domingo, 25 de abril de 2010

La tensa espera ORO ENTRE BRUMAS

La tensa espera
Finalmente a solas en la suite del hotel, y tras discutir media hora por teléfono con el presidente de Telemedia, Dimas Outeiro trataba de idear el modo más feliz de encajar en la trama de su guión el misterio del cadáver del inglés emparedado con una daga real española. Hasta el momento del hallazgo, sólo había contado, como elemento de tensión, con la pregunta de si el oro de Vigo era o no una leyenda. Ahora disponía de una pregunta mucho más emocionante, pero también más difícil de contar en imágenes, por tratarse de documentales y no de un relato de ficción.
Provisto de regla, cartabón y compás, extendió los papeles en la mesa. Telemedia le había vuelto a dar un disgusto; las máquinas y equipos que había solicitado ya no recordaba cuántas veces, iban a tardar en llegar una semana en vez de los tres días que le habían anunciado el día anterior.
Estudió con atención los planos que trazara personalmente a lo largo de los años. El galeón de la daga de Carlos II, oculto por el lodo, no podía ser explorado a fondo hasta que no llegase la máquina extractora y, de momento, había perdido interés por los demás puntos señalados con lápiz, por más que calculaba el valor previsible de cada uno. Lo descubierto en ese galeón había colmado y rebasado sus expectativas, porque en él existía un misterio cargado de sombras, que podía ser un excelente hilo argumental si iban apareciendo indicios sobre las circunstancias, la identidad del asesinado y las razones del asesinato. Aunque, por su cercanía a la costa, no quedara nada del tesoro, puesto que habría sido descargado la misma noche de la batalla, sí podían encontrar objetos que sirvieran para ilustrar la vida cotidiana en un barco de aquella época. Y, sobre todo, la existencia de un galeón intacto tendría un impacto visual formidable.
Tamborileando la mesa con las yemas de los dedos, se preguntó de qué manera podía empezar a encajar el enigma y cómo ocupar el tiempo hasta que Telemedia mandara las máquinas. El total diario de los gastos, sueldos del equipo, dietas y el alquiler del barco alcanzaba una cifra cercana al millón; demasiado como para mantenerse inactivos.
Apartó los mapas, volvió a revisar el guión de la serie y lo cotejó con la escaleta de producción. Entusiasmado al principio por el hecho de contar con once submarinistas, viendo cumplido así un anhelo perseguido durante años, había postergado la grabación de los planos complementarios que necesitaban los documentales aparte de las escenas de exploración submarina. Faltaban muchas tomas de las riberas de la ría y su entorno, que serían indispensables para poner a los telespectadores en antecedentes, tanto geográficos como históricos. Se alegró de no haberse ocupado todavía de tales escenas, puesto que, ahora, descubierto el emparedado inglés y la daga, podía introducir matices que las harían más intrigantes.
Volvió a examinar los mapas, recorriéndolos con la punta del lápiz. Abrió la libreta donde anotaba las misiones de los miembros del equipo y fue distribuyendo sobre el papel lo que cada uno tendría que hacer a lo largo del día siguiente. Con objeto de mantenerlo vigilado, a Gerardo Cao lo incluyó en el grupo que él iba a comandar personalmente.

La excitación había impedido a Gerardo Cao dormir de un tirón. La imagen de la daga, más que la del esqueleto, resurgía persistentemente cada vez que cerraba los ojos. Despertó muchas veces a lo largo de la noche y, media hora antes de la cita del equipo en recepción, estaba ya bañado, afeitado y vestido. Media hora que sería eterna; ¿qué hacer para calmar su impaciencia? Martiña no habría salido aún con dirección al supermercado de su padre. Necesitaba hablar con ella.
-¿Gerardo? ¡Vaya! Tan pronto te olvidas de llamarme, como te da por hacerlo a cualquier hora.
-¿Te molesta por lo temprano que es?
-No seas tonto. Me encanta.
-¿No podrías adelantar tu venida a Vigo?
-¿Tienes problemas?
-No. Es que... ayer hemos encontrado algo, por fin. Necesito tu ayuda.
-No puedo, Gerardo. Esta mañana va a venir la cajera que mi padre ha contratado, y no creo que aprenda en menos de dos días.
-Pues me van a comer los nervios. Nos faltan unas máquinas que ha pedido el director, y ahora vamos a pasar dos o tres días sin mirar donde deberíamos. Estoy bloqueado. Te necesito aquí para avanzar.
Martiña tardó en comentar:
-Mira Gerardo; no quiero que te cabrees, pero yo creo que te estás pasando con este rollo. Despreciaste el empleo que te ofrecieron en Santiago, te gastaste casi todos los ahorros en el curso acelerado de submarinismo sin estar seguro de que te cogieran los de la tele, y ahora te comportas como si no tuvieras más miras que ese trabajo, que sólo te va a durar un mes más. Yo te comprendo y te apoyo, pero tú también tienes que comprenderme; mi familia no para de darme la vara.
-No les hagas caso. Ya verás...
-Lo que veré es que volverán a calentarme la cabeza, diciéndome como cuando nos conocimos que no me convienes porque eres un soñador, sin oficio ni beneficio.
-¿Es lo que piensas tú?
-No, cariño. Yo sé la importancia que este asunto tiene para ti. Pero es que creo que deberías compaginarlo con algo más... seguro.
-Aguanta sólo hasta el final del verano. Si para septiembre u octubre no cambian las cosas, te prometo que conseguiré de nuevo ese empleo en Santiago. Ahora, lo que tienes es que venir cuanto antes, porque noto a cada paso que el director sospecha de mí. En el momento que tú estés por aquí, podré avanzar más sin descubrirme y sin arriesgarme a que me echen. ¿Cuándo vendrás?
-Ya te lo dije; el domingo.
-Bueno, qué le vamos a hacer.

Dimas organizó tres grupos. Uno de los cámaras fue enviado a recorrer las calles de la ciudad y el puerto, junto con una redactora encargada de preguntar a los viandantes, marineros y pescadores lo que hubieran oído sobre el oro de Vigo. Una especie de encuesta que sería el preámbulo del primer documental de la serie. Dimas les asignó a dos submarinistas como simples auxiliares, para proteger la cámara de la curiosidad de los grupos que iban a rodearles y para transmitir las indicaciones de los camarógrafos a quienes respondieran las preguntas.
Otro cámara recibió el encargo de aproximarse en lancha a las Cíes y realizar tomas de las islas y de los paisajes de la bocana de la ría. Le acompañaba una redactora provista de un ejemplar de guión, donde Dimas subrayó con rotulador fosforescente los puntos y los tiempos de grabación. También este grupo fue complementado con dos submarinistas, por si surgían imprevistos.
Los siete buceadores restantes y dos cámaras subieron a la furgoneta con Dimas, que no mencionó el lugar a donde se dirigían. Se enfrascó en sus notas y cuadernos, y permaneció la mayor parte del viaje en silencio. Mientras, dos asientos más atrás, Gerardo trataba de enfocar los papeles, a ver si descubría cualquier dato que pudiera servir a sus propósitos, pero notó que Dimas forzaba la postura, como si quisiera evitar que él los viese.
Cruzando el puente de Rande, pareció que el jefe tenía una inspiración repentina cuando ordenó al conductor:
-Vira en cuanto puedas nada más salir del puente. Busca cómo llegar a ese fortín ruinoso que se ve ahí abajo.
Gerardo Cao sonrió. Había conseguido reprimir el impulso de sugerirle al realizador que el Fuerte de Corbeiro era un buen lugar para situar a los telespectadores en el ambiente de la batalla de 1702. Todos los libros que había leído señalaban ese fortín como escenario de algunos de los momentos más dramáticos de aquella noche.
Bajaron del vehículo sin imaginar lo que Dimas proyectaba hacer. Parecía que ni siquiera el realizador lo imaginaba, porque se situó frente a las ruinas con actitud muy concentrada, sin indicarles nada. Los siete hombres se miraron entre sí con perplejidad, ya que, habitualmente, Dimas comenzaba las sesiones de trabajo como un ciclón, dando órdenes en cascada con tono imperativo y señalando en pocos minutos la tarea que había asignado a cada uno. Ahora, en cambio, parecía dudar. Empleó más de diez minutos en cortos recorridos paralelos a los muros y perpendiculares al fortín. Se agachaba a cada paso, reculaba para abarcar vistas generales de las ruinas y se acercaba a las troneras, donde giraba en redondo para mirar hacia la ría, siempre componiendo un cuadrado con los dedos índice y pulgar de ambas manos, para deducir cómo vería la cámara cada uno de tales encuadres. Con frecuencia, negaba con la cabeza a su propio pensamiento. Permaneció otros cinco o seis minutos en cuclillas, mirando el fortín a través de un visor.
Finalmente, dio signos de haber tomado una decisión y, entonces, resurgió el Dimas Outeiro de todos los comienzos de jornada. Dio las órdenes junto a un árbol de ramas bajas situado a unos quince metros de los muros, a la derecha del fortín:
-Elías, pon la cámara aquí, oculta por el árbol, y enfoca todo el fuerte, pero ten preparado el zoom; cada vez que yo te grite "primer plano", te vas a la acción en plano corto y vuelves en seguida al plano general; trata de que todos los zooms duren lo mismo. José Antonio, sitúa tu cámara allí dentro, detrás de aquella tronera. Aseguraos los dos de que ninguno ve la cámara del otro. Fernando, tú ponte allí arriba, encima del muro, y gesticula mucho, señalando hacia la ría; cuando yo te haga una señal, haz como si hubieras recibido un disparo y salta hacia atrás; en cuanto caigas, corre agachado, que no te vea la cámara, y vuelves a colocarte en otro punto del muro y repite lo mismo. Tú, Gerardo, coge esta rama y apóstate en aquella esquina, como si la rama fuera un fusil; haz como si estuvieras disparando y, a mi señal, cae hacia adelante y retuércete en el suelo; cuando yo alce la mano, te levantas y repites lo mismo. Mario, Santi, Pepe, Tony y Paco, os pondréis en fila y correréis a lo largo de las almenas, haciendo muchos aspavientos y cayendo también por turno; después de desaparecer tras el muro, correréis agachados, bajaréis por el extremo de la derecha y volveréis a aparecer por el otro extremo, haciendo lo mismo sin parar hasta que yo os diga. Procurad todos que vuestros gestos y caídas sean diferentes cada vez, que parezcáis una persona distinta en cada ocasión.
Fernando Vázquez protestó: "Yo no soy actor, aquí trabajo de submarinista", pero se calló al ser fulminado por la mirada de Dimas. Los demás submarinistas, en cambio, parecían divertirse y no paraban de reír con cierto miedo escénico mientras acataban las órdenes. Gerardo apoyó el hombro en el ángulo del muro, apuntando hacia la ría con el fusil simulado; comprendía lo que Dimas quería hacer y sentía de nuevo el impulso de decir que había un grosero error de planteamiento:
La noche de la batalla, no defendieron el fortín atacando a los barcos ingleses con fusiles; el combate se libró a cañonazos. Según había leído, ya en octubre de 1702 el Fuerte de Corbeiro estaba medio en ruinas, por lo que no podía ser un buen cobijo para fusileros, aunque lo fuera a medias para artilleros.
Todo lo que estaban haciendo era un ensayo, tanto por la rama que simulaba ser un fusil como por la ropa de todos; había tiempo para la rectificación. Aunque representó la escena lo mejor que pudo, no paró de pensar en cómo advertir a Dimas del sinsentido y el anacronismo histórico sin enojarle.
Fingieron disparar y morir, cayeron y corrieron a lo largo del muro, y volvieron a hacer lo mismo centenares de veces. A media tarde, todos los submarinistas habían conseguido escenificar sus muertes con alguna convicción y Dimas se mostró satisfecho. Dio nuevas órdenes:
-Elías, coloca la cámara ahí, a diez metros de la puerta y tú, José Antonio, pon la tuya dentro, enfocando también la puerta. Ahora, vosotros, Fernando y Gerardo, os situaréis junto a la entrada, ocultos tras el muro. Los demás, venid conmigo, y poneos detrás de mí. Nosotros seremos ingleses que acabamos de desembarcar de un bote; correremos hacia el fortín y, cuando estemos cerca de los muros, iréis cayendo como si os alcanzaran los disparos. Cuando yo esté a unos tres pasos de la puerta, Gerardo y Fernando saldréis de un salto, me tumbaréis en el suelo y me haréis prisionero. Haced como que me amarráis las manos a la espalda y llevadme a empujones hacia el interior del fuerte. Elías y José Antonio lo grabarán todo en planos y contraplanos.
De nuevo comprendió Gerardo el significado de la escena. Si lo que habían representado durante todo el día le parecía absurdo, lo que iban a hacer ahora lo era mucho más. Evidentemente, Dimas trataba de sugerir que el inglés de la daga de Carlos II podía haber caído prisionero de ese modo. En primer lugar, carecía de lógica que todo un comodoro dirigiera a un simple pelotón de desembarco formado por unos pocos hombres; segundo, era delirante suponer que lo hubieran apresado en tierra y luego lo llevaran al galeón; tercero, no llevaría encima la importantísima daga; por último, no tenía sentido que ocultaran el muerto con tanto cuidado, emparedándolo, después de que tanta gente hubiera presenciado el apresamiento.
Hizo todo lo que Dimas le ordenó y decidió callarse, porque él no sabía absolutamente nada de televisión y su jefe no paraba de tener éxitos sonados en ese medio. La televisión, como el cine, era un arte lleno de engaños que podían resultar muy creíbles en el montaje final. Si decía lo que opinaba, la reacción de Dimas sería más furiosa que nunca, porque ahora no se trataría de mostrar conocimiento solamente, sino que estaría reprochando al famoso realizador de televisión que no tenía ni idea... ¡delante de todo el equipo!
Cuando Dimas dio el ensayo por terminado y se encontraban los cámaras recogiendo el equipo, llegó un grupo de jóvenes con aspecto de mendigos. Parecían drogadictos. Pasaron entre ellos como si no existieran y fueron entrando en el fortín hasta que Dimas les preguntó a gritos:
-Eh, vosotros. ¿Qué vais a hacer ahí dentro?
Uno de ellos se volvió, se sobó la bragueta y dijo:
-¡Cómeme la polla!
Gerardo recordó haber visto, durante los ensayos, que había varios colchones y algunos enseres en el interior de las ruinas. Debía de ser la vivienda de los recién llegados. Oyó con alarma que Dimas respondía el insulto:
-Y vosotros vais a comer mucha mierda cuando mande aquí a la Guardia Civil.
Al notar los gestos que los mendigos cruzaban entre sí, Gerardo se acercó a Dimas para susurrarle:
-Por favor, no digas nada más y vámonos echando leches.
Aunque Dimas le miró en el primer instante con ira, indicó a sus hombres que se marcharan. Cuando entraban en la furgoneta, preguntó a Gerardo:
-¿Por qué tenías tanta prisa porque nos fuéramos?
-Se estaban haciendo señas para sacar las navajas.
-¡Joder! Me alegro de no... -Dimas cortó su frase en seco.
-¿Qué?
-Nada.
Gerardo completó en su mente la frase que Dimas no había terminado: "Me alegro de no haberte echado todavía, al menos antes de venir a estas ruinas". ¿Cuánto tardaría en desvanecerse esa alegría?

Junto con Elías, Dimas permaneció un par de horas revisando las grabaciones en una consola improvisada que habían instalado en la suite del hotel. Acercándose el momento en que debían encontrarse para cenar, preguntó al cámara:
-¿Qué te parece?
-¿Quieres que sea sincero?
-Sí, coño, Elías. ¿Es que hablo chino?
-No te cabrees, Dimas, pero si ese inglés era tan importante como dice Gerardo, no me parece a mí que se dedicara a asaltar fortines en plan Rambo. Estaría en su despacho del barco o como se llamara el sitio donde daba órdenes, discutiendo con sus oficiales y mandando a los marineros rasos a donde había peligro de verdad.
-Tienes razón, Elías. Esto es una mierda. Mañana veré de qué manera le saco jugo a la escena. Vete si tienes que ducharte antes de cenar; nos encontraremos en el restaurante.
Sólo necesitó Dimas cinco minutos para dar todas las indicaciones a la jefa de producción, a pesar de la movilización que la muchacha iba a tener que organizar antes de cerrarse la noche del todo.
Se dispusieron a cenar los que habían estado en las ruinas y los que habían pasado el día grabando las respuestas de la gente en la ciudad y el puerto. El grupo destinado a las islas Cíes se retrasaba más de lo aceptable, y decidieron empezar sin ellos.
Éstos llegaron cuando ya habían servido los camareros el segundo plato. El primero en acercarse a la mesa fue Julio Parada, que, sin saludar, dijo en dirección a Dimas:
-Tenemos competencia.
-¿Qué quieres decir? -preguntó el realizador.
-Hay otro equipo de televisión en la ría, creo que buscando lo mismo que nosotros.
-¿Estás seguro? -la expresión de Dimas era muy alarmada.
-Tienen un barco mucho mejor que el nuestro -respondió Julio-, un montón de máquinas en cubierta, cinco o seis cámaras y más o menos los mismos submarinistas que nosotros.
-Son de Teleplanet -informó el cámara, que acaba de acercarse.
-¡Me cago en...! -masculló Dimas, ya completamente descompuesto-. Claro, con la proximidad del tercer centenario, tendría que haber previsto que alguien más se interesaría por este asunto. ¿Quién coño será el pedazo de cabrón que los dirige? Esto me pasa por estúpido, por la barbaridad de veces que he presentado el proyecto a todas las productoras, incluida Teleplanet, que son unos fusileros del carajo. ¿Qué les habéis visto hacer?
-Estaban encima del pecio... -Julio buscó los ojos de Gerardo-, ¿cómo dijiste que se llamaba el último que vimos antes del galeón de la daga?
-Galeaza -respondió Gerardo.
-Pues allí mismo estaban.
-Ese pecio no está en los planos oficiales -comentó Dimas con tono rajado.
-¿Lo que significa...? -apuntó Julio.
-Exacto -añadió Dimas-. Alguien en la ría tiene el encargo de vigilarnos y pasar la información de lo que hagamos a Teleplanet.
-Entonces -dijo Julio-, si alguien nos ha visto bajar donde el galeón de la daga...
-¡Me cago en la leche! -exclamó Dimas-. Ni siquiera cuando lleguen las máquinas vamos a poder explorar a gusto ese galeón. Tendremos que inventar maniobras de distracción para acercarnos sin que se den cuenta. Idearemos un plan de despiste. A ver qué se os ocurre.
Mientras hablaban, Gerardo notó que la atractiva mujer que ya había sorprendido varias veces observándoles, se encontraba sentada a escasa distancia y no les quitaba ojo. Se acercó a Dimas para murmurarle al oído:
-Creo que aquella mujer es la espía.
-¿Quién? -preguntó Dimas.
-La del pelo castaño, con gafas y vestido gris. No paro de verla merodeando cerca de nosotros, aquí, en el hotel y también cuando vamos a comer en otros sitios.
-Tiene pinta de oficinista -objetó el realizador-. No creo que sea ella la que informa a Teleplanet. Supongo que lo hará algún marinero, o varios, porque, últimamente, Teleplanet tiene mucho poderío, con tantos éxitos consecutivos.
Como ambos miraban en su dirección, la mujer se dio cuenta de que hablaban de ella. Dado que le habían ordenado pasar completamente inadvertida, que la descubrieran era lo peor que podía pasar. Se quitó las gafas, que limpió nerviosamente con la servilleta. No podía moverse ni echar a correr en ese momento; las personas del equipo de televisión verían confirmada sus sospechas. Para fingir desinterés por el grupo de Telemedia, llamó al camarero y, con la carta en la mano, conversó con él varios minutos, sin volver la cabeza hacia los que debía vigilar. No volvió a mirarles.

Junto a los cámaras, la totalidad de los submarinistas entraron en la furgoneta a las siete de la mañana. Apuntaron tímidas protestas de desacuerdo por el trabajo de actor que se les asignaba, protestas que fueron acalladas por el realizador recordándoles lo que ganaban por día de contrato. Tras media hora de espera a la puerta del hotel, y cuando Dimas estaba a punto de estallar de impaciencia, llegó la jefa de producción en un taxi. Le seguían otras dos furgonetas, ocupadas por cuatro hombres en total y gran número de cajas en una y varias maletas en la otra. Las cajas contenían explosivos de juegos pirotécnicos y las maletas, disfraces de alquiler. Emprendieron el viaje en caravana y como no quedaba espacio en la furgoneta del equipo, Dimas tuvo que seguirles en su coche, en el que invitó a Gerardo Cao a acompañarle; había resuelto que no podía pasar de ese día. Hoy tomaría una decisión definitiva sobre el joven sabelotodo.
Gerardo dedujo la razón de que el jefe quisiera tener un aparte con él. Debía ser cauteloso, pero temía que su carácter poco urdidor le traicionara.
-¿Por qué solicitaste trabajar con mi equipo, Gerardo?
El joven se aclaró la voz.
-Me encanta el submarinismo.
-Yo creo que eres submarinista hace un cuarto de hora -opinó Dimas y Gerardo vio que no se trataba de una broma-. Los primeros días, confundías los nombres de los instrumentos y es evidente que tienes que concentrarte a fondo para no equivocarte al vestirte y equiparte.
-Bueno..., sí, es verdad. He hecho un curso de submarinismo muy recientemente y tengo poca experiencia.
-¿Por qué? -Dimas volvió la cabeza hacia Gerardo, tratando de ver sus ojos.
-¿Por qué hice el curso? Tengo dos amigos que practican submarinismo y siempre andaban tratando de meterme el venenillo en el cuerpo.
-¿No lo harías precisamente para poder entrar en mi equipo?
Gerardo enrojeció. Con el pensamiento ocupado en maldecir ese defecto suyo, impropio de sus veintisiete años, creyó que no iba a salir del atolladero.
-Todo el mundo sueña con trabajar en televisión -arguyó.
-Creo que tú lo sueñas más que otros -afirmó Dimas con tono seco-. Mira, Gerardo, hay algo en ti que no me cuadra. Me gustaría que me explicaras con qué intenciones has conseguido que te contratemos. O sea, eso que te guardas en las recámaras, que a mí no me huele nada bien.
Gerardo tragó saliva. Tenía que seleccionar entre todas sus razones, una que fuera lo bastante convincente pero que no significase gran cosa.
-El oro de Vigo -dijo- es un mito del que la gente de las rías bajas oye hablar desde que nace y a mí esa historia, de niño, me estimulaba muchísimo la imaginación. Muchos de los juegos de entonces con mis amigos consistían en aventurar lo que haríamos si encontrásemos el oro; ya sabes, eliminar el hambre del mundo, construir un puente entre Galicia y Nueva York, y cosas así... Luego, ya adolescente, comprendí que no eran cuentos marineros ni de viejas aldeanas, porque fui descubriendo alusiones al caso en algunos libros y un día, me encontré con Julio Verne y su “Veinte mil leguas de viaje submarino”; supongo que lo habrás leído, así que puedes imaginar los escalofríos que me entraron cuando llegué al capítulo XXXII y me puse a leer con los ojos desorbitados el larguísimo relato de la Batalla de Rande que hace el capitán Nemo y, a continuación, su confesión de que la ría de Vigo era para él una especie de caja fuerte, de donde sacaba sin límites el oro que necesitaba para sus aventuras por todo el mundo. Cuando supe de qué iba la serie, me pareció una buena oportunidad de comprobar si el mito es algo más que un cuento de hadas.
-Pero tú estás convencidísimo de que no es un mito.
Gerardo se mordió el labio. Iba a volver a ruborizarse.
-Lo que yo sé es que... –puso mucho cuidado en elegir las frases con que encandilar a Dimas- bueno, en mi aldea, hablan no sólo del oro hundido en la ría. Las viejas comentan bajito que muchos pazos han sido levantados con riquezas saqueadas aquella noche de 1702; aseguran que hay linajes gallegos muy ilustres que nacieron en carretas atestadas de plata, oro y piedras preciosas que, en vez de ir a la corte de Madrid, se perdieron por el camino y juran que los curas se pusieron las botas... Dicen que... –Gerardo arrastró ahora las palabras porque ansiaba que le proporcionasen el salvoconducto para seguir en el equipo- hay un convento donde, por alguna razón, está enterrado un gran tesoro rescatado aquella noche.
Dimas volvió la cabeza hacia su acompañante. Ésa era una novedad incluso para él, que tanto había investigado la Batalla de Rande.
-¿Qué convento?
-No lo sé. Tiene que ser alguno que esté hacia el norte de la ría.
-¿Por qué?
Dimas le estaba aplicando el tercer grado.
-Yo... -titubeó-, tal como cuentan los libros la batalla, creo que el mayor despliegue del ejército español fue junto a la bahía, en dirección a Pontevedra. Si hubiera de verdad un tesoro en un convento, tendría que estar en algún camino que parta de ahí y en esa dirección.
-¿Por qué has leído tantos libros y te has documentado tan a fondo sobre este tema?
-Ya te lo he dicho –Gerardo volvía a ruborizarse-. Los niños de esta parte de Galicia oyen hablar del oro de Vigo desde que nacen.
-Pero tú eres prácticamente un especialista. Eso te distingue de los otros.
Gerardo apretó los labios. Dimas era mucho más listo e incomparablemente más experto que él. Le iba a descubrir. Vio con alivio que llegaban a las ruinas. No quedaban ni rastros de los mendigos y habían limpiado de residuos la zona donde el día anterior tenían instalado el campamento.
-Esos drogatas se han espantado -dijo Dimas con satisfacción.
Los submarinistas protestaron por tener que ponerse la ropa que la jefa de producción había conseguido alquilar, a excepción de Gerardo, que sentía ganas de reír. Ninguna de esas prendas tenía nada que ver con los usos de finales del siglo XVII y comienzos del XVIII, ni correspondían a uniformes militares. Había resuelto permanecer callado, para que la suspicacia de Dimas no aumentara sino todo lo contrario, a ver si la mención del tesoro en un convento surtía el efecto que pretendía. Cayó al suelo retorciéndose de dolor tantas veces como el realizador se lo ordenó, y lo tomó prisionero con su traje de marinero de opereta cuando llegó el momento de hacerlo, sin que en su cara apareciera la expresión de burla que le dictaba el pensamiento. Escuchó con curiosidad las órdenes de Dimas a los cámaras: "Poned las lentes para la noche americana", "Meted filtro de estrellas durante las explosiones", "Desenfocad lentamente para el fundido", "Ahora, un paneo por los muros mientras van cayendo".
Las explosiones de juegos pirotécnicos y la intensa humareda producida con una máquina, atrajeron a una pareja de la Guardia Civil. Gerardo notó con cuánta humildad reconocía Dimas su error de no haber pedido permiso para tan ruidosa escenificación, confiado a la autorización de exploración submarina que ya tenía. El joven supuso que todos los integrantes del equipo agradecerían que el jefe se comportara siempre de ese modo.
Cuando se acomodaron a mediodía entre las furgonetas y el coche para comer lo que un servicio de cattering había preparado, Dimas, que parecía más satisfecho que el día anterior con lo grabado hasta ese momento, adoptó la pose de disertador que tanto le complacía, mientras señalaba distintos puntos del paisaje:
-Allí, en la playa de Cesantes, descargaron buena parte del tesoro y, en seguida, volvieron a cargarlo, porque los magistrados de la Casa de Contratación de Sevilla se pusieron histéricos, diciendo que era ilegal descargar en un sitio que no fuera Cádiz y que aquí en Galicia no había gente capacitada para fiscalizar. Así que los muy estúpidos lo dejaron todo al alcance de los ingleses. El despliegue de los galeones de la Flota de la Plata llegaba hasta la isla aquélla, la de San Simón, porque creían que les protegerían los cañones instalados en Monte Gordo, pero resultó que casi no tenían munición. Los que dirigieron la estrategia española no tenían ni idea.
-A mí me parece -dijo Gerardo-, que también estaban un poco cabreados, porque el que mandaba la armada francesa que Luis XIV mandó a su nieto Felipe V para proteger la flota, un fulano muy arrogante que se llamaba Chateau-Renault, se había tomado las cosas como si él fuese la máxima autoridad. Da la impresión de que los almirantes y capitanes españoles trataron de hacer justamente lo contrario de lo que convenía, con tal de oponerse a la altanería de Chateau-Renault.
Dimas volvió a mirarle con escasa cordialidad.
-Sí -concordó, sin embargo, el realizador-. Levantaron el cierre del estrecho de Rande mucho antes de lo conveniente, y así les fue.
Llamando su atención con la mano, Julio Parada le señaló un coche que se había detenido un instante en un cercano recodo del camino.
-Ese coche... La conductora es la mujer que anoche nos miraba en el restaurán.
-¿Estás seguro? -preguntó Dimas.
-Es ella, sin duda -confirmó Gerardo.
-¡Joder! -exclamó Dimas-. Estamos cercados. Lo más probable, es que esa mujer sea una más, porque los de Teleplanet tienen que estar pagando espías a mansalva por toda la ría. ¡Cojones!
Para el regreso, Dimas ordenó de nuevo que Gerardo le acompañara en el coche. Reconocía que había mucho de irracional en la antipatía que sentía por él, pero a los cuarenta años, y luego de pasar media vida en la televisión, tenía la suficiente experiencia como para saber que un trabajo de equipo no funcionaba bien cuando el director no podía confiar plenamente en todos sus integrantes. Y cuanto más sabía de Gerardo, más recelaba de él. Cierto que el joven era, probablemente, el más entusiasta y capaz de los once submarinistas; sobre su habilidad y buena disposición no le cabía ninguna duda; el problema era su olfato, que le decía con machaconería que Gerardo tenía propósitos inconfesados y no estaba dispuesto a confesarlos bajo ninguna circunstancia. Porque era evidente su transparencia; los rubores encendidos, el morderse los labios y su azoramiento retrataban a una persona sin dobleces que no sabía mentir. Que no hubiera conseguido sonsacarle nada acerca de sus intenciones sólo podía significar que eran muy graves, y que tenía, por tanto, razones poderosas para ocultarlas.
-¿Has pensado alguna teoría sobre el emparedado? -le preguntó.
Gerardo reflexionó un instante antes de responder:
-No del todo. Cuanto más lo pienso, menos me aclaro. Ese esqueleto, con sus adornos ingleses y con una daga real española en su poder, es un misterio del carajo.
-Yo sí he pensado una, muy distinta de lo que hemos grabado hoy, que podrá servir para ilustrar la batalla, y nada más; a ver qué te parece: Supongamos que, en medio de un asalto bucanero, digamos que entre Cuba y Puerto Rico, hacen los españoles un prisionero que resulta ser un oficial inglés. Lo comunican a la nave capitana y, extrañamente, el almirante Velasco de Tejada ordena que lo mantengan con vida. Llegados a las Azores, se reúnen para estudiar el asunto y deciden interrogar al prisionero. Durante el interrogatorio, el almirante deduce que se trata de un oficial más importante de lo que parece, un miembro de la corte inglesa con órdenes reales, y decide llevarlo a España, para que pueda ser utilizado como rehén en algún trueque, lo que causaría júbilo entre los integrantes del consejo de estado de Felipe V, quien podía por tal razón conceder honores al almirante. Entonces, durante la travesía de las Azores a Vigo, el capitán del galeón decide, por su cuenta, obtener información del inglés sobre las fuerzas, refugios y rutas bucaneras, conocimiento que a él le sería muy útil para ganar puntos ante los magistrados de la Casa de Contratación y también de cara a la próxima travesía al Caribe. El inglés, sin embargo, se niega a informar y lo someten a tortura en el camarote del capitán, pero el prisionero consigue zafarse y se rebela. Se organiza una pelea, en la que el inglés, desesperado, se debate dispuesto a cargarse a los que pueda pillar, pero alguien recuerda que el virrey de Nueva Granada les ha dado una daga para ser ofrecida al rey; abre el estuche donde está y ataca al inglés por la espalda y se la clava en un costado. Pero el inglés es una persona fuerte y sigue peleando, por lo que otro oficial se acerca por un lado y le dispara a bocajarro. Al verlo muerto en el suelo, el capitán recuerda la orden que ha recibido del almirante, se alarma y urde una mentira: el prisionero se ha suicidado tirándose por la borda y como no pueden tirarlo de verdad, porque serían vistos desde otro galeón que se encuentra muy cerca, lo emparedan. ¿Qué te parece?

Gerardo no quería responder. Apretó los labios.
-¿Crees que es una estupidez? -insistió Dimas.
-¡Qué va!, supongo que podría haber ocurrido así, pero...
-¿Qué?
-¿No te vas a cabrear?
Dimas sonrió. Gerardo parecía un adolescente que se dispusiera a contradecir a su profesor durante un examen de fin de curso.
-¡Qué coño me voy a cabrear! ¡Larga!
-Disculpa, Dimas... es que hay dos puntos flacos en tu historia. El primero, que la daga no fue forjada en América, sino en Toledo. El segundo, que el que se la clavó la hubiera recuperado en seguida y no lo habrían emparedado con ella.
-¡Bingo! -alabó Dimas-. Exactamente son esos los puntos que a mí me flaqueaban. Pero como argumento para una película, no me dirás que no es cojonudo.
Gerardo giró la cabeza hacia su jefe para ver si no estaba burlándose de él. Que señalara que ya había notado esas incongruencias en su propia teoría, podía deberse a la pretensión de parecer el más previsor y clarividente de los hombres. Sí, eso debía de ser; al fin y al cabo, Dimas, por muy experto que fuese, no era más que un hombre, y todos los hombres necesitan afirmar su propia seguridad. Trató de que su expresión no delatara el sarcasmo de su pensamiento.
-Sí, es un buen argumento -respondió.
-Antes, en el viaje de ida, me dijiste que has leído muchos libros sobre la Flota de la Plata de 1699 y la batalla de 1702. Leer uno, está bien. Dos, puede deberse a la curiosidad estimulada por el primero. Pero... joder Gerardo, lo tuyo es prácticamente un curso de especialización. ¿Lo recuerdas todo?
-Sí. Bueno, no. Recuerdo lo esencial. O sea, que la primera flota que salió fue la de Tierra Firme, que se tenía que reunir en Cuba con la Flota de la Nueva España y que tuvieron que esperar tres años para el regreso, a causa de los piratas, que había montones por todo el Caribe y que, incluso, llegaron a perseguirles cuando navegaban hacia las Azores.
-¿Sabes lo que traían de vuelta?
-Una enormidad que movilizó a todos los reinos de Europa.
-Exacto -concordó Dimas.
¿Se trataba de un examen? ¿A dónde quería llegar Dimas? ¿No sería conveniente obligarle a responder preguntas en lugar de permitirle que siguiera haciéndolas?
-Nos dijiste el otro día que has revisado los archivos ingleses -recordó Gerardo, cauteloso-. En general, ¿qué conclusión sacaste?
Dimas sonrió. Vaya, el chico intentaba torearle. Había encontrado el modo de escurrir el bulto. Seguiría su juego.
-Lo que saqué no fue una conclusión, sino una certeza: El oro de Vigo no es un mito.
-Yo pienso lo mismo.
Mirándolo de reojo, Dimas hizo un balance de las actuaciones de Gerardo Cao durante los tres últimos días de trabajo: lo trascendental que había sido su pálpito de que existía un compartimiento secreto en el galeón de la daga; su buen hacer a continuación, descubriendo lo que hasta el momento era lo más sustancioso que habían encontrado; la detección de las actitudes agresivas de los mendigos... Por mucho que los impulsos le inclinaran a despedirlo, la verdad era que el joven estaba demostrando ser un elemento muy útil. En ese momento, decidió postergar el despido un día más y darse, por tanto, una oportunidad de reflexión, porque recordó lo que había mencionado sobre un monasterio. Iba a retener a Gerardo otra jornada, pero apartado del equipo, donde no le causara inquietud.
-Vamos a estar stand by unos cuantos días -dijo el realizador-, hasta que no lleguen las máquinas... y porque hay que estudiar cómo evitar que los de Teleplanet se aprovechen de lo que nosotros hemos explorado ya. Como tengo que asignaros tareas que nos permitan avanzar con los documentales, para que podamos terminar en la fecha convenida, mañana vas a ir con un cámara a dar una vuelta por esa zona que has dicho, a ver si encuentras el convento.
Gerardo sintió un estremecimiento. Trató de que no se le notara el júbilo.
-¿Llevaré algo que me identifique como... yo qué sé... algo así como técnico de televisión?
-Sí, por supuesto.
Gerardo disimuló la sonrisa; la referencia al tesoro en un monasterio había conseguido el efecto pretendido. Por fin empezaba a obtener frutos del empleo. Dimas iba a entregarle la llave para una búsqueda que hasta ahora le habían vedado la suspicacia y las evasivas de los religiosos, que durante años le habían parecido tan preocupados por las cosas del otro mundo, que nunca disponían de tiempo para responder las preguntas de los habitantes de éste.
Cuando llegaron al hotel, y mientras los demás descargaban la furgoneta, Gerardo observó algo en un ventanal de los salones de la primera planta. La mujer de pelo castaño y gafas doradas estaba mirándole desde detrás del cristal y, al notar que él la descubría, se ocultó precipitadamente. A Gerardo le alegró disponer de una razón más para que Dimas siguiera contando con él, por lo que se acercó para decirle:
-La espía estaba ahí, en el ventanal de salón, viéndonos llegar. Se ha echado a un lado cuando se ha dado cuenta de que la he descubierto.