lunes, 26 de abril de 2010

La condena de Sísifo/2 -LA DESBANDÁ


Elena Viana-Cárdenas James-Grey acechaba junto a la ventana, aguardando con impaciencia expectante, como cada vez que mandaba a Rafael al hospital. Ya no podía tardar, porque faltaba poco para el almuerzo y el mayordomo aún tendría que cambiarse de ropa para servir la mesa. A diario, intentaba racionalizar sus impulsos para identificar el origen verdadero, porque cualquiera de sus familiares que se enterase de lo que estaba intentando calificaría su proceder de "chochez caprichosa" de una mujer que había actuado como un hombre la mayor parte de su vida y que, a los sesenta y siete años, se aburría a causa de la inactividad. Todos, particularmente su hija Rita, que imperaba ahora en la casa relegándola a ella al papel de "reina madre" sin reino efectivo, calificarían de insensantez o antojo senil lo que venía rondándole la cabeza. Por ello, había tenido que obtener la promesa de silencio de Rafael, coaccionándole con la dureza que empleaba antaño para dirigir la naviera.
Eran casi las dos de la tarde cuando lo vio llegar en el coche y, mientras se le acercaba presuroso, frunció los labios al advertir que no sólo traía de vuelta el paquete de esa mañana, sino también el del día anterior, que no había sido abierto.
-No hay manera, doña Elena -dijo el criado entre jadeos, mientras se sacudía con las manos el polvo de las perneras del pantalón-. Dice la monja que la madre del niño no quiere ni ver sus regalos y que ha dao orden de devolverlos.
Elena frunció los labios. La mueca no era completamente de enfado, pues solapaba su admiración. Paula era tozuda, tenaz e imposible de convencer de algo que ella no quisiera convencerse. "De casta le viene al galgo", se dijo. En alta voz, preguntó:
-¿Te han dicho algo de cómo está Manuel?
-Sí, doña Elena. Parece que ayer amaneció sin calentura y ya no le ha vuelto a subir, y no como las otras dos veces, que parecía que sí y luego, po que no. Ahora, dicen que a lo mejor vuelve en sí enseguía.
Elena sonrió. Más con los hermosos ojos violetas que con los labios.
-Entonces, ve otra vez esta tarde, a enterarte de si la mejoría se confirma. Si fuera así, te quedarás de guardia, pa avisarme en cuanto despierte, porque iré a hablar con él antes de que la madre pueda ponerlo en guardia contra mí. Que ya viste cómo se portó el niño cuando fuiste a hablar con ella; el día que pasó por aquí huyó como si yo fuera el diablo, y no estoy dispuesta a que vuelva a hacerlo.

La silueta de la pared estaba difuminándose bajo un torrente de cal teñida de rojo almagra. Le causaba mayor pavor esa catarata rojiza que la silueta misma, de la que había olvidado que le quitaba el sueño en un pasado remoto que pertenecía a una etapa de su vida que había superado ya. Hoy no le desvelaba el miedo a la figura imprecisa de mercurio que siempre amagaba los zarpazos pero nunca llegaba a darlos, que amenazaba pero no hería, que se colaba por los balcones perfumados de albahaca sólo para incordiar; en realidad, nada podía desvelarle salvo la voz que sonaba tan conocida aunque no lograra identificarla. Parecía recitar una salmodia, como quien lee rutinariamente por orden del maestro en una escuela; de vez en cuando, escuchaba otra voz, ésta ronca y aguardientosa como la de los marineros, que debía de pertenecer al maestro. Pero era el alumno quien hablaba sin parar:
-Mani, que como me dijeron las monjas esta mañana que puedes recuperar el sentío de sopetón, po que he venío otra vez porque no quiero perdérmelo. Te juro por mis muertos que me dará un alegrón más grande que el monte Gibralfaro pero es que no tengo más remedio que estar aquí cuando despiertes pa que no vayas a meter la pata.
¿Quién trataba de evitar que metiera la pata y en relación con qué?
-Y mira tú por dónde, que si no hubiera querío venir, resulta que no habría tenío más remedio, porque el Chafarino fue a buscarme al puerto pa que lo trajera; es que ayer se enteró de lo que te había pasao y también se le ha quedao chica la camisa por lo que tú pudieras largar. Está aquí conmigo...
-Creo que te escucha -indicó Omar Medina-; ha puesto el cuerpo en tensión.
La voz aguardientosa también le sonaba conocida. ¿Quién podía ser?
Guaqui el Templao examinó a Mani. En efecto, tal como indicaba el Chafarino se percibía un movimiento en los párpados que nunca había notado en las demás visitas, como si quisiera abrir los ojos. También fruncía la nariz. Y los codos presionaban contra el colchón, como si intentara alzar los hombros. Se preguntó si un ciego podía detectar todos esos detalles y volvió a dudar que el Chafarino fuese realmente ciego.
-Po eso, que el Chafarino también quiere evitar que te vayas de la lengua, porque lo que se puede armar es más malo que el sebo de carro. Imagina, los falangistas están cá día más envalentonaos y cualquiera de los suyos es pa ellos como si fuera la Virgen de Zamarrilla. Supónte tú que tus hermanos van y le meten mano al Serafín, ¿tú qué piensas que harían los falangistas, quedarse achantaos? Nanay de la China, Mani.
-¿Pero no han metío en la cárcel al Serafín? -preguntó Mani, sintiendo que su voz sonaba diferente de como la recordaba.
El Chafarino se estremeció.
-¿Estás consciente? -preguntó.
-¿Es usted el Chafarino? -Mani no conseguía mover los párpados
-Sí, hijo.
-¿Por qué no abres los ojos? -la voz del Templao sonaba ahogada por un sollozo.
Mani sintió una alegría inmensa al comprender que era él, de verdad. El joven más popular del barrio se había convertido en su amigo.
-Lo estoy intentando, pero me duele mucho la luz. Oye, Guaqui, ¿por qué no han metío al Serafín en la cárcel?
-Nadie sabe que fue el Serafín el que te disparó -respondió Guaqui y, al hacerlo, oyó a sus espaldas una áspera exclamación.
Tuvo un sobresalto al volver la cabeza. Antonio, Paco y Miguel se encontraban en la mitad de los doce o catorce pasos que distaba de la puerta la cama de Mani, parados de repente como si les hubieran golpeado en la cabeza. Miguel tenía desorbitados los ojos y por su rictus de dolor parecía que alguien acabara de clavarle un puñal en el pecho; de esa dolorosa manera comprendía que Angustias se había convertido esa mañana, junto a la parada del tranvía, en algo mucho más importante que la posibilidad de un revolcón en el huerto de La Virreina. Paco apretaba los labios como si quisiera ayudarse a pensar con rapidez; desde principios de octubre, y sobre todo desde lo de Asturias, se había desatado triunfal y arrogante la represión contrarrevolucionaria y participar en un escándalo vecinal, con riesgo de ser detenido, sería muy contraproducente para los planes del partido. La expresión de Antonio era como una tormenta un instante antes de descargar el rayo.
-Conténte, Antonio -murmuró Paco-. Lo importante es que el niño se recupere. No le des un susto.
-Sí, tranquilízate -murmuró a su vez Miguel, que sentía que un peso insoportable había sido descargado sobre sus hombros y maquinaba cómo hablar con Angustias mucho antes de la cita ante la sacristía de San Felipe, mientras aferraba el codo de su hermano mayor.
-Ustedes no estáis bien de la cabeza -masculló Antonio, rechazando la mano con que Miguel le contenía-. Quedarse con el niño, que yo voy a un mandao.
-No te muevas, Antonio -ordenó autoritariamente Paco-. En cuanto salgamos del hospital, pensaremos los tres juntos qué hacer, pa que no sea peor el remedio que la enfermedad. Ahora, el niño es lo primero. Disimula.
-¿Qué tiene que disimular? -preguntó Ricardo, que se unía a sus hermanos, tras haberse quedado rezagado en el pasillo para saludar a la madre superiora.
-Tú no te metas, Ricardo -dijo Antonio con tono desabrido-, que esto es cosa de hombres y no de mariconas chupacirios. El niño no ha abierto los ojos toavía, así que como no me ha visto llegar, me largo. Quedarse ustedes y, si pregunta por mí, que ya vendré luego.
-¿Qué pasa, Paco? -insistió Ricardo.
-Que el niño acaba de decir que fue el hijo del Granaíno quien le disparó.
-Po lo que tenemos que hacer -afirmó Ricardo-, es denunciarlo a los guardias.
-¡Una mierda! -exclamó Antonio-. ¿Con la experiencia de lo que pasa, y más desde lo de Asturias, te has creío que la policía va a enchironar a un falangista, aunque sea un asesino de niños? ¡Estás soñando! Yo me largo. Decirle a mamá que estoy de juerga y que no me espere levantá.
-Espera, Antonio -suplicó Miguel, al borde del llanto-. Me voy contigo.
Salieron, Antonio resueltamente y Miguel tras él, trastabillando por la congoja.
-Escucha, Ricardo -dijo Paco al oído de su hermano-, voy a quedarme un ratillo por si el niño se ha dao cuenta de que veníamos, pero tú echa a correr, adelanta al Antonio, cuéntale a mamá lo que pasa y plántate a la puerta de la barbería. Espérame allí, que llegaré en seguía. Si vieras llegar al Antonio antes que yo, manda al Granaíno con cualquier pretexto que eche el cierre...
Ricardo salió deprisa. Paco se acercó al grupo formado por el Templao, el Chafarino y Mani, que retornaba del todo a la realidad a través de los ojos entreabiertos. Paco sintió una punzada de orgullo, porque todos los médicos habían dicho hasta el hartazgo que tenía pocas posibilidades de sobrevivir. Algo especial debían poseer los Robles del Altozano para que un niño de once años hubiera resistido una perforación de pulmón y una infección que pudo matarlo. Ahora, con menos de cuarenta y ocho horas sin fiebre, su semblante y su aspecto eran los mismos de siempre, salvo por el hecho de que parecía haber crecido un palmo durante los cuatro meses de sopor.
Guaqui el Templao comprendió lo que se avecinaba. A pesar de la preocupación, sintió júbilo; la vida le brindaba una oportunidad doble, devolver a Mani el favor de salvarle la vida y acceder a la estimación de Paco. Se puso de pie diciendo:
-Oye, Mani, que ya que te has despertao por fin, después de tenernos cuatro meses con el alma en vilo, po que me tengo que ir, porque hoy me toca currelar en el taller y sólo había venío por traer al Chafarino.
-¿Cuatro meses? -preguntó Mani, con espanto.
-Sí, chiquillo -respondió el Templao-, menúas vacaciones... y que ná, que me las piro y voy a decirle a mi Inma que se dé una vuelta por aquí, ¿te parece?
La alegría de descubrir al Templao junto a su cama se estaba diluyendo bajo la conmoción saber que había dormido cuatro meses. El estupor era el más notable de sus sentimientos pero no el único, pues la sensación de pérdida ganaba terreno rápidamente. El abrazo y el beso húmedo de lágrimas de Paco le dejaron indiferente.
-Voy a avisar a mamá, Mani -dijo Paco, mientras indicaba por señas al Templao que le esperase-. Volveré a la noche. ¿Usted se queda?
La pregunto iba dirigida al Chafarino.
-Sí. Quería hablar con tu hermano.
-¿Tiene quien le lleve a su casa?
-No me hace falta. Puedo valerme solo, no te preocupes.
-Po condiós. Mani, que no tardo ná; trata de no dormirte antes de que venga el personal del hospital.
Echó a correr escaleras abajo tras el Templao y al pasar ante la monja del atrio le dijo sin detenerse:
-Sor Lucía, que mi hermanillo ha despertao. A ver si pudiera verlo el médico.
Rafael, el criado de Elena Viana-Cárdenas James-Grey, dio un salto al oír la frase. Puso nerviosamente en marcha el coche y aceleró en dirección a la mansión de La Caleta. Debía conducir con diligencia y rapidez, para avisar a la señora con tiempo de que las cosas ocurrieran tal como ella deseaba, a ver si así dejaba de estar tan gruñona, pues últimamente no había quien la aguantara.
Mientras cruzaba la ciudad el lustroso hispano-suiza negro, Ricardo había conseguido adelantarse a Antonio y Miguel y subió a saltos las escaleras. Entre jadeos, que más eran producto de la agitación que del ahogo de la carrera, le dijo a Paula:
-Mamá, el niño ha despertao, pero se va a armar el follón, porque sin darse cuenta de que nosotros llegábamos, le preguntó al Templao si no habían metío en la cárcel al hijo del Granaíno, que resulta que es el asesino.
-¿El hijo del barbero? ¡No te digo yo! Desde el primer momento me lo olí.
-Po el Antonio viene pacá hecho un brazo de mar y puedes imaginarte lo que va a hacer. El Paco me ha dicho que a ver si consiguieras contenerlo.
-Pero necesito ver al Mani...
-Antes, tenemos que evitar que el Antonio haga una locura.
-Sí, tienes razón. Vamos.
Cuando Paula y Ricardo se pararon frente a la barbería, Antonio doblaba la esquina de la calle Curadero pugnando contra las tarascadas con que Miguel trataba de hacerle retroceder.
-Ricardo -ordenó Paula antes de dirigirse al punto por donde llegaba Antonio-, dile a Gustavo el Granaíno que eche a la clientela y cierre la barbería si no quiere que le metamos fuego por culpa de la joya de hijo que tiene. Díselo con mala cara y a gritos, de manera que no le quepan dudas de que tiene que hacerte caso.
Antonio y Miguel se detuvieron cuando vieron a su madre correr hacia ellos.
-Mamá, vete pa la casa -dijo Antonio con tono gutural y sin mirar directamente a Paula-, que, en situaciones como ésta, es donde le corresponde estar a una señora que es madre familia .
-¿Donde me corresponde estar? -exclamó Paula con expresión airada-. ¿Qué soy, un mueble inútil? A ti sí que te corresponde estar donde yo me sé. Ahora mismito coges el pescante y te vas a tomarte un blanco a la taberna, a mi salud. Ten.
Ofreció a su hijo una moneda de a real.
-Mamá, no me obligues a faltarte al respeto...
-¡Como si no lo hubieras hecho ya millones de veces!
-¡Mamá!
-Sí, me faltas al respeto cá vez que haces oídos sordos a lo que te mando. Da media vuelta y ni te acerques a la barbería.
Antonio se encontraba medio inmovilizado por los brazos de Miguel, que le aferraban desde atrás. Tenía que librarse de Paula, porque la fuerza paralizadora de sus palabras era muy superior al freno que Miguel trataba de imponerle, del que podía zafarse en cuanto lo intentara. Sin mirar a su madre a los ojos, dijo:
-Es bien, mamá, tú ganas. Me voy a dar una vuelta con la Ana.
-Eso -aprobó Paula-. Vete a pelar la pava, pa que esa pobre muchacha se dé cuenta de que su novio es una persona como Dios manda y no un burro picao de avispas.
-Dios ya no existe, mamá.
-¡Serás borrico...! Echa a correr. ¡Hala!
Estimulado por el tono imperioso de la orden, Antonio se libró de los brazos de Miguel y se retiró cabizbajo en dirección al domicilio de su novia, mascullando.
-Migue -ordenó Paula-, aunque el Granaíno haya cerrao el negocio, quédate de guardia con el Ricardo delante de la barbería. No dejéis que Antonio se acerque ni os mováis hasta que yo vuelva del hospital.
En el puente del Guadalmedina se topó de frente con Paco y el Templao.
-¡Mamá!, ¿te ha dicho el Ricardo lo que pasa?
-Sí. Lo he dejao con el Migue en la puerta de la barbería, de guardia. He conseguío que el Antonio se tranquilice y ahora estará con la Ana, pero, por si las moscas, quédate tú también delante de la casa del Granaíno, por lo menos hasta que yo vuelva del hospital. A ti te hará más caso que a ellos.
-Esta noche tenía una reunión importante en el partido -alegó Paco.
-Ve si quieres -dijo Guaqui el Templao-. Yo puedo quedarme por ti; total, por una vez que no vaya a trabajar al taller... yo nunca me escaqueo.
-De eso, nada -discrepó Paula-. No te metas en trifulcas ajenas, Guaqui, ni faltes al trabajo, que bastantes problemas tiene tu pobre madre; y tú, Paco, deja la reunión pa otro día. Lo primero es lo primero.
Paula continuó su camino, convencida de que el peligro de que sus hijos resultasen más perjudicados que vengadores en un enfrentamiento había sido conjurado. Quedaba pendiente el meollo del problema: Serafín no podía salir de rositas tras haber estado a punto de matar a su hijo. ¿Cómo podía hacer que la policía se ocupase del asunto, cómo lograría que el peligro público llamado Serafín fuese detenido, si todo hacía sospechar que los guardias protegían y colaboraban con los miembros del inquietante partido del que formaba parte?
En esos mismos instantes, Elena Viana-Cárdenas James-Grey entraba en el hispano-suiza y mientras Rafael lo ponía en marcha rumbo al hospital, le preguntó:
-¿Estás seguro de que la madre no andaba por allí?
-Sí, doña Elena.
-Pues date prisa, a ver si consigo hablar con él antes de que ella llegue. Porque segurísimo que alguien la habrá avisao ya de que el niño ha despertao y echará a correr pal hospital.

Mientras, Omar Medina el Chafarino trataba de expresarse de un modo que no angustiase a Mani, pero que le convenciera de adoptar ciertas iniciativas.
-Estás en el centro de un temporal, Mani. Eres el centro y también la fuerza que lo origina, por paradójico que te parezca. Aunque seas tan joven, la vida ha echado sobre tus hombros un peso del que te urge librarte, ¿me comprendes?
Mani no conseguía fijar completamente su atención en las palabras del anciano. Su mente, todavía no despejada del sopor, derivaba de la consternación por los cuatro meses perdidos a la angustia por lo que sus hermanos pudieran estar tramando, porque, evidentemente, no se habían enterado hasta esa tarde de que Serafín era su agresor. Anque difícil de entender, el discurso del Chafarino representaba un consuelo para el bullicio desatado en su cabeza.
-El hermano de Poseidón tuvo también que tirar por la calle de enmedio con los líos de su familia...
Mani consideraba a los dioses marinos del ciego tan quiméricos como el fantasma del muro del convento y sus relegados demonios nocturnos, pero la cuesta abajo por donde se precipitaba su mundo tras la paz que sólo había conocido durante unos pocos años de plácida niñez, se estaba convirtiendo en un abismo absurdo donde cualquier fantasía podía resultar creíble y tan familiar como el perfume de albahaca para quien, igual que para todos los vecinos del barrio, lo sobrenatural era cosa cotidiana y las pasiones desatadas mucho más comprensibles que el juicio bondadoso y sibilino del Dios predicado por las monjas, aquel ser vigilante, ubicuo y remoto que componía poses fotográficas sentado entre nubes. El marengo pareció mirarle conmiserativamente cuando Mani dijo:
-Me da canguelo pensar lo que mis hermanos harán con el que me pegó el tiro.
-¿Todos? Éste que se llama... Paco, parece bastante sensato y capaz de contenerlos... ¿Crees que los demás conseguirán arrastrarlo?
-No lo sé. Son tan diferentes, que no parecen de la misma camá.
-Ocurre en todas las familias, Mani; las camadas de hombres no son uniformes como las de animales; la diversidad es la norma y la uniformidad, la excepción. Además de tres hermanas, Poseidón tiene dos hermanos varones; uno de ellos, el mayor, que se llama Zeus, estuvo a punto de ser devorado por su propio padre, Crono, que ya se había comido a todos sus hijos, porque un oráculo le había anunciado que sería destronado por ellos. Crono sabía de sobra cómo se las gastan algunos hijos, ya que él mismo había estado a punto de matar a su padre y temía, a su vez, que los suyos le asesinasen. Cuando se casó con su hermana, la diosa Cibeles, ella intuyó lo que iba a pasar y en vez de entregarle a Zeus cuando lo parió, le dio un envoltorio que contenía una piedra. Crono era más bien estúpido y se tragó el engaño, o sea, que engulló la piedra. Debido a que tanto en la tierra como el cielo el que a hierro mata a hierro muere, Zeus le dio su merecido: primero, le obligó a tomar un brebaje mágico con el que vomitó vivos a los hijos que había devorado a lo largo de su vida; luego, se alió con los cíclopes para retar a su padre y lo mató.
Mani trataba de ser cortés y fingíacredulidad, porque olvidaba que el Chafarino no podía verle. ¿A qué venía contarle tales fábulas, en un momento tan complicado?
-A pesar de sus diferencias -continuó el Chafarino- y de lo diametralmente opuestos que eran, aquellos hermanos encontraron razones para compaginar sus intereses y el acuerdo de aliarse contra Crono fue la primera revolución verdadera de los oprimidos de la tierra. Libres de la crueldad de su padre, Zeus y sus hermanos Hades y Poseidón se repartieron el mundo. Fueron atribuyéndose parcelas o actividades, de acuerdo con sus características, que eran para todos los gustos. A Poseidón, como era el más joven, no le concedieron mucha importancia y por ello le asignaron el dominio de la mar, ignorantes de que cubre cuatro quintas partes del mundo. Los hombres olvidan sus diferencias cuando identifican a un temible enemigo común, un temor que iguala a la gente más diversa y consigue amalgamar la harina con el metal. Hace pocos días, ha estado a punto de fundarse una república soviética en España y ¿qué hemos visto? Primero, los irreconciliables anarquistas, comunistas y socialistas se alzaron hombro con hombro al grito de "Uníos hermanos proletarios", como si nada les separase, ante la expectativa de que sus sueños utópicos se materializaran. Segundo, los demás, derechas, falangistas y militares, que son como el aceite y el agua, se unieron por el terror al comunismo soviético y se liaron conjuntamente la manta a la cabeza. Y... ya te enterarás en cuanto saltes de la cama, que creo que con tu carácter no vas a aguantar más de unas horas acostado... han corrido ríos de sangre por Madrid y Barcelona y, sobre todo, por Asturias, donde intentaron fundar un soviet revolucionario llegando a fusilar a treinta guardias civiles, y te puedes imaginar las consecuencias terribles de esa locura cuando el ejército mandó a la Legión para aplastar la revuelta con sus dos generales más fieros, Franco y Goded, mientras esos fascistas de inspiración italiana, a quienes los militares no pueden ver ni en pintura, se lanzaban a remachar el aplastamiento con sadismo loco. Armaron el lío socios irreconciliables y lo han aplastado socios que también lo son. Las diferencias entre los humanos son sólo espejismos, Mani. En lo más profundo, tus hermanos sienten de modos muy semejantes, igual que tú; pero sólo tú, que estás en el centro de sus inquietudes, puedes persuadirles de que tal sentimiento común no se convierta en una fuerza que os arrastre colectivamente a la tragedia, ahora que has hecho de Sísifo involuntariamente, al delatar a tu agresor antes de darte cuenta de las consecuencias. Ojalá que la vida no te obligue a llevar eternamente una roca cuesta arriba, como Júpiter condenó a Sísifo. Creo que deberías tratar de levantarte esta misma noche, para...
-¡De ningún modo! -dijo un anciano médico, que se aproximaba renqueando-. Niño, ¿estás consciente? ¿Quién soy yo?
-Usted es don José, el médico.
-Muy bien. ¿Y quién es tu madre?
-Doña Paula Robles del Altozano.
-¿Y qué día es hoy?
-No tengo ni puta idea.
-¡Niño! -exclamó el médico.
-No se lo tome en cuenta -rogó el Chafarino-. Nadie le ha puesto al corriente todavía de datos como ése y tampoco puede estar definitivamentee lúcido tan pronto, después de dormir cuatro meses.
El médico no añadió ningún comentario mientras tomaba la temperatura de Mani y le palpaba el pecho sin parar de exclamar:
-¡Asombroso!
En ese momento, Paula alcanzaba jadeante la verja del hospital, con tiempo de ver que Elena Viana-Cárdenas James-Grey, ayudada por el criado, descendía de su reluciente automóvil, el vehículo particular que mejor conocía la mayoría de la población de Málaga. Se acercó de una zancada, y se plantó ante ella cerrándole el paso:
-Por favor, señora...
-No me llames señora. Tú no tienes por qué...
Paula se mordió el labio. En cierta medida, llamarla "señora" constituía una deslealtad hacia muchos de sus propios postulados. Treinta y nueve años de resolución podían perder significado si se humillaba. Usó un tono firme e imperativo al decir:
-Deje usted de perturbar a mi familia contándole al más chico de mis hijos cosas que él no puede comprender. ¿Le parece divertío meterse en esos berenjenales, es que se aburre usted? ¿Por qué se ha fijao en el Mani y no en uno de los grandes?, porque usted se ha creío que lo puede trajinar...
Paula sentía subir por el esófago una mezcla de ira e indignación que trató de disimular, a causa de la mirada de la monja portera que las observaba a las dos desde el umbral del portalón con más perplejidad que curiosidad, como si se preguntase qué podía tener que dilucidar la miserable madre de una familia barriobajera con la dama más poderosa de la ciudad.
-Sólo quiero ayudaros -alegó Elena.
-¡A buenas horas, mangas verdes!
-Yo no sabía...
-¡Ah!, ¿no? -el tono de Paula era sarcástico.
-Te lo juro, Paula. Para mí ha sido una novedad.
-Qué bien saben mentir los que lo pueden tó. Mentir y estafar a media humanidad. Pero a mí no me la da. No se arrime a mis niños ni que se estuvieran muriendo, si no quiere usted que les cuente la verdad. O sea, toa la verdad, con pelos y señales. Salga usted de nuestras vidas, que mu tranquilamente hemos vivío sin usted, y no le mande más limosnas a mi Mani o le contaré a esa monja chismosa lo que hicieron ustedes y que se entere el mundo entero de la clase de familia que es la suya.
Elena Viana-Cárdenas James-Grey miró en derredor, como si temiera la cercanía de oídos indiscretos, aunque la monja portera, a unos quince metros de distancia, no podía escuchar a Paula. Tras un momento de turbada indecisión, entró de nuevo en el automóvil y ordenó al criado volver a casa.
Paula notó que se enjugaba una lágrima cuando el coche emprendía la marcha. La hipocresía de gente como los James-Grey era nauseabunda. Echó a correr hacia el interior del hospital; ahora necesitaba más aún abrazar a Mani.
El Chafarino escuchó los besos y exclamaciones de madre e hijo en silencio, haciendo lo posible por eclipsarse. Se alzó de la cama vecina, donde había permanecido sentado, y salió de la sala sin decir nada que pudiera interferir en el intercambio de caricias y confidencias. Volvía a su playa sin conseguir convencer al muchacho de lo gigantesco que era el alud que se precipitaba sobre él; las circunstancias y, seguramente, las convicciones de sus hermanos, habían desarrollado en su espíritu un escepticismo más propio de un desengañado de mediana edad que de un niño. En La Isla, a la puerta del cañizo, meditaría durante la mañana siguiente una estrategia que le sirviera para resultar más convincente y volvería por la tarde al hospital. Ni Paula ni Mani se dieron cuenta de que se había marchado.

Frente a la barbería, Paco, Ricardo, Miguel y Guaqui el Templao se miraban los unos a los otros con una incómoda sensación de inutilidad, mientras los minutos corrían tediosamente. El peligro había pasado, Gustavo el Granaíno estaba libre de la ira de Antonio y, por consiguiente, ¿qué más tenían que hacer cuatro hombres adultos vigilando una puerta cerrada?
-Yo tendría que ir pal currelo -dijo el Templao, rebulléndose por la duda, porque deseaba permanecer a ver si encontraba el modo de convencer a Paco de que le ayudase a ingresar en el partido, pero lo que le pagaban en el taller por cada una de las dos noches semanales era fundamental en los presupuestos de su familia.
-Vete Guaqui -aconsejó Paco-. Aquí no hay ná que hacer y aunque lo hubiera, tú no tienes por qué meterte.
-¿Cómo que no? -protestó el Templao-. El Mani me ha dao motivos de sobra pa que lo considere amigo mío y yo... po mira, Paco, que me gustaría hablar contigo sobre el partido... y tu célula...
-Me parece de perlas -atajó Paco, a quien le incomodaba hablar de tales asuntos ante sus hermanos, ya que ninguno de ellos poseía el carácter adecuado para ser su camarada, salvo Mani, que era un niño-, pero ya tendremos tiempo de eso. Ahora, vete a trabajar, que ya escuchaste lo que te dijo mi madre y a ella no hay que rechistarle. Hasta yo mismo, creo que me voy a la reunión del partido.
-Mamá ha mandao que nos quedemos aquí -reprochó Ricardo.
-Namás me voy por un ratillo, Ricardo, no te preocupes -tranquilizó Paco a su hermano-. Iré a preguntar si hay alguna novedad y a decir que no puedo estar en la reunión, y volveré enseguía. Vamos, Guaqui, que nos coge de paso.
Echaron a andar por la calle Huerto de Monjas, pero al llegar a la esquina de Rosal Blanco, el Templao recordó a su hermana Inma y la promesa que le había hecho a Mani de que ella iría al hospital.
-Tengo muchas ganas de hablar contigo, Paco; pero otro día. ¿Te hace que te invite mañana por la tarde a un blanco?
-Seguro -respondió Paco, que se preguntaba si el Templao merecía ser militante del partido-. Mañana nos tomamos unos blancos y hablamos, ¿vale?.
Inma estaba en su sempiterno asiento del escalón del portal, mirando hacia la embocadura de la calleja como si esperase ver llegar a su hermano. Corrió hacia él. Aunque parecía ansiosa por decirle algo, fue Guaqui quien habló primero:
-El Mani ha despertao, Inma. ¿No quieres darte una vuelta por el hospital?
-¿Ha despertao? Ahora mismito voy pallá. Pero, oye, Guaqui, que el barrio está alborotao, porque han visto que estabais sus hermanos y tú en la puerta del Granaíno y tos se huelen lo que va a pasar.
-No va a pasar ná. Ya no hay peligro.
-Sí pué pasar, Guaqui. Han visto al Serafín saltar la tapia trasera del patio y salir corriendo en busca de los suyos, porque llevaba el uniforme.
El Templao comprendió la magnitud del peligro. Tenía que volver a la barbería.
-Hazme un favor, Inma. Antes de ir pal hospital, acércate por el taller y di que esta noche no puedo trabajar, que me he torcío una mano en el puerto, ¿vale?
Frente a la barbería, a Miguel le reconcomía la ansiedad. A juzgar por la oscuridad que ya había devorado al crepúsculo, iban a sonar las siete y dado que la puerta permanecía cerrada y muda, Angustias no había abandonado ni abandonaría la casa para acudir a la cita ante la sacristía de San Felipe. Necesitaba ansiosamente hablar con ella, para nadar en las líquidas profundidades de sus ojos, y era urgente decirle que él no tenía nada que ver en la pendencia, que estaba allí para protegerla. ¿Y si escudriñaba por la ventana para tratar de llamar su atención?
En el interior de la vivienda tenía lugar un cónclave familiar. Gustavo el Granaíno aleccionaba a su mujer y a su hija:
-Siguen ahí, aunque ya son dos namás. Estar calladas y quietas como muertos, que se crean que no estamos hasta ver la ayuda que consigue el Serafín.
-Es una majaretá armar esta marimorena -argumentó Angustias-, porque no van a hacernos ná, papá, ¿es que no te das cuenta? ¿No ves que vinieron a avisarte?
-Pero mira al guapito -indicó Bernarda, la madre-. Espía por la ventana pa ver lo que hacemos, por si somos capaces de defendernos.
Angustias se mordió fieramente el labio hasta que brotó la sangre. Presentía que Miguel trataba de ver tras los cristales quién había en la habitación en penumbras, antes de decidirse a pronunciar su nombre.
-Y el Serafín se ha llevao la pistola... -lamentó Gustavo.
-Po lo que es yo -proclamó Bernarda mientras iba a la cocina-, no voy a quedarme con los brazos cruzaos pa que ese cafre nos rompa los cristales.
Aferrado a los barrotes de la reja, de la que sólo pendía una maceta de clavellinas, Miguel forzaba la vista intentando descubrir a Angustias tras el cristal, más allá de las minúsculas flores blancas salpicadas de rojo. Sabía que ella no podía escucharle, pero no paraba de murmurar el nombre: "Angustias, Angustias, sal, por favor, que tengo que darte un recao; yo... no sé lo que me pasa desde esta mañana, que creo que me has herío de muerte... y mira qué malbajío, pasar esto ahora que yo he comprendío que no estás en el trono de una procesión sino que eres de carne y hueso. Me voy a morir, Angustias, porque eres todas las angustias de mis entrañas, que ya ves tú que estoy aquí dispuesto a no hacer caso de los míos, porque lo que quiero es protegerte aunque sean mis propios hermanos quienes me claven un puñal en el pecho...". Ella tenía que recibir el mensaje, acudir a aflojar el nudo que se le había formado en el estómago y un poco más arriba, en el costado izquierdo.
Ricardo no comprendía el sentido de las expresiones y ademanes de Miguel. La gente que les observaba desde los balcones y ventanas, y también desde la calle, aunque a cierta distancia y dejando despejado el escenario del espectáculo que anticipaban, mostraba la misma perplejidad que él. ¿Por qué parecía tan triste el muchacho que todos consideraban el más alegre del barrio, el donjuán más impenitente y burlón, el que no se ocupaba de nada que no le causara placer? Ricardo no tenía ni idea de lo que le pasaba al hermano que mayores preocupaciones religiosas le inspiraba a causa de su extrema debilidad por las mujeres, pero debía practicar las enseñanzas de Jesucristo y consolar a los que lloran aunque estuviesen tan corrompidos por los pecados de la carne como lo estaba ese hermano suyo, cuyo diabólico atractivo físico iba a ser su perdición eterna. Tenía que consolarlo y se acercó a él para hacerlo.
Angustias les miraba a los dos con fascinación. Las expresiones de Miguel eran una declaración de amor, y por ello el júbilo le aceleraba el corazón. Los ademanes del que algún día iba a ser su cuñado, el chupacirios del que se burlaban todas las vecindonas, no podía descifrarlos. ¿Intentaba aflojar la presa con que Miguel se colgaba de la reja o trataba de espiar el interior? Absorta en la pregunta, no vio a tiempo que su madre había vuelto de la cocina portando un humeante cazo de agua hirviente; comprendió lo que iba a hacer cuando la vio accionar la manija que abría la cristalera, sin tiempo de impedirlo. Sólo pudo gritar con un gemido:
-¡¡¡Migue!!!
Ricardo consiguió que Miguel soltara la mano derecha del barrote. Tiraba de él para que soltara la reja, cuando notó que el postigo acristalado se abría para descubrir a Bernarda portando un cazo, mientras alguien gritaba dentro el nombre. Creyó que la mujer del barbero pretendía golpear la mano izquierda de Miguel, pero el alarido de éste le reveló que había vertido agua hirviendo sobre esa mano. Guaqui el Templao, que acababa de aproximarse a la carrera, sujetó a Miguel y le preguntó solícito si le dolía mucho al tiempo que examinaba el mal con la pericia de quien, tanto en el puerto como en el taller, sufre quemaduras y heridas con frecuencia.
Miguel hablaba, conservaba el concocimiento, de modo que la quemadura era un daño localizado del que se ocuparían el Templao y las mujeres que habían acudido. Como se sintió libre de la obligación de atenderle, Ricardo se lanzó contra el portalón cerrado de la barbería incapaz de controlar ni racionalizar la ira que catapultaba su cuerpo. Dos años de ayuno y penitencias en busca de la templanza para el servicio de la Iglesia, fueron aventados por los ayes de Miguel, y un aguijón impulsó sus pies y manos anulando su voluntad. Bajo el estupor del vecindario, que contemplaba la progresión de la reyerta tan festivamente como todos los enfrentamientos, el muchacho cuya virilidad cuestionaban todos y cuya afición por las cosas de iglesia ocasionaba las más clamorosas burlas, golpeaba en estado de arrebato las dos hojas de vieja madera tachonada de clavos de hierro con una fiereza que nadie hubiera sido capaz de atribuirle, obnubilado y en trance, como si sólo pudiera pensar en la injusticia de que precisamente el menos conflictivo de sus hermanos gimiera con la mano y el brazo izquierdo abrasados. Las patadas de Ricardo eran tan violentas, que comenzó a oírse el chasquido de los cristales interiores que se rompían por sus embestidas.
-¡Rojo degenerado, para, si no quieres que te mate! -gritó una voz autoritaria.
Ricardo constató de reojo el sentido de la advertencia y se detuvo.
Acababa de llegar Serafín con otros tres miembros de su grupo, todos uniformados. El que profería la amenaza era un hombre maduro que esgrimía entre aspavientos una pistola enorme, de un modo que revelaba su torpeza y la escasez de su fuerza. Incapaz de permanecer impasible y al margen, Guaqui el Templao, ayudado por una espectadora, arrastró en volandas a Miguel hacia un grupo de tres vecinas que asistían al espectáculo apostadas ante un portal cercano, a las que dijo:
-Tomar, sujetarlo ustedes y echarle aceite de oliva en la quemaúra.
En cuanto se aseguró de que las mujeres se hacían cargo de Miguel, arremetió contra el grupo de Serafín. Cayó sobre el que enarbolaba la pistola y le tumbó en el suelo.
Inma había llegado al hospital. No atendió el veto de la monja y subió las escaleras a zancadas, pues conocía de sobra el camino hacia la cama de Mani gracias a las innumerables rondas de su sueño realizadas a escondidas durante cuatro meses. Se asomó al dintel de la puerta; casi recostada en la cama, Paula tenía abrazado a Mani con su izquierda mientra le acariciaba la frente con la derecha. Llamó su atención con un siseo y le indicó con la mano que saliera.
-¿Qué pasa, Inma?
Le contó atropelladamente lo que sabía y su temor de que la pelea hubiera comenzado ya. Paula miró a su hijo irresoluta, porque le costaría gran esfuerzo abandonarlo en ese momento, Preguntó a la muchacha entre dientes:
-¿Puedes quedarte un ratillo con el Mani?
-A eso he venío.
-No le cuentes ná de lo que pasa -ordenó más que pidió Paula y volviéndose hacia Mani, añadió: -Niño, que tengo que hacer un mandao, pero vendré luego. La Inma va a entretenerte.
Echó a correr hacia el barrio.
-¿Qué está pasando, Inma? -preguntó Mani.
-Ná.
-No seas embustera. Algo tiene que pasar pa que mi madre haya echao a correr con tanta bulla.
Comprendiendo que no iba a valerle de nada negarlo, Inma le describió el panorama de lo que suponía que podía estar ocurriendo ante la barbería.
-Ayúdame a ponerme de pie, Inma.
-¡Tú has perdío el sentío! Has estao cuatro meses tendío, sin conocimiento, y tus huesos se habrán quedao sin cal.
-Por eso necesito que me ayudes. Ven, por favor.
Viendo que Mani intentaba incorporarse, Inma se sentó a su lado en la cama y le pasó el brazo por la cintura. Sin poder contenerse, le rozó la mejilla con los labios. Él volvió los ojos hacia los de ella con una sonrisa de entendimiento; de repente y sin premeditación, quedaban atrás los rubores y los sonrojos, las miradas elusivas y los disimulos, el temor acogotado de cada uno a que el otro no correspondiera el amor y la sensación de recorrer el borde de un precipicio donde todo podía malograrse. Mani devolvió el beso tras un instante de indeterminación y ella sonrió como quien alcanza una meta largamente soñada.