lunes, 11 de enero de 2010

QUINTO CAPÍTULO. DESPUÉS DE LA DESBANDÁ



PRIMERA PARTE
Capítulo V

Habían pasado cinco días desde el regreso de los dos muchachos a la ciudad transfigurada.
Todavía no había acabado el invierno, que en Málaga solía ser compasivo, pero un frío glacial se había instalado en las calles invadidas de gris. El impulso rabioso y buscavidas de los refugiados de los pueblos se había esfumado, ya no había un portal de Belén en cada portal ni colas limosneras por doquier, y con el sonido amortiguado de sus débiles pasos todos daban la impresión de temer despertar a una bestia ahíta de sangre. Los fugitivos se daban prisa en ocultarse cuando podían, si es que no habían requisado sus casas, y los escasos que callejeaban lo hacían sólo por necesidades impostergables. Grupos de falangistas, similares a los que Mani y el Templao habían visto la noche de los júas tres años antes, circulaban por calle Ollerías jactanciosos, triunfales e indiferentes, y algunos vecinos, a quienes los dos muchachos conocían bien pero que fingían no conocerles, usaban disfraces improvisados que trataban malamente de remedar uniformes. La sensación de acechanza era una inundación viscosa y ácida que anegaba todos los rincones y callejas del barrio, y paralizaba las voluntades, desalentando hasta a las voluntades más supervivientes.
-Parece que a Málaga la han vuelto del revés, como un calcetín –comentó el Templao, mientras examinaba el rapado que retocaba, del cabello de Mani, realizado con una maquinilla mohosa en un rincón oscuro de la calle cerca de la iglesia de San Felipe.
-Peor. Han regao el terror por toas partes.
Mani revivió mentalmente el ambiente revolucionario de septiembre y octubre, cuando todos creían que la guerra estaba acabando y que Málaga se iba a independizar como república libertaria. Los talleres de milicianas trabajando noche y día, gratis, para proveer de abrigos, mantas e implementos a los frentes; las monjas de la Goleta, fingiendo ser enfermeras y trabajando afanosamente para surtir de vendas, pomadas y cabestrillos a los hospitales improvisados; las fábricas donde falsificaban armas o las inventaban; la efervescencia de un pueblo convencido de que su ventura comenzaba a llegar.
-Ya no nos queda ningún sitio donde indagar sobre la de los barcos -lamentó el Templao- ¿Qué hacemos?
-No estando en el hospital de Gálvez ni en el Militar, imagino que se habrá ido a casa de una amiga o algo así. A ella no le gusta estarse quieta ni tendrá paciencia pa quedarse de brazos cruzaos, ahora que conseguirá curarse la sarna en seguía; y con el yerno muerto, se pondrá a mandar en los barcos y, lo más seguro, a reconstruir su casa.
-Natural, pero… ¿Dónde podría estar ahora?
-A ti no te conocen por su calle de la Caleta, que está un poco más pacá de la casa de la hija del ministro, adonde tú y yo fuimos aquel día. Podrías preguntar; alguien tiene que saber.
-Ni se te ocurra. Perdona, Mani, es más peligroso pa mí que pa ti moverme por esos andurriales. Tú puedes disimular el pelo rubio o tapártelo, pero yo no puedo disimular lo cateto que soy; si me pusiera a trajinar por esa calle, alguno llamaría a los militares, y como están las cosas… Lo que podemos hacer, con mucho cuidaíto, es ir al puerto, a ver…
Siguieron el más tortuoso camino posible, a través de las calles más estrechas y oscuras, como las que trazaban el perímetro de las viejas murallas. Se cruzaron con muy pocos civiles; la ciudad, antaño dicharachera y luminosa, había adquirido un circunspecto color de cuartel. Como eludían las calles que habitualmente registraban más circulación, no se toparon con formaciones militares, pero en muchos puntos próximos a tales calles escucharon el sonido marcial de los desfiles.
Merodearon a lo largo de la verja del puerto, sin atreverse a entrar. Los habituales barcos de cabotaje se opacaban junto al ostentoso despliegue militar. El Templao, más alto, escudriñaba entre los barrotes de hierro, en busca de algún arrumbador o un carabinero que conociera. Sólo alcanzaron a ver guardias civiles desconocidos y muchos militares vestidos de modo extraño e intimidante.
-¿Qué buscas, Templao?
Los dos amigos se volvieron al unísono hacia la voz. Mani no lo conocía; El Templao tuvo que realizar un gran esfuerzo para identificar, tras el disfraz y el bigote postizo, a un guardia de asalto del que había sido amigo.
-¿Por qué se viste usted así? –pregunto el Templao.
-Asalto es un cuerpo republicano, ¿tú crees que no van a siquitrillarnos? Que yo sepa, tos los compañeros están escondíos. Yo vengo a tratar de buscarme la vida con gente que conozco ahí dentro. ¿Y vosotros?
-Buscamos a doña Elena, la de los barcos –informó Mani, presuroso-. ¿Tiene usted idea de dónde podría estar? Su casa la quemaron.
-Sí, lo sé demasiao bien. Nos mandaron no intervenir aquella noche. La vieja de los barcos podría estar en cualquier parte; a lo mejor, donde se refugiaban las derechas y ahora dicen que se han refugiao casi tós los perseguíos de la república, en la casa del cónsul de México.
-¿Dónde es?
-Por la Caleta. En una casa mu bonita que se llama villa Maya. Dicen que toa la casa y el jardín están como un campamento.
-¿Y refugian también a los ricos? –preguntó Mani con extrañeza.
-Dicen que están dando asilo a gente cuya vida corre peligro con éstos. Pero nunca se sabe. Si yo tuviera que buscar a alguien que sé que destruyeron su casa, sería allí donde iría a buscarlo.
Les resultó muy extraño desandar la avenida semi tropical que habían recorrido cinco días antes, regresando de la desbandá. Salvo las numerosas casas reducidas a cenizas, la arboleda recuperaba poco a poco su imagen de jardín edénico, preparándose para recibir la primavera, que ya se manifestaba donde podía. Los jacarandás se estaban cubriendo de púrpura, los ficus elástica se habían llenado de conos blancos, las araucarias rebrotaban por pisos y las glicinas comenzaban a abrir sus pesados racimos de flores. Se cruzaron con muy poca gente; los tranvías iban casi vacíos, apenas circulaban coches particulares y de tanto en tanto oían gritos y órdenes militares.
-¿Has visto quién iba ahí? –preguntó el Templao mientras señalaba con expresión de sorpresa un coche que acababa de sobrepasarles y seguía, raudo, hacia el barrio marinero de El Palo.
-No –respondió Mani, que no paraba de cavilar sobre qué iniciativas adoptar los próximos días y, por ello, iba muy ensimismado
-El Quini.
Con expresión de incredulidad, Mani objetó:
-Me parece que estaba en la cárcel. No puede ser él
-Estoy mu seguro, Mani. Habrá declarao que era preso político. Tú sabes de más que ése es mu capaz.
Mani sonrió. Suponía que el Templao tenía que haberse equivocado, pero no quería contradecirle, lo que sentía a cada paso tentación de hacer. No podía ser que, cuatro días después de la caída de Málaga, ese muchacho pudiera habérselas arreglado para librarse de sus condenas, que incluían una por asesinato, y disponer de medios que le permitieran ir en coche. Años atrás, la casa de Quini había sido una de las más prósperas del barrio, pero los vecinos suponían a qué se debía la prosperidad. Todos sabían que el muchacho, de la misma edad que el Templao y uno de sus más fieles ex cortesanos, era un quinqui incorregible.
Perplejo, Mani cayó en la cuenta de lo mucho que Quini había influido en sus peripecias de adolescente; fue por su mediación como había conocido a doña Elena, al seducirlo con engaños para robar en su mansión; también junto a Quini había conocido al Chafarino, y hablando con Quini, y en parte por su causa, fue por lo que el hijo del barbero le había disparado en el pecho en la calle Nueva, condenándolo a un coma de cuatro meses. Era de conocimiento público que Quini había matado a un guardia la noche de la quema de júas de tres años antes y que, a partir de entonces, había rebotando de cárcel en cárcel hasta el día del levantamiento militar. Junto a Quini había asistido a aquella batalla en la Cortina del Muelle, cuando Mani disparó a un comandante del ejército y se convirtió en héroe popular.
Mani miró de reojo al Templao con un sentimiento extraño, diciéndose que Quini había sido bastante más determinante que élen su vida aunque jamás hubiera sido un verdadero amigo.
No podía ser Quini el ocupante de aquel coche que se apresuraba a lo lejos.