martes, 23 de febrero de 2010

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Aquí tenéis el capítulo 10, con el que se completa la primera parte de la novela.


X
Mani iba a cumplir dieciséis años cuando anunciaron que la guerra había terminado; estaba en el puente de uno de los barcos atracados y escuchó que lo exclamaban en el muelle unos hombres entre vítores.
Paradójicamente, no sintió nada.
Tenía que ir dos o tres veces por semana al puerto, donde a su pesar se le instalaba un extraño vacío en el pecho. Recogía los manifiestos, respondía las preguntas de los capitanes, hacía las averiguaciones que doña Elena le encargaba y escuchaba las explicaciones con una extraña mezcla de pánico y añoranza. Pánico porque a pesar de que doña Elena le instruía con una extraña lucidez a despecho de su edad, creía entender cada día menos del negocio, lo que le producía enorme desazón. Añoranza porque suponía que el Templao debía de trabajar en el puerto, pero nunca conseguía verlo siquiera y doña Elena le advertía a diario de que no debía indagar abiertamente sobre gente de “esa clase”.
-Si te lo tropiezas, muy bien. Al fin y al cabo, habéis pasado mucho juntos, pero mis hombres o los de la junta no te respetarían como deben si descubrieran que tienes ese tipo de relaciones. Recuerda que tú eres el jefe. Tienes que aprender a cuidar tu posición.
¿Qué posición?, se pregunto Mani tratando de que la pregtunta no brotara en sus ojos. Antes de conseguir que el Templao lo aceptase a su lado, había tenido que recorrer un largo calvario de bromas, desdenes y burlas, porque Joaquín era desde siempre el muchacho más fuerte, más popular y más respetado del barrio, y él era sólo un niño cinco años menor al que nadie respetaba.
Evocó con un vacío en el pecho enorme la primera vez día que consiguió pasar una tarde junto al Templao, sintiéndose su igual.

Cuando salían a la calle Huerto de Monjas, el Templao preguntó:
-¿Pelas la pava con mi Inma?
-Eso quisiera yo... -respondió, de nuevo ruborizado.
-¿Cuántos años tienes?
-Once he cumplío.
-Tienes dos años menos que ella.
-Pos me llega por aquí -Mani señaló su oreja derecha.
-Que no te vea yo ponerle las manos encima, ¿eh?
-¡Que dices, Guaqui! Yo no ofendería a tu hermana ni que me mataran, y mucho menos siendo tú su hermano. Si no tuviera una pechá de motivos pa admirarte, además me estás haciendo este favor tan grande.
-No te estoy haciendo ningun favor, Mani. Hasta la hora que me vaya al taller, no tengo ná que hacer. Tú sí que me hiciste un favor anteanoche; a lo mejor no te diste cuenta, pero si aquellos hijoputas se hubieran liao a tiros, tú habrías sío el primero en caer por venir a avisarme. Los tienes de piedra y te debo la vida, Mani.
-Pero... a ti te respetan tanto, Guaqui; a mí me da una pelusa cuando veo que te hacen tanto la pelota. El Quini dice...
-Mira, Mani; al Quini, ni agua... ¿No te das cuenta de que está perdío del tó? Ya no sabe hacer namás que afanar, y ya viste lo que hizo la noche de los júas, cargarse a un guardia. Si no estuvieran las cosas como están, que los guardias no dan abasto con tantos asaltos y navajazos que hay tós los días, ya nos habrían llevao al barrio en pleno a la comisaría de vigilancia, pa sacarnos información sobre el escondite de ese majareta perdío. El Quini tiene el porvenir más negro que los calzoncillos blancos del borracho de su padre.
-Esta tarde, me ha ofrecío un negocio...
-¡Mani! ¿Has hablao otra vez con él? ¡Estás pa que te encierren! Ni lo escuches, ¿me oyes? Si se te acerca, dale una patá en el culo.
Holgaba pedirle consejo sobre la propuesta; ¡un jornal de cuatro duros diarios que se esfumaba! Bueno, a lo mejor podía convencer al Templao de que le ayudase en algo más repentino y mucho más productivo, sin tener que exponerse un día tras otro, sólo una vez. Llegados al final de calle Larios, Mani preparó el dinero para el tranvía. En el momento de subir, el Templao le dijo:
-Paga tú namás, Mani; yo iré de rondón en el tope.
-Mi madre me ha dao dinero.
-Pos guárdalo, que falta te hace.
Durante la tediosa marcha del tranvía a lo largo de unos tres kilómetros, Mani lo veía agazapado, para que el conductor no le descubriese; lamentó no continuar conversando con él todo el trayecto, porque precisamente el Templao, el líder de los muchachos del barrio, era el único de su edad que no se burlaba de él, le trataba como a un igual y le hacía sentir que había acabado su niñez por fin.
Llegados a la parada, y luego de preguntar a un vendedor de melones, recorrieron varias calles siguiendo sus indicaciones.
-Mira, también andan asaltando tiendas por este barrio tan tranquilo -el Templao señaló la puerta y escaparates rotos de un ultramarinos.
-Y por allí arriba, hay un chalet quemao -informó Mani.
-Yo tengo que pedirte también un favor, Mani.
-Larga.
-Tu hermano Paco... en fin. Es el tío más cojonúo del barrio y yo quiero me lleve a su célula.
Mani no tenía ni idea de lo que la palabra significaba. Por otro lado, le parecía de pronto que todas las consideraciones del Templao estaban motivadas por la pretensión de que le sirviera de intermediario ante su hermano. Tal idea le produjo decepción y enojo, pero consiguió liberarse de ambos sentimientos con la idea de que él también quería usar a Guaqui como intermediario ante Inma.

En la actuialidad, cuando ambos habían sufrido las peores calamidades y la vida y el tiempo les había conducido casi a la edad adulta, con el correspondiente dominio sobre el respectivo libre albedrío, se le decía que no le convenía la compañía del amigo que más habia querido en su vida. Se sintió extrañamente culpable por no rebelarse.
Los marinos, incluidos los capitanes, lo trataban con mucha deferencia y no daban muestras de reprocharle su juventud. Había ganado algo de peso, aunque continuaba muy flaco; pero su aspecto presentaba en conjunto enorme galanura, embutido en los trajes de rico paño que le confeccionaba a medida el sastre de calle Larios.
Bajó la mirada para contemplar a los hombres que se alejaban muelle adelante, festejando que la distante guerra hubiera acabado. Se pararon ante un grupo de arrumbadores que trabajaban ante uno de los almacenes y corearon varios vivas, mientras saltaban con júbilo y se pasaban botellas de vino.
Uno de los arrumbadores contempló con complacencia la silueta del elegante joven apoyado con garbo y displicencia en la borda de un barco cercano.
No tenía que forzar demasiado la vista para saber que era Mani. Todos los días le parecía que había crecido un poco más. Si ahora pudieran caminar medio abrazados, como lo habían hecho antaño tantas veces, era seguro que Mani sobrepasaría su altura lo menos en cinco o seis centímetros.
Le parecía natural que fuese objeto de tantas lisonjas. Le había perdido el miedo a que lo reconocieran los numerosos chivatos que pululaban por Málaga, y lucía su pelo normal, peinado cuidadosamente. Ya no era tan claro, pero nadie dudaría de que ese muchacho, tan apuesto y reservado, formaba parte de la más alta aristocracia de la ciudad. A pesar de la distancia desde la que siempre le observaba, resultaba notorio el respeto de todos; los nuevos carabineros, en realidad guardias civiles, lo saludaban marcialmente al pasar ante él o al ser llamados a su presencia. Sintió orgullo. El niño que más sinceramente le había confesado su admiración en el barrio, se había convertido en uno de los hombres más importantes de la ciudad. Conservaba en el ánimo rescoldos del fuego que encendió en su pecho, cinco años antes, el hecho de que Mani le confesara su admiración y afecto, siendo él mismo un muchacho tan digno de admiración y afecto. Su cariño por Mani no precisaba ser alimentado por el trato presente ni por sucesos actuales, porque era suficiente e imborrable el rastro de lo ocurrido en el pasado.
El Templao comprobó, una vez más, que Mani no lo reconocía a la distancia. Pero poseía la gallardía necesaria y la prudencia conveniente para presentir que no debía llevar la iniciativa de un saludo.
-Oye, estoy hecho polvo –comentó a su lado uno de los arrumbadores. ¿Y si vamos a pescadería, a tomarnos un café?
-Ahora, un café me caería como una piedra en la barriga, porque tengo un hambre…
-Joder, Guaqui, tú siempre pensando en la comía. Así estás, que pareces Primo Carnera.
El Templao sonrió. La mayoría de sus compañeros le apodaban “Primo Carnera” o “Paulino Uzcudun”, pero a él le parecían exageraciones. No era tan enorme como los famosos boxeadores ni había practicado jamás ninguna clase de deporte.
Nunca pedía permiso para abandonar el trabajo por un rato, porque ese tiempo se lo descontaban de la paga, de la que necesitaba hasta la última perra chica. Todos sus compañeros se tomaban algún receso de vez en cuando, pero él estaba obligado a resistir