martes, 3 de agosto de 2010

INDIANOS, UNA FORMA DE HEROÍSMO. 3ª parte


3-OBSTÁCULOS PARA EL REGRESO
Sean cuales sean las circunstancias de un emigrante, y sus propósitos o compromisos familiares y sociales, siempre persiste el deseo de volver. Pese a algunas afirmaciones de estudiosos no muy profundos, el emigrante jamás considera que se haya ido para siempre, aunque lo declare. Pero la realidad es que son muchos los que alcanzan situaciones que les atan a perpetuidad. Frecuentemente, es el haber creado una familia de la que se convierten en un patriarca un tanto especial: venerado y respetado, pero sin recibir el menor sometimiento; aunque el patriarca fundador añore su terruño, sus herederos, sus nietos, ven esa necesidad casi imperiosa como algo folclórico, una especie de manía, y, naturalmente la nueva familia atrapa al emigrante sin remisión, obligándole a olvidarse de la otra parentela abandonada. Por las ataduras, muchos de los obligados a quedarse se convirtieron en indianos a la distancia, en filántropos que, al no poder volver, por lo menos trataban de mejorar la vida de sus paisanos.
Son muchos también los que crearon industrias o grandes negocios, que por su importancia les obligaron a quedarse. Recurren en estos casos a atajos; en vez del imposible regreso, favorecen la emigración de amigos a los que amparan en su empresa, sin reconocer que en el fondo no hacen favores ni realizan mecenazgo alguno, sino que atemperan de eso modo la nostalgia de sus costumbres y modos. Oyendo hablar como recuerda que se hablaba en su pueblo, vencen un poco la añoranza.

La rémora principal para el regreso es generalmente la familia.
Hay en Buenos Aires familias muy extensas que se reúnen los sábados o domingos en las traseras de sus casas a comer “en español” y hablar casi siempre de España. La capital de Argentina es enorme; cuando se llega en avión y éste comienza a descender, la ciudad se extiende infinita, cubriendo cuanto se ve hasta la línea del horizonte. Ello es, principalmente, porque la proporción de bonaerenses que habitan pisos es muy pequeña; la mayoría vive en casas, en extensísimos barrios que son oficialmente “ciudades de la provincia”, como Vicente López o Martínez, donde las construcciones, que en modo alguno pueden ser llamadas “chalets”, tienen siempre detrás un enorme terreno que viene a ser verdadero campo. En todos los sentidos, porque conservan la vegetación original autóctona, sus dueños no los cuidan como jardines y no es raro ver de vez en cuando algún animal silvestre merodear. Es el lugar donde tienen lugar las parrillas que ellos llaman “asado”, a la manera de los antiguos gauchos, con hogueras en el suelo.
También en ese sitio, celebran durante las atardecidas el rito del mate. En medio de la tertulia que rodea la hoguera donde se calienta el agua en una “pava” (una especie de tetera), la hierba mate se introduce en la “bombita”, una calabaza pequeña hueca, en una operación que ellos llaman “cebar el mate”. Luego le echan azúcar por encima. La bombita, con un sorbedor metálico con colador en la base, de donde todos toman compartiendo la boquilla niños, viejos y adultos, va pasando de mano en mano mientras desgranan sus nostalgias y anhelos insatisfechos.
Se habla entonces con frecuencia de queimadas, de monchetas amb butifarra y pescaíto frito (los porteños son muy poco aficionados al pescado). Es la ocasión para cantar “El vino que tiene Asunción”, “Asturias patria querida” o algún fandango de Huelva, sin dar de lado a alguna tarantela o fado, o recitar “La casada infiel” o “La profecía” o, los más apasionados, “España en el corazón”.
Es muy interesante observar lo que se come en las pantagruélicas celebraciones porteñas. Existen familias grandes cuyo núcleo, fundado por el patriarca (el antiguo emigrante), es español, pero los hijos y nietos han ido casándose con nacionales de otras procedencias. De manera que en una fiesta señalada, puede reunirse la familia española, pero con miembros italianos, húngaros, austriacos y portugueses. Una ONU muy vital y muy dada a entenderse. Sucede en este caso que cada uno aporta lo que puede a la comilona, y entonces, el asado principal es precedido por varias pizzas, una especie de ración de gulash, varias catas de bacalao y, al final, algún pastel vienés.
En familias así formadas, que son abundantísimas, plantearse el regreso no sólo es difícil, sino imposible. Los hijos del emigrante que tienen hijos a su vez, se opondrán fervientemente a esa posibilidad.
Esas comilonas donde todos aportan lo típico de su país de origen, pueden durar muchas horas en ocasiones como la Navidad. Hasta seis o siete. Si entre sorbo y sorbe del mate, o mientras come asado de tira, el patriarca habla de su nostalgia y el deseo casi doloroso de volver a ver la tierra que abandonó, le acallarán con bromas y caricias. No es una cuestión que convenga mencionarse. La duración de la comida es tanta, que puede darse el caso de alguien que llegue de visita a la hora aproximada en que debería servirse el café, pero como el banquete continúa y continúa, a veces sucede que, al pasar tanto tiempo, el que había llegado supuestamente para tomar café acabe sumándose a la comilona.

Había un fotógrafo cordobés (no había perdido ni un ápice de su peculiar acento) en Caracas que, en 1972, poseía una sola cámara y tenía que pedir prestado ocasionalmente un local a otro fotógrafo para hacer sus fotografías de platós. Era muy joven y apuntaba buen estilo y gusto. Ponía mucho empeño y tripas; sus fotos no se parecían a las de sus competidores, a los que siempre aventajaba. Coincidió que trabajaba con frecuencia para una agencia de publicidad que fue encargada en 1973 de llevar la campaña del partido Acción Democrática. El candidato era uno de los personajes más controvertidos que había producido la política en Sudamérica. Se le acusó inclusive de no ser natural de Venezuela, porque hablaba con acento andino, muy parecido a ambos lados de la frontera colombovenezolana.
El fotógrafo, llamado Mario, era una persona con mucha perspicacia. El candidato de Acción Democrática no sólo no era fotogénico, sino que podríamos considerarlo más feo que Picio. Pero Mario se dio cuenta de una característica muy llamativa del candidato: era enérgico e incansable. En vez de primeros planos que mostrarían su cutis lleno de marcas y su perfil de ave rapaz, se empeñó en retratar ese carácter dinámico y esforzado. El candidato fue fotografiado saltando charcos y arroyos, superando con su vitalidad a atletas famosos y cansando y dejando retrasados a todos los miembros de su equipo.
No fueron las fotografías de Mario la única cosa bien pensada en esa campaña. Trabajaba también en la agencia un genial músico, muy famoso, que compuso unos “jingles” fantásticos para el candidato, muy pegadizos. Asimismo, ejercía de “copywrite” en la agencia un futuro escritor con mucho talento, que forzado a sumarse a la campaña, leía todos los días la prensa a las cinco de la mañana y, según lo que hubieran declarado los oponentes del candidato, inventaba ingeniosas frases-réplicas para que el candidato las dijese a lo largo del día ante la prensa.
Con tan buenas armas, Acción Democrática ganó las elecciones de 1973 y así llegó al poder Carlos Andrés Pérez.
Casi todos los profesionales que intervinieron en la campaña abrigaban ambiciones. Decía un profesional de la televisión cubana precastrista que no hay ninguna profesión donde abunden más los talentos frustrados que la publicidad. Hay en los equipos creativos publicitarios magníficos dibujantes que sueñan con colgar una exposición algún día; músicos impresionantes que sueñan con escribir el musical más famoso del mundo; talentosos “copywrites” que sueñan con escribir “En busca del tiempo perdido” y así, hasta el infinito. Los que intervinieron en aquella campaña no escapaban a esta norma y Mario, el fotógrafo, solamente había empezado su carrera profesional.
Se pusieron grandes facilidades a disposición de todos ellos para que materializaran sus proyectos, si los tenían. Subvenciones, créditos blandos, facilidades de accesos, contratos, etc. El compositor instaló el mayor estudio de grabación de Hispanoamérica. El “copywrite” fundó una revista que tuvo una acogida excelente. Mario, que se auspiciaba como un futuro fotógrafo de categoría internacional, no sabía nada de cine pero soñaba con tener un estudio cinematográfico.
Como todos los otros que quisieron (pues no todos lo hicieron), tuvo lo que soñaba. El estudio fue poniéndose en marcha, aunque no para cine convencional, sino, de momento, para producir “spots” publicitarios.
Pero sucedía que Mario tenía una vida personal un tanto turbulenta. Entre fracasos y escapadas, a los treinta y cuatro años se había divorciado ya ocho veces. En todos los matrimonios había habido descendencia. De modo que esta especie de emir caribeño del Mar Rojo tenía que hacer frente a ocho pensiones alimenticias.
El estudio fue bien un par de años pero, poco a poco, fueron acumulándose las deudas, porque por mucho que ganase nunca era bastante.
Siguieron cuatro o cinco penosos años de eclipse para los acreedores y, ocasionalmente, para los jueces que le exigían las pensionas atrasadas. Mario comenzó a buscar mejungues que se parecieran al Moriles, porque había agotado todo el crédito que la buena campaña le había proporcionado. La gente dejó poco a poco de ponérsele al teléfono y los directores de bancos que le habían hecho las reverencias más serviles de que haya noticia, comenzaron a estar “reunidos” ante sus preguntas.
Mario nunca había dejado de soñar con un algarrobo con jaras al lado, en Sierra Morena. El paladar le llevaba a la memoria ramalazos de salmorejo y rabo de toro. Cuanto más pseudomoriles tomaba y menos crédito conseguía, más le desesperaba el sueño incumplido de sentarse a la vera del Guadalquivir.
Sin embargo, las ocho pensiones y las ocho voces mulatas que lo pregonaban por teléfono componían un freno insoslayable.
La productora de cine fue yéndose a pique y él, personalmente, naufragó casi completamente.
Ni el más desesperado de los ruegos le allanó jamás el camino de vuelta.
Como la política tiene tantos vaivenes, tampoco le beneficiaba mucho su antigua vinculación con aquel candidato.
Y allí quedó. Consiguiendo comer de vez en cuando una “arepa con todo” en madrugadas insomnes.

En otros casos la dificultad es la dimensión extraordinaria de lo conseguido. En la carrera por regresar rico, sucedía muchas veces que llegaban demasiado lejos de manera muchas veces imprevista.
Como el caso de Iñigo Noriega, que desembarcó sin nada en México y amasó con el tiempo la mayor fortuna del país. Cuando la empresa, o el conjunto de negocios, que se llega a crear es de dimensiones excepcionales, abandonarlos no sólo se hace cuesta arriba sino que resulta completamente imposible.
Sin contar los ejecutivos de las actuales poderosas trasnacionales españolas que ahora operan en muchos países americanos, son legiones los españoles al frente de empresas muy poderosas, cuyas circunstancias personales y profesionales no favorecen ni remotamente el regreso.
Los hay que lideran emporios de alimentación, de ropa, mineros o industriales. Por mucho que los versos de Rosalía de Castro les hagan llorar, jamás se les podría convencer de abandonar las empresas para emprender de nuevo la aventura de cruzar el Atlántico.
Suelen ser la gente más desprendida del mundo. Siempre echarán una mano a un paisano que llega de improviso a informarles de su mala situación, y no sólo a paisanos, porque ellos saben de sobra lo que es vivir en precario. Asisten con asiduidad a los centros españoles, donde tienen oportunidad de ver bailar una muñeira o escuchar unas alegrías de Cádiz. Si por casualidad entona un coro “Negra sombra”, se les verá llorar sin ningún disimulo. Luego, para superar la descompostura, cantarán en coros desafinados “Ay Sálvora, Ay San Vicente” o “La Virgen de Candelaria”. Si han conseguido arrastrar con ellos a sus hijos hasta el centro español, probablemente se sentarán con ademanes patriarcales en la cantina, en torno a un mesa servida con gofre y mojo picón, bateas de mejillones y otras de fiambres “españoles” y queso manchego.

Había en São Paulo un castellano-manchego propietario de una pequeña cadena de locales de cine que había vivido en Brasil desde los veinte años. Casi todo el personal de su plantilla era su propia familia y, para los cánones de una ciudad sudamericana, resultaba la mar de extraño que él, que era el dueño de todo, a veces atendiera personalmente la taquilla de uno de los locales, un tugurio frecuentado por gente de no muy buen vivir.
Tenía una forma muy extraña de actuar. Si al atender el pedido de una entrada se daba cuenta de que el comprador era español y tenía un aspecto razonablemente decente, le desaconsejaba entrar.
-No te conviene entrar en este cine –le decía-. Si esperas un poco que pase el movimiento de taquilla, te abriré expresamente el piso de arriba, que hoy no se abre al público, y así podrás ver tranquilo la película.
São Paulo tiene fama de ser una de las ciudades más procelosas de América, lo que ya es decir. Ha duplicado su población en una generación, sin notables aumentos ni de sus infraestructuras ni de los servicios, lo que la convierte en una urbe particularmente incómoda. El punto más céntrico se llama Anhangabau, que según dicen significa en lengua aborigen “Valle del Diablo”. Efectivamente, es un valle del Diablo, una trampa agobiante, sin salida para el tráfico, uno de los lugares más espantosos del mundo para conducir por él.
El empresario de cines tenía cerca de sesenta años, era viudo y poseía una pequeña casa casi campestre, lo que en São Paulo era un gran privilegio. Se tardaba una hora y media en llegar un día de poco movimiento de tráfico. Allí se reunía toda la extensa familia los domingos a esperar una paella imposible que cocinaba el empresario. Los ingredientes son allí formidables, sobre todo unos gambones, que llaman “camarões”, fantásticos, pero el buen hombre, lleno de amor hacia los suyos, de nostalgia y de buena voluntad no seguía los procedimientos normales para guisar una paella. No disponía de la sartén denominada “paella” en Valencia. Preparaba un perol más o menos ancho y no muy alto, donde echaba de una vez, en frío, todos los ingredientes, incluidos el arroz y el agua, en vez de un caldo apropiado. Lo que resultaba al final podía ser cualquier cocimiento indescriptible, menos una paella, pero todos los suyos, sus hijos, nueras, nietos y novias, alababan el mejunje, en portugués por supuesto, con enormes lisonjas mientras el empresario sonreía beatíficamente, muy complacido. No tenía ni la más remota posibilidad de volver, pero él continuaba operando su ceremonia de la nostalgia seguramente para siempre.

Lo mismo se puede presenciar en todas las ciudades hispanoamericanas. Son muchos los que han comprendido que el regreso es una quimera, pero no cejan. Al menos siguen diciendo que “un día volveré”. En Caracas había un empresario de publicidad bastante próspero; su empresa tenía un interesante nivel medio en una época en que el gasto publicitario en Venezuela era muy alto, con un dólar cuyo cambio oficial era unos 4.50 bolívares.
El publicitario decidió volverse a España cuando hizo cálculos de cuanto había conseguido y vio que podría ser también un tópico indiano al regresar. O sea, se construiría una gran mansión y podría vivir para siempre de las rentas. Pero cuanto más mencionaba el proyecto, su mujer más le desalentaba:
-Podrías esperar a tener un millón más…
Cuando esa meta era alcanzada, siempre había razones para la espera.
-Date cuenta que España está progresando mucho, y las cosas se están poniendo muy caras. A ver si reúnes un millón más.
No es que fuera demasiado fácil ahorrar un millón de bolívares más, pero el publicitario se empeñaba y acababa consiguiéndolo. Fruto de sus desvelos, la empresa no paraba de escalar posiciones. Como no podía quitarse de la cabeza la idea de volver, haciendo cálculos veía que podría más que financiar la mansión y su vida futura, pero su mujer insistía:
-España ha entrado en el Mercado Común. Imagina. Ahora, como Europa… Si reunieras un millón más…
El tiempo fue pasando, muchos empresarios comenzaron a salir de Venezuela porque había pasado la gran época de las vacas gordas del petróleo, y la empresa de nuestro publicitario fue ocupando posiciones abandonadas y alcanzando niveles más y más altos. Llegó a ser la primera agencia de publicidad de Caracas pero, un día, el empresario emigrante se dio cuenta de que las distintas devaluaciones de la moneda no paraban de mermar su fortuna relativa. El dólar, que había valido sólo 4.50 bolívares, ha llegado a costar 2.150.
Nunca pudo materializar el sueño de volver.
La agencia de publicidad llegó a ser importantísima, pero se convirtió en una prisión. La vida que una empresa tan grande les permitía llevar a él y su familia en Caracas, ya no podía costeársela en España.
Él y su familia, vienen todos los años de vacaciones y no paran de escandalizarse de “lo caro que está todo”.

El fenómeno del “salto del charco comenzó” con la independencia de las provincias americanas. El ingreso en Europa y sus consecuencias económicas y sociales ha terminado definitivamente con él. Pero si el imperio hubiera resistido ninguno de los dos procesos habría tenido lugar.
Rafael Estada Michel escribe en la Revista Electrónica de Historia Constitucional: “Los reinos indianos hicieron su aparición constitucional panhispánica en las Cortes de Cádiz. Esta idea sorprendente, fundada no en el análisis de un hipotético austracismo americano pretendidamente apreciable a principios del Ochocientos, sino en el acercamiento a fuentes documentales de extraordinario valor tales como el Diario de sesiones de las Cortes generales que se reunieron a partir de 1810 en el puerto andaluz, permite admitir que si bien es cierto que en determinados temas (la igualdad de los dos pilares continentales de la Monarquía española, los derechos y la consideración de las castas afroamericanas, la creación de Secretarías de Estado y de despacho ad hoc para las Indias, la conformación paritaria del Consejo de Estado, etcétera) el reducido grupo de parlamentarios americanos actuó como un todo compacto y homogéneo [1], en otros asuntos (y la lista no es en forma alguna pequeña), las diversas concepciones de lo que debía ser la articulación político-constitucional del territorio de las Españas provocaron que el grupo indiano se dividiera en dos fracciones: la regnícola y la provincialista. Una división esta última que, de hecho, explicará el fracaso de la fracción ultramarina en su intento por evitar, en el seno de aquellas Cortes constituyentes, lo que Marta Lorente ha llamado la “expulsión de América” con respecto al conglomerado que constituía la Monarquía Católica”.