miércoles, 30 de diciembre de 2009

CUARTO CAPÍTULO DE DESPUÉS DE LA DESBANDÁ


DESPUÉS DE LA DESBANDÁ

Primera parte
IV Capítulo

El retorno de la desbandá no había terminado aún. Todavía llegaban en masa, aunque algo más dispersos, rendidos y vencidos, arrastrando los carromatos, carretillas, bicicletas y niños ensartados por cordeles para que no se despistasen. Los dos amigos los miraban ahora, tras haber descansado un poco, con un inesperado y muy extraño sentimiento de piedad y repulsión. ¿Así parecían ellos la noche anterior?
El Templao cabeceó y, apesadumbrado, hundió la barbilla en el pecho al tiempo que resurgía el llanto. Mani volvió a abrazar sus hombros sin encontrar una palabra que pudiera consolarles a los dos.
El cortejo del regreso continuaba gimiendo. Andrajosos, casi todos los pies sangrantes, famélicos y con los ojos desencajados. Como escapados de un campo de concentración, subían por las riberas del río y la calle de Ollerías, arrastrando la desesperación y la desesperanza. ¿Qué venturas podían encontrar en la ciudad asolada de donde habían huido? Ninguna. Prematuramente, la mudez que se verían obligados a guardar durante años les dominaba ya.
Transitaban en silencio de camposanto, presentes pero ausentes, con miradas descarriadas y perplejas donde no quedaba ningún camino. En sus ojos se pintaba la incertidumbre o, más bien, la negrura de su inmediato porvenir.
Para no tener que continuar viéndolos, el Templao y Mani se desviaron de la ruta que habían previsto recorrer. Permanecieron unos minutos junto a un pequeño huerto donde salaban boquerones, hasta que el Templao, con su habitual incapacidad de estarse quieto, dijo:
-Bueno, Mani, me las piro; trata de esconderte hasta que yo no vuelva. A ver si encuentro quien me haga el favor de ir a preguntar en la Goleta.
Pasado un rato, Mani descubrió que los dos hombres, que rellenaban un tonel con boquerones y sal, le señalaban y susurraban entre sí. Le habían reconocido. Corrió calle abajo, por la misma dirección que el Templao tenía que recorrer a su regreso, y se paró junto a un tenderete del mercado a ver pasar el cortejo, que seguía desfilando sus miserias por la Cruz del Molinillo.
Cavilaba sobre dónde ocultarse mientras el Templao trataba de averiguar el paradero de doña Elena, pero la fascinación que le producía el desfile le mantuvo en el mismo sitio, sin notar cuántas vecinas lo miraban de reojo. De hecho, se produjeron incontables codazos de unas vecinas a otras, mientras lo señalaban con disimulo, aunque en ningún momento se dio cuenta porque el dolor del muchacho era tan profundo que no tenía ánimos ni para mantener el alerta.
Por su parte, y al tiempo que corría mirando las caras de sus vecinos, a ver en quién podría confiar, al Templao le pesaba cada vez más el martirio de su hermana Inma. El estremecimiento le hizo trastabillar y tuvo que hacer un esfuerzo para continuar andando. Los sucesos de aquel día los podía reseñar con todo detalle y cronológicamente.

-Guaqui, la Inma...
-¿Qué pasa, mamá?
-Que la mandé a mediodía a comprar un huevo y no ha vuelto.
-¿No ha venío a comer?
-No. Sal a buscarla, que esto me huele fatal.
Mani sintió que un terremoto agitaba el suelo bajo sus pies. Había aconsejado muchas veces a Inma que no saliera de su casa sola, lo mismo que el Templao. Ahora no era tiempo de reprochar a la madre por no parar de mandarla a la calle, sino de encontrarla cuanto antes. Rastrearon a la carrera zonas cada vez más amplias con el barrio como epicentro. Empezaron en el Molinillo, pero fueron abarcando más y más calles, hacia las zonas céntricas, hacia el barrio de Capuchinos y hacia el río. Preguntaban a los conocidos y a los desconocidos, el Templao sin parar de llorar y Mani con el corazón estrujado por el peor de los presentimientos. Inma no se retrasaba jamás voluntariamente, poseía gran sentido de la responsabilidad que le hacía ayudar a su madre mucho más de lo que ésta le exigía y siempre volvía de los mandados en seguida, porque lo que más le gustaba era bordar. Pasaba horas y horas bordando, incluso mientras hablaba con Mani durante tardes-noches interminables. Parecía indudable de que su tardanza no era por iniciativa propia; alguien estaba reteniéndola. Cada hora, volvían a la calle Rosal Blanco por si había novedades. De tanto indagar, la noticia sobrevoló el barrio, por lo que se fue agrupando gente expectante en torno al corralón de la Torre. Los grupos se multiplicaron y cuando se acercaba la medianoche, eran más de diez. Carmela, en el centro de un círculo formado por sus hijos, permanecía en guardia a la entrada de la calle, como si con ello pudiera acelerar la reaparición de la más bonita, dulce y serena de los doce.
Mani y el Templao recorrieron todas las casas de socorro, los dos hospitales, los asilos de indigentes y cuando acudieron a la comisaría de vigilancia, los guardias se burlaron de su desconsuelo, porque las denuncias por desaparición eran demasiado frecuentes como para abrir diligencias. El Templao estuvo a punto de ganarse la detención, de no ser porque Mani cerró materialmente su boca obligándole a callar cuando ya había empezado a insultar al guardia del mostrador, que sencillamente se encogió de hombros con indiferencia.
Según les dijeron durante un nuevo regreso a calle Rosal Blanco, ya eran casi veinte los grupos que hacían batidas por el río, los huertos, el monte Coronado y las zonas de campo que orillaban los caminos que partían de Málaga. Salían con antorchas y linternas en una multitudinaria movilización del barrio, que era general cuando se aproximaba el alba.
Fue con la primera luz del amanecer cuando llegó uno de los grupos cargando a Inma entre cuatro. Convulsionada y babeante, se debatía como si fuese presa de un ataque epiléptico, pero no emitía sonido alguno.
-Estaba sujeta a la barandilla del puente; parecía que iba a tirarse -informó uno de los que la cargaban.
-No quiere hablar -aclaró otro.
La depositaron de pie ante su madre y Mani sintió que se le partía el corazón. Sobrecogido por el espanto, contempló su melena castaña enredada de rastrojos, sus mejillas tumefactas, sus labios hinchados y cubiertos de heridas y coágulos de sangre, sus ojos ennegrecidos a golpes, su vestido hecho jirones y la sangre seca que dibujaba un reguero en su pierna izquierda. Iba sucia de polvo y fango y de sangre y dolor en las incontables magulladuras y escoriaciones de su piel, visible en la abundante desnudez que su ropa hecha jirones no ocultaba. En una de los guiñapos mayores de la parte delantera de la falda, habían escrito "puta roja" con tinta china. Viendo que iba a caer desmayada al suelo, Mani dio un salto para evitarlo, pero ella rechazó el contacto con brusquedad, como si él quisiera multiplicar su horror.

El Templao apretó los párpados para tratar de borrar el recuerdo.
De repente lo vio llegar. Dibujó una sonrisa enorme de alivio, mientras se ensanchaba su pecho y su corazón saltaba con júbilo. El que había sido durante seis meses el conductor del camión de abastos comandado por Mani, llegaba desde la dirección opuesta.
Casi desde el levantamiento de los rebeldes, habían compartido todos sus días; buscaron afanosamente comida y útiles que repartir y llevaron el camión sin descanso a los más recónditos lugares, no sólo de la capital, sino a toda la provincia. Juntos, él, el conductor, Mani y el otro miliciano se habían desesperado al unísono cuando no podían satisfacer las peticiones de gente tan miserable como la refugiada en la catedral o cuando faltaba la comida hasta para ellos. Juntos, los cuatro no habían dudado en recolectar naranjas cachorreñas de los parques, y frutas de melonares abandonados a causa de los bombardeos. Habían presenciado juntos el desmoronamiento de algunos frentes, como el de Monda. Habían reído juntos con los chistes y ocurrencias de cada uno.
El Templao reconoció con dificultad al miliciano que había conducido el camión de reparto hasta cuatro días antes. Se paró a verlo llegar hacia él y el corazón volvió a darle un vuelco. No recordaba su nombre, porque hablaban poco de sí mismos cuando cumplían las órdenes de la Jefatura de Abastos. El antiguo conducto vestía de un modo que tendría que haberle hecho recelar, un traje de aquéllos que la gente de su clase usaba sólo los domingos, pero la alegría de encontrarlo le impulsó a lanzarse hacia él para abrazarlo, al tiempo que maquinaba cómo pedirle el favor de ir a la Goleta.
-¡Qué haces, muchacho! –exclamó con tono muy áspero el antiguo conductor.
Algo se derrumbó en el pecho del Templao.
-Coño, compadre. ¿No ves que soy el Templao?
En los ojos del ex conductor había un fulgor aterrado al decir:
-Yo a ti no te conozco de ná. Déjame tranquilo.
Echó a correr como si alguien acabara de acusarlo de un crimen.
El Templao asistió perplejo al desmoronamiento de cuanto quedaba dentro de sí. Su idea del mundo se disolvía como azúcar en el agua, mientras se resistía con denuedo a exterminar su esperanza. Estupefacto y cabizbajo, siguió adelante tratando de superar lo que acababa de suceder, que estaba creciendo en su imaginación como el más negro escollo del mundo. La musculatura desarrollada durante años en el puerto, cargando sacos que pesaban más que él, ahora no le servía de nada, porque sus piernas flaqueaban. Parecía que pudiera desmayarse. Alzó los hombros en busca de una resolución que ya no sabía en qué parte de su anatomía pudiera estar. Se palpó los testículos, a ver si un demonio disfrazado de italiano se los había extirpado, como él le había hecho a Serafín. Los genitales continuaban en su sitio, pero los sintió languidecer, como si estuviera siendo víctima de un embrujo.
No podía caberle en la cabeza la conducta del conductor, que siempre le había parecido un muchacho bromista, afable, despreocupado y un poco simplón. ¿Tan pronto se estaba adaptando la gente a la nueva situación? ¿Iban a portarse todos así?
Inconscientemente, comenzó a caminar con mayor cautela, mirando adelante y atrás con prevención. Un pálpito impreciso hizo que retrocediera en el laberinto de callejas formado por Curadero, Rosal Blanco, Huerto de Monjas y otras, pues los barrios malagueños de entonces eran como aldeas encerradas en sí mismas. Todos se conocían, al menos de vista.
El Templao se dio cuenta de que se cruzaba con algunas matronas y chicos, que evidentemente no habían huido con la desbandá; los reconocía vagamente y en todos los casos notó que viraban bruscamente la cabeza para no mirarlo, para que no se cruzaran sus miradas.
Él, que había sido el joven más popular del barrio, se había convertido de repente en un apestado al que todos eludían ahora. La perplejidad vencía al dolor. Seguramente, el amigo ciego de Mani, el Chafarino, hubiera sabido explicarle el cambio si permaneciera vivo. Pero también había muerto, qué desperdicio. Tanta sabiduría y buen juicio, disipados en un bombardeo. ¿Qué más había muerto? No le quedaba más familia que Mani, le habían arrebatado su autoestima, las esperanzas eran ahora escombros de explosiones y comenzaba a sospechar que su corazón se había secado a tal punto, que nunca volvería a amar ni a ser amado.
El conductor no podía haberse convertido en mala persona en cuatro días, como si lo hubieran fundido en una fragua. Era el miedo. Al Templao, siempre le habían achacado la facultad de no dejarse abatir por el miedo, pero sabía cuánto pesaba. Lo había visto en muchos rostros acobardados, inclusive en la cara presuntuosa de Serafín, aquella vez que estuvo a punto de dispararle en un oscuro callejón, cuando Mani le salvó la vida. El miedo era el sentimiento más paralizarte del que tuviera noticias. El miedo anulaba toda facultad. Y al parecer, era un demonio al que tendría que encararse a diario en lo sucesivo, porque la realidad era que no sólo lo había detectado en las pupilas de esos dos vecinos acogotados, sino que velaba como una sombra invisible las expresiones de toda la población.
Aumentaba su descomposición.
Armado con un residuo de su antigua resolución rabiosa, decidió volver sobre sus pasos y realizar un esfuerzo de audacia para recorrer la calle Curadero. Sólo unos metros más allá, vio llegar al Carbonero. Escarmentado por la actuación del miliciano conductor, el Templao no se lanzó hacia él. Esperó, parado, a que llegara cerca.
Notó que iba a hacer lo mismo que el conductor, regirle, y desvió la mirada con expresión de culpabilidad. Pero al llegar al lado del Templao, se agachó como si necesitara atarse el cordón del zapato y, en esa postura, susurró:
-Guaqui, haz como que no estamos hablando, mira pal otro lao. ¿Sabes algo de los Robles del Altozano?
-Han muerto tos, menos el Mani, que está ahí cerca.
-Po dile que se quite de enmedio; a él es a quien más buscan. Llevan dos días viniendo a cada rato al barrio, preguntando por tos, ellos, pero por el Mani en especial.
-¿Quiénes vienen?
El Templao fue a mirar a su vecino, pero recordó a tiempo que debía disimular. El vistazo le había bastado para darse cuenta de que el Carbonero iba limpio, repeinado y vestía un traje anticuado.
-¿Quiénes van a ser? El Serafín y los de su maná, disfrazaos de monigotes.
El Templao tragó saliva:
-Necesitaría que alguien entrara en la Goleta por mí.
-¿De qué quieres enterarte?
-El Mani quiere averiguar por la de los barcos…
-Se la llevaron ayer.
-¿Presa?
-¡Qué va! Una ambulancia del hospital con lo menos doscientos médicos.
-¡Ah! ¿Del hospital Civil?
-¡Tú estás majara! A esa tía no van a encamarla ahora en el hospital de nosotros los proletarios. La habrán llevao al Gálvez, al Militar o por ahí. Yo no sé más. Ahora tengo que echar a correr, que por ahí viene gente. Disimula y no se te vaya a ocurrir decirme ni condiós.
El Templao permaneció unos instantes en la misma posición, sin volverse hacia el Carbonero siquiera para verlo correr llamativamente encogido. Volvió a andar pesadamente en la dirección por donde debía encontrar a Mani, arrastrando los pies. De pronto, el ánimo se le había convertido en una carga insoportable. Mani lo vio llegar. Fue a saltar en medio de la calle, descubriéndose, pero una mano tiró de su jersey y le susurró al oído:
-Niño, ten cuidaíto, escóndete o echa a correr; vete del barrio y piérdete enseguía. Te quieren siquitrillar.
Mani contuvo el salto, al tiempo que siseaba al Templao.
-No te vas a creer lo que pasa, Mani.
-¿Qué, Guaqui?
-La gente está mu rara.
-Ya me he dao cuenta.
-No. No tienes idea de lo que me ha pasao. He visto al chofer del camión, vestío de señorito de pega, y no ha querío saludarme. Ha echao a correr.
-¿El Lagartija?
-¿Así lo llaman? No lo sabía.
-Le cabrea tanto que le digan el mote, que nunca lo mentábamos. Pero no me acuerdo de cómo se llama. ¿Qué ha pasao?
-Que ha simulao que no me conoce.
Mani agachó la cabeza un momento, cavilando.
-Una vecina, al verme saltar hacia ti, me ha pillao de aquí, y me dicho mu callaíto que me vaya corriendo. Joé, Guaqui. ¿Tanto ha cambiao la gente?
-Parece que tienen miedo.
¿Parece? Están cagaos. ¿Has averiguao de la de los barcos?
-He visto al Carbonero, que tampoco ha querío saludarme claramente. Ha dicho que se la llevaron ayer en una ambulancia.
-Entonces, no será difícil dar con ella.
-¿Qué no? ¿Qué piensas hacer, ir preguntando por ahí, mientras te buscan pa fusilarte?
Mani se encogió involuntariamente. Se daba cuenta de que tenía que indicar alguna iniciativa, porque el Templao lo miraba, expectante. Pero tenía la mente completamente en blanco.