viernes, 16 de abril de 2010

capítulo17º DESPUÉS DE LA DESBANDÁ


DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
XVII
Presididas por doña Elena, las comidas eran en la actualidad mucho más ceremoniosas que antes de ser incendiada la casa, cuando las presidía su yerno. Elena Viana-Cárdenas James-Grey había mandado instalar una larga y aristocrática mesa en lugar de una semejante a la de entonces, más cuadrada y familiar aunque también grande.
-Con la vida que te espera –le dijo a Mani-, lo mejor es que dispongas de una mesa de este tipo.
No sólo la mesa era diferente. También lo era el servicio. Antes de la guerra y el consiguiente incendio, la comida la servía una sola doncella, bajo el escrutinio severo de un criado de culo gordo, que se había convertido en traidor el día que las turbas asaltaron la casa. Ahora, eran cuatro doncellas las que servían, con cofias y todo aunque sólo asistiesen doña Elena y Mani.
La anciana parecía contener algo importante que pugnaba por comentar. Había pasado toda la mañana considerando las posibles implicaciones de una conversación mantenida con el gobernador civil a primera hora. Reprimió su propio impulso. Le quedaban algunos resortes por tocar antes de haber de ello con Mani. Sin embargo, preguntó:
-¿Conservas alguna nota de los periódicos de aquellos días que… te hiciste tan popular?
-No, qué va –respondió Mani.
Doña Elena asintió con expresión cavilosa.
-¿Progresa lo tuyo con Pilita?
Mani soltó la cuchara y miró a la que le pedía a todas horas que la llamase “abuela”. Se tomó una corta pausa antes de responder:
-Ella y yo nos queremos bastante y nos entendemos mu bien. Hablamos mucho de lo que pudiera pasar en el futuro y lo que nuestras familias esperan de nosotros, pero hemos quedao de acuerdo en no precipitar las cosas y verlas venir. Todavía no hemos cumplío ni diecisiete años.
-Haces bien, pero ándate con ojo, no vaya a adelantársete alguno.
-Eso no pasará –afirmó Mani, contundente.
Doña Elena sonrió. Era un retrato de su abuelo también en el carácter.
-Sé de más que Emilio se muere de ganas porque te declares a su hija y se formalicen las cosas, pero eso no es ninguna garantía. Esa muchacha tiene carácter.
-Me han dicho que el gobernador ha mandao hacer un dossier sobre mí. A lo mejor le cuenta cosas a don Emilio que lo desaniman…
Doña Elena apretó los labios. Llevaba más de dos por todos los medios de que se olvidara el pasado de Mani, su efímera fama de adalid de la revolución, y ahora todfo parecía empeñado en revivir aquellos desagradables días. ¿Debía prescindir de la compañía de Mani? Negó a su propio pensamiento. No conocía bien al gobernador civil con el que tan meticulosamente había conversado esa mañana, pero sabía que el gobernador militar, el conde de Sevilla, encargaba elaborar expedientes de todo el mundo, inclusive de ella misma; expedientes que no temía, porque le habían contado su finalidad: saber con quiénes podía contar. Quería convencerse de que el “dossier” encargado por el gobernador civil sobre Mani era una especie de previsión de futuro, para determinar el grado de su fidelidad en relación con algún cargo que pretendiera proponerle cualquier día, a lo mejor sin tardar mucho a pesar de su juventud. Continuó todo el almuerzo intentando que su mente aceptara que esa era la realidad, pero las palabras del gobernador, pronunciadas tras el sonido metálico del teléfono, saboteaban el intento.
-¿Cuántos años tienes? –preguntó Fali al Templao, mientras éste golpeaba el costal que llamaban “punch”, un pesado saco contra el que luchaba afanosamente como si fuera su contendiente, en presencia del entrenador.
El muchacho se empeñaba en ayudarle como si fuera su asistente. Sostenía el “punch” todo el entrenabiento, sujetaba las cuerdas del ring para facilitarle entrar, le secaba el sudor de la frente y las axilas y le ofrecía agua a cada momento. El Templao había notado, al llegar esa tarde, que acechaba su entrada. Contuvo las ganas de burlarse y, en homenaje al Chafarino, hacía rato que había decidido dejarle hacer.
-Veintiuno. ¿Y tú?
-Igual. Pero mira lo mal aprovechaos que están.
Con una sonrisa tímida e irónica al tiempo, Fali señaló su delgadez en comparación con la exuberancia del Templao.
-Oye, Fali –intervino el Tetúo-. ¿Quieres hacer de “sparring” pa Joaquín? No te preocupes, no es pa boxear de verdad; solo es pa que ensaye los golpes, sin darte ni ná de ná.
-Natural –se apresuró a responder Fali.
Se dirigieron los tres al deteriorado ring. El Tetúo improvisó protecciones en la cabeza y la entrepierna de los dos a base de toallas enrolladas. Obligó al Templao a que ensayara con lentitud los golpes que le había enseñado las dos últimas semanas, citándolos por sus nombres.
Una hora más tarde, el Templao pidió parar porque se sentía cansado. No conseguía sacarse del pensamiento a Serafín, las delaciones y su hermana Inma.
-Entonces –dijo el Tetúo encogiéndose de hombros-, vendré mañana a la hora que me digas, namás que pa acabar de enseñarte algunos trucos.
El Templao recordó el consejo del Chafarino.
-No, Ramón. Mañana descanso. Ahora, ya no puedo hacer más; que sea el domingo lo que quieran los mengues.
Sin más, se dirigió hacia el rincón de la ducha, sudando a chorros. Notó que Fali iba tras él. Se dispuso a pararle los pies si intentaba meterse con él en el cuartillo, pero Fali se detuvo respetuosamente a la entrada y se apoyó en la pared, dispuesto a esperar.
Mientras dejaba el Templao que el chorro de agua borrase el sudor y el polvo acumulado por la mañana en el puerto, meditó sobre Fali para no pensar en su hermana ni en el falangista hijo del barbero. Esa tarde, Fali le había hecho sentir, con gran sorpresa, que necesitaba un asistente, pero no podía pagarle ni mucho menos. ¿Y si le preguntaba?
Al terminar de ducharse y secarse, no tuvo que romperse la cabeza. Fue Fali quien le propuso:
-Te invito a un Pedro.
-¿En la Casa del Guardia?
-Si quieres…
-Vamos.
A esa hora, las tabernas de la ciudad rebosaban animación. El Templao lamentó que la gente fuese tan bulliciosa impidiendoconversar.
-Tú sabes que yo soy un obrero sin oficio ni beneficio, ¿verdad? –casi gritó al oído de Fali.
-Natural. ¿Por qué lo dices?
-Porque esta tarde he visto que me harías muchísima falta si pudiera pagarte.
Durante unos segundos, el Templao temió haberle ofendido, porque Fali hundió el mentón en el pecho con las mejillas encendidas, tragando saliva como si tratara de engullir algo amargo; pero en seguida, lo miró con timidez y sonrió si le estuviera haciendo muy feliz
-No seas majara –repuso con firmeza y tono emocionado-. Haré lo mismo siempre que lo necesites, sin interés.
El Templao sonrió con escepticismo. Sin posibilidad ninguna de establecer un acuerdo pagado, sólo podía aspirar a favores que jamás serían cotidianos sin el compromiso de un sueldo, pero Fali se apresuró a añadir:
-Yo trabajo en una sastrería, donde no me canso ni ná. Cuenta conmigo siempre, a partir de las siete y media. Te juro por mi salud que iré to los días donde tú me digas.
El Templao sintió rubor, a pesar del desprendimiento que él mismo había exhibido en el barrio desde su infancia. ¿Cómo iba a aprovecharse, sin más, de tan buena disposición? Lo consideraba un abuso inadmisible.
Miró largamente al muchacho mientras calculaba las ventajas y posibles desventajas de una alianza tan atípica.
-Entonces –concedió-, toma un recao pa entrar el domingo a la plaza de toros y te espero en los vestuarios. ¿Puedo contar contigo?
-Claro.
Permaneció todo el sábado en la habitación de la pensión, en un duermevela constante, entre sueños y pesadillas que tenían por protagonistas a su hermana Inma muerta y al falangista, hijo del barbero vecino de Mani, que había sido el primer cohete de la interminable traca de desgracias que había sido la vida de las dos familias, la suya y la de su amigo.
El combate transcurrió como en un sueño. No era lucha, sino ballet; no había inmolación, sino representación; el dolor lo ocasionaba el calor súbito de la hoguera de un júa de las fiestas patronales de junio; lo que sonaba no eran campanillazos ni porrazos, sino estallido de cohetes en el fuego; oía música de una panda de verdiales, no la estridencia de una canción norteamericana propagada por altavoces defectuosos y las aclamaciones eran las de sus camaradas del barrio por saltar más alto y arriesgando más que nadie, sobre el incendio efímero del más delirante y divertido conjunto de júas. La sangre era un reguero de vino derramado.
El corto tiempo que duró el combate creyó que ocurría en la pantalla de un cine o en un delirio soñado. Él no podía ser el que noqueaba al que fuera hasta ese momento campeón de España ni el hombre sudoroso al que levantaron la mano derecha mientras la plaza aplaudía de pie.
Tras resistirse al abrazo emocionado de Fali, acudió Quini a abrazarlo y alzarlo en volandas. Su antiguo camarada, y ahora jefe, dijo:
-Ya está, Guaqui. Ahora, a disfrutar. Estoy organizando un almuerzo pa mañana, en una venta de los Montes, pa celebrarlo. Es la mejor, la venta del Botijo. Aparte del lomo en manteca y las demás cosas típicas, ¿te apetecerá algo especial?
-No, qué va. Con que haya muchas aceitunas partías…
-Ya verás –dijo Quini enigmáticamente.