domingo, 18 de abril de 2010

2º capítulo ORO ENTRE BRUMAS

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Orden del Rey
Llegados por fin al puerto de Cádiz, los tres hombres encontraron bloqueado el paso de los cinco caballos, dos de ellos sobrecargados de bultos, por la hilera de carretas desbordadas de mercancías y el hervidero de arrumbadores. Muchos de éstos organizaban trifulcas vocingleras, pugnando entre insultos y amenazas por ser elegidos para la estiba, mejor pagada que la simple carga, de modo que había reyertas con navajas al sol junto a casi todas las carretas.
La muralla de la fortificación hacía de caja de resonancia de la algarabía, encajonada en el estrecho muelle donde eran abastecidos dos navíos a la vez. Las injurias e intimidaciones y las órdenes para aplacar a las bestias apenas permitían oír los chirridos de los cabrestantes durante el izado continuo de bultos.
Don Ginés de Barrachina extrajo las cartas del zurrón por indicación de su compañero, para tenerlas dispuestas cuando consiguieran llegar al pie de la pasarela. Bajo el sol que brillaba alto, sudaban copiosamente y el agobio de la sofocante calima producida por el ajetreo de pacas de lana, cajas de armas, sacos de especias y cestos de víveres que iban siendo llevados al galeón, les hacía desear culminar cuanto antes la misión y volver al fresco refugio de la venta de Chiclana en que habían pernoctado, donde proyectaban holgar un par de jornadas y resarcirse así de la sobriedad y circunspección que el maese les había impuesto con sus prisas. A lo largo del viaje, habían tenido que madrugar a diario, lo que les impedía festejar por la noche. Los dos militares hablaban bajo, pero no en susurros, convencidos de que el extraño personaje que escoltaban no podía entenderles.
-Mi primo, el señor de Frigiliana, sospecha que es astrólogo -insistió el alférez Régulo de Maro, repitiendo lo que afirmara veces incontables durante los días que había durado el viaje desde Madrid.
-Antes de ayer debimos conducirlo y presentar la orden ante la Escuela de Marear de la Casa de Contratación; lo retuvieron tanto tiempo, que tuvimos que hacer noche en Sevilla. ¿Por qué querrían hablar con un astrólogo en la Escuela de Marear?
-No seáis necio, don Ginés. Dice mi primo don Froilán que marinos y alquimistas son de igual ralea; unos y otros persiguen sueños y no les importa si han de aliarse con Satán para alcanzarlos. Ya sabéis que el señor de Frigiliana tiene padrinos y predicamento en la Corte; pues bien, asegura que este maese pasó todo un día encerrado en un gabinete nada menos que con el mismísimo Almirante de Castilla, hablando quién sabe de qué. Os aseguro que ha de ser gran señor y no villano, aunque por la modestia de su atavío y el polvo que ahora le cubre lo parezca. Quién sabe si no será noble que huye de la Santa Inquisición por una acusación de herejía.
-¿Y habría de ser el propio primer almirante de su Católica Majestad quien le salvara? No desvariéis, don Gines.
Los caballos se estaban impacientando. Las deposiciones de las acémilas, amasadas con el polvo del muelle y el vino que chorreaban las espitas mal cerradas de las pipas que subían a la nao, formaban un fango denso de olor penetrante, lo que aumentaba el agobio, llegando el aire a ser irrespirable. Visto desde encima de las monturas, el embarcadero permanecía oculto bajo la muchedumbre alborotada, el desorden de bultos apilados en cualquier parte, el laberinto de carretas y los mulos y burros espantados por el estruendo. Sería imposible abrirse paso antes de que la carga del Bezmiliana hubiera concluido.
-Ansío acabar de una vez y quedar libre de esta misión -dijo con impaciencia don Ginés, mientras se sacudía el polvo de cereal que agrisaba su casaca-. Sobre todo, deseo retornar a la venta de las Conchas. Aquella mesonera...
-Tendremos que abrirnos paso a zurriagazos.
-Conteneos, don Régulo. Recordad que se nos ordenó discreción y templanza.
Régulo de Maro contempló el bosque de mástiles, trinquetes, masteleros, estayes y relingas, alrededor y más allá de los navíos que estaban siendo cargados, que componían un intrincado conjunto de palos, jarcias arrolladas y gruesos cabos. Aun con las velas arriadas, el despliegue de los colosales bajeles era impresionante.
-¿No podríamos conducirle ante el capitán de aquel otro galeón? -sugirió De Maro- Toda la flota habrá de zarpar de Cádiz al mismo tiempo.
-Se nos ordenó expresamente llevarle al Bezmiliana y no a otro. La segunda carta, la del magistrado de la Casa de Contratación, va a dirigida al capitán don Zoilo de Monegros, que gobierna esta nao. Habremos de tener paciencia.

El sol comenzaba su descenso hacia el ocaso cuando pudieron amarrar las monturas al pie de la pasarela que unía el muelle a la porta de cubierta. Desentendido de los trámites que debían superar aún, el maese impidió con aspavientos iracundos que su equipaje fuese descargado por los numerosos porteadores que acudieron a ofrecerse con sumisión servil. Desató él mismo los correajes de los dos caballos y en un espacio libre de fango fue ordenando cuatro grandes valijas de cuero con bastidor de madera, un baúl, dos bultos liados con cuerdas y una arqueta.
Atento a la minuciosa comprobación de que la impedimenta y los instrumentos del baúl habían superado intactos la cabalgada de más de ciento treinta leguas y los incontables cambios de monturas, oyó pero no prestó atención a la discusión que tenía lugar más arriba, entre los dos militares, que no habían abandonado la pasarela, y el capitán, que les cerraba el paso a cubierta, furibundo de indignación.
-No queda espacio en mi nave para tan importante señor -protestaba el capitán don Zoilo de Monegros-. ¿He de expulsar a uno de mis oficiales y dejarlo en tierra? ¿Por qué no le acomodáis en otro galeón?
-Leed, por favor, la orden -exigió más que pidió, con tono seco, don Régulo de Maro-. Es en el Bezmiliana donde debe viajar y es a vos a quien se os lo exige.
El capitán desplegó el papel pero apenas le dedicó una mirada.
-¿Decís que es cartógrafo y maestro de marear? ¿Por qué he de enrolar a un cartógrafo? Éste es un navío dedicado al comercio de Indias, no a la exploración. ¿Y por qué a un maestro de marear? Todos mis marineros son expertos, curtidos en millares de singladuras.
-¿Habéis observado que la segunda orden lleva el sello del magistrado de la Casa de Contratación? -señaló don Ginés de Barrachina, a quien le pareció que el capitán no sabía leer-. Observad, también, que la primera presenta el sello y la firma del Almirante de Castilla, que suscribe "por orden del Rey nuestro señor". No discutáis más. Disponed la cámara donde maese Rinaldo pueda ser aposentado. Como habréis visto, se os exige que tenga buena luz, vistas y mesa donde trabajar.

Aunque el Bezmiliana se encontraba preparado, faltaban dos días para hacerse a la mar, porque aún restaba cargar tres naves de mercancía y víveres. El capitán Zoilo de Monegros guardó al amanecer las dos cartas en el zurrón y montó el caballo de un salto desde la pasarela, espoleándolo con dirección a Sevilla.
No confiaba, ni podía confiar, en el almirante don Manuel Velasco de Tejada para resolver el problema; el jefe supremo de la Flota de Tierra Firme vivía en las nubes, absorto y obnubilado entre sus papeles de la nave capitana, su ingenua creencia de llevar con él una parte del boato de la corte y la convicción de estar realizando un importantísimo servicio personal al rey, que como a todos los almirantes que le habían precedido, le proveería de honores y prebendas cuando regresara a España con las riquezas que mantenían el lustre de la corona.
Paró a beber en la casa de postas de Jerez, a ver si se le disolvía el maltrago mientras le encinchaban un nuevo caballo; sentía mucho miedo y no comprendía el significado de que el magistrado de la Casa de Contratación enviase a ese hombre a su nave. ¿Estaría el propio magistrado tan alarmado como él, a causa de que alguien de la Corte se hubiera puesto a fisgonear? En tal caso, ¿no sería peligroso ir a la Casa de Contratación a reclamar? Iría, qué remedio; a fin de cuentas, todos estaban embarcados en medio del mismo temporal.
Con sólo un cambio de montura tras el de la casa de postas de Jerez, consiguió llegar a la Casa de Contratación de Sevilla a mediodía. Amarró el caballo junto a la Cruz de las Juras de Tratos y entró precipitadamente en la Lonja.
Su amigo el oidor letrado don Lope de Estepa le escuchó pacientemente, sin decir nada, con una chispa de ironía en los ojos. Una vez que don Zoilo hubo repetido en varias ocasiones sus quejas y cuando parecía haber recuperado el control, puesto que ya no gritaba tan desaforadamente como al llegar, le dijo:
-Es orden del propio rey, don Zoilo. Nada puede hacer esta casa.
-El tal es un personaje siniestro -arguyó desesperadamente don Zoilo-. Ni siquiera habla castellano y yo no entiendo las palabras de iglesia.
-¿Os habló en latín?
-Así es.
-Según creo, maese Rinaldo usa muchas lenguas.
-Pero no la nuestra. ¿De dónde procede?
-Dicen que es genovés.
-Pues no lo parece por su aspecto ni por las trazas exóticas de su equipaje, tan voluminoso como el de una reina; ha introducido en mi nave objetos muy extraños. ¿No será un pariente alemán del rey Carlos, que han mandado para vigilarme?
El oidor rió a carcajadas.
-¿Acaso ignoráis, don Zoilo, con cuánta pompa viajan tales señores? Lo que nos ha escrito el Almirante de Castilla es que maese Rinaldo tiene la orden de trazar cartas precisas del puerto de Cartagena de Indias y sus alrededores, porque alguien le ha dicho al rey don Carlos que nuestras cartas son rudimentarias.
-Maese Rinaldo se aposentó bien pertrechado. Y se conduce como quien está acostumbrado a mandar, no como un modesto cartógrafo, misión que, por otra parte, yo no me la creo. Mis cartas de navegación señalan cada una de las islas, canales y revueltas del puerto de Cartagena, ¿a qué trazar nuevos mapas? Vos sabéis bien que no nos conviene llevar testigos incómodos en el navío.
-Estos sabios de corto fuste viven en otro mundo, don Zoilo. El maese permanecerá durante la travesía demasiado absorto en el dibujo de sus mapas como para sentir curiosidad por otros asuntos.
-Permitidme que disienta, don Lope. No es preciso tener demasiada curiosidad para advertir en mi nave todo lo que vos sabéis. Y el tal Rinaldo no es el sabio distraído que suponéis. Ayer noche lo vi revisar su impedimenta con el rigor de un cirujano. Ese testigo a bordo nos hará correr grandes riesgos, tanto a vos como a mí.
-¿De veras lo creéis?
-Sería capaz de jurarlo ante el inquisidor mayor.
-Bien, entonces, permaneced vigilante. Y si descubrís por su conducta que el tal peligro es verdadero, creo don Zoilo que debéis aguardar a resolver el problema cuando, en altamar, seáis dueño absoluto de vuestra tripulación.
El capitán De Monegros captó en la mirada el mensaje que la boca no había articulado.
-¿Vos creéis? ¿No será peligroso, teniendo en cuenta quiénes son sus valedores?
-Escuchad, don Zoilo. Yo no os he dado una orden... ni siquiera han pronunciado mis labios una sugerencia. Pero debéis recordar y tener siempre presente que ese rey imbécil e impotente vive muy lejos, en sus sueños embrujados del Alcázar de Madrid. Quienes pueden mandar que nos asesinen están mucho más cerca. Así que estoy seguro de que obraréis con astucia de viejo marino.

Maese Rinaldo organizaba sus pertenencias en la cámara, al amanecer, cuando observó que el gesticulante y descontrolado capitán partía a galope del muelle. Supuso que él era el causante de sus prisas y sonrió. Podía imaginar cuáles eran las instancias que el capitán iba a consultar y los recursos que iba a tratar de agotar para, al final, tener que resignarse a su presencia en el barco.
Decidido a descartar la litera, a la que los años vividos en Constantinopla y Alejandría le habían deshabituado, extendió una gruesa alfombra persa en el suelo, en el único espacio libre entre la mesa y el rincón que ocupaba el camastro. Mientras acomodaba, arrodillado, el que iba a ser su lecho durante la travesía, examinó con interés las paredes. Su forma casi plana carecía de lógica; con extrañeza, asomó la cabeza y los hombros por el ventanuco; había viajado muy poco en barco y los conocía mejor a través de los libros, gracias a un esfuerzo muy arduo realizado durante los últimos tres meses, pero la constatación de que la curva exterior no se correspondía con las líneas del interior le hizo reír de nuevo.
Tenía que efectuar un reconocimiento a fondo del galeón antes de que el capitán volviera. Si, como parecía, había paredes falsas en una cámara del castillo de proa, no podía ser ése el único lugar donde las hubiera, ya que, en tal caso, le habrían aposentado donde nada pudiera alentar sus sospechas. Atravesó la cubierta resuelto a inspeccionar las cámaras de popa, pero cuando intentó entrar en el alcázar, un joven alférez le cerró el paso.
-En este buque, las responsabilidades son atribuidas con gran rigor- dijo el joven-. El alcázar está bajo mi mando este día y sólo pueden pasar quienes dispongan de autorización. ¿La tenéis vos?
Mediante ademanes, maese Rinaldo le comunicó que no comprendía. Sorprendentemente, el alférez repitió su veto en latín y ahora no pudo fingir no haber entendido.
-¿Quién tiene que dar esa autorización?
-Sólo el capitán puede- respondió el militar en posición de firmes y con igual firmeza en su negativa a permitirle el paso.
Maese Rinaldo observó al joven. Dado que aparentaba menos de veinte años, intuyó que su rango sería reflejo de la categoría de su familia, que habría pagado para obtenerlo. Se trataba de un joven de buena apariencia que podía triunfar en la corte gracias al donaire de su porte y la exquisita educación que revelaba su dominio del latín; el maese supuso que habría elegido el duro oficio de marinero por un afán de aventuras o ansia de conocimientos.
-¿Cómo os llamáis?
-Francisco de Alcaparaín, para serviros.
-Servidme, pues, y dejadme paso. ¿Sabéis cuál es mi misión en esta nao?
-Ayer noche nos la comunicó el capitán. Conozco la importancia de vuestro trabajo para los intereses de España en Ultramar. Pero en este barco estamos sometidos a una sola disciplina. Nuestro jefe es don Zoilo de Monegros y él ha dispuesto quién puede y quién no recorrer la nao con libertad.
-Y a mí no se me concede tal libertad...
Francisco de Alcaparaín se mordió el labio, como si se reprochara a sí mismo haber dicho más de lo conveniente. Maese Rinaldo lo examinó con detenimiento; sus ademanes revelaban que, aun viéndose obligado a cerrarle el paso, le respetaba grandemente y en sus ojos yacía la fascinación propia de un adolescente ante alguien de quien intuye, atinada o desatinadamente, que encarna sus más caros ideales. Le sonrió con intimidad, pues era perceptible en la forzada rigidez de su actitud que se hallaba impresionado por la importancia de un maese enviado por el propio rey, y le sugirió:
-¿Y si me acompañáis vos? Trato de encontrar una estancia que tenga tan buenas vistas como mi cámara, pero en babor y hacia popa, en la parte alta del alcázar, para poder realizar mis mediciones cartográficas hacia todas las direcciones. Vos, que sois como veo persona culta, sabéis lo que quiero decir.
La última frase ocasionó una complacida sonrisa en el rostro del joven, que, cediéndole el paso, dijo:
-Desde que llegasteis, ardo en deseos de hablar con vos, pues en este barco sólo otros dos usan el latín, pero de modo abominable porque son jóvenes escolares. Y en mi pueblo, sólo con el cura puedo hablarlo.
-Pues habría que dar parabienes a vuestro maestro. Habláis un latín excelente.
El rostro del joven resplandeció de felicidad. Rinaldo observó con paciencia y buen humor cómo descargaba el peso alternativamente en una pierna y en la otra, tratando de sacudirse la duda y el temor.
-Gracias. ¿Decíais que necesitáis un mirador a babor?
-Así es.
-Puedo mostraros uno que me parece apropiado, pero sólo por esta vez. En adelante, debe autorizaros el capitán.
Tras subir la escalera y recorrer el estrecho pasillo, y luego de doblar un ángulo de noventa grados, llegaron ante una puerta cerrada, que el alférez abrió eligiendo una llave del manojo que llevaba enganchado en el cinto. Se trataba de un camarote, pero mucho mejor instalado que el que servía de alojamiento a maese Rinaldo. Éste fingió calibrar la idoneidad del mirador, pero observó disimuladamente que también en esa estancia parecía haber paredes falsas. A juzgar por lo visto, se dijo que en el Bezmiliana había más trampas y compartimientos secretos que en la Roma de los Borgia.
-Esta es la cámara del sobrecargo -dijo el alférez-. Si deseáis trabajar también aquí, no sólo bastaría con la autorización del capitán. Necesitaríais, así mismo, el permiso de don Tomás de Utrera.
-Gracias por vuestra ayuda. Venid a conversar conmigo siempre que necesitéis hablar en latín.
-¿No os molestaré?
-Al contrario. Me complacerá teneros por contertulio.
Francisco de Alcaparaín sonrió como si acabaran de concederle un privilegio largamente ansiado.

De vuelta en la cubierta del Bezmiliana al atardecer, don Zoilo observó que maese Rinaldo dialogaba animadamente con dos grumetes, sentados los tres en la borda de la cubierta del castillo. Sintió un escalofrío. También esos grumetes le habían sido impuestos, tres días antes, por orden del mismo magistrado de la Casa de Contratación que había elegido su nave para acomodar al genovés. Eran dos adolescentes, segundones de importantes familias andaluzas, que, como tantos de sus semejantes, acabarían convertidos en metederos, ya que el no ser primogénitos les había privado de otro medio de hacer fortuna que no fuera el contrabando de Indias. Al principio, se convenció de que para aprender la picaresca de metedero se habían enrolados en el Bezmiliana, pero... ¿formarían parte de alguna clase de conjura en la que él sería la víctima? Los desleales redomados, estaban hablando en latín.
Apretó los labios con expresión sombría y llamó por señas a algunos de los oficiales, que permanecían ociosos en cubierta puesto que la carga estaba completa y se habían realizado ya todas las revisiones de los aparejos. Como se trataba de una discretísima señal convenida, sólo acudieron al camarote del capitán los que éste quería que acudieran.
-¿Crisis? -preguntó escuetamente el sobrecargo don Tomás de Utrera.
-Y de las graves -afirmó don Zoilo de Monegros con voz ronca-. Este cartógrafo fingido debe de tener el encargo de espiarnos, quién sabe por orden de quién. Desde luego, se trata de alguien de palacio.
-¿Qué haremos? -preguntó con angustia De Utrera, un hacendado arruinado que sólo había realizado una travesía a las Indias.
-De momento, estad en guardia -determinó De Monegros-. Sospecho que puede tener aliados en el barco. Acabo de verlo hablar con los grumetes Pedro de Vélez y Fernando de Tolox, dos recién enrolados que también fueron enviados al Bezmiliana por el magistrado de la Casa de Contratación, como maese Rinaldo.
-Pero... ¿cómo va a mandar espiarnos el magistrado? -ironizó el contramaestre don Luis de Alcor-. Él es el primer interesado en que nadie de la Corte pueda conocer lo que ocurre en éste y los demás navíos.
-Entiendo que él ha sido forzado, como nosotros -dijo con amargura De Monegros-. Mi amigo el oidor me dice que el maese es de veras un cartógrafo, pero no me ha convencido. Por ende, debemos todos permanecer vigilantes y... bien, cada uno de ustedes tiene que elaborar un plan, que estudiaremos conjuntamente para elegir el mejor. Maese Rinaldo no puede volver de las Indias, debe desaparecer en algún punto de la travesía.
-Desaparecerá -afirmó con expresión firme don Luis de Alcor.
-¿Y qué haremos con sus cómplices, si confirmamos que lo son? -preguntó el sobrecargo.
-Aunque tenga de verdad cómplices -dijo don Rodrigo de Dueñas-, creo que tiene en la nave muchos más enemigos. La llegada de maese Rinaldo ha causado un seísmo entre la tripulación y corren toda clase de rumores sobre los motivos de que nos hayan impuesto su presencia. Todos están tan atemorizados como nosotros, pues al enrolarse esperaban mejorar sus haciendas con lo que consigan traer de las Indias de tapadillo, creyendo que burlan nuestra entendederas.
-Sí, mismamente anoche, ya tuve constancia de tales temores a tenor de las preguntas impacientes que me hicieron -confirmó De Monegros-. Pero de momento, es urgente determinar si el maese tiene, como parece, cómplices entre la tripulación. Observadlo sin perderos ni un gesto y no hagáis nada; sólo tenedme al tanto de todos sus movimientos, cuánto tiempo dedica a sus dibujos, cuánto a revisiones que no nos convengan y con quiénes se relaciona.