viernes, 6 de agosto de 2010

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Capítulo XXIII


XXIII

Mientras esperaba la visita del consignatario, Mani se preguntó quién podía ser el hombre al que la servidumbre se refería como “su tío”. Sentía algo parecido a la parálisis, a causa del desconcierto de no poder calcular lo que se esperaba de él ni cuál debía ser su comportamiento en el extravagante caserón. Tras la huida de Málaga y después de atravesar medio mundo, no se sentía preparado para residir en una casa así; todo lo que anticipaba durante el viaje era una vida precaria en cualquier pensión modesta y destartalada, cuando la realidad le había situado dfonde se sentía completamente fuera de lugar. Creerse a sí mismo como objeto del escrutinio de alguien superior, vigilante y severo, le hizo evocar a Pilita con una nostalgia dolorosa y deseó con vehemencia su compañía; ella no sólo le consolaría, sino que le aconsejaría sobre cómo actuar. Por asociación espacial, pensó también en el Templao; con su calma y su jactanciosa simplicidad, se adaptaría a la situación del palacio bonaerense con mayor despreocupación que él.
Suspiró como si de ese modo pudiera sacudir el miedo.
Se puso el albornoz sobre la camisa y el pantalón, y con timidez abrió una de las gigantescas puertas de los balcones. Daba a una pesada balaustrada de granito, donde se apoyó para contemplar la calle, sorprendentemente bulliciosa para la hora que calculó que sería, las tres de la tarde. Buenos Aires debía de ser una ciudad donde todo el mundo era rico, porque la gente que pudo ver circular por Santa Fe y la calle que la cruzaba, iba magníficamente vestida. No vio a personas humildes ni, mucho menos, pobres andrajosos, como pululaban por todas las calles de Málaga, incluido el centro. Desconcertado por la inesperadamente lujosa residencia, eludió la pregunta de qué le depararía el futuro en esa ciudad hasta que doña Elena le indicase que podía volver a Málaga, porque sentía angustia y desazón al preguntárselo. Una especie de vértigo adobado de espanto a lo desconocido.
-Disculpe, señor -la voz de Claudia le sobresaltó-. El Señor Ernesto le espera.
Recorrió deprisa la escalera, que le pareció interminable al sentirse contemplado desde abajo. El atildado consignatario se puso de pie.
-Buena tarde. ¿Está todo a su gusto?
-Hola. Sí, creo que sí. Pero tendré que ir por la mañana a comprarme ropa. Salí de viaje sin esperarlo y no traigo equipaje.
-Disculpe, pero… ¿Usted también huye de Franco?
-¿Qué? -Mani sintió aprensión-. ¿Por qué lo pregunta usted?
-Es que como vienen tantos gallegos escapados…
-Yo no soy gallego.
-Oh, lo siento. Aquí llamamos gallegos a todos los españoles, ahora llegan a millares, autoexiliándose. Pero usted me parece demasiado joven para meterse en fregados políticos.
-Yo… -Mani ignoraba que estuvieran acudiendo exiliados políticos a Buenos Aires y le costaba mucho imaginarse a sí mismo como uno de ellos. Cambió de conversación. -Las señoritas del servicio han nombrado varias veces a alguien que llaman “mi tío”. ¿Sabe usted a quién se refieren?
-Al primo de doña Elena, que es el dueño de esta casa, aunque no la ocupa. Su casa privada en Buenos Aires está aquí cerca, en la cuadra de más arriba, pero en realidad vive habitualmente en la hacienda. Esta casa la usan sólo para invitados y a veces para fiestas grandes.
Los ocasionales lamentos de doña Elena acerca de que “estoy tan sola en el mundo”, le resultaron a Mani, de pronto, inconsecuentes. Ella nunca había mencionado la existencia de un primo en Buenos Aires ni en ningún otro lugar.
-El señor James me aseguró que vendría hoy a visitarlo. Creo que vendrá a cenar con usted, pero lo hará solo, sin su esposa ni su hijo.
-¿Por qué?
-No lo sé. Bueno, el hijo, que es aproximadamente de la misma edad que usted, va a la universidad. Será por eso. Su tío le explicará. Aparte del dinero en pesos que encontrará a su nombre en el Español del Río de la Plata, doña Elena me dijo que tratase de encontrar para usted pesetas de plata, que todavía circulan algunas aunque van a retirarlas pronto. Aquí las tiene. Son para prevenir cualquier dificultad inesperada o por si sufriera accidentes. En cuanto a los pesos, recuerde que cada uno equivale aproximadamente a tres pesetas con cincuenta. Lo digo para que trate de no equivocarse al comprar. Veo que le dieron un pantalón de su primo Guido. Coménteselo a su tío cuando venga, porque su primo es muy receloso y es mejor no darle motivos de enfado.
-Ese… primo de doña Elena, ¿cómo se llama?
-También Guido. Guido James y algo más que no me acuerdo ahora, disculpe.
-Ah, sí. El segundo apellido de do…mi abuela es James-Grey.
-En efecto. Creo que debo advertirle de que no podrá contar demasiado en Buenos Aires con su familia. Ellos están siempre en el campo; odian la ciudad. Así que usted tendrá que arreglárselas por su cuenta. Puede disponer de mí cuando me necesite, pero tenga en cuenta que represento a más navieras aparte de la suya. Recibo navíos prácticamente todos los días.
-¿Qué cree usted que puedo hacer?
-Ignoro lo que le planteará su tío esta tarde. Por lo que me dijo doña Elena, usted mismo no sabe cuánto habrá de permanecer aquí, así que lo mejor que puede hacer es recorrer la ciudad, porque hay cosas muy interesantes de ver. Y si el señor James le propone que vaya al campo, le sugiero que vaya sólo de visita, sin intención de quedarse, porque aquello sólo es fascinante para personas como él o su señora. Aquí, en Buenos Aires, encontrará muchos atractivos; teatro, cine, salas de fiesta y, ahora que llegan oleadas de gallegos tan importantes, quizá pueda conocer y hablar con hombres bastante interesantes. Ayer llegó el compositor Manuel de Falla, puede verlo en los periódicos de hoy, que hablan y hablan de él y no paran. Le aconsejo que pasee por las cercanías del teatro Avenida, en la avenida de Mayo; por allí todos son paisanos suyos. Por lo que sé, no creo que tenga que preocuparse por el dinero.
Después de marcharse Ernesto Rossi, Mani volvió a refugiarse en el balcón. Le apetecía recorrer la casa, pero seguía pesándole la sensación de poder quedar en evidencia ante las sirvientas, equivocándose en el trato. De nuevo pensó en Pilita; la necesitaba a su lado. Decidió esperar a que el misterioso “tío” Guido llegase y le permitiera entrever cuál era su situación en la casa y en la ciudad. Todas las mujeres que pasaban bajo el balcón le parecían sorprendentemente hermosas, semejantes entre sí, con rasgos compartidos. También los hombres eran apuestos e iban bien vestidos. Le asaltó repentinamente un sentimiento vago de pequeñez; ¿de qué manera conseguiría desenvolverse? ¡Necesitaba tanto a Pilita!
Tuvo tiempo de ver al tío Guido de pie un momento, porque cuando le avisaron de que había llegado sólo se dieron un abrazo antes de sentarse a cenar. Era un hombre muy fornido, pero cuatro dedos más bajo que él. Su atezado cutis retrataba más a un peón campesino que a un hacendado.
-¿Qué tal el viaje?
-Incómodo.
-Lo supongo. Los cargueros no están equipados para pasajeros. ¿Tenés idea de lo que harás aquí?
-Todavía no he trazado mi plan…
-Ah, rebién. Sos como dice la Elena, un pibe reflexivo e inteligente.
-¿Son ustedes primos de verdad?
-Sí, pero no primos hermanos. Mi padre era su primo. Ella y yo tenemos parientes cercanos en muchos sitios, como Luxemburgo, Gibraltar, Nueva York, Río de Janeiro y Santiago de Chile Yo a ella no la vi más que una vez, sería por el 1911, que pasé un año en Luxemburgo y París. Pensate si te apetece venir a la chacra que tengo en la Pampa.
-¿La qué?
-La hacienda, donde tengo una especie de granja con muchos animales. Esta época de comienzo de la primavera estamos muy atareados por allá y no venimos a Buenos Aires casi nunca, así que no podremos atenderte como quisiéramos.
-No se preocupe. Lo que yo decida hacer aquí dependerá del tiempo que doña… mi abuela diga que debo quedarme. Trataré de ver si soy capaz de hacer algo útil por la naviera…
Guido James Gray paró de cortar el bistec gigantesco que estaba comiéndose, para mirar fijo a Mani. Sonrió, satisfecho.
-Bueno. Ya veo que no necesitás para nada que yo te guíe ni te ayude. Puedo prestarte un auto. ¿Tenés licencia?
-¿De conducir? No.
-Ah, qué pena. Bueno, te pondré en contacto con mi hijo, porque él va a la chacra casi todos los meses; en cuanto pueda, vendrá a visitarte, porque estudia en la ciudad. Pero igualmente vos podés ir cuando querás, en tren. Eso sí, avisándome antes con un cable, para ir a la estación a buscarte. Podés quedarte en esta casa el tiempo que necesités, un año si te apetece.
-Gracias, pero no creo que sea más que un mes o dos…
Guido James carraspeó, mirándolo de reojo mientras negaba levemente con la cabeza y apretaba los labios.
A la mañana siguiente, Mani se vistió en cuanto despertó y bajó a la calle, a esperar el coche.
-¿Cómo te llamás? –preguntó el chofer al llegar, en lugar de saludarle.
-Mani.
-Ah, muy bien. Yo me llamo Guillermo. ¿Qué querés hacer?
-Lo primero, el banco. Después a comprar ropa. No tengo claro lo que se usa por aquí; ¿le importa acompañarme en las tiendas? También, debo ir al consulado de España, si usted sabe dónde está.
-Oíme, pibe; yo te hablo de tú, así que vos hacé lo mismo. Tengo treinta y dos años nada más. ¿Sos familia de la gente que vive en este edificio?
-Sí.
-Es para tener idea de la ropa que te conviene. No te preocupés.
A las once de las mañana, Mani se había transfigurado con un traje de hombreras enormes y un abrigo que le cubría hasta las pantorrillas. El maletero del coche rebosaba de paquetes y llevaba un raro documento en el bolsillo “porque el pasaporte tardará bastante”.
-Aquí ya no cabe más ropa –dijo Guillermo, el chofer- ni que fueras un artista. ¿A dónde te llevo?
-¿Qué podría ver ahora?
Después de meditar unos instantes, el chofer dijo:
-El Bosque de Palermo es digno de ver. Después, podés pasear por la avenida de Mayo y, si te apetece, comer por allí. Yo no podré acompañarte porque tengo un servicio a las dos de la tarde. Cuando te deje en Plaza Mayo, me quedará el tiempo justo de dejar estos paquetes en tu casa, para ir corriendo en busca de mi cliente.
Poco después de mediodía, el coche se detuvo frente a un edifico muy solemne, dotado de una cúpula muy decorada.
-Mirá, ese es el palacio del Congreso. Esta avenida es la de Mayo. Toda la zona está llena de españoles a diario.
-¿Donde puedo mandarte a buscar si necesito más servicios?
-No te preocupés, pibe. Ya me pagaste mucho. Si necesitás guías, por aquí encontrarás mucha gente dispuesta. De todos modos, cualquier tarde pasaré a última hora por tu casa, para convidarte a una sala de tangos para que conozcás nuestra música, pero sin negocio por medio, ¿comprendés?
-Gracias. Adiós.
Si se miraba dando la espalda al parlamento, en el otro extremo de la avenida había otro edificio muy rimbombante. La avenida parecía demasiado corta comparada con las que había recorrido esa mañana. Se dirigió a un local en la esquina situada a su derecha. No era un café, ni un bar ni una cervecería. Toda la pared tras el mostrador estaba ocupada por una parrilla continua de tamaño descomunal. Encima se asaban grandes tasajos de carne, chorizos, morcillas y chuletas.
Viendo que había muchas personas junto al mostrador, comiendo de pie una especie de bocadillos de carne, solicitó:
-Por favor, déme un filete.
-¿Qué?
Mani se preguntó qué palabra no habría comprendido el camarero. Cavilaba sobre cómo pedir un bocadillo de carne como el que comía un hombre a su lado, un cuarentón de aspecto filosófico, cuando éste le susurró:
-Tienes que decirle “bife” o “churrasco”. ¿Acabas de llegar?
-Sí, ayer. Me llamo Manuel Rodríguez.
-Ah, bienvenido. Yo me llamo Claudio. ¿Eres de Málaga?
-Sí, ¿cómo lo ha adivinado?
-Soy de Madrid, pero he ido mucho a Málaga; como me entusiasma estudiar los hablas locales, recuerdo bien el vuestro, que me gusta muchísimo.
-¿Usted también se ha exiliado?
-Sí, hijo. Y hace tres o cuatro meses que no paran de llegar españoles. ¿Has venido con tus padres?
-No. Disculpe es una historia un poco complicada que le costaría creer.
Mani hizo una señal al hombre que atendía la parrilla, solicitándole:
-¿Puede ponerme un… churrasco?
-Entonces, ¿has venido solo? –se asombró Claudio cuando Mani asintió-. Debes ir a las hermandades gallegas, que las hay importantísimas, y encontrar alguna familia que se tome la responsabilidad de orientarte. No te será difícil, porque están llegando oleadas de exiliados, muchos de ellos intelectuales importantes. Esta es una ciudad algo complicada, donde están ocurriendo cosas graves. El presidente Ortiz es tan aclamado por unos como denostado por los contrarios; no creas que la situación es demasiado distinta de la española de antes de la guerra, al fin y al cabo somos primos hermanos. Pero, insisto, pareces un chico inteligente y pronto verás que ocurren cosas insólitas; aquí se suicida mucha gente. En enero, se suicidó un magnífico diputado, Lisandro de la Torre, que era un orador al estilo de nuestro Castelar; pero son muchos más lo que lo hacen. Hasta se suicidan por descontento político, imagina. Aquí se vive una expectación semejante a nuestro año 1935, cuando Largo Caballero quiso convertir a España en una república de la URSS; todo el mundo sabía que iban a producirse gravísimas convulsiones políticas y eran muchos los que lo deseaban.
-Sí, me acuerdo bien.
El tal Claudio le dedicó de soslayo una sonrisa escéptica. Mani lo notó y se encogió de hombros, comprendiendo que sus peripecias infantiles serían difíciles de creer, si decidiera contarlas. Tal como se expresaba Claudio, dedujo que él mismo debía de ser uno de esos intelectuales importantes de los que hablaba. Tenía razón, necesitaba contar con gente dispuesta a ayudarle. Las circunstancias estaban modificando insensiblemente sus expectativas sobre el inesperado exilio.
Ya había dormido una noche en Buenos Aires y no tenía aún ni idea de qué hacer. Aceptaría el consejo de Claudio; visitaría las hermandades de españoles. Pero sintió de pronto un deseo anhelante de ver si había noticias en la casa.
Tuvo que tomar un coche de alquiler, porque a pesar de que todas las calles eran rectilíneas, formando una cuadrícula casi perfecta, no recordaba cómo volver.
Graciela, quien parecía acechar su llegada, se apresuró en su dirección, diciendo:
-Han llegado dos cartas para usted.
Mani las cogió con premura, a ver si le ayudaban a aclarar sus ideas. Una, la más abultada, era de doña Elena. La otra, de la madre de Pilita. Ésta la guardó al instante en el bolsillo de la chaqueta, con una inexplicable necesidad de ocultarla.
La carta de doña Elena presentaba un insólito encabezamiento: “Querido nieto”; le describía la relación con su primo Guido, muy inconstante; debía tratar de no abusar de su hospitalidad; abundaba en consejos sobre su conducta y proceder en Buenos Aires y le aseguraba que sus medios de subsistencia serían generosos e inagotables. Pero no le hablaba de plazos ni le encargaba sobre la naviera. Apenas de comentaba que el consignatario le visitaría de vez en cuando, sin señalar para qué.
Había leído la carta y las notas de doña Elena apoyado en el pasamano de mármol de la escalera. Al terminar, subió deprisa al dormitorio y cerró la puerta antes de abrir la carta de la madre de Pilita con gran desasosiego. Actitud justificada, porque la carta era una declaración casi formal; entre medias palabras y sugerencias, confirmaba todos los presentimientos de Mani: “Lo que siento al verte me ha obligado a confesarme miles de veces”, “Has conseguido que sienta celos de mi hija”, “Mi marido me produce cada día mayor rechazo, porque me despierto pensando en ti”.
Había escrito ella antes de que lo hiciera Pilita. La esperanza de que ella le hubiera escrito fue o que le había impulsado a apresurase en busca de correspondencia. También, tenía la esperanza de que el Templao le escribiera.