miércoles, 17 de febrero de 2010

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Capítulo 9º


IX
-Tú no te preocupes por mí –insistió el Templao.
Doña Elena había mandado entregarle una talega llena de embutidos, vino y pan.
-Tendría que irme contigo –declaró Mani.
-Ni se te ocurra. Con ella estarás bien. Aprovéchate.
-¿Dónde vas a ir?
-No lo sé, Mani. A lo mejor me quedo por la playa del Chafarino.
-¿Cómo sabré dónde encontrarte?
-No te preocupes más. Cuando tenga algo fijo, vendré a decírtelo. Pórtate bien y no seas tonto. Adiós.
Mani lo vio alejarse camino de la parte alta de la ciudad, dando un rodeo enorme por miedo a que alguien pudiera reconocerlo por el centro de, tan cerca del puerto. ¿Iban a tener que comportarse siempre con la misma precaución, como si fueran fugitivos de la justicia? Negó a su propio pensamiento. Málaga, la ciudad paradisíaca que ensalzaban los poetas, ¿podía haberse vuelto tan hostil? Recordó la naturalidad con que el obispo y otra gente importante visitaban a doña Elena en la destruida casa de la Caleta; bajo su amparo, estaría seguro. Pero ¿qué sería del Templao? Miró con profunda tristeza la ancha espalda que se distanciaba, como si se desvaneciera poco a poco en un pliegue imposible del tiempo; a la vez que su más querido amigo se disolvía en una esperanza que presentía vana, iba esfumándose una parte trascendental de su adolescencia. La dulzura del amor y la confianza luminosa de la amistad habían sido arrancadas de su corazón como las capas de una cebolla infame. Inma, su primer amor, y su hermano, el Templao, habían convulsionado su joven vida… y los había perdido. Porque por mucho que su corazón le pidiera correr tras el rastro del Templao, la cabeza le decía que eso no le convenía.
Volvió a la vivienda de la prima de doña Elena con la congoja de una nueva pérdida. A cada paso con mayor convicción, presentía que no vería más al Templao, por lo que respondió con un mohín la pregunta de doña Elena:
-¿Has fijado alguna cita con ese muchacho?
Debería haberlo hecho, se dijo. Tanto el Templao como él se habían encomendado al azar para volver a encontrarse. Quiso recriminarse el error, pero en lugar de ello frunció los labios con determinación.
-Están disponiéndome una habitación en un palacete que he alquilao en la Caleta –informó doña Elena-. Pediré que arreglen otra, al lado, para ti. Tendrás que vigilar por mí la reconstrucción de la casa, que va a comenzar mañana. También voy a necesitar que vayas al puerto, a revisar el estado de los barcos, a ver lo que puedan haber hecho esos salvajes; pero antes tienen que teñirte esta pelusilla que te han dejado, y hacerte un traje y todo lo demás, para que luzcas de acuerdo con tu categoría. Por la misma razón, pasao mañana tienes una cita con el alcalde, pa que te conozca y decirle de mi parte que el mes que viene iré a visitarlo. Se trata de que si alguien te reconoce, tenga la mar de claro que no podrá nada contra ti. Por la misma razón, te conseguiré una entrevista con el gobernador militar, al que le dirás que puede contar con los barcos por si necesitara algo. A continuación, cuando ya te hayas dado a conocer, de manera mu evidente, en los círculos del poder, será cuando vayas al puerto, donde tú serás desde ahora mi único representante. Tómate en serio el asunto y actúa en consecuencia, porque ésa es la vida que te doy.
Sucedía de manera nada solemne. La anciana había decidido prohijarlo en cierta medida, y ni siquiera había creído necesario discutir sobre ello. De modo espontáneo, el hijo de una bastarda de su marido se convertía en su apoderado. Mani escuchó las instrucciones mecánicamente, pero en seguida se estremeció. ¿A qué podía referirse doña Elena con lo de la categoría?
Tres días más tarde, se hizo la misma pregunta, junto a las conocidas jambas del portalón de la verja que había protegido el jardín de doña Elena. Nunca había visto tantos trabajadores afanándose al mismo tiempo en una sola casa, como si se dispusieran a construir un gran edificio.
Vio renacer la mansión como en una película pasada a cámara rápida. Iba cada día, lo que le hacía caminar sólo unos centenares de metros desde la casa que doña Elena había alquilado. A diario, sentía desconcierto porque no siempre había el mismo número de trabajadores. Con frecuencia, advertía que a uno de ellos no lo había visto nunca; se trataba de sujetos que se sumaban a la cuadrilla como fantasmas que hubieran sido invocados, siempre andrajosos, barbudos y malcarados, y generalmente portando una pequeña manta jerezada al hombro. Después de notar tales irrupciones muchas veces, un día decidió espiar lo que hablaba uno de ellos con los albañiles habituales. Se alarmó tanto, que pasó varias noches de insomnio, sin decidir si debía comunicárselo a doña Elena o no:
-Nos mandan a los civiles un día sí y otro también, siempre procedentes de nuestros pueblos, porque así se aseguran de que nos reconocerán. Pero nosotros dominamos la serranía fenomenal; cantamos bandolaos o silbidos para avisarnos de que llega uno y entonces, nos escondemos y soltamos a las mulas, que se saben los caminos de memoria; los civiles siguen persiguiéndolas a ellas, mientras nosotros nos ponemos a salvo.
Sin duda, se trataba de los famosos maquis que pululaban por todas las serranías de Mälaga, que seguramente bajaban de vez en cuando para ganarse un jornal con el que sobrevivir. Aunque consideraba que su presencia en la obra podía ocasionar muchos problemas, siempre vencía su compasión por el hombre concreto y nunca se convencía a sí mismo de denunciarlo.
De todos modos, él siempre podía alegar ignorancia, porque no tenía por qué conocer a ninguno de los maquis e ignoraba los compromisos del constructor y lo que doña Elena hubiera hablado con él. Ella sólo le pedía un informe diario del avance de la obra, tanto de la casa como del invernadero y los demás elementos del jardín.
Mas resultaba sorprendente que, algunos días, el número de obreros se doblara y no por la presencia subrepticia de maquis, sino por otra clase de personas con expresiones desesperadas; llegaban varios camiones de reparto, parecidos al que él había comandado durante la guerra, y se apeaba un gran número de apesadumbrados hombres, muchos con heridas y heterogéneas vestimentas predominantemente grises, que se sumaban a los albañiles con miradas sombrías, a las órdenes de unos sujetos que parecían sargentos de la legión; se afanaban mucho más que los obreros habituales.
Invariablemente, el ritmo de la obra daba un salto importante y repentino. Pero a pesar de su extrañeza, jamás preguntó a nadie si, como le decía un pálpito, podían ser prisioneros forzados a trabajar para un particular. Reprimió el pálpito y la pregunta, porque la intuición le decía que tales cosas podían perjudicarle.
Tampoco informó ni preguntó a doña Elenma sobre este asunto.
Su relación con la anciana había cambiado.
Ya no era aquella mimosa y extravagante señora que había entrado su vida inopinadamente, y acariciaba sus cejas y mejillas con un brillo húmedo de añoranza en los ojos. Ahora, lo trataba con la intimidad de un familiar cercano, como la abuela poderosa que no se plantea la menor duda de que su nieto y heredero cumpliría fielmente sus órdenes