domingo, 8 de agosto de 2010

CÁTAROS, LA LIBERTAD ANIQUILADA 1211 Lavaur


1211.
Lavaur. Cien violadores para una dama

Las fortalezas medievales eran verdaderas ciudades y de hecho muchas de las ciudades actuales fueron fortalezas en su origen.
Dentro de las murallas de la fortificación de un noble se guardaban graneros, depósitos de agua, animales de granja y arsenales, y celebraban mercado como cualquier población medieval. Los guardianes, generalmente caballeros, realizaban sus turnos de guardia y ejercicios, festejaba en sus descansos y con gran frecuencia habitaban con sus familias en viviendas situadas dentro del fuerte.
En abril de 1211 la guerra romana iba aproximándose a Tolosa tal como deseaba el rey de Francia y, sobre todo, el papa de Roma. La primavera volvía a densificar el bosque de hojas y espesuras después de un crudo invierno y el grupo de “cruzados” (entre los que posiblemente se encontraba ya Domingo de Guzmán) prácticamente se topó en el camino con la fortaleza de Lavaur. Ni Simón de Montfort ni los demás nobles franceses y clérigos fieles a Roma quisieron dejar atrás ese bastión sin vencerlo. Decidieron tomarlo y lo asediaron. Creyeron que iba a ser un ejercicio fácil y una simple etapa. Pero el sitio resultó más difícil de lo que esperaban.
Si bien que con la vida habitual algo alterada por las noticias que recorrían Occitania y los movimientos insólitos que veían por doquier, dentro del fuerte de Lavaur esa primavera de 1211 los caballeros realizaban sus ejercicios y sus guardias como siempre, el mercado se instalaba una o dos veces por semana, según la costumbre, los cristianos papistas escuchaban misa y los cátaros celebraban sus reuniones entre peroles e instrumentos de trabajo, tal como solían hacer. Flameaban los estandartes, ardían las fogatas, se asaba la carne, corrían los chismes, los trovadores cantaban en las estancias señoriales, las damas compaginaban sus especulaciones religiosas con sus labores de bordado y algunos soldados desafinaban clamorosamente al cantar.
Todo se desarrollaba como en cualquier población almenada del contorno. La señora del castillo, la dama Geralda, había cedido el mando efectivo y cotidiano a su hija Blanche de Laurac. Ambas eran destacadas perfectas “revestidas”; y ello no era más que la continuación de ancestrales costumbres familiares, pues el hermano de Blanche, Aimery, y todos los miembros de su familia presentes y pasados habían sido cátaros y existían una larga tradición de perfectos y revestidos entre ellos.
Tal era la situación intramuros cuando los extramuros se oscurecían bajo la ambición y la crueldad del enviado del papa, Montfort.

Contra todo pronóstico tratándose de una población tan pequeña, resistieron tres meses. La castellana, Geralda, y su hija Blanche cuidaron de los habitantes del castillo y los consolaron, proveyendo sus necesidades. La dama Blanche de Laurac mandaba la fortaleza con mucha inteligencia y gran autoridad moral. Defendían la ciudad ochenta caballeros cristianos bajo su mando, porque nadie en Lavour ni en todo el Languedoc preguntaba la filiación religiosa a nadie para realizar cualquier función. Estos ochenta caballeros, muy bien entrenados y capaces, eran fieles a su señora sin ninguna vacilación. En total, los habitantes del castillo eran sólo unos cuatrocientos y fuera de las murallas les habían cercado miles. Pero ni aún sumando diez por cada uno consiguieron doblegarlos.
Montfort y los nobles franceses habían recibido de Inocencio III riquezas prodigiosas para incitarles a llevar su cruzada adelante; además, todos ellos contaban con la promesa papal de conseguir grandes honores y propiedades cuando hubieran vencido. El mismo mensaje y las mismas promesas habían recorrido Europa, por lo que desde Alemania marchó hacia el Languedoc la columna de voluntarios cuyo número no está bien documentado, pero hablan de unos seis mil. Marcharon estos hombres en busca de los clérigos papales y el azar quiso que se les aproximaran cuando éstos habían acampado para plantear el sitio de Lavour. Pero los occitanos en general, tanto católicos como cátaros, veían con enorme alarma y desconfianza los movimientos de tropas extranjeras en sus feudos. Posiblemente sin que nadie lo mandase, la columna alemana fue asaltada por los campesinos en una serie de trifulcas más o menos espontáneas y carentes de planificación, pero ni un solo alemán llegó a cruzar el bosque del todo. Por tal razón, los tiranos de Francia y Roma habían tenido que reclutar aquellos bárbaros teutones, seis mil en total, para lanzarlos contra ellos en número de sesenta por cada uno de los que en Lavour aguardaban mansamente el destino que el Bien y la Luz quisieran depararles. No llegaron al pie de las murallas de Lavaur, jamás pudieron sumarse a los sitiadores porque los campesinos les tendieron una emboscada y ornamentaron el bosque entero de miembros y entrañas de seis mil germanos despedazados. Los seis mil fueron exterminados y cuentan que las copas de los árboles de ese bosque llegó tener menos hojas que entrañas alemanas pendiendo de sus ramas.
Sin embargo, llegó el final para los habitantes sitiados de Lavour. .
Fue Simón de Monfort quien dirigió personalmente a sus hombres cuando, tras rendir a los castellanos de hambre y sed, lograron irrumpir en la fortaleza, tras abrir una brecha en la fortificación. Los ochenta caballeros que protegían a la dama y defendían el castillo fueron degollados y colgados como odres de las almenas para que todos los puedan ver y difundieran el horror del exterminio como advertencia por muchas leguas a la redonda. Cuatrocientos habitantes dee la fortaleza fueron quemados vivos. A continuación, Blanche fue atada en el centro del patio y dispuso Monfort una fila de cien hombres que, uno tras otro, violaron y sodomizaron a la Dama por turno. Tras varias horas de tormento y habiéndose formado entre sus piernas un río de semen que corría caudaloso por el empedrado, la Dama Geralda fue arrojada viva al pozo y a continuación su hija, y, después, los mismos cien violadores, engalanados todos con grandes cruces al cuello, fueron echando piedras sobre piedras hacia el pozo, hasta lapidar a la madre y hasta que la dama violada e injuriada dejó de gritar de terror.
Los cronistas de la época usan toda clase de eufemismos para describir la escena, porque parece que el horror puede en sus pechos más que el afán narrador. Este espanto, la escena de la violación colectiva y el río de semen, ha sido utilizado como inspiración por muchos autores para algunas de sus escenas novelescas, pero en Lavour ocurrió de verdad. Ese ultraja indescriptible fue cometido entre burlas e injurias, bajo cruces y símbolos consagrados, invocando sin parar el nombre del Cristo que veneraba el poder de Roma.

A continuación, y como si lo de Lavour hubiera desatado instintos incalificables, fueron organizando hogueras por toda la comarca, En Casses y otros muchos lugares levantaron piras mata quemar vivos a decenas y decenas de puros.