a punto de llegar a mi objetivo último, glorificada sea la Luz del Señor, y ya siento que el pulso se me escapa.
Ahora, bendita sea la bondad y misericordia de Dios, me encuentro a punto de alcanzar, por fin, la paz que me negué junto con mis hermanos en la pira de Montsegur sólo para cumplir este cometido.
Para que en la batalla eterna prevalezca el bien sobre el mal, quien lea este pergamino vendrá obligado, por la pureza de su espíritu, a darlo a conocer.
Que sea hallado junto con los otros y el cuño, es cuanto ruego en nombre del Bien.
Cumplo el mandato de guardar estos valiosos testimonios y las claves para hallar el anterior, en uno de los muchos receptáculos disimulados en templos católicos romanos por algunos de sus constructores, fieles puros revestidos en su mayoría, porque en reductos del tirano de Roma es donde más difícil resultará descubrirlos ni imaginar que en ellos los ocultamos. “El uel de la blossa esclaric el camp dels cremats”
Tras las llamas de la pira de Montsegur del 16 de marzo, en Aran a 27 de marzo de 1244.
Déjoust ma finestra
i a un amelhié
que fa de flous blancos
coumo de papié.

En ese instante, Mossen Laurenç no era capaz de encontrar un adjetivo para sus sentimientos. Marianna tenía húmedos los ojos y ello le producía congoja, pero el relato también se la causaba muy a su pesar. Tenía que impedir que en su corazón anidase compasión hacia aquellos herejes que la Santa Madre Iglesia había tenido que exterminar.
-Creo que la canción del final es una nueva clave –dijo Marianna-, porque no tiene nada que ver con lo que viene antes y, además, parece como si lo hubieran escrito después.
Mossen Laurenç se sentía demasiado conmocionado para pensar en ello, pero, efectivamente, esa frase sin sentido no encajaba en el relato. Era un añadido con un significado distinto.
-¿Dónde está la piedra nueva que encontraste? A lo mejor nos da una pista…
-Cayó al suelo –informó Marianna- y no tuve tiempo de recogerla cuando escapé. No podía. Estaba rodeada de gente dispuesta a atraparme.
-¡Oh, Dios mío!
-¿Por qué la alarma? ¿Qué os preocupa, mossen?
-Me parece que tú conoces mejor que yo este valle, aunque hayas vivido tantos años fuera. Todo el mundo lo sabe todo de los demás y el arcipreste es una especie de ojo que todo lo ve, pues nadie quiere ocultarle nada por temor a que se entere por conductos ajenos. Aun en el caso de que no te hayan reconocido en casa de Joan Pere, mossen Peir va a deducir en seguida que eras tú, porque alguien le enseñará esa piedra y él ya vio hace tiempo la que guardamos aquí. Corres un peligro inmenso, Marianna, peligro de que sufras y de que yo tenga que perderme para salvarte. Si el arcipreste sospecha que había en ese escondrijo cosas de mayor valor que la piedra, va a mandar prenderte.


Capítulo IV.
EL INQUISIDOR
Abril de 1811

Transcurrió una semana entera sin que nada alarmante ocurriese.
Pero el arcipreste subió una soleada tarde a Tredòs para visitar a mossen Laurenç, cosa muy poco usual, aunque adujo una razón que parecía convincente: iban a casarse en fecha próxima dos parejas de los alrededores, lo que tampoco era habitual. Durante el largo rato que mossen Pèir empleó en beberse el tazón de chocolate y engullir hasta nueve de las exquisitas tortas que Marianna elaboraba, sin parar de exclamar alabanzas por su sabor y delicadeza, hizo varias preguntas que por su tono pretendían parecer casuales:
-¿Halla la zaragozana cómoda su vida aquí? –se dirigía a mossen Laurenç a pesar de que ella se encontraba sólo a unos pasos, trajinando en el fogón.
Aunque molesto porque hubiera empleado el apodo en vez del nombre propio, el sacerdote asintió, pero pocos minutos más tarde, también mirándolo a él para hacer ostentación de su desdén hacia la mujer, añadió el arcipreste:
-Me han dicho que la tal Marianna alcanzó en Zaragoza notables conocimientos y una afición por la lectura altamente censurable en una dama…
Mossen Laurenç carraspeó. Temía que las opiniones del arcipreste, tan desfavorables para quien tanto amaba, le impulsaran a reaccionar de modo intempestivo. No tenía otro remedio que contenerse y aguantar. Desentonaría de modo peligrosísimo contradecir con acidez a su superior para proteger el honor de quien, a los ojos de la Iglesia, era una simple barragana, pecadora e inductora del pecado. Mariannna conocía ya a Laurenç lo suficiente como para detectar sus estados de ánimos a través de las inflexiones de su voz. Percibió su indignación y, de nuevo, se sintió culpable, porque en todo y a todas horas él demostraba la solidez de un sentimiento que ella no conseguiría nunca corresponder. Pero a pesar de sus simulaciones en la cama y el hielo que no lograba desterrar de su corazón, le preocupaba el derrotero que estaban tomando los acontecimientos y lamentaba que él se expusiera más de lo que ella merecía.
-¿No echará de menos la zaragozana las galas que podía lucir en Zaragoza? ¿Acaso no siente la tentación de ponérselas y exhibirlas, de incógnito? ¿Tal vez le gustaría disponer de medios muy superiores a los que esta modesta parroquia puede ofrecerle?
El arcipreste vislumbró en los ojos de Laurenç el exabrupto que rondaba por su cabeza, y a partir de ese momento suavizó el tono de los comentarios. Cuando dio por terminada la visita, miró aceradamente hacia ella, que se encontraba de espaldas junto al fogón y fingía con descaro que no se había dado cuenta de que se marchaba.
Se despidió con un saludo dirigido exclusivamente al párroco.
-¡Vaya con el arcipreste que Dios condene!-maldijo Marianna en cuanto la puerta se cerró.
-¡Shsss! Ten cuidado, Mariana, que puede oírte todavía.
-Tendría que ocuparse más del bienestar de los araneses, en vez de meterse a indagar como un repugnante y ridículo inquisidor de pacotilla. Ayer, vi lo que hicieron los franceses en una granja de Salardu. Vos tendríais que…
-Marianna, ya te he dicho que, a solas, debes apearte del tratamiento.
-¿Para correr el riesgo de equivocarme en público? No, mossen; mejor dejemos las cosas como están, que ya damos pábulo suficiente a las habladurías. Los soldados se comportaron en esa granja de Salardu como forajidos. Tendríais que haberlo visto. Arrasaron con todo, azotaron con saña al granjero y a sus dos hijos y abofetearon y se burlaron con enorme crueldad de la mujer cuando ella intentó defender a los niños. Sabéis que esas cosas pasan con frecuencia, y que este arcipreste sibarita y orondo se muestra complaciente y condescendiente con los invasores y no dice una palabra para defender a las ovejas de su rebaño… ni siquiera en su dominio supremo, el púlpito. A mí me conmueve las entrañas ver el dolor de estos campesinos y, al mismo tiempo, me solivianta que no reaccionen; me apena su mansedumbre, su pasividad. Alguien tendría que alentar sus esperanzas, y ese alguien debería ser el arcipreste.
-¿Crees que todo eso no me entristece?
-Conozco vuestra tristeza, veo vuestras lágrimas mientras celebráis misa…
-No siempre mis lágrimas son por ellos, Marianna. Lloro y rezo también por ti, porque todavía no estás… ni estamos a salvo de las consecuencias que pueda acarrear lo ocurrido en casa de Joan Pere.
Sin embargo, durante los días siguientes no advirtieron nuevos signos que significasen que Joan Pere les había denunciado. Al menos, no llegó a la puerta de la casa cural ningún soldado de la guarnición napoleónica a detenerles ni a hacer averiguaciones.
A pesar de todo, Mossen Laurenç no bajaba la guardia.




A Guzmán Domenicci le agraviaba la modestia del carruaje que le habían asignado en Seo de Ugel; más que una carroza era una carreta campesina de toscos asientos tapizados con piel de ínfima calidad, que debía de ser cabra local mal curtida. Al sentarse la primera vez, había descubierto un agujero en el borde y saltó hacia el otro asiento, obligando a Piero a cedérselo y cambiarlo por el suyo, porque temía que salieran chinches de la borra del relleno.
Era un vehículo impropio de su rango y miserable si se lo comparaba con los tres que guardaba la cochera de su casa romana, pero le habían asegurado que era el mejor que existía en la diócesis, lo que sólo le inspiraba sarcasmos.
Para colmo, las casas de postas donde se habían hospedado en las tres jornadas que llevaban de viaje eran auténticos antros, más propios de fugitivos de la justicia y de gañanes. Comenzaba a sentir arrepentimiento por haber aceptado con tanto júbilo la misión, pues estaba seguro de que si no se había contaminado ya de cualquier enfermedad mortal en este país tan primitivo, muy pronto le iba a ocurrir; tan abundante era el desaseo de las posadas como el primitivismo del camino y la inclemencia insoportable del clima.
Dio una nueva ojeada por la ventanilla, con el mismo pánico de las pocas veces que lo había hecho, a causa del vértigo que le producían los precipicios por cuyos bordes habían transitado. Ahora atravesaban un páramo helado, en lo que daba la impresión de ser un paso en la cumbre más alta de la montaña. Acercó la cara al frío vidrio cubierto de vaho. En efecto, le pareció que un poco más adelante el camino comenzara a descender por fin, tras una escalada interminable entre helores y celliscas primaverales, que más parecían invernales, y protestas renuentes de los caballos. El limbo debía de ser así, frío y silencioso. Gris. Un espectro de ultratumba en comparación con la bendita Roma.
Habituados a la abigarrada belleza multicolor de la Ciudad Santa, sus ojos no encontraban hermosura alguna en cuanto contemplaban ahora: enormes peñas graníticas, negras como el pecado, alternadas con masas de hielo y nieve de refulgente blancura. Un paisaje hostil, de durísimos contrastes, donde ninguna forma resultaba amable ni acogedora. El despecho y la amargura debían de tener ese aspecto.
-Ya frío mucho –dijo Piero con su extraña dicción.
Domenicci asintió sin asomo de cordialidad, mientras fruncía los labios con un rictus de desagrado. No le gustaba que alguien de tan baja estofa como su criado se permitiera hacer notar su presencia con comentarios que rompían la línea de sus meditaciones. Ese criado enorme y alucinado que tan útil y conveniente le resultaba a veces, que tan fiel le era pero que tan desagradable le resultaba sentirlo tan cerca, pues hasta llegaban a rozarse sus piernas en muchos de los vaivenes del carromato a causa de la estrechez de la cabina.
-Cochero dice hoy llegamos.
El asentimiento de Domenicci fue ahora algo menos airado. Era evidente que comenzaba el descenso, pues los caballos resollaban y bufaban quejándose por la fuerza con que el cochero frenaba las bridas.
La incomodidad del coche se volvió mucho mayor a causa de la pronunciada pendiente y a cada giro chirriante de las ruedas sobre el camino embarrado y lleno de guijarros, sentía la tentación de abofetear el rostro perpetuamente sonriente de Piero, sin que éste tuviera ninguna culpa y sin que la bobalicona expresión de su ayudante y los chirridos tuvieran nada que ver entre sí. Pocas veces había podido reprimir del todo esa tentación recurrente, pero alguna extraña fuerza se lo impedía ahora, durante este viaje que tan desagradable estaba resultando. No comprendía cómo podía contenerse, porque la verdad era que siempre que abofeteaba o azotaba a Piero, se sentía luego sereno y casi capaz de experimentar empatía y un tibio sentimiento de ternura hacia él.
Si resistía el impulso ahora debía de ser por temor a empezar con mal pie, en los últimos estertores del viaje, la importantísima misión que en Roma le habían encomendado, misión que si acababa bien, le reportaría fortuna, el reconocimiento de la Curia, la felicitación del Papa Pío VII y, acaso, el cardenalato.
Hizo balance de los propósitos que había elaborado en el viaje en barco desde Roma a Barcelona. Bonaparte había sido reconocido por Pío VII al aceptar coronarle emperador, de modo que tenía que aprovechar el efecto que la relación entre los dos hombres más poderosos de Europa debía de haber producido entre los militares franceses.
Sonrió sin permitir, por ello, que se desterraran las sombras de su expresión.
Con seguridad, estaba a punto de encontrar lo que la Iglesia llevaba casi ochocientos años buscando. El Santo Padre le había dado bula, autorizándolo personalmente para utilizar sin trabas cualquier procedimiento que hallara necesario, lo que le causaba júbilo y hacía que su piel se erizara de anticipación por el inmenso placer que iba a experimentar con el uso de alguno de los medios que imaginaba.




Cuando el coche se aproximaba a Vielha, Guzmán Domenicci se sintió redimido de las incomodidades del viaje, por la alegría de descubrir izada la bandera francesa en lo que parecía un fortín que ya podía ver con claridad sobre la población, a la izquierda, en la ladera de la boscosa montaña. Gracias fueran dadas a la Santísima Virgen, iba a tener que confraternizar poco con los redomados españoles, tan imprevisibles y poco de fiar, puesto que serían los más exquisitos franceses a quienes tendría que movilizar en beneficio de su misión.
Inesperadamente, el coche se detuvo, lo que de nuevo causó enojo al enviado vaticano, puesto que se hallaban todavía en medio del campo, sin que hubiera a la vista ningún edificio junto al camino.
-Piero, pregunta al cochero qué ocurre –ordenó.
El criado abrió la portezuela, pero no se apeó. Alzado en el pescante, escuchó lo que el cochero le comentaba mientras estiraba el cuello para mirar en la dirección que le indicaba. En seguida, reculó y volvió a sentarse.
-Señoría, homenaje espera.
-¿Qué?
-Soldados, formación, banderas.
Domenicci sintió intensa alegría. Por fortuna, la noticia de su llegada le había precedido.
-Di al cochero que desenganche la valija pequeña y me la dé. Y tú, apéate, adelántate y dile en francés a quien esté al mando de los militares que “su señoría pasará revista dentro de un cuarto de hora”. Me enfadaré mucho si dices otras palabras. Repítemelo exactamente como te lo he dicho.
-Su señoría pasará revista dentro de un cuarto de hora –recitó Piero.
-Muy bien. Ahora, corre.
Al liberarse el coche del peso del voluminoso criado, los flejes de la amortiguación crujieron con alivio. Una vez que el cochero le entregó la valija, Domenicci corrió las cortinillas y se dispuso a corresponder con su vestimenta la solemnidad del recibimiento que le habían preparado.
Fue muy agradable recorrer el pasillo abierto por la formación militar, las armas presentadas y el flamear de los pendones franceses y vaticanos. Del discurso pronunciado por el desaliñado hombrecillo que dijo ser “el síndico del Conselho dera Vall d’Aran” no entendió ni una palabra. Tampoco entendió apenas al exaltado y gesticulante sujeto que dijo llamarse Joan Pere. Al arcipreste, en cambio, a pesar de su latín imperfecto, sí pudo entenderle casi todo.
-Soy mossen Peir.
-Se me notificó tu nombre cuando fui informado del contenido de tu carta. ¿Estás seguro de haber reproducido fielmente en ella lo que había grabado en la piedra?
-Sí, lo estoy. Tengo en la faltriquera otra piedra casi gemela, que ha sido hallada hace muy poco, como habéis oído hace un momento. En cuanto nos quedemos a solas, os la entregaré.
Domenicci compuso una expresión radiante, lo que alegró y tranquilizó a mossen Peir, que durante los primeros minutos se había sentido muy intimidado. Por ello, se atrevió a decir:
-Eminencia, conozco muy bien a mis paisanos y creo que debéis conduciros con actitud de alerta permanente.
-No temo a nada. Observa a mi criado.
Mossen Peir miró de reojo a Piero. Con certeza, era un escudero imponente.
-Sí, eminencia. Pero no estoy hablando de peligro físico alguno que debáis arrostrar, sino de las preguntas que hagáis, porque presiento que nadie va a responderos con la claridad que esperáis. Es posible que hasta traten de enredaros y confundiros, porque los araneses somos algo recelosos con quienes vienen de lejos. Si necesitáis avanzar en vuestras pesquisas, mejor será que me digáis a mí lo que queráis saber, y yo lo preguntaré.
Domenicci miró fijamente al arcipreste, sin simpatía alguna y con suspicacia. ¿Qué se proponía ese miserable curita rural, subírsele a las barbas?
-¿Dónde fue hallada la nueva piedra?
-Os lo acaba de explicar aquel hombre –mossen Peir señaló a Joan Pere.
-¡Ah! –exclamó Domenicci—Temo que no he entendido nada de su enrevesado discurso. ¿Puedes repetírmelo?
-Sí, eminencia. Hace poco, durante una fiesta celebrada en su casa, una mujer asaltó un nicho secreto e ignorado por él en un sillar del muro de un antiguo convento que forma parte de su casa. Al ser sorprendida, la mujer huyó y al hacerlo, se le cayó esta piedra, igual a la otra que reproduje en mi carta al señor obispo, pero ese hombre, Joan Pere, está convencido de que la mujer robó cosas muy valiosas.
-¿Quién es la mujer?
-Él no la reconoció, porque acudió a su fiesta ataviada como una dama parisién. Pero yo tengo el convencimiento de que es la… criada del cura que encontró la primera piedra.
-¿Tienes el convencimiento, o la seguridad?
Mossen Peir carraspeó.
-Estoy seguro, eminencia.
-Bien. Como comprenderás, yo no puedo rebajarme a interrogar a una mujer que, además, es una criada y que tiene que haber sido un simple instrumento, porque las mujeres carecen de entendimiento e iniciativa. ¿Consideras que fue ese cura el inductor del robo y de la simulación de su sirvienta, o acaso otro personaje?
-No se me ocurre ninguna otra posibilidad, eminencia. Él fue quien encontró la primera piedra y puede que también diera con alguna clave que, acaso, pudiera haberle conducido a la segunda, quién sabe.
Domenicci sonrió enigmáticamente. El arcipreste se expresaba mal, pero él lo había entendido todo y disponía de información suficiente.




Durante la celebración de la misa, mossen Laurenç observó que había dos hombres desconocidos en el fondo de la iglesia. No eran vecinos del valle, estaba completamente seguro. El más viejo, una persona de gran alcurnia según su vestimenta y seguramente un eclesiástico de alta jerarquía, le miraba a él muy fijamente, con expresión adusta; el otro, un gigante de mirada extraviada, contemplaba los frescos de las paredes con embobamiento. Sólo había cuatro personas más, dos ancianas que nunca habían dejado de asistir a misa a diario y dos mujeres algo más jóvenes, que recientemente se habían hecho amigas de Marianna, cuya capacidad de encantar y seducir a la gente le sorprendía cada día más.
Estaba despojándose de la casulla cuando Guzmán Domenicci irrumpió en la sacristía y, golpeándole el pecho con ambas manos, le urgió en latín:
-Confiesa ahora mismo dónde escondes lo que robaste en casa de Joan Pere.
-¡Qué! ¿Quién sois?
-Sabes perfectamente quién soy y por lo que te pregunto.
Como si se hubiera desmoronado algo que le había costado mucho edificar dentro de sí mismo, Laurenç hundió la cabeza en su pecho. Había oído hablar de la llegada de un enviado vaticano y desde el primer momento sospechaba el motivo de su presencia en el valle, lo que le causaba miedo y zozobra, más por Marianna que por él. Ahora, sin embargo, casi veinte años de rigor y disciplina borraron en un segundo la relajación en que había incurrido durante el tiempo que ella llevaba en Trèdos, un soplo en comparación con toda una vida de respeto escrupuloso de las reglas. Su estatura superaba con creces la del siniestro hombre de expresión adusta y mirada como puñaladas, brillantemente ataviado pero no por ello elegante, que había empezado a golpear su pecho con saña. Mossen Laurenç encogió los hombros y humilló la cabeza de manera que el sometimiento resultaba muy patente y hubiera sido conmovedor para un espectador que no fuera el glacial enviado del Papa.
-Responde, miserable –insistió Domenicci con severidad-. ¿Dónde está lo que robó tu criada en esa casa?
Con igual mansedumbre, Laurenç indicó con el mentón uno de los numerosos cajones de la sacristía.
-Entrégamelo.
Laurenç obedeció. Dado que presentía que ello iba a causar el enojo de Marianna, y como cada día le repugnaba más la idea de contrariarla, abrió con pesar el cajón donde guardaba el rollo de pergaminos con el relato sobre el espanto de Montsegur, y se los entregó al hombre de Roma. Éste los desplegó para examinarlos con ojos muy ávidos y los labios apretados como si quisiera enmudecer un grito de júbilo que recorría su garganta. Mossen Laurenç advirtió que las manos de ese personaje arrogante y autoritario temblaban ligeramente mientras sujetaban los pergaminos para que permaneciesen extendidos sobre el amplio mueble de la sacristía, como si a pesar de su impavidez de roca fuese capaz de alguna clase de emoción. Pero sintió consternación cuando notó que Domenicci, sin apartar la mirada de la afiligranada escritura, movía repetidamente la cabeza en muy contrariados ademanes de negación, conforme iba dando una ojeada rápida a cada una de las hojas. Tras el repaso del último pergamino, miró al mossen con furor y le espetó:
-¿Dónde ocultas lo demás?
-No hay nada más, eminencia.
-¡¡Mentira!! –tronó Domenicci-. Es indudable que el nicho contenía más cosas, que tú me ocultas porque conoces su importancia.
-Perdonad, padre. Sólo había, además, una piedra…
-¿Como la que hallaste en esta iglesia? Ya lo sé. Se encuentra en mi poder. Dame aquella primera piedra y póstrate aquí, ante mí, para la penitencia y los correctivos, si es que sigues negándote a confesar dónde ocultas todo lo demás y no consientes en entregármelo.
Cabizbajo, Laurenç entregó el pequeño sello de mineral negro y se arrodilló frente a Domenicci.
-Juro por Dios que no había nada más, padre.
El enviado de Roma extrajo un aparatoso azote de la pequeña valija que portaba, al tiempo que gritaba:
-¡No invoques el nombre de Dios en vano, pecador miserable!
Y a continuación abofeteó el rostro de Laurenç, que se encogió aún más hasta quedar sentado sobre sus talones, con la cabeza agachada al nivel de los muslos de quien se disponía a castigarle, los brazos entrelazados para sofocar sus reacciones instintivas ante el dolor que estaba a punto de sufrir y los hombros humillados.




Mientras, Marianna había tratado de sonsacar al gigante, pero desistió pronto, ya que su torpe forma de expresarse resultaba una muralla infranqueable en la protección de los propósitos que albergase “su señoría”, como él se complacía en llamar al eclesiástico.
Escuchaba el rumor indistinto del interrogatorio en latín de Domenicci, así como el restallar de los latigazos que estaba propinando a Laurenç. Pero por más que se esforzaba, no conseguía oír ninguna protesta de éste, lo que le exasperó. Más que tristeza, su pasividad le causaba desconcierto y le atascaba el pecho con una masa amarga de hiel y desasosiego, porque un hombre de sus características se sometiera de tal modo a las injusticias de otro. El destino la había situado junto a un cura físicamente muy forzudo y superdotado, pero carente de fuerza de carácter. El volcán de la carne de Laurenç contrastaba de manera decepcionante con la tibieza de su espíritu. Si no lo impedía, él iba a seguir humillándose hasta el punto de perderla a ella, a causa de la impaciencia que le causaba su pusilanimidad, e inclusive podía llegar a inmolarse, perdiendo la vida del modo más absurdo. Tenía que hacer algo.
El gigante se había adueñado de la puerta que comunicaba la vivienda con la sacristía y dar un rodeo para intentar entrar a través de la iglesia resultó en vano; Domenicci había tenido la precaución de cerrar la puerta principal y atrancarla con los cerrojos.
Se preguntó qué hacer. Gracias a los muchos años vividos en un palco privilegiado de Zaragoza, conocía de sobra la morosidad de los interrogatorios disciplinarios de las jerarquías eclesiásticas. Su prolongaciön como consecuencia del tesón y la paciencia con que la expectativa de eternidad dotaba a los creyentes dotados de poder. Sabía mejor que nadie que Laurenç no tenía mucho que decir, lo que según su experiencia provocaría la exasperación y la ira del hombre de Roma y su determinación de no cejar. Comprendió por ello que lo peor del interrogatorio estaba por producirse y conocía de sobra lo muy lejos que podían llegar los castigos que conllevaba, lo que le causaba algo semejante a la náusea.
Tenía que encontrar con urgencia un atajo.
Sonrió al gigante con expresión muy afable, como si en su mente no se estuviera desatando una tormenta, y le propuso prepararle un refresco, para ver si podía ganarse su confianza. Piero no respondió, ni aceptó ni agradeció la invitación, pero Marianna la dio por consentida y, moviéndose cauta y graciosamente para no despertar recelo, estrujó dos limones, cuyo jugo batió con miel añadiéndole agua fresca. Piero se tomó la jara completa de un trago y compuso lo que parecía vagamente el remedo de una sonrisa.
-Supongo que tú y su eminencia querréis almorzar con nosotros.
Piero permaneció en silencio. Marianna detectó en sus ojos el apetito o, más bien, el ansia voraz de comer y el temor a comprometerse con un asentimiento que pudiera acarrearle una reprimenda.
-No tengo viandas suficientes, así que debo bajar a la plaza de Tredòs.
El hombre no se movió ni pestañeó, pero Marianna se dio por autorizada a salir y, echándose una toquilla sobre los hombros, abandonó la estancia con estudiada y precavida lentitud. Notó que el gigante componía un ademán de alarma y que, al mismo tiempo, se contenía de actuar como si se reprimiera para no incomodar ni estorbar con sus llamadas lo que hacía su amo.
Fuera de la vivienda, Marianna se aupó sobre las puntas de los pies, bajo el ventanuco de la sacristía, para tratar de escuchar. Domenicci repetía en latín una y otra vez lo mismo, “responde, miserable”; aparte del soniquete de esa voz, creyó distinguir algún gemido muy quedo y contenido de Laurenç. No lo amaba, pero no podía consentir que ese hombre detestable consumara lo que estaba comenzando a hacerle.
Ya tenía varias amigas en la aldea, si podía considerar amigas a unas personas cuyo único tema de conversación era cómo cocinar mejor el civet o la olla aranesa. A pesar de ello, sabía que podía contar con ellas porque notaba cuánto les deslumbraban sus relatos sobre la vida en la gran ciudad zaragozana, pero no creía que pudiera pedirles ayuda ahora. Era inimaginable que esas aldeanas actuasen contra una jerarquía de la Iglesia.
¿Qué podía hacer ella sola?
Recurrir a la fuerza sería un error. El gigante era como una roca, pesada y torpe pero roca. El otro, con sus galas recamadas, podía ser puesto fuera de combate con facilidad a causa de su atildamiento, que entorpecería sus movimientos. Pero para llegar a él necesitaba librarse del tal Piero. Éste se había tomado la jarra de refresco como sorbería un vaso pequeño una persona normal y hasta pareció esperar que le preparase en seguida una jarra igual. Esa iba a ser la vía.
Compró al cabrero un chivo que mandó matar y desollar en el mismo momento. En el huerto de la señora Lucía eligió dos tomates, dos cebollas y seis patatas. En la tahona, escogió el pan mayor y de aspecto más goloso. Del resto de los ingredientes disponía de reservas en la cocina cural. Por último, fue a la casa de una anciana a quien, por las murmuraciones, suponía que podía pedirle lo que necesitaba.




Cuando Marianna volvió a la casa, daba la impresión de que el gigante no se hubiera movido del punto donde lo viera más de una hora antes. Hasta creyó que ni siquiera había pestañeado. A pesar de su enormidad, y si no tuviera razones para angustiarse por lo que estaba ocurriendo tras la puerta que guardaba, componía una figura risible, ya que su rigidez y la expresión bobalicona del rostro no causaban la misma impresión imponente que los colosales volúmenes de su cuerpo desgarbado.
Se dio a preparar el guiso con gran despliegue de actividad, pues necesitaba disimular la elaboración de lo que esperaba que fuese la solución. No paraba de mirar al gigante de soslayo, para ver si él, a su vez, la miraba a ella. Efectivamente era así, pero sabía que no se trataba de deseo erótico el interés que fulguraba en sus ojos, sino ansia de devorar cualquier cosa; por ello, puso a calentar el perol con la manteca y vertió poco después la cebolla y el tomate picados, que era lo que antes extendería por toda la casa un intenso olor que excitaría la voraz glotonería del guardián. Y así fue. Cuando los aromas flotaron en la estancia como una nube de promesas gustativas, Marianna advirtió de reojo que se agitaba como si estuviera conteniendo con mucha dificultad el impulso de lanzarse hacia el fogón y conformarse con untar el crujiente y dorado pan con la fritura inacabada.
Ahora tenía que ser. Dando la espalda al gigante hipnotizado por lo que bullía en el perol, vertió en el almirez el triple de la dosis del preparado que la anciana le había indicado; lo majó con cuidado de que quedase reducido a polvo y lo echó en el fondo de la jarra. En seguida, estrujó dos limones directamente encima y añadió una taza de miel; cuando ya estaba vertiendo agua fresca y comenzaba a batirlo, se dirigió a Piero:
-Veo que tu apetito se impacienta. No te preocupes, el guiso estará listo antes de media hora y vas a chuparte los dedos, te lo aseguro. Pero como te gusta tanto la limonada y seguramente tendrás más sed, aquí tienes, te he preparado otra jarra, lo que te ayudará a soportar la espera.
El gigante dudó, como si alejarse tres metros de la puerta constituyese una deserción, por lo que ella se aproximó a él con la suavidad y simpatía que llevaba fingiendo tanto rato y la sonrisa más seductora que pudo dibujar sobre la máscara de su preocupación por lo que estaba padeciendo Laurenç.
Tras una corta vacilación, Piero sorbió el contenido completo de la jarra, también en esta ocasión de un trago. Pero no ocurrió nada. Permaneció en su rígida afectación de guardia sin que se produjera lo que la anciana había asegurado que iba a suceder en pocos segundos con una dosis tres veces menor.
Marianna continuó con los preparativos del guiso, al tiempo que cavilaba en busca de una alternativa, convencida de que el derrumbe de Laurenç era inminente, al que con toda probabilidad seguiría el suyo, porque si él llegaba a una confesión falsa para librarse de la tortura como habían hecho tantos otros bajo los tormentos de la Inquisición, le atribuiría a ella culpas inventadas y su torturador no iba a dejarla salir indemne. Añadió al perol las patatas peladas y cortadas en gajos grandes y, tras remover enérgicamente la mezcla, vertió caldo hasta cubrir el refrito y, en seguida, puso las tajadas de carne salpimentada. ¿Qué iba a hacer?, se preguntó con el pensamiento torturado por los gritos que sonaban en la sacristía, sólo de Domenicci, pues el mossen había enmudecido; la voz del romano había pasado de ser un alarido rajado por la histeria, a convertirse en una especie de bramido animal. Sonaban frases guturales con ecos que causaban escalofríos, como si surgieran del infierno. Temió lo peor, ya que por más que afinaba el oído no escuchaba quejas ni lamentos de Laurenç. Cuando añadió las especias al perol, de nuevo emergió una golosa tormenta de olores y miró de reojo al guardián, asombrada de que no le ocurriese nada.
Pero entonces fue cuando sucedió. Con la misma rigidez en que había permanecido casi dos horas, cayó de bruces como si fuese un árbol talado. Fue a dar sobre dos banquetas y la esquina de la mesa antes de derrumbarse en las lajas de piedra del suelo, lo que causó gran estrépito que, al instante, fue seguido por el cese de la voz del romano. Marianna comprendió que Domenicci había adivinado que algo grave estaba ocurriendo frente a la puerta y, antes de que ésta se abriera, tomó apresuradamente de la pared el machete de más de medio metro que mossen Laurenç llevaba cuando salía de caza.
De repente, el enviado vaticano se encontraba petrificado bajo el dintel de la puerta, con los ojos desorbitados fijos en el cuerpo caído de su criado. No podía concebir que el colosal Piero hubiera sido vencido por el sueño ni, mucho menos, por el ataque de una mujer. Tenía el rollo de pergaminos aferrados con la mano izquierda y sujetaba con la derecha un azote con tormentos de acero en las puntas, que rezumaban gotas de sangre. A pesar de la tensión extrema, Marianna observó dos detalles con estupor; el clérigo se había desprovisto de las galas de brocados con que había llegado, seguramente para que no se le mancharan de sangre y, estando cubierto sólo por una especie de camisón blanco algo sucio, se notaba claramente el estado de erección de su órgano viril. Esto desató su furia.
Ante la mirada incrédula del romano, arremetió contra él enarbolando el machete. Domenicci levantó la mano con que sujetaba el azote para defenderse y contraatacar, pero Marianna fue más rápida y le asestó una sarta de machetazos en la cabeza y el brazo alzado. No intentaba matarlo, sólo le propinaba golpes planos con la hoja, no con el filo. En un instante, el clérigo se derrumbó sobre el cuerpo de su sirviente con la parte superior del camisón manchado profusamente de sangre.
Marianna saltó sobre los dos cuerpos con aprensión por si un movimiento le indicara que no podía confiarse, y corrió a auxiliar a Laurenç. El párroco de Tredòs continuaba arrodillado, como si fuera incapaz de moverse a pesar del alboroto.
-Mossen, ¿me oís?
Laurenç asintió con un levísimo movimiento de cabeza y permaneció con la inmovilidad de una imagen del Cristo de la Humillación. Marianna dio una vuelta a su alrededor. Tenía la camisa hecha jirones y caída sobre el cinturón, por lo que su poderoso torso aparecía desnudo y vencido. Presentaba tantos jirones de piel como de tela ensangrentada descolgados por la espalda, los hombros y el pecho, todo sobre una horrenda pulpa rosa de carne desollada.
-Que Dios lo confunda, maldito sea, y que se lo lleve el Diablo –maldijo Marianna.
-No digas esas cosas –murmuró Laurenç con un quejumbroso hilo de voz-, que son pecado.
-¿Pecado, mossen? ¿Hay un pecado mayor de lo que él ha hecho con vos? Lo suyo sí es pecado, un pecado repugnante que ofende gravemente al Señor. Sabed que disfrutaba tanto con vuestro tormento, que cuando ha salido a atacarme tenía enhiesto el miembro viril, Virgen misericordiosa. ¡Sentía placer sexual torturándoos, recreándose con la vista de vuestra sangre y vuestro sometimiento! Que el Demonio se complazca de igual modo torturándolo a él.
-Por Dios, Marianna –sollozó Laurenç.
-Callad, mossen. Y ayudadme a curaros antes de que se os gangrene medio cuerpo, podrido por estas heridas tremendas.
Mientras le ayudaba a incorporarse, lo forzaba a sentarse y le aplicaba ungüentos de caléndula para curarle las heridas innumerables, el sacerdote miraba sombríamente los dos cuerpos. ¿Qué iban a hacer con ellos? Tenían que hacerlos desaparecer, pero ¿iban a ser capaces de idear un subterfugio que justificase su desaparición, cuando tanto el arcipreste como los jefes de la guarnición debían de estar al tanto de la visita? Aunque estas preguntas le ayudaban a evadirse del dolor que el cuidado de Marianna le causaba, todo lo que el mossen conseguía imaginar le producía sufrimiento, porque ningún destino que pudiera concebir les hacía aparecer juntos a los dos en lo sucesivo. Una vez que Marianna dio por terminada la cura, y con los brazos, el pecho y la espalda llenos de vendajes, dijo el mossen:
-¿Qué hacemos con los cadáveres, Marianna? No podemos dejarlos aquí, y un enterramiento reciente en el cementerio parroquial sería tanto como una confesión de culpabilidad.
Como si la pregunta fuese un recordatorio, ella saltó hacia Domenicci y su criado, los tocó para comprobar que estaban muertos y sólo entonces se atrevió a soltar la presa con que el clérigo aferraba el rollo de pergaminos, y de nuevo, como en casa de Joan Pere, se los guardó en el refajo. Tras reflexionar unos minutos, respondió a Laurenç:
-Mediada la tarde, hay muy poca gente por los campos. Cuando hayáis descansado y consigamos con cocimientos que se os calme el dolor, engancharé el caballo y traeré la tartana junto a la puerta. Ojalá que entre los dos seamos capaces de cargar los cuerpos para llevarlos donde nadie los pueda encontrar.
A modo de mortaja, ataron y envolvieron el cuerpo semidesnudo de Domenicci con sus propias galas y a Piero, con un lienzo de harpillera. A continuación, Marianna terminó el guiso y obligó a Laurenç a comer para reconfortarse.





El arcipreste mossen Pèir comenzó a preocuparse por la tardanza de Guzmán Domenicci cuando se hizo evidente el retraso respecto de la hora señalada para el banquete con que le iba a agasajar. Dado que el romano le había respondido con satisfacción que sí asistiría, sentía turbación ante las miradas benevolentes y escépticas de los principales párrocos del valle, sentados todos en torno a la mesa hacía ya mucho rato.
Sabía lo que pasaba por sus cabezas. Todos eran araneses como mandaba la Querimonia; casi todos curas viejos y más que curados de espanto, no eran crédulos en absoluto. Anteponían el escepticismo a cualquier otra actitud en el enjuiciamiento y consideración de todas las cosas. Adivinaba que estaban pensando que él se había precipitado, convencido de que el enviado romano iba a rebajarse a comer una pobre pitanza junto a tan modestos curas rurales. Lo más probable era que Domenicci prefiriese el refinado almuerzo de los oficiales y jefes de la guarnición de la Sainte Croix, saboreando una comida que sería mucho más delicada que la de la vicaría.
Cuando fue demasiado tarde para seguir esperando, comieron en silencio, mientras mossen Pèir acechaba los ruidos por si, finalmente, y aunque al deshoras, el romano se dignaba acercarse a su casa. Viendo que acababa la comida y la llegada seguía sin producirse, mandó a un criado a preguntar en el fuerte la hora en que su señoría iba a dignarse volver al arciprestazgo.
Cuando el criado volvió con la información de que Domenicci no se encontraba en el Fuerte de la Sainte Croix, el arcipreste dio rienda suelta a sus alarmas.


Un vecino podía sorprenderles cuando mayor fuera su convicción de haberse salvado. Aparte del encogimiento por el dolor de sus heridas, Mariana notaba el agarrotamiento de las manos de Laurenç sujetando las bridas para refrenar al caballo pendiente abajo, y la expresión de su rostro, más sombría y agorera de cuanto creía que él fuese capaz de sentir, peor inclusive que cuando lo había obligado a enderezarse tras el tormento inhumano que había sufrido.
El camino descendía entre arbustos de retama y monte bajo hacia el llano que presidía Salardú, donde el bosque era más espeso que en Tredòs, pero cerca del pueblo no podían ni intentar deshacerse de los dos cadáveres, ya que los vecinos eran más encontradizos por los desplazamientos que les exigían las tareas de sus campos, no tan escarpados como el repecho donde se alzaba Nuestra Señora de Cap d’Aran. Tenían que encontrar un lugar discreto y recoleto, donde no fuera habitual el paso de gente pero donde el Garona fuese lo bastante hondo.
-En Unha hay un buen tajo desde donde arrojarlos –dijo Laurenç.
-Pero es seguro que caerían sobre el prado y los encontrarían en pocas horas- opuso Marianna.
-¡Dios mío! Nos hemos ganado todos los castigos en éste y el otro mundo…
-No os lamentéis tanto, mossen, que la desesperación no es buena para actuar con serenidad y sangre fría.
-¿Aún me llamas “mossen”? Ya no lo merezco.
-Callad, por Dios.
-También debes tutearme, porque descontado lo que nos une soy el más indigno y despreciable de los mortales.
Mariana giró el cuello hacia él con expresión muy severa y, ante los ojos desorbitados del cura, le dio una bofetada.
-Callad de una vez, mossen, que tendríais tiempo de sobra para gemir y llorar si por vuestra irresolución diésemos lugar a que nos encierren. Ahora, tenemos que actuar con rapidez, con la cabeza fría.
Laurenç se mordió los labios. Durante unos minutos, prevaleció en su ánimo la perplejidad que le había causado la bofetada, lo que amainó el vendaval de su conciencia, al tiempo que crecía un torbellino de dudas sobre si debía o no castigar a Marianna por su insolencia.
-Mossen, ved aquel soto a la vera del Garona. Detrás, parece que corre el río ya caudaloso tras haber desembocado el Unhola; si pudiésemos meter el carromato entre los árboles y hubiera un terraplén, es el lugar perfecto.
Llegados junto al bosquete, vieron que la carreta no pasaría. Marianna sacó el machete y se lo entregó a Laurenç, a quien empujó para que saltara a tierra.
-Id desbrozando con la energía que os dará pensar que si nos cogen, seremos ejecutados.
Pareció que, en efecto, la advertencia impulsara su fuerza a pesar del dolor y los vendajes. Con expresión de rabia y como si no tuviera medio cuerpo convertido en una llaga, Laurenç se puso a golpear furiosamente contra las ramas bajas de los abetos y las hayas que formaban el soto. Tenía la ropa empapada de sudor sonrosado por la sangre cuando, media hora más tarde, dio paso a Marianna, que arreó al caballo hasta situar la tartana cerca del tajo. Sin mediar palabra, ella se volvió en el pescante hacia los cadáveres y comenzó a empujar el de Piero con los pies hacia atrás, hasta que, sobresaliendo por el borde del carromato, Laurenç consiguió poner al gigante casi vertical en el suelo, con la espalda apoyada en la tartana; sin soltarlo, abrazado a él por la cintura, se agachó para coger varias piedras, que fue introduciendo en sus bolsillos. A continuación, lo dejó caer hacia el río. En el momento de hacerlo, tuvo un sobresalto; de reojo vio que el cadáver de Domenicci había movido levemente un brazo. Cayó sobre él, creyendo que fingía el desmayo, pero el cuerpo estaba completamente laxo. Debía de haber sido una alucinación producto de su consternación.
Tomó el cadáver en brazos, ya que le resultaba lo bastante ligero para cargarlo, y dio un paso hacia el tajo, momento en que le alarmó un rumor; pero al girar la cabeza hacia el pescante de la tartana, Marianna no se encontraba allí, por lo que supuso que había bajado para desahogar sus necesidades y de ahí el ruido. Iba a lanzar el cadáver cuando escuchó una voz que le preguntaba en francés:
-Eh tú, ¿qué estás haciendo?
Junto con la frase, se escuchó el chasquido de un arma que era preparada para el disparo. Soltó el cuerpo de Domenicci hacia el río antes de volverse hacia la voz, con objeto de que no se notara la importancia del muerto ni su identidad, si el intruso estaba lo bastante cerca para comprobar que se trataba de una persona. El cadáver cayó al agua en un punto que parecía profundo, aunque sin las piedras que lo hubieran llevado al fondo al instante y que no había tenido tiempo de meter en sus bolsillos. Al girarse muy lentamente, exhibiendo las palmas de las manos para demostrar que estaba desarmado, sintió un pellizco en el corazón. Una pareja de soldados franceses le apuntaban con sus mosquetes.
-He venido a tirar un cerdo que se me ha muerto –dijo Laurenç con el raciocinio bloqueado.
-¿Tan lejos de su parroquia, mossen? –ironizó el soldado de mayor graduación, un cabo tal vez.
Laurenç se estremeció. Le habían reconocido.
-No parecía un cerdo, mossen –dijo con tono sarcástico el soldado joven-. Tenía ropa.
-Es un envoltorio que le he puesto, porque comenzaba a heder.
El sacerdote vio la incredulidad en las expresiones irónicas de ambos militares, dispuestos a llegar al fondo de la cuestión y no dejarse engañar por argucias. Examinaban con interés las manchas de sangre de su camisa y el abultamiento de los vendajes. Sus miradas eran de acero y el alerta con que los militares franceses se comportaban a todas horas en el valle por sentirse amenazados, era en estos momentos una especie de toque a rebato en la rigidez de sus ademanes. Comprendió que él y Marianna tenían pocas probabilidades de salir del atolladero, y lamentó que en su biografía no hubiera más transgresiones que las relacionadas con su sexualidad. Sus treinta y dos años habían transcurrido con excesiva placidez y sin sobresaltos, por lo que carecía de la astucia de quienes se ven obligados desde niños a superar barreras.
-Era un envoltorio demasiado lujoso para un cerdo –comentó acusadoramente el cabo-, con tan brillante brocado y tantas preseas.
A punto de iniciar una nueva argumentación tan poco convincente como las demás, Laurenç vio que Marianna se acercaba cautelosamente por detrás de los dos uniformados. Comprendió que debía de haberlos oído llegar y abandonado por ello la tartana; habría permanecido escondida donde observar a los intrusos, para evaluar la situación y poder sorprenderlos. Laurenç temió que de nuevo se arriesgara con otra temeridad, como cuando atacó a Domenicci, y sintió el impulso de hacerle desistir con un gesto; lo reprimió a tiempo, al caer en la cuenta de que el gesto sería notado también por los militares, lo que la delataría y sería su perdición.
-Hay que bajar al río, a ver qué había envuelto en esas ropas de aristócrata… -dijo el cabo.
Con fascinación, Laurenç advirtió que Marianna alzaba el machete que había mantenido escondido en su costado. ¿Qué se proponía? No podía matar a los dos hombres a tiempo de impedir que uno de ellos le disparase. El debía vencer los escrúpulos y el miedo, impropios de un hombre de sus facultades físicas, olvidar el dolor de sus heridas, superar su carencia de recursos y prepararse para actuar.
En cuanto la vio saltar y arremeter contra el que se encontraba a su izquierda, que era el más joven, él se lanzó contra el cabo y consiguió derribarlo antes de escuchar su disparo, como un trueno cuyo mortífero rayo le quemó el pecho.





Furiosa y con un fuerte amargor en la boca seca, Marianna extrajo el machete del vientre reventado del joven soldado y se lanzó contra el cabo, que acababa de abatir a Laurenç de un disparo que debía de haberle partido el corazón.
Pero se trataba de un soldado curtido en azarosas batallas. La acometida del mossen lo había dejado tumbado con su peso encima y, en medio, el mosquete ya disparado. Se dio cuenta de que la enloquecida mujer iba a caer sobre él para hundirle el machete en el pecho. Tomó aire y con un estallido de toda la fuerza que le quedaba, movió el cuerpo que le aprisionaba a fin de que le sirviera de barrera contra el golpe que estaba a punto de recibir. Ese movimiento inesperado hizo que Marianna contuviera su ímpetu, desolada por la pena de acuchillar al hombre que tanto la había querido, aunque estuviese muerto.
Ese instante de vacilación bastó para que el veterano militar encontrase la oportunidad; su arma ya había sido disparada y la mujer obstaculizaría el intento de coger la de su compañero, que no había tenido ocasión de usarla y, por consiguiente, continuaba cargada. Según la furia loca con que actuaba, ella no vacilaría en rebanarle el cuello, así que hizo lo único que podía hacer, apresurarse a escapar. Rodó por el suelo hasta un punto donde ponerse de pie antes de que ella tuviese tiempo de arremeter contra él y, desde allí, echó a correr. Unos instantes más tarde, Marianna oyó el trote de un caballo que debía de haber permanecido amarrado no muy lejos.















Capítulo V
ENIGMÁTICA CLAVE
Mayo de 1811

Era mucho mayor su rabia que su tristeza, muy superior el ansia de reprochar a los hados y al destino su arbitrariedad que el abatimiento que sentía ante las consecuencias de esa arbitrariedad. Arrodillada junto al cuerpo inmóvil de Laurenç, Marianna se preguntó qué hacer. El cabo francés que había huido no tardaría en regresar. Cabalgaría hasta el fuerte de la Sainte Croix, daría a sus oficiales parte de lo ocurrido y volvería con un destacamento en busca del soldado muerto, con orden de apresarla.
Tenía que huir y no podía volver a la parroquia, lo que sería como echarse a sí misma la soga al cuello, porque estaba claro que los soldados habían reconocido al sacerdote.
Acercó el oído al pecho de Laurenç con la respiración en suspenso, en busca de un signo de vida. No le encontraba explicación a la angustia que sentía y en ese momento cayó en cuenta de lo muy numerosos que eran los sonidos del bosque, como si todo él fuese un ser vivo y los rumores representaran las palpitaciones de su corazón de piedra. Escuchó lo que parecía el canto de un urogallo acompasado extrañamente con el croar de las ranas; zumbidos de insectos, abejorros tal vez; el murmullo del aleteo de los pájaros se mezclaba con las carreras de las martas y los saltos de las ardillas.
-Mossen, responded, por lo que más queráis.
Había mucha sangre nueva en su pecho, que ya no era sólo la que rezumaba de los latigazos, pero daba la impresión de que continuara fluyendo, lo que significaría que aún restaba un soplo de vida. Notó una levísima sacudida, como un espasmo que acaso fuera el último de una vida que abandonaba de prisa el cálido cuerpo. Volvió a acercar el oído al corazón, en la parte del pecho más ensangrentada entre las vendas de la cura. Aunque muy débilmente, el corazón latía. Sin comprender por qué, esa constatación le produjo tanto júbilo que rozó la frente del mossen con los labios.
Puesto que él había arruinado su vida y renunciado a cuanto poseía por su causa, debía hacer cuanto estuviera en sus manos para que sobreviviese. Mas el tiempo apremiaba. ¿Cuánto podía tardar el militar en cabalgar las dos leguas que mediaban hasta el acuartelamiento? ¿Cuánto totalizaría la ida y el regreso, junto con el informe que presentaría a sus superiores? ¿Una hora? Ése era el tiempo de que dispondría para contener la hemorragia, hacerle una primera cura, auparlo a la tartana y desaparecer.
Rasgó un festón de su enagua, con el que compuso una compresa que presionó sobre la herida. Vio con pena que se volvía roja al instante, lo mismo que las vendas de la cura que le había hecho en la cocina, pero ello le dio aliento, porque mientras sangrara estaba vivo. Puso una piedra grande encima de la compresa, para así contener la hemorragia, y corrió por entre los árboles con los ojos como luminarias, a ver si reconocía lo que tanto había contemplado y estudiado en los libros. Encontró pronto la planta que en la comarca llamaban “farigola”, pero que ella había conocido en Zaragoza como tomillo y que estaba segura de que constituiría un buen antiséptico; se sirvió de una laja de piedra para descortezar un tronco de saúco, cuyas flores también recogió; finalmente, en la linde del bosque con el prado, dio con unas cuantas malvas, aunque tan raquíticas que no podía asegurar que fueran realmente malvas. Corrió de nuevo junto a Laurenç y usó dos piedras más o menos planas a modo de mortero. Macerando todo ello, preparó un emplasto, que colocó sobre la herida como una cataplasma; arrancó un nuevo jirón de su enagua para disponer de vendas y cuando le pareció que la sangre comenzaba a coagularse, realizó un vendaje muy aparatoso y apretado abarcando el pecho, el hombro y la parte superior del brazo izquierdo del mossen. Volvió a posar el oído para ver si el corazón continuaba latiendo, y tuvo la sensación de que el pulso era un poco más vigoroso.
Se había recreado muchas veces admirando la exuberancia corporal de Laurenç, pero ahora lamentó que no fuera menos pesado, porque a causa de los grandes pedruscos negros que orlaban el tajo sólo pudo acercar la tartana a tres metros del herido. Tenía que reprimir las prisas de escapar cuanto antes, porque sabía que un movimiento brusco haría que se rompiera el frágil hilo que ligaba a Laurenç con la vida.
Cuando, tras muchos intentos inútiles, comenzaba a creer que no podría alzarlo sobre el carromato, y que, por lo tanto, no iba a poder salvarlo, recordó cómo habían llegado hasta ese punto atravesando el soto. El sendero que el párroco había abierto estaba orlado de ramas recién cortadas, algunas de considerable tamaño. Mientras las recogía y las limpiaba con el machete, a Marianna le asombró que a él le hubiera resultado tan fácil podar con tanta rapidez algunas de las mayores, que presentaban un grosor notable. Alzó con cuidado el costado derecho de Laurenç y colocó una tranca debajo del hombro y la cadera; hizo lo mismo bajo el costado izquierdo, y en ese momento oyó un debilísimo gemido. Bien; si le dolía, era porque estaba vivo, maldita fuera la mano del francés y bendita su falta de tino. Desgarró un nuevo jirón de su enagua, con el que lió el cuerpo del mossen abarcando firmemente las dos trancas. Poco a poco, y algo más confiada puesto que el herido estaba inmovilizado por una especie de arnés, fue jalando de él hacia la tartana. Llegada junto a ella, desató el caballo y permitió que el carromato se inclinara hacia atrás sobre el eje de su único par de ruedas; así, le resultó menos arduo empujar al herido hacia el interior, demasiado corto para un hombre de su tamaño que, además, permanecía rígido sobre trancas. Cuando comprobó que la mayor parte de su peso descansaba sobre la plataforma de madera, volvió a atar el caballo y consiguió que nivelara de nuevo la tartana.
En cuanto creyó que Laureç reposaba con seguridad sobre el vehículo, desnudó el cadáver del francés para ver si con su ropa podía simular que el mossen era un soldado. Pero le había abierto el vientre y el uniforme estaba manchado profusamente de sangre; mas llevaba un voluminoso monedero colgado del cinto donde encontró con júbilo un papel que parecía un salvoconducto y cinco monedas de oro. Corrió con el botín hacia la tartana y arreó el caballo para salir con cautela del soto. Antes de mostrarse en campo abierto, miró ansiosamente en todas las direcciones hasta asegurarse de que nadie cabalgaba ni en su dirección ni por los alrededores.
Ahora se le planteaba un nuevo problema. ¿Dónde ir? No podía dudar mucho tiempo, porque los soldados franceses estarían a punto de alcanzarla. Nunca había subido por las alturas de Forat de l’Embut, que pasaban la mayor parte del año cubiertas de nieve, pero había oído mencionar unas cuevas que había al lado de la linde de Francia. No sabía si eran naturales o producto de un abandonado intento minero en un lugar imposible, pero sí había escuchado a las viejas, de niña, hablar en susurros -entre temerosos y admirados- de que esas minas servían de refugio a los bandoleros que contrabandeaban con el país del norte. Ahora, ya no había razón para el contrabando, puesto que el ejército de Napoleón se había apoderado del valle, y supuso que los refugios habrían sido abandonados por los contrabandistas. Esperaba que cerca, un poco más arriba, hubiera agua disponible, porque también mencionaban una laguna en la montaña que nunca se congelaba del todo. Dispondría de agua y teniendo dos mosquetes, la caza no podía faltar, hasta que ocurriera un milagro y Laurenç se curase. Después… ignoraba lo que podían hacer después. Sólo de una cosa estaba segura: la vida no les había creado para permanecer juntos hasta la vejez, por lo que cuando él se restableciese si no moría, ella buscaría nuevo acomodo.
Hizo votos para que no quedase mucha nieve allí arriba y arreó al caballo hacia la cabecera del estrecho valle del río Unhola, que por ser perpendicular al del Garona y tan inhóspito, consideró que a los franceses no se les ocurriría que hubieran huido hacia tales alturas.




Faltaba poco para anochecer cuando avistó las cuevas. Tiritaba de frío y el herido presentaba una lividez cadavérica. En Tredòs, había que usar ropa cálida inclusive en primavera, pero en esos picos necesitaban mucho abrigo, que no tenían. En vez de morir sólo Laurenç, iban a morir los dos, congelados. Pasado un tiempo, años quizá, alguien descubriría sus cadáveres y el misterioso rollo de pergaminos continuaría intacto, tal como seiscientos años antes, junto a la cintura del esqueleto. Si era listo y perspicaz, ese alguien reemprendería la búsqueda del tesoro de los cátaros y seguramente viviría feliz el resto de su existencia, entre riquezas y títulos nobiliarios recién comprados. Esta idea le produjo amargura, lo que fue un nuevo estímulo para su temperamento. Con los labios apretados y el puño derecho levantado hacia el horizonte opalino, se hizo a sí misma una promesa. Tenía que salvar a Laurenç y salvarse ella misma, pesara a quien pesase y aunque todas las inclemencias del universo se le opusieran. Iba a sobrevivir y lograría que el mossen sobreviviese.
Por lo pendiente y pedregoso del terreno cubierto de escarcha resbaladiza, la tartana no podía llegar hasta la boca de la cueva que le pareció más acogedora. Afortunadamente, las dos trancas que formaban la parihuela eran más largas que el cuerpo de Laurenç; una vez desenganchado de la tartana, el caballo pudo arrastrarlo hasta el interior.
Marianna descubrió con alegría que los contrabandistas habían abandonado sus enseres, entre los que abundaban las mantas, con una de las cuales cubrió a Laurenç en seguida y con otra se arropó ella porque le castañeteaban los dientes. Pero había muchas más cosas. Cajas cerradas que al día siguiente revisaría a ver qué guardaban, jergones, ropa maloliente, paja abundante y… ¡embutidos colgados de los entibados!; los gruesos puntales y travesaños de madera de haya que sostenían la mina estaban llenos de colgajos de tripas rellenas, muy irregulares y elaboradas con tosquedad. Hizo cuentas del tiempo que llevaban los franceses en el valle y cuánto había podido transcurrir desde que los contrabandistas dieran por fenecido su negocio y abandonaran el refugio; era demasiado para que los salchichones y tasajos de carne salada permanecieran tan frescos. ¿O era a causa del frío permanente de esas alturas? En realidad, no le importaba resolver el enigma sino sobrevivir.
Sirviéndose de las parihuelas, dirigió el caballo hasta que pudo acostar a Laurenç en un jergón, y a renglón seguido lo desató de las dos ramas y lo cubrió con tres mantas más. Tenía fiebre, pero no parecía mortal; tocó el hombro a ver si la inflamación era alarmante, momento en que él ronroneó. A Marianna le hizo sonreír ese pasional signo de recuperación, pero al instante siguiente renació la pregunta que le había estado alejando más y más del sacerdote: la sensualidad exacerbada de ese hombre era lo que la mujer más fogosa podía soñar; ¿por qué a ella no le conmovía, por qué con él no alcanzaba el placer con el que soñaba desde las primeras lecturas a escondidas?
Se libró del rollo de pergaminos porque le incomodaba dentro del refajo, lo colocó junto al jergón, cerca de su cabeza, y se echó junto a Laurenç, a fin de despertar si él se quejaba. Se sentía tan cansada, que los ojos se le cerraban a pesar de los esfuerzos por mantenerlos abiertos. ¿Podía hacer algo más para asegurarse de que Laurenç sobreviviera? Con esa pregunta consiguió mantenerse en vela unas dos horas, pero estaba exhausta y en un lugar tan frío era muy agradable arrebujarse junto al ardiente cuerpo masculino.





Algo, no sabía qué, interrumpía su sueño. En el duermevela, creyó que se trataba de la mano de Laurenç que apretaba la suya, una mano más cálida de lo habitual a causa de la fiebre.
Con desasosiego porque él persistiera en su enamoramiento aun en estado de delirio, y con fastidio porque los remordimientos pudieran desvelarla, Marianna se desasió del apretón, dio media vuelta y trató de acurrucarse para dormir un poco más, pero escuchó que alguien hablaba en murmullos. Abrió los ojos con un sobresalto que, como si la impulsara un resorte, le obligó a incorporarse hasta quedar sentada; había siete hombres alrededor de los jergones que ocupaba con Laurenç.
Una vez que su mirada adormilada consiguió enfocar las ropas que vestían, comprobó que no eran soldados franceses. Se sintió menos intranquila, pero tenía que calcular el riesgo de haberse colado en la guarida de los bandoleros. Éstos no mostraban hostilidad, puesto que habían hablado en susurros para no despertarlos en vez de reprenderles por la intrusión. Pero ello no era garantía para el porvenir, porque no tenía otro refugio que consiguiera imaginar y a Laurenç no podía ni plantearse la posibilidad de moverlo si les exigían abandonar la mina. Una voz acabó con sus conjeturas:
-¿Sois el párroco de Tredòs y su… sobrina, la zaragozana?
Mariana comprendió que la noticia de lo ocurrido el día anterior recorría el Valle de Aran.
-¿Y qué, si somos quienes decís?
-¡Habéis acuchillado a un francés!
No era una pregunta, sino una exclamación, y parecía teñida de asombro.
-¿Quiénes sois vosotros?
El de la exclamación se golpeó el pecho diciendo:
-Yo me llamo Miquèu –y a continuación fue señalando a los demás-: Y éste es Bartolomèu, y éste, Ferran. Aquellos cuatro que están a vuestra izquierda son Francesc, Jan, Jusep y Tòn.
Mariana consideró que si iban a perjudicarles, no tenían sentido las presentaciones. Sus nombres no le aclaraban el porqué de esconderse en un lugar tan inhóspito. ¿Eran o no bandoleros?
-¿De dónde habéis sacado esto?
Marianna vio con alarma que el tal Miquèu blandía el rollo de pergaminos como si fuera una tranca amenazadora. Por lo que recordaba, muy poca gente en el valle sabía leer, y supuso que el gañán que le preguntaba no podía intuir lo que esos documentos significaban. ¿O sí? La expresión radiante de Miquèu parecía la de quien cree haberse topado con el “ábrete sésamo” de la cueva de Alí Babá.
-¿De dónde supones tú que lo he sacado?
-Esto tiene que ver con los cátaros; me da que lo has desenterrado de algún lugar secreto, una tumba de Tredòs tal vez.
-¿Por qué afirmas que tiene que ver con los cátaros?
-Porque acabo de leer todos los pergaminos. Bueno, todos menos los que son cuentas.
-¿Sabes leer la lengua de oc? –Marianna sentía asombro.
-¡Así que es eso! Hasta ahora mismo, no me daba que yo pudiera leer esa lengua que dices. ¡Pero es que parece aranés antiguo mezclado con castellano!
Mientras hablaba con Miquèu, y tensa por la pregunta de si esos siete hombres serían temibles, Marianna trataba de evaluar el estado de Laurenç. Daba la impresión de dormir profundamente, aunque su inmovilidad podía significar también un agravamiento. Notó que el hombre llamado Bartolomèu, con aspecto de campesino padre de familia más que de bandolero, seguía la dirección de su mirada con preocupación.
-¿Está herido el mossen? –preguntó.
Mariana asintió al tiempo que buscaba el pulso en la muñeca derecha de Laurenç.
-¿Es grave? –la mirada de Bartoloméu fue del mossen hacia una entiba llena de frascos.
-Mucho –respondió Marianna-. Estuvo a punto de morir de un disparo de ese francés que anda contando que matamos a su compañero. Pero os aseguro que fue en defensa propia…
-Y aunque no fuera en defensa propia –afirmó aprobadoramente Miquèu –quien mata a un francés, merece el agradecimiento de los araneses.
Mariana sonrió. Al menos, en ese aspecto no tenían nada que temer. Pero ¿y en los demás?
-¿Quiénes sois vosotros –preguntó –y por qué vivís aquí?
-¿No te han dicho lo que hacen con nuestras cosas y nuestras familias? –preguntó Bartolomèu con amargura-. Los franceses nos quitan el ganado sólo a los campesinos pobres, a los que no podemos resistirnos. Estábamos tan desesperados, que les hicimos frente y luchamos para que no dejaran sin pan a los nuestros, y a alguno le hemos dado su merecido. Pero ya sabes cómo se las gastan. Yo me eché al monte para evitar penas a mi mujer y mis hijos.
Laurenç gimió como si le faltase el aire o sufriera un estertor de agonía. Dominada por la angustia, Marianna levantó con aturullamiento la manta; la sangre que manchaba la venda estaba seca, pero toda la carne alrededor de la herida aparecía muy inflamada y la temperatura de su frente era alta. Bartolomèu entregó un cazo a Marianna, diciendo:
-Ten, haz que se tome esta leche caliente con miel. Tal como se ve la inflamación, no podemos hacer más que esperar a ver si sale adelante y, entre tanto, hay que alimentarlo lo mejor que podamos, porque el mossen es un hombre más fuerte de lo normal que necesita más forraje que un mulo.
-¿No vais a echarnos de aquí? –preguntó Marianna, que no conseguía calcular cuáles podían ser el talante ni las intenciones de los siete hombres.
Ninguno respondió, pero Miquèu devolvió el rollo de pergaminos a sus manos, mientras la miraba a los ojos con expresión enigmática, como si quedase una cuenta pendiente que les concerniera únicamente a ellos dos.





El capitán De Montesquiou sentía impulsos incontrolables de abofetear al cabo Bertrand y aplicarle el riguroso sentido de la disciplina que predicaba el Emperador, y que todos en el ejército se exigían a sí mismos y a sus subordinados. Se contuvo según la orden del general, que se estaba impacientando por el comportamiento sibilino de los araneses, quienes ostentaban frente a ellos mansedumbre y asentimiento, con buenos gestos y palabras, pero luego parecían burlarse de sus mandatos e ignoraban con indolencia los esfuerzos que el ejército de Napoleón hacía por civilizarlos. Dado que en este valle miserable y burlón las paredes parecían oír, refrenó el impulso de castigar físicamente al cabo mientras miraba de nuevo el rostro lleno de sombras de mentiras. Jamás en su vida había escuchado un discurso más incoherente y menos admisible por embustero. Nunca había tenido que soportar que un subordinado pretendiera engañarlo con nada igual, tan absurdo que rayaba en el delirio:
Una mujer, una vulgar criada a quien en el valle se le atribuía una condición que en París se entendería como “ramera” ¿había matado al otro soldado, al cabo le había obligado a huir y luego, sin ayuda más que de un caballo renqueante y medio moribundo, había conseguido escapar y desaparecer llevándose a un hombre muerto o agonizante? Una mujer, no un hombre, una sencilla y probablemente analfabeta mujer ¿había sido lo bastante astuta como para lograr esfumarse en un valle donde el ejército de Napoleón disponía de ojos muy bien pagados en todos los rincones?
El cabo mentía o estaba borracho. Lo examinó de nuevo, y otra vez debió contenerse. ¿Qué ocultaba ese hombre? ¿Qué podía haber pasado, tan extraordinario, como para que se le ocurriese la febril idea de mitificar sobre una mujer imposible, con capacidades superiores a las de muchos hombres?
-¿Estás seguro de que no había nadie más? ¿En el carro, tal vez?
-Sí, mi comandante. Estoy seguro. Ella quedó sola y el cura había recibido en el pecho un disparo de mi mosquete, que tiene que haberlo matado. Pero cuando regresamos no había carro ni mujer, ni cura.
-¿Habrá podido convencer a la gente de Salardu para que le ayude?
-Podéis estar seguro de que no. Nuestros informantes ni siquiera han oído hablar de la cuestión y aseguran que nadie en el pueblo ha tenido noticia del suceso. Que sólo habían escuchado con gran sobresalto el eco lejano del disparo de un arma; es evidente que se refieren al disparo de mi mosquete.
-¿Lo has recuperado?
El cabo agachó la cabeza mientras negaba. Otra vez con los puños apretados para no lanzarlos contra el rostro del que consideraba un cretino, el comandante De Montesquiou resolvió:
-Di al teniente De Seine que mande formar a toda la guarnición, porque tengo que hablarles. Organizaremos batidas por todo el valle hasta que encontremos a esa bruja.





Marianna y Laurenç llevaban cinco días en la cueva.
Conforme avanzaba la primavera hacia el verano, día a día la escarcha era menos abundante. Valle abajo, el Unhola se despeñaba con los últimos torrentes del deshielo y el aire elevaba hacia la cueva aromas de genista, espliego y lavanda.
Laurenç empezaba a tener momentos de consciencia, como relámpagos que brillaban fugazmente en su silencio. Pero al atardecer, cuando subía la fiebre, se sumergía en un sueño agitado por el delirio que parecía la antesala de la muerte. Era entonces cuando crecía la aprensión de Marianna. No sólo porque la inflamación continuaba, como si los cocimientos que le hacía tomar Bartolomèu y los emplastos que ella le aplicaba hora tras hora no obrasen, sino por tener que permanecer a solas con siete hombres privados de sus mujeres, que dormían a muy escasa distancia y cuyos suspiros de añoranza la desvelaban a cada rato. A causa del apremio de la carne, más de uno debía de haber sentido ya la tentación de lanzarse sobre su jergón. A uno solo, no le temería en ninguna circunstancia. Disponía de recursos para eludir los acosos de un hombre, tanto físicos como psicológicos, descontando el machete que siempre tenía a mano. Pero siete eran demasiados.
-Esta mañana he oído que disparabais vuestros trabucos en ese bosque de ahí abajo –dijo Marianna, cuando tomaban el sol tras el almuerzo, fuera de la cueva.
-No hay más arreglo –respondió Jusep, un jayán menor de treinta años, que parecía el más cerril del grupo-. Necesitamos carne, porque hay pocas provisiones y ahora somos nueve. Por desgracia, el gamo escapó. Mañana, no lo conseguirá.
-¿Pero no comprendéis que disparar armas en estas cumbres es como indicarles a los franceses dónde tienen que buscaros? No es lo mismo un disparo aislado que esa monumental traca de carnaval que habéis organizado esta mañana. Y ahora, con mossen Laurenç y yo fugitivos habiendo matado a uno de ellos, tienen que estar vigilando y buscando por todo el valle. Seguro que tanto en Salardu por el sur, como en Les y Bossost por el oeste, se oyen los ecos de vuestras balaceras.
-¿Y qué te da a ti que podemos hacer? –preguntó Miquèu.
-Cazar con flechas –afirmó tajantemente Marianna.
-¡Con flechas! –la exclamación fue general, acompañada de algunas risitas.
-¿Preferís que nos manden de Sainte Croix un destacamento a masacrarnos? –reprochó Marianna.
-Yo no me arreglo para fabricar un arco ni sé cómo se dispara una flecha –dijo Jusep.
-Ni yo –secundaron los demás a coro.
-Puedo enseñaros –dijo Marianna con expresión radiante, aunque no las tenía todas consigo porque carecía de experiencia y sólo disponía de conocimientos teóricos aprendidos en los libros.
-¡Tú! –el tono de Miquèu rezumaba escepticismo.
-¿Qué esperáis del futuro aquí arriba? –preguntó Marianna con expresión severa y paseando la mirada alrededor, de rostro en rostro.
Todos se encogieron de hombros.
-Habéis huido de los soldados de Napoleón para no jugaros la vida y para no arruinar la de vuestras mujeres e hijos. Pero os escondéis aquí, ¿en espera de qué? ¿Creéis que los franceses van a irse del valle voluntariamente, ahora que han conseguido apoderarse de nuestra tierra? ¿Creéis que vais a recuperar lo vuestro? ¡Qué va!, de aquí a una generación, habremos olvidado nuestra lengua y nos obligarán a hablar sólo en francés, como han hecho a lo largo de la historia en todas las tierras que fueron conquistando.
Miquèu asintió, murmurando:
-A los cátaros los masacraron porque sus diferencias les hacían inconquistables y me da que las defendían con fervor.
Tras un nuevo cruce de miradas con ese joven que parecía saber más que sus compañeros y más de lo que a ella le convenía, Mariana prosiguió:
-¿Y los privilegios araneses, suponéis que van a mantenerlos? De ningún modo. Los anularán en cuanto se sientan seguros del terreno que pisan. Y entre tanto, vosotros seguiréis aquí, escondidos, viendo de lejos crecer a vuestros hijos mientras se convierten en algo muy distinto a lo que siempre habéis sido vosotros. ¿Es que vais a consentir que eso ocurra?
Los siete tenían la mirada perdida entre el suelo y sus botas. Sonrojados porque una mujer les reprochase su pasividad.
-No sólo debéis esconderos de esos soldados ladrones, que tantos cerdos, cabras, gallinas y maíz os han robado –continuó Marianna-. Deberíais tener el coraje de poner remedio al problema luchando para echarlos de nuestra tierra.
Bartoloméu, un cuarentón canoso que era el más viejo de los siete, movió la cabeza mucho rato con signos de asentimiento. Los demás aguardaron respetuosamente a que dijese lo que quería decir:
-A los araneses nos ha salvado hasta ahora nuestra lejanía de los centros de poder, porque si son pocos los reyes que van al infierno, es porque hay pocos, entiendo. Desde tiempo inmemorial, nunca nos pareció bien que nos mandara un poderoso que viviera cerca; si teníamos que pertenecer a un señor, siempre preferimos que fuese el más grande de todos, porque cual el dueño, tal el perro; y también preferimos que viva tan lejos, que tenga pocas ocasiones de acordarse de nosotros. Tradicionalmente, el rey de España ha sido quien más nos convenía, porque no sólo es uno de los más grandes y está lejos, sino porque a trancas y barrancas mantiene nuestros privilegios, cosa que los reyes de Francia jamás hicieron con los privilegios de nadie. Los vascos y los catalanes aún hablan sus propias lenguas porque no cayeron en poder de Francia. Ahora, los araneses tenemos la desgracia de encontrarnos con unos sinvergüenzas, tiranuelos de tres al cuarto, que no sólo están cerca sino que están aquí, entre nosotros y dándonos penas en nuestras propias casas. A la larga, o acaban con nosotros o con nuesta tradición. Marianna tiene razón. Algo deberíamos tratar de hacer, en vez de rascarnos los sobacos.
Mirando intensamente a Marianna, Miquèu dijo:
-Que no nos pase como en aquella leyenda cátara del pastor-mago.
A Marianna se le desorbitaron los ojos.
-¿La conoces? –dijo con una emoción que no estaba segura de si era asombro o miedo, porque presentía que no podía fiarse de Miquèu. Éste asintió.
-¿De qué leyenda habláis? –urgieron los demás.
-Más que cátara, es como una parábola de origen persa que los cátaros asimilaron –afirmó Marianna-, como tantas otras cosas de ese antiquísimo país oriental. Había un rey mago que poseía una manada inmensa de corderos, los cuales sabían que estaban destinados a ser sacrificados y, por ello, trataron de huir. Para evitarlo, el mago los hipnotizó y mientras dormían, los convenció de que no debían temer a la muerte porque poseían un alma inmortal; cuando murieran, se transformarían en leones o en pájaros y hasta podían llegar a ser hombres e inclusive magos. Desde entonces, los corderos no intentaron más huir y se prestaron ciegamente a los deseos del mago. Yo creo que Miquèu quiere decir que los soldados de Napoleón tratan de inculcarnos con palos y zanahorias sus creencias, para que nos sometamos a sus caprichos y hasta para que nos dejemos matar.
-Perder los privilegios tan antiguos que disfrutamos los araneses –aseguró Bartolomèu- sería una manera de morir.
-Pero me da que ahora, en vez de morir ni perder nada, estamos a punto de ganar muchísimo –aseguró Miquèu, mirando penetrantemente los ojos de Marianna-; tal vez estemos en camino de ganar lo que ni siquiera soñáis.
Marianna acabó de convencerse de que con Miquèu tenía un problema que resolver.




Mossen Peir se arrodilló ante el altar mayor de la iglesia de San Miquèu, tratando de serenarse. Se persignó e intentó rezar un padrenuestro, pero su propia conmoción le impedía concentrarse y, tras repetir distraídamente en dos ocasiones “el pan nuestro de cada día dánosle hoy”, desistió. El asunto era demasiado peligroso como para dejarlo reposar a ver si se resolvía por sí solo, según su norma habitual de conducta. Siempre había preferido que los raros avatares de su plácida vida en el valle sedimentasen antes de abordarlos cuando no había otro remedio y era normalmente lo mejor y lo más ajustado al sentido aranés de la vida y al suyo propio.
Pero lo de ahora podía costarle el priorato.
A pesar de haber transcurrido más de una hora, todavía resonaban en sus oídos los gritos iracundos y los improperios que se oían dentro del coche mientras se alejaba con dirección a Lérida. No tenía la menor duda de que el obispo de Seo de Urgel abriría un expediente que en ningún caso sería favorable para su porvenir. Tenía que adoptar disposiciones y adelantarse a los acontecimientos, o se vería exiliado, de coadjutor, en una parroquia de cualquier serranía andaluza. O quién sabía si llegarían a mandarlo a las islas Canarias, a languidecer al sol como los lagartos.
Ante todo, y sin la menor posibilidad de hacer nada con la otra gravísima cuestión, era indispensable averiguar qué había ocurrido con ese díscolo y atolondrado párroco de la Mara de Deu de Cap d’Aran, dónde estaba, obligarlo a volver a Tredòs, ver si podía reconducirlo hacia las normas e intereses eclesiales, y tratar de reorganizar las cosas de manera que cuando llegasen nuevas de Seo de Urgel, no se le pudiera reprender por dejadez o desidia.
Pero los araneses, pese a las apariencias, eran unos corderos nada mansos y excesivamente imprevisibles, además de algo pillos y ladinos, como sabía de sobra por sí mismo. Después de haber estado recriminándole a mossen Laurenç durante meses su olvido de la lengua aranesa, ahora los vecinos de Tredòs se solidarizaban con él. ¡Es que no había por donde agarrarlos! Todos sus mensajes habían sido respondidos con evasivas y todos los mensajeros habían vuelto de Tredòs más confusos y con menor idea de la verdad que cuando los mandara para allá.
Sólo le quedaba una salida, e iba a ponerla en práctica.